Death

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La caída de los minutos y la continua sucesión de comentarios banales e hirientes lo único que conseguían era prender la mecha de su impaciencia. No quería estar ahí, no le interesaba nada de lo que pudiera ocurrir. Quizás en el pasado, cuando no tenía más gente de la que rodearse, estaba más capacitado para soportar según qué situaciones, pero ahora era totalmente absurdo y un burdo sinsentido.

En ese instante, Inés se puso en pie y se acercó hasta Daniel.

Sugerente, se apoyó en su hombro izquierdo y depositó un susurro en su oído:

—Ven... —le instó.

La joven no esperó la respuesta y se puso en dirección a los baños, momento en el que Daniel no pudo evitar contemplarla con cierta nostalgia. En otro tiempo, aquel vestido azul, bailando de un lado a otro le habría enloquecido, pero estaba anestesiado. Ahora comprendía que aquel interés siempre había sido humillantemente mediocre.

En cualquier caso, el recolector la conocía y podía imaginarse lo que buscaba: “No tengo ganas de un nuevo teatrillo. Me agota estar aquí, es todo demasiado superfluo... No puedo respirar”, pensó para sí, agobiado por la trivial atmósfera del pub. Daniel ya no era aquel chico que se dejaba someter, por no ser ya no era siquiera un chico; solo esencia.

Con una desgana para nada disimulada, se puso en pie. Tras intercambiar una mirada elocuente con David, siguió a la joven, atravesando una hilera de mesas y dejando atrás la barra de brillante madera que protagonizaba el local. El rechinamiento del entarimado se detuvo cuando ambos se introdujeron en un estrecho pasillo que conducía a los lavabos. Rodeados de mayor intimidad, Inés le dirigió una mirada furtiva, dotando a sus ojos verdes de la agresividad típica de la que se sirve el depredador cuando por fin vislumbra indefensa a su tan ansiada presa, sin embargo, y para su sorpresa, la joven no se encontró con la típica reacción asustadiza a la que tan mal acostumbrada estaba, Daniel se mantuvo férreo, dejando claras sus intenciones.

La bella joven esbozó aquella sonrisa que solo ella sabía dibujar en su rostro, y paseó la mano derecha por el desnudo antebrazo izquierdo de Daniel, acariciándolo con suavidad.

—Hacía mucho tiempo que no nos veíamos... Y no sé, parece que estás diferente… —comentó lasciva Inés, resbalando su mano con naturalidad hacia el pecho del joven.

Daniel reaccionó de inmediato dando un paso hacia atrás, componiendo un semblante de desconcierto en su ex.

—No me gusta esto, Inés, y por fin tengo la osadía de decírtelo —confesó con severidad—. No me gustaba nuestra relación, no me gusta el rollo que te traes con Nuria y mucho menos cómo esta trata a David. Si he venido hoy es para apoyar a mi amigo, nada más. No pienses ni por un segundo que he venido aquí para verte, ya no soy el que solía ser y mejor que se te meta rápido en la cabeza —aclaró el joven, airado—. No voy a seguir actuando en esta burda parodia.

A medida que las palabras iban fluyendo a través de su boca, el recolector adquiría una confianza nunca antes experimentada, y más teniendo enfrente a aquella presencia que tantas veces le había embrujado en el pasado. Entretanto, en la fisonomía de Inés se esbozaron los retazos de aquel que recibe un golpe que no se espera, sin saber muy bien si lamentarse por el dolor o por lo inesperado de este mismo.

Una vez Daniel hubo terminado, la orgullosa joven trató de disimular su enfado, pero el temblor de sus manos la delataba.

—Yo tampoco he pensado en ti —contraatacó Inés—, de hecho no sé qué te hace creer que alguna vez lo he hecho. Siempre has sido mi juguete, mi...

Daniel interrumpió a la joven, situando el dedo índice en sus labios.

