Daddy

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Daddy

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—¿Lo ha intentado usted?

Los ojos de Javier se abren y su mirada se fija.

—Perdóneme —dice Quattermain.

Por primera vez desde que ha entrado en la historia tiene una medida exacta de su carácter grave, si no trágico.

—¿Hay algo que yo pueda hacer?

Los ojos del alto español siguen clavados en él.

Ella le ha escrito esa carta por su propia iniciativa —dice al fin, con su voz lenta y un poco ronca.

—¿Tiene

Ella alguna cuenta que rendirle?

—No.

—¿Quién es usted?

—Un viejo amigo y nada más.

—¿Le ha dicho lo que yo he sido para

Ella?

—Sí.

Silencio.

—¿Dónde está

Ella? —pregunta Quattermain.

Javier Coll se separa de pronto del marco de la puerta y camina por las tres habitaciones de la

suite de Quattermain. Incluso, en un momento dado, desaparece de la vista de este último.

Luego vuelve:

Ella está dispuesta a cualquier cosa para sacar a su hijo de la situación en que se encuentra.

—¿Incluso a entregarse

Ella misma?

—Sí.

—La Maria que yo conocí no habría cedido nunca.

—En aquella época,

Ella no tenía un hijo.

—¿Dónde está

Ella, Coll? Quisiera hablarle.

Hay un duro destello en los negros ojos.

—En ese caso, tendrá que ir a Francia.

La intuición aparece en Quattermain. «Ya estamos allí», e imagina durante algunos segundos un plan maquiavélico destinado a atraerle primero a Suiza, para después persuadirle de entrar en Francia, donde se le utilizaría —¿por qué no?— como un rehén, sin duda en razón de su pertenencia al Clan, «puesto que sin éste apenas valgo, aparte del dinero, y aun así…».

—¿A qué parte de Francia?

—A zona no ocupada.

Javier Coll contempla el lago, velado por una noche tan oscura.

—Si

Ella hubiese pedido mi opinión, yo me habría opuesto, no habría recurrido a usted. Ignoro lo que le ha escrito.

—Parece ser que Thomas es mi hijo —dice Quattermain, descubriendo de pronto que eso es tal vez la cuestión esencial que quería plantear.

Ella nunca me ha dicho nada de su vida privada.

—No estoy obligado a creerle.

—No está obligado a nada, Quattermain. En lo que a mí concierne, puede usted regresar a América lo mismo que ha venido. Y olvidamos a todos.

Ella me ha pedido que le traiga a Thomas. He fracasado y he venido a decírselo.

La irritación se abre paso dentro de Quattermain.

—¿Qué le sucederá a Thomas?

—Si no lo han hecho ya, le llevarán a Alemania. O, más probablemente, le conducirán a Francia. Ellos saben que un cambio sería mejor aceptado por

Ella en Francia.

—¿Un cambio?

Ella por el niño. Ellos la quieren a

Ella.

La impresionante silueta se mueve, vuelve de nuevo y pasa por delante de Quattermain.

—Y no hay nada que yo pueda hacer. Nada.

Javier Coll tiene ya la mano sobre la manilla de la puerta. Quattermain habla, consciente de la ingenuidad de su pregunta:

—¿Cómo estaba

Ella la última vez que usted la vio?

Pasa un tiempo.

—Agotada —responde Javier Coll—. Es una mujer desesperada.

Y se va. Por una de las ventanas de su apartamento, Quattermain acecha su salida del hotel.

Pero nada. «Ha desaparecido como una sombra en la noche, después de haber dicho, delicadamente o no, las palabras necesarias para que vaya a Francia, para que intervenga… ¿Cómo puedo intervenir, a no ser firmando un cheque?».

Pide por teléfono que le suban algo de beber. Son las doce y media de la noche. Le traen whisky y hielo. «Es una mujer desesperada…». Premeditada o no, la frase le impresiona más cada minuto. La animosidad sorda de Javier Coll respecto a él puede explicarse también por el amor que el español quizá sienta por Maria, o por su firme convicción de ser el único que la conoce desde hace años —«Soy un viejo amigo»—, el único que puede defenderla.

