Dark
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Años más tarde se acostumbró, como a un rito, a esperar el solsticio de verano, esa noche, la más breve del año, que en el hemisferio sur es la del 20 al 21 de diciembre. Más que la noche en sí, le gustaba ver desvanecerse la última luz del día, que resistía hasta pasadas las nueve, y ver asomar la primera; más de una vez iría a contemplarla en la costanera, asomado a las aguas turbias, remolonas del Plata, sobre las cuales surgía hacia las cinco el círculo rojo de un sol madrugador.
Una de esas noches cálidas de diciembre, sentado en un bar del bajo a corta distancia de Andrés y un hombre que más tarde llamarían teniente, se esforzaba por seguir disimuladamente su conversación a media voz.
—El decreto ya está aprobado, falta implementarlo. Y el Ejecutivo anda con vueltas. Como siempre. Primero se anima a pedir mano dura, se da cuenta de que es necesaria, y después le da miedo ponerla en acción.
—¿Y? ¿Para cuándo?
—Dicen que va a esperar, no se sabe, un año, si no más… Mientras tanto, la subversión se instala.
Desde una mesa vecina, Víctor los escuchaba con la mirada fija en un ejemplar de Mundo Argentino donde reseñaban puntualmente los films europeos que Cecilia lo invitaba a ver, espectadores clandestinos en el piso superior de un cine de la avenida Cabildo. Se suponía que no escuchaba, estaba claro que no debía enterarse del tema conversado, que de todos modos le resultaba impenetrable. Entendía, sin embargo, que el interés de Andrés era marginal, necesitaba ¿por qué?, ¿para qué? algunas informaciones, más bien orientaciones, y era evidente que su interlocutor las retaceaba, o tal vez no las dominara y procurase dar la impresión de estar en plena posesión del tema.
Y al mismo tiempo que su atención se dividía entre un resumen prometedor de la trama de Ascensor para el cadalso y los rodeos y alusiones que le llegaban de la mesa vecina, se sentía halagado de que Andrés le permitiese espiar, callado pero presente a tan corta distancia, una escena de esa otra trama para él vedada, de la que nada dejaba transparentar el amigo durante las horas en que se veían.
Años más tarde, el escritor revisará las fechas y leerá sobre un plan llamado Conintes, siglas que abreviaban Conmoción Interna del Estado; como anticipara el diálogo escuchado subrepticiamente, recordado con la precisión de todo lo que promete un sentido oculto, solo iba a ponerse en acción casi dos años después de promulgado. Pero esa noche, en un bar de Paseo Colón a pocas cuadras del Ministerio de Guerra, su desinterés por una confusa realidad, social, política, no traducida en literatura, le impedía asociar tantos nombres de sindicalistas, dirigentes estudiantiles y políticos caducos que le hubiesen anunciado un paisaje de juicios sumarios por tribunales militares, de torturas, borrador de un régimen por instalarse veinte años más tarde. Tácticas y estrategias del poder, ya encubiertas, ya demasiado visibles para quien se animara a verlas, iban a entrar en su campo de atención, más allá de la lectura, aún no abordada aquella noche, de Conrad y Turguénev, cuando, ya imposibles de ignorar, arrasaran el entorno de su vida cotidiana.
Más interesante le resultaron gestos captados sin mover la cabeza, desviando apenas la mirada: Andrés y su informante intercambiaron simultáneamente sobres que introdujeron sin una palabra cada uno en el bolsillo del otro.
—Los muchachos se van a poner contentos —sonrió el oficial, mientras se ponía de pie. Víctor observó que había guardado los pantalones del uniforme a pesar de haber elegido mostrarse en camisa, corbata y saco de civil.
—Que lo disfruten —rubricó Andrés.
Apenas quedaron solos, cambió el tono, no solo el volumen de la voz del amigo.
—Busquemos otro decorado, pibe. Este lugar apesta. El teniente estaba de guardia esta noche y no quería alejarse del Ministerio, de otro modo no te hubiese traído aquí.
La velada continuó en La Boca, en una de esas cantinas de las que Víctor solo había oído hablar, comederos ruidosos ajenos a la noción de decoro cultivada por sus padres. Alguien cantaba un tango, se bebía cerveza en botellas de litro, guirnaldas de papel animaban con colores vivos un cielorraso descascarado. En medio de esa animación para él inédita se animó a preguntarle a Andrés por el tema de la conversación que no debió haber escuchado.
—Olvidate, pibe —Andrés escupía las palabras casi con rabia, pero sin levantar la voz—. Este país no tiene arreglo. Lo bueno dura poco, lo malo siempre vuelve con nombres distintos. Es mejor andar precavido. Pero no te amargues con la política, vos vas a salir a flote, estudiás, vas a tener una carrera, quién sabe, a lo mejor llegás a ser un escritor famoso, respetado. Yo en cambio soy un tipo que está de paso, siempre lo estuve y voy a estar. Andá a saber dónde me toca caer mañana. Vos, si te llega a salpicar la basura, vas a poder quitártela de encima con un sacudón de hombros. A mí la basura se me pega, me marca, si no me cuido me aplasta.
Después de ese arrebato, Andrés se hundió en el silencio, la mirada ausente, tal vez fija en el fondo de su memoria. Solo volvió a hablar cuando un estallido de música lo hizo mirar a un grupo que se ponía de pie para intentar una tarantela. De sus hombros colgaban serpentinas, lucían sombreros y narices falsas de cartón pintado.
—Y ahora mirá un poco todo este mundo que nos rodea. Seguro que no lo conocías. Se divierten con poco.
Y era cierto que Víctor descubría un mundo, una alegría estentórea, campechana, y le hubiese gustado participar de ella. Pero iba a tener que esperar muchos años para quitarse de encima no la basura política de la que había hablado Andrés, sino la coraza de timidez que le había impuesto su educación. Y cuando esos años llegaron, el escritor iba a sonreír al recordar aquella noche tan populosa y vocinglera: había estado a pocas cuadras de los ocultos, sin duda silenciosos, mortecinos fumaderos de opio, si es que habían existido en años aún anteriores a él, también a Andrés, leyenda que había inquietado su imaginación de adolescente.