Dark
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Tuvo ganas de no ver a Andrés por un tiempo. Una mezcla de aprensión e incertidumbre, una desconfianza inesperada hacia su propio deseo de experiencias desconocidas, de mero riesgo, una sensación confusa de perder pie y querer perderlo y temer perderlo… Por primera vez, Víctor tomó conciencia de que no entendía sus sentimientos, que no podía entenderlos a partir de los libros que había leído, que se le escapaban cuando intentaba pensarlos con claridad. Por primera vez se sintió frágil, ya no inseguro, y sintió vergüenza de esa fragilidad.
Las vacaciones de verano le ofrecieron una excusa. Acompañaría como siempre a sus padres a las sierras de Córdoba, y aunque le había confesado a Andrés cuánto le aburrían ese paisaje y sus modestas distracciones, ahora invocó la imposibilidad de independizarse de la obligación familiar.
Algo no dicho debió de percibir el amigo porque en su mirada irónica, Víctor leyó desconfianza, incredulidad.
—Vas a cumplir quince dentro de unos meses. Cada vez te falta menos para poder decirles que tenés otros planes y hacer lo que se te dé la gana en las vacaciones.
En La Cumbre intentó sin éxito dar un paseo a caballo por las sierras, montando una yegua que rehusaba obedecer sus indicaciones, sin duda torpes, y no se desviaba del camino que ella prefería. Con los pies en el agua de un arroyo poco profundo, se entretuvo desprendiendo la mica de las piedras que asomaban a la superficie y fracasó al querer impedir que se quebrara cuando sus dedos querían apresarla. Todas las tardes, sentado en el parque que rodeaba al hotel, procuraba ignorar el griterío de niños que se disputaban las hamacas tanto como la mirada desconfiada de adultos que preferían las bochas; aislado a corta distancia de ellos, llenaba una o dos páginas de un cuaderno; a la mañana siguiente, después de leerlas, las arrancaba y rompía con saña en pedazos cada vez más pequeños, como para hacer imposible que alguien, si los hallara, reconstruyese ese texto tan inferior a su ambición.
Recordó algo leído, que primero hay que vivir para acumular experiencias y poder luego contarlas. Pero de lo vivido hasta ese momento, solo la relación con Andrés le parecía interesante, rica en materia de ficción, y no se le ocurría cómo contar una experiencia cuyo sentido se le escapaba, o cómo contar a partir de esa incomprensión. De lo único que estaba seguro era de su deseo de ser un escritor.
El mismo día en que volvió a Buenos Aires dejó un mensaje en el café que Andrés frecuentaba. Al día siguiente no había recibido respuesta. Preguntó si el mensaje había sido entregado y le respondieron que Andrés lo había recogido en la noche del día anterior. Pasó otro día sin noticias. Huérfano de la educación sentimental que le hubiese permitido reconocer en ese silencio una estrategia tradicional de la seducción, decidió instalarse en el café hasta provocar el encuentro.
Las horas de espera le permitieron observar personajes y conductas que nunca le habían interesado. No eran los clientes apurados de la vieja china en el café sombrío de la bajada de Corrientes, empleados de bancos o compañías de seguros, fugaces siluetas sin rasgos que las distinguieran, marcadas todas por el resentimiento y la sumisión cotidianos. Aquí ese ritmo no existía. En un espacio de claridad espectral gracias a los tubos de neón, nadie parecía impaciente por beber su café o su alcohol, y partir apenas pagados. Solo los jugadores de billar, tampoco ajenos a cierto sonambulismo, desplegaban una actividad, concentraban la atención, esa atención vacante en los demás. En varios rostros, Víctor detectó un abandono que no era el de la espera, tampoco una entrega al paso del tiempo que es necesario poblar de algún modo. Era, intuyó, un abandono de sí mismos, como si esos cuerpos, reducidos a una serie mínima de reflejos, hubiesen sido alguna vez personas, y sobreviviesen mantenidos en una forma subalterna de vida. Y a esa existencia degradada él había renunciado instintivamente, sin haber tomado la decisión de hacerlo.
Sacó la libreta de notas que siempre llevaba en el bolsillo con la esperanza de cruzarse con alguna silueta, con alguna situación que mereciera, algún día, transformarla en literatura. Pero no escribió. En algún momento entendió que para realizar su ambición de escribir debía enfrentar un desafío no previsto: narrar no ya una acción, no buscar alguna aventura ajena a su vida cotidiana, sino poner en palabras esa ausencia que acababa de descubrir y parecía impermeable a toda ficción. Debía intentar escribir esa muerte en vida.
Se fue haciendo tarde, algunos rostros fueron reemplazados por otros, indistinguibles. No llegó ningún mensaje de Andrés. Víctor contó el dinero que tenía en el bolsillo: no alcanzaba para pagar otra gaseosa. Se resignó a volver a casa.