Dakota

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CAPÍTULO PRIMERO

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CAPÍTULO PRIMERO

HAZEL CARRUTHERS

 

Tom llevaba ya casi una hora adormilado ante el fuego cuando llamaron a la puerta. En circunstancias normales, todos se hubieran hallado en sus habitaciones desde mucho tiempo antes y en la casa se habrían extinguido toda luz y todo signo de vida. Pero las circunstancias no eran normales.

Quizá era Tom el único que no se daba exacta cuenta de ello. Tom y la esbelta muchacha de grandes ojos y cabello cobrizo que miraba fijamente, en silencio, a las llamas bailarinas. Los demás tenían perfecta conciencia de la situación. Y la conciencia ponía en tensión sus nervios y hacía asomar a sus pupilas un destello de alarma.

Los demás lo sabían todo, hasta el último detalle, y comprendían su alcance, su trascendencia. Habían temido que los golpes en la puerta sonasen; había sido una tortura el esperarlos. Cuando los golpes se oyeron, se oyó también un suspiro. Un solo suspiro que, no obstante, brotó de varias bocas.

En los segundos siguientes, Joe miró a su madre y captó en sus ojos una orden secreta. Era una mujer admirable, demasiado admirable. Nadie contaba a su lado: ella volvía grises las más irisadas personalidades. Nunca había, necesitado mandar, porque siempre se la obedeció inconscientemente, automáticamente. Y su aspecto físico no delataba la energía en ella contenida, porque era menuda y flaca, de movimientos rápidos y nerviosos, ojos expresivos, boca de labios delgados, y poseía una piel que ni el tiempo ni el crudo aire de Dakota habían conseguido cubrir de arrugas. Por sí sola, durante los diez años transcurridos desde la muerte del pastor presbiteriano que había sido su marido, llevó adelante la granja, educó a sus hijos y nunca conoció el sabor de la derrota. Por sí sola, en aquella soledad hostil a la que era necesario oponer un esfuerzo desesperado so pena de someterse a ella y convertirse en una bestia miserable y temerosa de todo, logró ser querida y respetada por los indios, por los blancos y por los qué no eran ni indios ni blancos. Una tarea difícil, sobrehumana. La tierra parecía rebelarse contra el yugo del arado, la Naturaleza se alzaba contra los colonos intrusos y los pieles rojas se alzaban tras ella. Como heredera de la voluntad de hierro de su marido, el pastor presbiteriano al que, en una noche no muy lejana todavía, un mestizo había asesinado en los alrededores de Oelrichs creyendo poder robarle algo, mistress Thor los venció a todos. Se había mostrado admirable, demasiado admirable. Por ello su hijo Joe, pese al poblado bigote que protegía su labio superior, sentíase ante ella un tanto intimidado.

—Han llamado —dijo Sarah.

Todos lo habían oído, pero aquellas palabras hacían de la tragedia algo tangible. Era como si la vaga angustia de las últimas horas se condensase bruscamente, como si hubiera adquirido un filo capaz de herir lo mismo en la carne que en el espíritu. Todos conocían su significado, todos menos Tom y la muchacha de grandes ojos y cabello cobrizo: aquella llamada era el fin de muchas cosas.

Joe sé puso en pie lentamente. Era alto y robusto, corpulento como lo fue su padre, pero había heredado también la nerviosa agilidad de mistress Thor. Dio un primer paso hacia el vestíbulo. Sus movimientos tenían una extraña característica. Igual se hubiera movido de hallarse cargado con un peso de cien kilos. Aunque no podía advertirse, el interior de su recio cuerpo temblaba. Sabía que, en cuanto abriese la puerta, el fin de muchas cosas se consumaría.

Su madre le siguió con los ojos. Nada en su rostro denotaba la terrible ansiedad que la consumía, como nada la había traicionado, ni ante sus mismos hijos, a lo largo de las últimas horas. Desde que aquello empezó consiguió mantenerse serena y consiguió que los muchachos participasen de aquella serenidad. Desde que aquello empezó… Había sido al caer la tarde, con las primeras sombras crepusculares. Como una sombra más, él había llegado. Estaba hambriento y herido y solo tras un esfuerzo titánico había eludido la inmediata persecución del enemigo. Pero este se hallaba sobre su pista y no la perdería. Él se sentía falto de fuerzas, desfallecido. Su pierna atravesada por una bala no podía llevarle más allá. La hora de su fin estaba sonando.