Lo que probablemente es cierto: «Necesitaré entrar en una lucha que dura desde hace años, de la cual yo no sé nada, y para la cual no estoy de ningún modo preparado».

Hacia la una de la madrugada, llama de nuevo a recepción: ¿existe un medio de llegar a la Francia no ocupada, partiendo de Ginebra? Le responden que sí. Tendrá que tomar un avión e ir a Marsella, pasando por España.

«Todavía no estás decidido, reconócelo».

Acaba de dormirse cuando el teléfono suena. Es Moron, y la comunicación es breve: suponiendo que vaya a Marsella, al hotel Noailles de la Canebière, alguien se pondrá en contacto con él.

Suponiendo que…

Joachim Gortz mueve la cabeza y repite que no está de acuerdo: él preferiría llevar al Niño a Alemania.

Gregor Laemmle sonríe.

—Mi querido Joachim —dice con su voz suave—: sin mí, usted ignoraría hasta la existencia de ese niño. Y yo soy quien ha llevado siempre, que yo sepa, la entera responsabilidad del asunto. Reinhard Heydrich, tan encantador, cuya humanidad y cuyo respeto por el prójimo entrarán seguramente en la leyenda, me lo había asegurado. No tengo noticias de que esas consignas hayan sido modificadas por nadie. ¿Lo han hecho? No. Ya lo ve usted. Gracias por haberme traído a Thomas.

—No ha sido fácil: no sabíamos por dónde iba a cruzar la frontera y…

—¿Se ha compadecido usted de los esfuerzos que yo he debido hacer? Todos nosotros tenemos nuestra parte. ¿Quién le esperaba en Suiza, querido Joachim?

—Los suizos han interceptado a un hombre de alta estatura, que ha intentado forzar sus barreras. Incluso lo detuvieron, pero se les escapó, moliendo a golpes a tres aduaneros. Han tardado varias horas en identificarle; sin embargo, era fácilmente localizable, con sus amputaciones de la mano izquierda.

—¿Le han detenido, sí o no?

—No. Al parecer, ha logrado salir del territorio de la Confederación. Su Jurgen Hess no ha conseguido encontrar su rastro.

—No es

mi Jurgen Hess, querido Joachim. Yo no lo he elegido, del mismo modo que no he elegido a Adolf Hitler, eso es todo. Y el bueno de Jurgen no sería capaz de encontrar la catedral si yo le enviase a Chartres o a Reims.

Gregor Laemmle se inclina sobre la cama en el hotel de los Trois Dauphins, de Grenoble. El niño duerme todavía bajo el efecto de los somníferos que le han administrado en el momento de su captura en Suiza, antes de cruzar en sentido inverso la frontera. Duerme con toda la paz del mundo en el rostro, y ninguna huella de sufrimiento modifica el delicado trazado de sus labios entreabiertos.

—¿Y ahora? —pregunta Gortz.

Las pequeñas manos están distendidas, casi completamente estiradas; la respiración es regular. Ya no tardará mucho en despertar.

—¿Y ahora? —repite Joachim Gortz.

Ella vendrá a mí —responde al fin Gregor Laemmle—.

Ella vendrá, de una manera o de otra. ¿Por qué necesito explicarle estas cosas?

Arrastra una de las butacas de la habitación y se sienta cerca de la cama.

Ella vendrá, querido Joachim. Y yo la cogeré como se coge a una leona que busca a su cachorro.

Está fascinado por el niño y, de ahora en adelante, ya siente una gran piedad de sí mismo.

—Y todo esto terminará horriblemente mal, puede usted creerme. Espere lo peor.

Thomas se peina apresuradamente sus cabellos húmedos y sale de la habitación. El Hombre de los Ojos Amarillos está sentado a la mesa del salón inmediato. Seguramente ha oído moverse a Thomas desde hace unas horas, pero permanece inmóvil. Finge estar muy concentrado.