—Te quiero y te quise, quizás demasiado, y por ello no es mi deseo herirte —reconoció de pronto el joven, descolocando de nuevo a su ex pareja—, pero mi vida ha cambiado, y en esa vida no puedo tenerte cerca. Sé mejor que nadie que no eres como aparentas, escudándote en esa prepotencia para mantenerte bien pertrechada, lejos, distante de cualquiera que pueda llegar a tu corazón —Daniel agachó la cabeza, conmovido—. Hace mucho que desistí en mis intentos por derribar ese muro. Sé que no puedo cambiarte, no tengo ese poder y quizás un día encuentres a alguien que pueda lograrlo —el recolector se quedó mirando a la que, hasta hace no demasiado, había sido el eje de su vida—. Cuando piense en ti, quiero hacerlo así, recordando esos momentos maravillosos en los que nuestras miradas chocaban, aquellos en los que éramos sinceros, y no esos en los que abríamos la boca, tú para reafirmarte y yo para achicarme. Te digo adiós, Inés, no nos volveremos a ver.

Entonces, el joven consideró besarla. Un tifón de sensaciones se desató en su interior, como si le hubieran introducido en una batidora, empleando como ingredientes todas sus vivencias, recuerdos, sentimientos. Por un instante, estuvo a punto de flaquear y hacer realidad aquella unión carnal. Pero no lo hizo. Ahora era conocedor de lo que era es mujer, sin interferencias.

Inés estaba extrañada, descolocada al sentir cómo su poder ya no tenía efecto sobre él. Daniel sonrió y, sin mediar palabra, se marchó, sintiéndose por primera vez en mucho tiempo bien, empero su explosión no se detuvo ahí. Una vez hubo regresado a la mesa, le dio una palmada en la espalda a David y lanzó una mirada inquisitiva a Nuria.

—Arpía —disparó tajante.

El horror se apoderó del gesto de su amigo, mientras que Nuria se quedó totalmente desencajada. Luego, se dirigió a David.

—Amigo, me tengo que marchar un tiempo, pero espero que podamos vernos pronto.

Con un gesto compungido, Daniel nuevamente se puso a caminar, en esta ocasión en dirección al exterior del local. Sabía que debía romper lazos con ellos, no podía mantener aquella farsa rodeada de mentiras. Sus vidas ya no tenían nada que ver y, por supuesto, sus mundos tampoco. Era hora de cambiar, no tenía otra opción.

De pronto, se fijó en un hombre que estaba sentado en una de las mesas cercanas. El individuo se hallaba parapetado por un periódico, no obstante aquella esencia era inconfundible. Tomás, ataviado con una gorra y unas gafas de sol, parecía en plena misión de incógnito, espiándole, empero en lugar de enfadarse, el joven no pudo evitar soltar una pequeña carcajada.

—Parece que estás de buen humor... —apreció Tomás.

—No sé si eso es lo que siento en estos momentos. Salgamos de aquí.

El cazador dejó unas monedas en la mesa como pago de su consumición y, junto a Daniel, salió del local.

En el momento en el que el recolector atravesó la salida, sintió como si hubiese sido liberado de un peso que le tenía terriblemente oprimido. Dejar el pasado atrás es complicado para cualquier existencia, y Daniel era consciente de que no sería tan fácil desligarse de su vida mortal, sin embargo, cuanto antes lo hiciera, más podría imbuirse de la Ciudad Esencial y centrarse en los nuevos frentes que habían aparecido en su vida. Superar a Inés era algo que tenía que haber hecho hacía demasiado tiempo, algunos dirían, incluso, desde el momento en que la conoció, mientras que a David no quería inmiscuirlo en un asunto de tamaña enjanenación; algún día podía sentir el impulso de contárselo y no sería justo.

Al conocer lo ocurrido, Tomás se vio gratamente sorprendido por la determinación de su discípulo, o al menos así se lo hizo creer al recolector.

—Has tomado una buena decisión. Seré franco, tenía bastante curiosidad por saber qué es lo que harías en tus primeros momentos como recolector —reconoció Tomás, con su habitual gesto apacible—.