Después… Era cuestión de tiempo. Todos lo habían sabido desde el primer instante y ninguno lo dijo. Callaron. Junto a ellos, entre ellos, la muchacha de los grandes ojos y del cabello cobrizo no debía saberlo.

Los pesados pasos de Joe sonaban uno tras otro como aldabonazos en la puerta del Más Allá. Todos le miraban alejarse, pero únicamente la muchacha le hacía sin horror. Tom continuaba durmiendo ante el hogar.

Joe Thor sé adentró en las tinieblas del vestíbulo Volvieron a llamar, más reciamente que antes, y fue como si golpeasen en su cerebro.

Abrió la puerta. Todo había terminado.

—Buenas noches, Joe —dijo uno de los cinco hombres que apenas destacaban en la oscuridad del exterior—. No os alarméis… Lamento molestaros.

El muchacho dejó franca la entrada.

—No importa —su voz sonaba extrañamente firme—. ¿Qué es lo que ocurre, sheriff?

El hombre que había hablado pasó al interior de la casa y los demás le siguieron.

—Buenas noches, teniente —agregó Joe.

Uno de los recién llegados saludó militarmente. Vestía uniforme del Ejército, como tres de sus compañeros. No así el primero, quien, pese a sus armas, era un paisano.

—Han descubierto a uno de esos malditos coyotes traidores en la aldea —dijo este—. Se ha defendido, pero le han herido. Aun así, ha conseguido huir hacia el White River. No llegará muy lejos… El teniente está haciendo una pesquisa por estos contornos y hemos pensado que quizá se hubiese refugiado aquí. Esta granja está en su camino. Ya sabes… Me sentía preocupado por vosotros, Joe.

El muchacho guio a los cinco hombres a través del tenebroso vestíbulo.

—No hemos visto a nadie —dijo—. ¡Y somos muy capaces de guardarnos, sheriff!

El paisano murmuró algo que no se entendió. Joe sabía que no estaba preocupado, que no podía estarlo. Había algo más. Solo de ellos se sospecharía en caso de ocurrir lo que había ocurrido ya. No sería de otro modo. Rod Ranke, el sheriff, admiraba y apreciaba a su madre como el que más; no obstante, por encima de su admiración y de sir aprecio, mucho más fuerte que ellos, estaba su miedo. Rod Ranke tenía miedo. Por eso se encontraba entonces allí.

Joe permitió que los cinco entrasen primero que él en la media luz del comedor.

—Discúlpenos, señora Thor —dijo el sheriff—. Lo que hacemos es en beneficio suyo.

Joe sabía que mentía, pero que no tenía más remedio que mentir. Sabía también que Ranke conocía a cuantos se hallaban en torno al fuego: su madre, su hermana Sarah, el pequeño Tom, el viejo mestizo Snake y la cocinera Molly. Pero no conocía a la joven de grandes ojos y cabello cobrizo.

El teniente se adelantó, solemne. Era un muchacho pelirrojo, con una delgada cicatriz grabada sobre el pómulo izquierdo.

—Se trata…

Mistress. Thor se puso en pie y le interrumpió con un ademán.

—He oído lo que han dicho a mi hijo. Joe —agregó, mirando fijamente al muchacho—, toma un par de linternas. Registraremos los alrededores.

Joe obedeció. Mientras prendía fuego a las mechas con una astilla, Tom se desperezó, abrió sus ojos negros y los posó sin temor en los cuatro soldados. Sonrió.

—¿Dónde está Ardilla? —dijo.

Mistress Thor se acercó a él.

—Duerme ahora, hijo.

—¿Dónde está Ardilla?

Joe sintió el peso de la tragedia cernerse cerca, muy cerca. Luego suspiró: una figurilla menuda surgió del oscuro vestíbulo y corrió hacia Tom.

—Caballos tener sed —dijo suavemente—. Ardilla dar agua.

Mentía muy bien, mejor que Ranke. Joe se dijo que le hubiera creído, de no saber con certeza que aquello no era verdad.

Los soldados miraron sospechosamente al chiquillo.

—¿Es un indio? —inquirió el teniente.

Rod Ranke carraspeó:

—Sí, un sioux. Sus padres murieron de viruela y el difunto pastor lo adoptó. Para mistress Thor, es un hijo más.