Thomas camina por el salón. Va hasta la puerta del pasillo y, naturalmente, hay un hombre detrás; se acerca a la ventana y mira al exterior: llueve y los cristales todavía están fríos. Ahora hay tres coches, cada uno con dos hombres en el asiento delantero. Hay otros más en un camión. Y también hay otros bajo los soportales, en las ventanas y en los tejados de las casas de enfrente. «Ha puesto todavía más hombres que antes».

Al despertar ha llorado, hundiendo su rostro en la almohada. Y con un deseo muy grande de morir. Pero eso no ha durado, el mecanismo ha vuelto a ponerse en movimiento: pierdes una partida y eso te molesta, pero lo olvidas y retienes solamente las tonterías que has podido cometer, para evitarlas en la partida siguiente. «No habría debido confiar en el tío Mathieu, a pesar de lo valiente que parecía; yo sabía que aquello iba demasiado bien y que era demasiado fácil; habría debido ir solo».

Vuelve hacia la mesa. Las piezas están delante del Hombre de los Ojos Amarillos, que ha hecho sólo las tres primeras jugadas, adelantando dos peones y un caballo en f3 para las blancas, y el caballo en f6 y dos peones para las negras. «No sabe cómo hablarme y se ha dicho que jugar al ajedrez era un buen medio».

El mecanismo funciona muy bien.

Él le da la orden y el mecanismo comienza a trabajar sobre la posición de las piezas.

—Yo nunca me he llamado Golaz-Hueber, Thomas. Mi nombre es Laemmle, Gregor Laemmle. ¿Sigues sin saber el alemán?

—No he tenido tiempo suficiente para aprenderlo en Suiza —dice Thomas.

Se sienta a la mesa. Se siente horriblemente cruel; «voy a aplastarle. No en una jugada, sino poco a poco, expresamente, malignamente».

El Hombre de los Ojos Amarillos avanza un peón en g3, en la cuarta jugada con las blancas.

—¿Quién es el Hombre de la Mano Cortada, Thomas?

—Yo sólo conozco al Hombre del Pie Torcido.

Ahora está terriblemente concentrado. «Puede hablar todo lo que quiera, me tiene sin cuidado». Ha estado a punto de poner su alfil en b7, como de costumbre, pero tiene la idea (o más bien vuelve a tenerla, porque hace mucho tiempo que pensaba en ello, desde hace por lo menos tres años) y finalmente lo sitúa en a6: «Él tal vez va a subir su reina hasta a4, y después su alfil hasta g2 para enrocar después; es lo normal. Pero, entonces, yo tendré la ventaja, estaré mejor colocado. A menos que… No, fuerte como es, va a poner su caballo en d2».

El caballo en d2.

—¿Has visto a los hombres que hay fuera, Thomas?

«Sigue hablando».

—Son por lo menos quince —dice Thomas.

—Bastantes más.

«Coloco mi peón en c5; él pondrá su alfil en g2, forzosamente, y enrocará en dos jugadas… si es realmente fuerte. Valdría más que fuese realmente fuerte, porque así le haré más daño cuando acabe con él».

Thomas pregunta:

—¿Y en el tejado del hotel?

—En el tejado hay una verdadera multitud —dice el Hombre de los Ojos Amarillos—. Dudo que tus amigos españoles tengan la más mínima posibilidad de llegar hasta ti.

—¿Qué españoles?

«Ha enrocado como estaba previsto, pero yo espero todavía. Puedo esperar. Tengo una defensa en tres líneas. Espero. Él es realmente fuerte, incluso muy fuerte. Tanto mejor».

Quince minutos en un silencio total. Thomas ha dejado de ver al Hombre de los Ojos Amarillos; ha olvidado a los vigías, y a Javier, que tal vez ronda por los alrededores, y a

Ella, que no le esperaba al otro lado del muro, en Suiza.

Está terriblemente concentrado. Calor en las mejillas, los ruidos del exterior, que oye sin escucharlos; el mecanismo se mueve…

—Eres muy fuerte, Thomas. Si lo haces expresamente…

«Trata de turbarme, tal vez de ponerme nervioso. ¿Qué se ha creído?».