Me parece perfecto que te desvincules de tus conocidos, de no hacerlo, tarde o temprano los Juzgados habrían expedido la orden de reconstruir tu fallecimiento en el mundo real para que tus familiares y conocidos no sospecharan de tu súbita desaparición. Es más traumático que, por ejemplo, marcharte de viaje o algún embuste similar, pero recuerda, Daniel, que si los observadores de los Juzgados hallan cualquier evidencia de que por tu negligencia se divulga información que los mortales no deben conocer serás sancionado, y los recuerdos de estas personas, manipulados para que no remeden nada —explicó el cazador, quitándose las gafas de sol—. La estructura social de la Ciudad Esencial es bastante hermética.

Tomás ya le había comentado los riesgos de tratar de conjugar la vida del plano esencial con el mortal. En la mayoría de los casos, todas las tentativas acababan en fracasos estrepitosos perjudiciales para las inocentes almas implicadas.

Daniel se tomó un momento y asintió.

—Es realmente complicado. Mi vida ha cambiado tanto en tan poco de tiempo que siento hasta vértigo... —confesó el recolector, pensando en las enfrentadas emociones que se arremolinaban en su interior.

—Para asegurarte de no tener problemas, emplea alguna red social para anunciar tu marcha. Así, si lo deseas, en un futuro cercano podrás volver a encontrarte con tus seres queridos. No siempre es fácil mantener los vínculos separados, a veces las hebras luchan por reunirse, por ello no suele venir mal, sobre todo al principio, no perder absolutamente el contacto con el mundo real —explicó el cazador—.

Del mismo modo que tu mente y tu cuerpo necesitan descansar, tus emociones también.

Daniel escuchó con atención la lección mientras caminaban por las calles de Madrid. Después Tomás continuó explicando algunas de las leyes de la Ciudad Esencial y sus penas subsiguientes, cuando una idea irrumpió con fuerza en la mente del joven: si su mentor le había estado siguiendo, bien podría ser conocedor de lo ocurrido en aquel bar donde a punto había estado de perder su alma para siempre, pero pasaban los minutos y Tomás no parecía ser consciente de lo acaecido, y si lo era, no le daba la más mínima importancia.

Tras cavilar durante unos instantes más, llegó a la conclusión de que aquello no podía ser posible: “Me cuesta creerlo, de haber estado allí habría intervenido... creo —reflexionó para sí, sin demasiado convencimiento—. No, seguro que hubiese intervenido. Después de aquello solo estuve paseando por la universidad y durmiendo... Bueno también fui a comprar comida a Pipita, pero dudo que eso le preocupe demasiado... Hablando de mi gato. ¿También se supone que tengo que dejarle atrás a él? Espero que no... De todas formas, debería contárselo, sería lo más sensato... Pero ella me pidió que no dijera nada... ella...”.

—¿Daniel? —profirió el cazador en clave interrogativa deteniéndose frente a una tienda de fotografía.

—¿Qué? —preguntó el recolector, sobresaltado.

—¿Te has divertido en tus primeros momentos como recolector?

—cuestionó Tomás capcioso, sembrando el nerviosismo en su interlocutor.

Lo sabía, era conspicuo que Tomás lo sabía, confirmó el joven.

—Bueno... —Daniel vaciló, tenía poco sentido proseguir con esa farsa, pero era incapaz de hallar la osadía necesaria para superar la juiciosa mirada de Tomás. Sabía que había sido un imprudente y era consciente de que ahora su esencia estaba intacta gracias a la magnanimidad de esa cazadora, y le avergonzaba.

De pronto, Tomás se liberó de su cáscara física, pasando a adoptar la apariencia habitual con la que contaba en su estado esencial, con ese estilo mesurado que estaba caracterizado por aquellas gafas de función desconocida.