El teniente calló. Joe seguía pensando: sin duda Ranke y los soldados sabían cuanto había que saber acerca de las relaciones entre su padre, ya muerto, y los sioux, y entre estos y su madre y él mismo. Por alguna razón estaban allí. Daba vueltas al problema y el resultado siempre era el mismo: todos lo sabían todo, unos de otros, y todos callaban. Como callaba el teniente sin dejar de observar a Ardilla.

—Las linternas están dispuestas.

Mistress Thor abrió la marcha. Hasta que salieron al exterior no se oyó más que el sordo golpear de los pasos, el tintineo de las espuelas y el entrechocar de las armas de los hombres.

—El granero —dijo Ranke.

Fueron hacia el gran cobertizo. Joe abrió la puerta y alumbró mientras los soldados hundían sus bayonetas en el heno y buscaban entre los sacos. No se estremeció, aunque le costó algún esfuerzo; ni su madre tampoco. Ella estaba allí, firmemente plantada en el umbral, dibujada contra el fondo del cielo iluminado por la luna, como ajena al drama que estaba desarrollándose ya.

—Nada —murmuró el teniente, enfundando el sable. Su rostro de mozalbete tenía una expresión dura y homicida—. ¿Dónde, ahora?

Ranke miró a mistress Thor.

—¿Las cuadras? —insinuó esta.

Fueron a las cuadras. Los caballos piafaron inquietos, pero los soldados se movieron entré ellos como hombres acostumbrados al trato con caballerías. Lo registraron todo, palmo a palmo. Joe oyó al sheriff amartillar su revólver. La mano con que sostenía el farol temblaba ligeramente ante la inminencia de lo que luego iba a ocurrir. Solo su madre lo advirtió y una mirada suya bastó para contenerle.

—Nada —dijo de nuevo el teniente. Parecía querer agregar algo, pero se lo calló.

Joe comprendía perfectamente la intensa expresividad de aquellos silencios.

Rod Ranke, empuñando todavía el revólver, se detuvo en mitad de la plazoleta que delimitaban la granja y sus dependencias. Miró en torno suyo. Había una luna redonda y blanca en el cielo y todo estaba en silencio. Más allá de las dependencias, convirtiendo a la casa en un islote de vida, se extendía la llanura sin un árbol, vacía, solitaria.

—Con esta luz, si no se ha refugiado aquí, se encontrará en un apuro —dijo el sheriff a media voz—. Será una mala noche para él.

Tenía razón, pensó Joe. Pero sería una mala noche para muchos. Iba a serlo ya. Lo era.

—Aquí guardamos los arados —dijo mistress Thor.

Anduvo ágilmente hacia una construcción estrecha y larga y alzó la linterna que tenía en la mano. Joe no se movió. Ranke y los soldados sí lo hicieron, desapareciendo de su campo visual. Les oyó moverse entre los instrumentos agrícolas, buscando. No descansaban. Eran como sabuesos, o peor; como fieras que hubiesen olfateado un rastro sangriento. ¿Qué ocurriría después?

Joe no se movió, porque no pudo.

Luego sonó la voz del teniente:

—Nada.

Nada. Pero esto era ahora. Transcurrirían unos minutos, muy pocos sin duda… ¿Nada? No, entonces ya no.

La luna iluminó a mistress Thor y a los cinco hombres; iluminó los sables desnudos y el revólver de Ranke.

—Hay un ron excelente en mi bodega —dijo la mujer—. Tú lo has probado ya otras veces, Rod. Hace frío aquí y, puesto que hemos terminado, no quiero que os marchéis sin tomar unas copas.

El sheriff enfundó su revólver.

—¿Calientes y con mantequilla? —preguntó.

—Claro está.

Ranke se frotó las manos lentamente. Luego dio un paso hacia la casa. Pero solo uno.

—Falta la leñera —dijo.

Joe miró a su madre. El rostro de ella no sé alteró; su voz tampoco.

—La leñera —repitió tranquilamente—. Es cierto.

Empezó a cruzar la plazoleta y el muchacho fue con ella. Podía moverse ya, porque la incertidumbre había desaparecido y solo quedaba una seguridad desgarradora; porque la tragedia se estaba consumiendo.

Sintió que no debía dar aquellos pasos. Eran firmes, parecían rápidos. No debía darlos. En cada uno de ellos morían muchas cosas, muchas de aquellas cosas que terminarían para siempre, que habían terminado ya cuando los primeros golpes sonaron en la puerta de la casa.