A la vigesimotercera jugada, ya está: la posición blanca está totalmente en desequilibrio. Thomas y el Hombre de los Ojos Amarillos han perdido el mismo número de piezas y de igual valor, pero no es eso lo que cuenta: «yo habría podido ya acabar con él dos veces, pero eso habría sido demasiado rápido; él habría dicho que se trataba de suerte, o de un error por su parte. Y yo, ahora, quiero acabar con él. Su rey está aislado. Hasta él se ha dado cuenta; es demasiado tarde…».

—Thomas: tú sabes, naturalmente, que tu madre se verá obligada a salir de su escondite.

«¡NO LE ESCUCHES!».

Ella va a salir, Thomas. Se pondrá en contacto contigo.

Ella sabe dónde estoy. Y yo la espero.

—Jaque al rey —dice Thomas.

«Ya está; ha acabado comprendiendo. ¿Crees que lo ha hecho expresamente, dejándose llevar hasta donde tú lo has puesto? No, acuérdate de lo que

Ella te ha dicho siempre: no mirar nunca a los ojos del otro, sino a sus manos. Y sus manos tiemblan un poco. Se pone nervioso. Ha acabado comprendiendo, pero es demasiado tarde. Ha visto claramente que su juego estaba inclinado hacia el ala de la reina. Ahora va a desplazar a su rey para ponerlo al abrigo, pero es demasiado tarde. Mate en… ¡NO! ¡No quiero darle mate, quiero que abandone!».

—Jaque al rey —dice Thomas, subiendo su caballo hasta f2.

—Yo espero a tu madre desde hace mucho tiempo, Thomas. Mucho tiempo. Años. ¿Quieres saber una cosa? Creo que tienes los mismos ojos que

Ella, que te pareces mucho a

Ella. Creo…

—Jaque al rey —dice Thomas—. Por la reina.

«Se verá obligado a comer mi peón en d2 y esperará otro ataque de mi dama».

—Creo que ese encuentro entre tu madre y yo será uno de los grandes momentos de mi vida, Thomas. Creo que

Ella ha hecho de ti una máquina fascinante.

—Jaque al rey.

—Yo puedo ser una solución para tu madre y para ti. Bastará con que

Ella dé al señor Gortz lo que él quiere y podréis iros juntos,

Ella y tú. Me comprometo a ello. Puedo protegeros, Thomas…

«Mi torre en c6. Forzosamente tendrá que defenderse de mi torre en h6 y en seis jugadas…».

—Haré todo lo del mundo para que no os suceda nada, Thomas.

Siguen otros cuatro jaques. «Se está derrumbando; va a intentar una defensa con su propia reina, no puede hacer otra cosa, y en dos jugadas le responderé con mi reina…, no, con mi torre en d8, y él tendrá que mover su propia torre…».

—¿Has oído lo que te he dicho de tu madre, Thomas?

«Ahora, los peones al ataque».

—Lo he oído, señor.

—Pero no me crees.

—Sería muy descortés no creerle. Le toca a usted jugar, señor. Silencio.

Jaque al rey.

Jaque al rey.

Jaque al rey.

«Le estoy machacando».

Timbre del teléfono. El Hombre de los Ojos Amarillos mira fijamente a Thomas. Luego se levanta y descuelga. Dice varias veces «sí» en alemán y también «ésas no son las órdenes que yo di».

Cuelga de nuevo y vuelve luego. Pero no se sienta a la mesa. Mira otra vez a Thomas.

—No has respondido a mi pregunta, Thomas. ¿Has oído lo que te he dicho, a propósito de tu madre y de ti?

—Le he dado once veces jaque al rey. ¿Quiere continuar jugando, señor?

—Abandono, Thomas.

—Entonces debe tumbar su rey en el tablero.

—He perdido. Eres demasiado fuerte para mí. Has jugado muy bien esta partida.

—Tal vez ganará usted en otra ocasión.

—¿Tú crees que puedo ganarte, Thomas?

—Me temo que no, señor. No lo creo. Perdóneme que sea tan descortés. Victoria a la sexagesimoprimera jugada. Por abandono.

Thomas sostiene la mirada amarilla.