—Cada vez me cuesta más trabajo adoptar mi versión corpórea —confesó el cazador, aliviado—. Sin embargo, de esta manera he evitado que te dieras cuenta de mi presencia. Solo te habría distraído en caso de estar cerca de ti en mi forma de cazador.

De nuevo, Daniel se exaltó. Aunque no hacía demasiado que conocía a Tomás, no albergaba ninguna duda de que, pese a su calma habitual, no existía ninguna posibilidad de que viera con buenos ojos su suicida actitud, y eso significaba decepcionar, y eso a su vez desembocaba en mediocridad. Y pese a que se lo dirigía con frecuencia, odiaba cargar con el adjetivo mediocre.

Tomás no tardó en retomar la palabra.

—Te voy a dar un consejo que te servirá para el futuro: vigila tus emanaciones espirituales cuando te enzarzas en tus soliloquios. No me extrañaría que, inmerso en uno de ellos, atrajeras a un enjambre de recolectores hambrientos —advirtió el cazador—. Tu esencia es muy suculenta, deberías tener cuidado.

Estaba acorralado, el joven no sabía cómo actuar sin que pareciera que pretendía mentir u ocultar lo acaecido. Si Tomás lo sabía, opción más probable, no tenía escape; sin embargo, si no lo sabía y cometía el error de confesarlo, lo decepcionaría. Por lo tanto, debía intentar embozar su nerviosismo y actuar de una manera natural si no quería levantar suspicacias en su mentor.

Convencido de que su cavilación era bastante lógica, abrazó una actitud natural.

—¿Ocurre algo? —preguntó Daniel intentando aferrarse a una más que fingida inocencia.

El cazador se mantuvo en silencio observando con fijeza a Daniel. Como siempre lo estudiaba, lo escudriñaba, inoculando al joven la sensación de que, por mucho que lo intentara, jamás podría ocultar nada a un alma como aquella, dotada de unos ojos que parecían conocer las claves que protegían las verdades más intrincadas del universo. Notó en ese momento cómo los cimientos que sostenían su convicción se derrumbaban cual endeble castillo de arena; debía contárselo, no podía esperar más.

Entonces, un señor ataviado con la vestimenta típica de un cocinero salió por la puerta trasera, de lo que debía de ser un restaurante, y tiró en un contenedor gris la bolsa de basura que asía con su mano izquierda. Una vez hubo regresado al interior del local, Daniel buscó tomar la palabra para confesar, pero Tomás se le adelantó:

—¿Estás preparado para tu primera recolección real? —cuestionó el cazador, desprendiendo una ráfaga balsámica sobre su discípulo, el cual abortó su tentativa de confesión.

—Supongo que sí... —respondió el joven, aliviado—. Si lo hago, ¿significa que podré volver a ver a mi madre? —preguntó a continuación, casi sin pensar.

—Significa que estoy en ello, pero que mientras tanto debemos ponernos en marcha —contestó, áspero Tomás—. Uno de los requisitos para que nuestro trato se lleve a cabo es que recolectes las almas que yo te indique, de la forma que te marque y en el marco temporal que yo determine. Si tú cumples tu parte, yo haré todo lo posible con la mía —aclaró el cazador—. Bien. ¿Estás listo?

Daniel asintió, por un momento se había olvidado del acuerdo al que había llegado con el cazador, idea que expulsó al resto de sus hermanas al trastero de su mente; existían pocas cosas que pudiese desear más que volver verla y, sin duda, haría lo que fuera necesario para lograrlo.

—Lo primero, retira tu máscara mortal —ordenó el cazador, despertando cierto desconcierto en su pupilo.

Viendo que no obtenía respuesta, se rascó la cabeza y decidió aclarar su petición

—Ahora mismo eres el tú físico, oculto bajo su cáscara corpórea.

Quiero que pases a tu estado esencial, para ello, cierra los ojos y piensa en tu guadaña, de esa manera adquirirás la forma de recolector.

El joven se tragó las posibles preguntas que pudiese querer realizar al respecto y cerró los ojos.