Se encontró tan pronto ante la leñera que no quiso creerlo. Pero estaba allí. Respiró con fuerza. Su madre había quedado atrás y él extendió el brazo con la linterna para iluminar a Ranke y al teniente que empujaban ya la tosca puerta de troncos. Hubiera querido cerrar los ojos.

Pero no tembló ni un instante mientras duró la inspección, sabiendo que la vista de su madre estaba fija en él y le pedía todo lo que era capaz de dar. Se mantuvo rígido. Toda su vida fue desfilando ante él, como una cascada. Había nacido en Connecticut, pero sus primeros recuerdos eran ya de Dakota. Su infancia… su adolescencia… el colegio… la Universidad presbiteriana… Su padre había deseado que siguiese la carrera eclesiástica. No pudo. Volvió al hogar para ayudar a su madre, sintiendo muy honda la llamada de aquella tierra que le había moldeado. Ahora estaba lejos de todo, en un gran valle perdido entre los Black Hills y el White River, en mitad de las Bad Lands de Dakota. Y, sin embargo, todo lo tenía. Iba a perderlo. Era el fin.

Ranke salió de la leñera y tropezó bruscamente con él.

—¡Oh! Lo siento, muchacho.

Sí, era el fin.

El teniente salió también, y sus hombres tras él. Joe no se movió. Pero pudo ver sus labios moldeando dos sílabas:

—Nada.

La palabra flotó en el aire.

Cuando Joe la oyó, los cinco hombres estaban lejos, hacia la casa, y mistress Thor iba con ellos. El muchacho corrió. No comprendía nada; no quería comprenderlo.

Entraron por la puerta de la cocina. Tom dormitaba de nuevo, y también Ardilla. Snake, el mestizo, y Molly, la cocinera, se inclinaban hacia el fuego y parecía como si no pudieran volverse y mirarles. La muchacha de los grandes ojos y el cabello cobrizo no estaba. Sarah sí les miraba: con horror, con pasmo, con un asomo de demencia en sus hermosas pupilas negras. Había creído comprender, había esperado, y ahora se daba cuenta de que estaba equivocada. Completamente equivocada, aunque pareciese un gran milagro.

Joe fue hacia ella y apoyó una mano sobre su cabeza.

—No… —susurró.

Ya la voz de su madre estaba sonando:

—Sarah, hija mía, sirve a estos muchachos algo de comer. Mientras, yo prepararé el ron a su gusto. Hacedles sitio junto al fuego… Están fatigados.

Ranke miró con deleite las llamas. Fuera, la noche estaba empapada de helada luna. Y empezó a sonreír.

El teniente alzó entonces la diestra.

—Muchas gracias, señora… Pero se lo agradecería más si aguardase algún tiempo antes de obsequiarnos. Es nuestro deber registrar la casa, y la situación lo exige. No están ustedes seguros aquí, tan próximos a Pine Ridge. Estas riberas del White son peligrosas… Si la serpiente venenosa que perseguimos ha conseguido esconderse en alguna de las habitaciones, no quiero pensar lo que va a ocurrir.

«Sabe decir bien las cosas», pensó Joe. «Pero yo le entiendo, de todos modos».

—Bien, adelante —replicó mistress Thor, impasible—. Sarah, vosotros no os mováis de aquí… ¿Por dónde empezamos?

Registraron la bodega, la cocina, el comedor, ti vestíbulo… toda la planta baja; con morbosa meticulosidad. En vano.

Luego el teniente miró ceñudo las escaleras que conducían a los dormitorios. Dudó un instante. Ya Rod Ranke empezaba a subirlas cuando se movió. Los tres soldados, Joe y su madre les siguieron.

Las habitaciones de Snake, de Molly, de mistress Thor, de Tom y Ardilla… Vacías. Se detuvieron ante una puerta cerrada. Era la de Sarah.

Ranke golpeó suavemente con los nudillos.

Tardó algún tiempo en abrirse, y cuando ello ocurrió Joe vio que el teniente daba un paso atrás, se llevaba la mano al sombrero y enrojecía. El sheriff tragó saliva.

Había una muchacha en el umbral. Vestía un salto de cama lleno de encajes y su cabello le caía por encima de los hombros como un torrente de cobre. Sus grandes ojos brillaban de sueño. Era muy hermosa, increíblemente hermosa.

Mistress Thor rompió el tenso silencio.