—He pensado que podríamos dar una vuelta, Thomas. Hace mucho tiempo que no has salido. Y a tu edad se necesita aire libre.

—Iré con mucho gusto, señor —dice Thomas—. Gracias por la invitación.

Quattermain, en Marsella, entra en el consulado de los Estados Unidos de América, una dependencia de la embajada acreditada ante el gobierno de Vichy. Se da a conocer y, en un tiempo extraordinariamente corto, es introducido en el despacho de un tal Callaghan.

—¿El señor Quattermain?

—En persona.

—¿David John Quattermain? ¿No me equivoco? ¿Es usted el sobrino de…?

—Lo soy —dice Quattermain—. Y algunos días me pregunto si es una buena idea.

Contempla el retrato de Franklin Roosevelt y, durante los minutos siguientes, responde con su indolencia habitual a las preguntas que le son hechas sobre la salud del tío Peter, del primo Larry y de los primos Henry, Emerson, James y Stuart.

Y del presidente, con quien ha almorzado una semana antes.

Y del secretario de Estado, que pasó el

week-end con el Clan.

Luego, Quattermain dice que él mismo está bastante bien, gracias.

Callaghan es un diplomático de carrera y además un experto en asuntos franceses desde que, unos años antes, efectuó una travesía del Atlántico, en un paquebote, con Maurice Chevalier como vecino de camarote; por otra parte, sabe

Ma Pomme entera y en francés.

—Estoy impresionado —dice Quattermain—. Salta a la vista que, con usted, los intereses de mi país están en buenas manos.

Callaghan se informa del motivo de una visita tan prestigiosa. Quattermain responde que está aquí de paso y desearía algunas informaciones. Por ejemplo, quién es ese mariscal cuyo retrato ve por todas partes, y cuál es la diferencia político-geográfico-económico-jurídica entre la zona ocupada y la zona no ocupada, y si un simple ciudadano americano puede pasearse un poco, dando por supuesto que no franqueará la famosa línea de demarcación.

—¿No tendría usted, por casualidad, el trazado de ésta?

Callaghan le regala un mapa de carreteras Michelin, sobre el cual dibuja la línea con tinta negra; subraya que no existe ninguna situación de beligerancia entre el gobierno de Vichy y los Estados Unidos.

—Como ciudadano americano, es usted libre de ir y venir. Sin embargo, yo no se lo recomiendo. Nuestras relaciones con el gobierno del señor Laval…

Quattermain almuerza en un restaurante del puerto viejo, en compañía de Callaghan, que se ha empeñado tozudamente en servirle de cicerone. Después van juntos a un garaje, donde el cónsul le hace entrega de un coche, un Ford matrícula francesa pero equipado con una insignia oficial. Es su coche personal, dice, y además de que el depósito está lleno, el maletero contiene tres bidones de veinte litros: «podría tener usted algunas dificultades en conseguir gasolina».

Quattermain se lo agradece como es debido y, con el pretexto de ir a ver algunos amigos, se deshace de su acompañante.

Vuelve a la Estaque, frente al restaurante donde han almorzado antes y donde la vio a ella por última vez.

En el hotel Noailles, donde está de regreso a eso de las cinco, comprueba que no han dejado ningún mensaje para él y sale de nuevo, con el fin de pasear un poco. Marcha a lo largo de la Canebière y, luego, por las calles próximas, lleno de un sentimiento extraordinario de extrañeza; «me siento de una inocencia poco vulgar. ¿Qué es esta Francia tan extrañamente cortada en dos? Es cierto que Francia me ha sorprendido siempre, me ha parecido siempre incomprensible, a veces deliciosa y otras veces exasperante, tanto más exasperante cuanto que ha podido ser deliciosa».

Casi sin preocuparse, ha vuelto al hotel. Y se dirige hacia la derecha, hacia el bar.

Se instala allí.

La muchacha le vuelve la espalda, está de pie, encaramada sobre unos altos tacones; su silueta es fina y graciosa; el traje sastre es de Chanel y su abrigo, descuidadamente colocado a su lado, en el respaldo de una butaca, es indudablemente muy caro. Durante los dos segundos siguientes, se le corta el aliento a Quattermain, petrificado por un reflujo de recuerdos.