En un ejercicio exprés de introspección, intentó imaginarse su guadaña, más pequeña que las otras que conocía, pero de un trazo tan bello y sutil que se excitaba con solo vislumbrarla entre la opacidad de su memoria.

De pronto, la voz de Tomás irrumpió entre la penumbra: —Ya puedes abrirlos —profirió.

Daniel volvió al mundo real y comprobó cómo ahora estaba ataviado por aquellos suaves hábitos brunos propios de los recolectores. Su percepción sobre todo lo que le rodeaba dio un vuelco rotundo, si bien había sido capaz de notar que aún enfundado en su máscara mortal su empatía hacia las esencias de las personas ahora era mucho mayor, no tenía nada que ver con la sensibilidad que le aportaba aquel estado. Encontrándose a varios metros de distancia podía identificar, por ejemplo, que la menuda mujer de pesado caminar que atravesaba la calle se trataba de una señora ambiciosa y trabajadora con tintes de mezquindad incipiente, o que el hombre desaliñado que no paraba de contestar mensajes en su teléfono estaba preocupado por la reprimenda que recibiría al llegar tarde a casa.

Era increíble poder saber tanto de la gente sin necesidad de interacción alguna, un sueño hecho realidad para el joven: observar la esencia de las personas sin ningún obstáculo.

—Aprende este proceso —aconsejó de pronto Tomás—. No es la única manera de adquirir tu forma espiritual, pero es la menos contundente, por así decirlo... Bien, a partir de ahora te doy diez minutos terrenales para, primero, escoger un alma, segundo, invocar tu guadaña, y tercero, segar el alma de la persona que hayas escogido.

Si has escuchado mis lecciones como deberías haberlo hecho, recordarás los tipos de recolección de almas así como la forma de exteriorizar tu guadaña —aseveró el recolector con seriedad—. Esto puede que te cueste algo más al encontrarnos en el plano mortal, pero deberías ser capaz de hacerlo.

Y antes de que el joven pudiera decir nada, Tomás se esfumó en el aire. “Tengo que aprender a hacer eso...”, se dijo Daniel, mientras elevaba la mirada hacia el cielo estrellado que coronaba el firmamento de la capital.

Poseía una ligera idea de cómo llevar a cabo la misión, no obstante, el problema radicaba en tomar una decisión trascendental: ¿a quién iba a matar? se le formó un nudo en el estómago, ya que el simple hecho de planteárselo le generaba una gran repulsión El joven se peinó su cabello rubio hacia un lado mientras observaba pasar a la gente, recibiendo en aquel proceso un caos de sensaciones y sentimientos que le estaban provocando unas náuseas terribles. Cuanto peor fuera el alma que escogiera, más sufriría y viceversa.

“Esto es absurdo, una decisión así requiere de más tiempo. ¿No se supone que somos inmortales? ¿Por qué fijar un límite de tiempo tan escaso? Y seguro que me está observando desde algún rincón disfrutando de mis dudas... Maldición”, se lamentó Daniel nervioso y exasperado.

Desbordado por las dudas, el recolector caminó hasta el exterior del callejón y siguió al reguero de gente que, en su gran mayoría, se hallaba realizando el recorrido intermedio entre su casa y el trabajo.

Cuando Daniel se fijaba en una persona de alma corrupta o negativa, era como si viera una ensalada apestosa y nauseabunda —nunca había sido mucho de vegetales—, mientras que si observaba la de un niño, se le hacía la boca agua. En cierto sentido, era como si sus propios sentimientos buscaran cobijo en unos más positivos, rechazando todo lo negativo, como, por otra parte, era comprensible. En cualquier caso, y aunque por cómo los miraba podía parecer lo contrario, por muy suculenta que fueran esas ánimas no pasaba por su cabeza alimentarse de un niño bajo ninguna circunstancia.