—Lo siento, Hazel, pero yo nada tengo que ver con esto. El cabezota del sheriff, con el teniente Roberts, anda buscando a un sioux fugitivo. Señores… esta es la señorita Carruthers. Está pasando unos días con nosotros.

Nadie dijo nada, pero Hazel rio. Sabía reír.

—¿Un indio fugitivo? ¡Lo que se alegraría mi padre si supiera esto! Los sioux huyen de él como del diablo… ¿y es posible que vayan a refugiarse junto a su hija? No son tan estúpidos… ¿De qué indio se trata?

—Un espía —explicó Ranke, inseguro. Era evidente que él tono mordaz de la joven le había herido—. Le descubrimos en la aldea, tratamos de prenderle, se resistió y pudo huir al fin. Está herido. Pensamos que podía hallarse aquí.

—¿Carruthers? —dijo el teniente de pronto, Casi interrumpiéndole—. ¿El coronel… el coronel Carruthers?

—¡Ah! —exclamó Hazel alegremente—. ¿Conoce usted a mi padre?

—¿Es su padre? Discúlpenos, señorita Carruthers. Discúlpenos, por favor. Lamentamos haber turbado su sueño.

El teniente se mostraba agitado, confuso. Joe le miró con el rabillo del ojo, porque Hazel ocupaba casi toda su atención. Había visto lo bastante a la muchacha en el transcurso de los últimos días para saber que era hermosa, aunque nunca supuso que lo fuese hasta el grado con que ahora se mostraba.

Red Ranke, el sheriff, no estaba menos agitado que el oficial.

—No sabíamos que se hallaba usted aquí, señorita Carruthers —dijo—. Puede… creo que puede descansar tranquilamente. Si los sioux intentan algo, nosotros sabremos cumplir con nuestro deber.

—No lo dudo —replicó ella con la misma mordacidad de antes.

—Lamentamos haber turbado su sueño —insistió el teniente.

Parecía desconsolado por la perspectiva de que aquella hermosa aparición se retirase del umbral de un momento a otro.

—No lo han turbado. En realidad, no estaba todavía acostada… Buenas noches, señores. Celebro haberles conocido. Y les deseo suerte.

Cuando la puerta sé hubo cerrado, dijo mistress Thor:

—Mi hija Sarah conoció a Hazel en Pierre hace unos meses. Estuvo en la capital unos días y creo que ambas llegaron a intimar. Cuando las operaciones contra los indios empezaron, el coronel nos confió a su hija pensando que estaría más segura o, por lo menos, más acompañada entre nosotros. Comparte su habitación con Sarah.

—Sí —dijo Ranke, sombrío—. Ya veo.

Para el sheriff, pensó Joe, todo se había desmoronado. Se encontraba con el fracaso allí donde menos lo esperaba. ¿Qué haría ahora?

El registro de su propia habitación fue una mera formalidad. Estaba vacía.

—Herido y cansado, sin un mal caballo —comentó el teniente—, no se habrá alejado mucho de las riberas del White. Su única oportunidad hubiera sido refugiarse aquí, pero puesto que no lo ha hecho, daremos con él, aunque nos sea preciso cabalgar toda la noche. La luna nos ayudará. Vamos allá, muchachos.

Los cinco hombres descendían la escalera cuando mistress Thor habló de nuevo.

—Os he ofrecido mi mejor ron, Ranke. Si no queréis aceptarlo, allá vosotros.

—Es cierto —gruñó el sheriff—. ¿Por qué no liemos de aceptarlo?

Ella les condujo de nuevo al comedor y todos se sentaron ante el hogar. Sarah y los demás estaban aún allí. Nadie habló. Joe hubiera querido permanecer arriba, junto a la puerta de la habitación de su hermana, y decirle a aquella muchacha de cabello cobriza lo que sentía por ella, cuánto la admiraba. Decirle que ante ninguna mujer, excepto su madre, se había inclinado como se inclinaba ante ella. Decirle que sobre su persona había condensado el Creador todas las perfecciones y que la belleza de su alma superaba aún a la de su cuerpo…

Los cinco hombres bebieron ron caliente con mantequilla. Tampoco entonces habló nadie. Luego se pusieron en pie y salieron al exterior, al frío y a la fantasmal claridad de la luna.

—Adiós, señora Thor —dijo Rod Ranke—. Gracias por su cooperación.

Montaron en sus caballos y se alejaron. Con ellos, la angustiosa presencia del drama se fue desvaneciendo en la noche.

 

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