Después, su mirada se cruza con la que ella le dirige mediante el viejo truco del espejo de una polvera. Sus ojos son azules, y no grises. La muchacha se vuelve entonces, le da frente, viene directamente hacia él y le besa en los labios.

Don’t say anything, no digas nada.

Le besa de nuevo y le sonríe, como una mujer enamorada que vuelve a ver al que ama.

Pero él no la ha visto nunca.

—Vamos, Thomas.

El Hombre de los Ojos Amarillos, que dice llamarse Gregor Laemmle, le indica la portezuela abierta. Thomas sube al coche, ante cuyo volante está el hombre alto y rubio que debe de ser Soëft; y sentado a la derecha de éste hay otro hombre.

—Soëft, este muchacho y yo quisiéramos un poco de aire y de verdor.

Un segundo coche les precede, y un tercero completa el convoy, que rueda muy lentamente; a los demás guardianes no les cuesta seguirles, apostados en la acera de ambos lados.

—Hace dos días, Thomas, te escapaste de una manera muy divertida. Eres muy astuto.

—No me escapé; me perdí.

Gregor Laemmle se ríe y ordena a Soëft en alemán que siga «el itinerario convenido» en Grenoble, y he aquí que vuelven a pasar por los lugares seguidos por Thomas cuando caminaba de tienda en tienda, arrastrando tras él al Hombre de los Ojos Amarillos y a sus matones.

Y así llegan a la plaza de Sainte-Claire.

No enfrente de la casa de Barthélemy, sino al otro lado de la plaza.

—¿No deseas algo de fruta, Thomas? Ve, pues, a buscamos un poco de fruta, Soëft.

Silencio en el coche mientras Soëft desciende y atraviesa la plaza. Thomas siente sobre él los ojos amarillos y le resulta horriblemente difícil no moverse, permanecer sentado sin volver siquiera la cabeza, como si no se interesase en absoluto por Soëft y por los otros matones que cercan el coche.

Dos minutos.

Soëft regresa, transportando algo envuelto en unas hojas de periódico. Entrega el paquete a Laemmle y dice en alemán:

—Unas manzanas y unas nueces. No había nada más.

—¿Seguimos, Thomas?

—Como usted quiera.

—A no ser que prefieras quedarte en esta plaza. Podríamos caminar. Tal vez te apetezca entrar en una tienda o dos. ¿O bien prefieres comprar la fruta tú mismo?

Durante algunos segundos, Thomas busca desesperadamente algo que responder. Al fin dice:

—Yo creía que íbamos al campo.

Silencio.

—Vámonos, Soëft.

El coche se aleja de la plaza de Sainte-Claire y sigue, pero ahora de una manera muy exacta, el camino que Thomas siguió tres días antes: primero el café, luego el pasaje cubierto, en seguida la calle de la derecha, y rodea la manzana de casas; así llegan delante de la carpintería y, justamente al lado, el rincón del zapatero donde él cambió sus ropas por las de Jacques, el más joven de los hijos del vendedor de legumbres.

—¿Te gusta ir en bicicleta, Thomas?

—Un poco.

—Yo podría comprarte una.

—No, gracias, señor. No me apetece mucho.

—Adelante, Soëft.

En realidad, los tres coches no se han detenido: dan vueltas y vueltas, y ahora toman la larga avenida en la que se encuentra la villa de las cabras.

—¿Y las cabras, Thomas?

—¿Qué cabras?

—No importa qué cabras. Las cabras en general. Creo que acabo de ver unas en el huerto de una villa. ¿Te gustan los animales?

—Los pastores alemanes, no —dice Thomas.

«¡Que no crea que me asusta!».

Los tres coches, uno tras otro, entran en el estacionamiento de la isla Verte.

—Aquí, Soëft.

Se detienen. Los matones de a pie llegan y se despliegan formando un círculo.

—Cuando quieras caminamos un poco. ¿Vienes?

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