El recolector se propinó un capón en la cabeza y cambió el objetivo de su atención, fijándose en la recepcionista de una cercana clínica dental. Era una mujer bien parecida, de melena rizada color caoba y un campo de pecas en sus mofletes. Su alma le transmitía cierta indiferencia, besando la más absoluta mundanidad. No era mala candidata, pero su elección no solo podía estar determinada por cómo fuera el alma. Daniel estaba obligado a tener en cuenta el lugar donde iba a hacerlo, ya que si trataba de segarla en medio de un grupo de gente, podía llevarse a dos o tres mortales en el camino, maniobra que, según tenía entendido, le crearía algún problema en la Ciudad Esencial —y ya tenía suficientes para haberla visitado tan solo una vez—.

Los transeúntes pasaban y, al mismo tiempo, el joven cada vez se hundía más en su incapacidad para decidirse. Desde el ánima más simple a la más enrevesada, todas tenían sus entresijos y aspectos positivos por muy corrompidas por la inmoralidad que estuvieran. Del mismo modo, aquellas personas contaban con un futuro por delante, que sería truncado por un chaval que no sabía ni cómo empuñar su guadaña. Aquello era de lo más deprimente.

Mientras seguía cavilando sobre el tema, Daniel observó cómo un recolector invocaba su guadaña y le propinaba un tajo a un hombre de unos treinta años. Su esencia fue devorada por una imponente arma bermeja. Luego, en un impás casi imperceptible, el recolector se introdujo en el cuerpo ya vacío del mortal y se fue caminando como si tal cosa.

Daniel se quedó atónito con aquella escena, sin saber con certeza si lo que le había sorprendido más de la misma era la naturalidad del recolector para realizar la maniobra, o si lo había sido más impactante la posterior habilidad con la que se metió en el cadáver, convirtiéndose en un muerto viviente: “Esto es una locura, lo del bar, lo del Coliseo, lo del parque... ¿Quién me manda haberme metido en este macabro pifostio?”, se preguntó.

Y entonces lo vio. Sus ojos se fijaron en un hombre desaliñado que estaba sentado en la grisácea calzada, con el cabello descuidado, una barba encrespada y carente del brazo izquierdo. A su lado yacía un cartel que pedía que le dieran dinero para comer y, frente al trozo de cartón, descansaba una taza blanca en la que los que lo desearan podían echar el dinero que creyeran conveniente.

Si pensaba en la perspectiva de futuro para escoger a alguien, no podía existir un candidato mejor. Su alma, parecía ser poco profunda y honesta, sin ser demasiado positiva, perfecta para protagonizar su primera recolección. Daniel se armó de aplomo y caminó eludiendo a los transeúntes hasta que estuvo a tan solo unos centímetros de distancia de aquel hombre.

Segando su esencia, le otorgaría un descanso más que merecido: “Vivir es luchar, pero en el momento que hay que luchar para comer, dormir en una cama, o simplemente existir quizás esa lucha no merezca la pena...”, trató de convencerse sin demasiado éxito.

Buscaba decorar aquella terrible tarea de alguna manera, pero aún sentía que estaba a punto de llevar cabo una atrocidad en la que poco importaban los atenuantes que se inventase.

Es cierto que, en general, no sentía demasiado aprecio por la gente, básicamente porque consideraba que, por naturaleza, el ser humano es egoísta y, por lo tanto, por muy bueno, puro o inocente que sea, en cualquier momento puede dejarse llevar por un impulso o un sentimiento que cause dolor, incluso sin ser consciente de lo que está provocando. Menos le gustaban todavía esos corderitos que vivían bajo el dictado y el amparo de la mediocridad, pero no podía abanderar con orgullo aquella idea ya que hasta ese momento él había sido uno más de todos ellos.

El joven apretó los dientes y, surfeando sobre las olas de un irrefrenable impulso, tocó la cabeza del mendigo, introduciéndose de este modo en su interior. Ya estaba hecho.

Algunos cazadores, tras visitar el fuero interno del alma a la que un día pretendieron llevarse, se quedaron tan marcados por aquella experiencia que nunca pudieron librarse de determinadas melodías, canciones ligadas a imágenes especiales para esas ánimas, las cuales, a partir de ese momento siempre acompañaron a sus nuevos dueños.

Daniel no sabía si a partir de aquel instante la pausada canción de jazz que parecía provenir de una radio cercana le acompañaría por siempre, lo que sí sabía era que de alguna manera acababa de llegar a un lugar en el que no debería estar o en el que al menos, según sus planes, no entraba haber llegado a parar.

Se hallaba en el centro de la sala de estar de lo que parecía ser, por sus dimensiones, un chalet. A su lado yacía una mesa baja de cristal con forma rectangular, situada frente a un sofá de cuero marrón oscuro. Sus ojos se fijaron en una chimenea, cuyas llamas prendidas serpenteaban con una viveza cuasi hipnótica. La casa era bella, con sus paredes erigidas en compactas piedras grisáceas que infundían la impresión de tratarse de un hogar de otra época. De pronto, el suculento aroma de lo que parecía ser algún tipo de asado proveniente de la cocina embriagó al joven, imbuyéndolo en un cúmulo de sensaciones y detalles que, pese a ser en apariencia mundanos e insignificantes, le causaron una fuerte impresión: “Estaba al lado de aquel hombre, dispuesto a llevarme su alma, o no tan dispuesto, y entonces lo he tocado y... me he metido dentro de él. Si estoy en lo cierto y realmente eso es lo que ha ocurrido, significa que estoy en su conciencia... —caviló para sí—. De locos”.

Podía sentir la calidez que un día se paseó por los corredores de aquel hogar, pero también cómo ese fuego emocional propio de una familia feliz acabó consumiéndose, transmutándose en un umbrío abismo de sufrimiento y desesperación.

—Esta solía ser mi casa... —profirió de pronto una voz a la espalda de Daniel. El joven se giró y se fijó en que al lado de la chimenea había aparecido el mendigo, con la mirada gacha y el mismo aspecto de hombre destruido.

—Es bonita —comentó Daniel, intentando simpatizar con él.

—Pero, de repente, el mundo se nos cayó encima... —completó el hombre, más que apesadumbrado.

En ese momento, unos fuertes gritos provenientes de otra zona de la casa irrumpieron de manera estridente en la, en apariencia, tranquila sala. Sin pensárselo dos veces, el recolector abandonó la estancia y atravesó el pasillo que comunicaba aquella zona y el origen de la disputa.

El chico abrió una puerta de madera de tintes medievales y accedió a la cocina de la casa, donde un hombre y su mujer discutían airadamente, haciendo exagerados aspavientos. Las palabras proferidas por ambos le eran ininteligibles, mas la agresividad y animadversión con la que se dirigían el uno al otro despertó un incoercible espanto en su interior.

Tras observar con atención a ambas personas, se percató de que el hombre era el vagabundo en el que al parecer se había introducido, solo que unos años más joven, vestido con un traje caro, bien peinado, con el pelo engominado hacia atrás y sin rastro de aquella desagradable barba. En cuanto a la mujer era de aspecto bastante común, con el rostro redondo y cabello castaño recogido en una coleta.

Daniel seguía intentando desentrañar el contenido de sus frases, pero no sabía si era porque se sucedían muy rápido o porque estaban siendo expresadas en un idioma diferente, pero era incapaz de captar nada.

—La quería, pero... —volvió a irrumpir la voz del mendigo a su espalda—, cuando llegó la carta de embargo... Yo luché por nosotros, por nuestra familia, pero comprábamos cosas que no necesitábamos y... no aguantaba el ambiente en casa y... el alcohol...

En ese momento, Daniel sintió un tumbo en su interior, no era igual, pero de algún modo en su infancia pasó por algo similar, el estigma de aparentar, esa enfermedad llamada materialismo... Por no sumar que también había sufrido los nefastos estragos de la dipsomanía en sus seres más queridos.

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