Daddy

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Casi todos los matones llevan abrigos de piel negra y sombrero. Tienen las manos en los bolsillos, signo inequívoco de que están armados. Thomas camina al lado de Gregor Laemmle, que le cubre con un gran paraguas negro. Y a medida que avanzan ambos, el círculo de visitantes se desplaza de tal modo que el Hombre de los Ojos Amarillos y él permanecen siempre en el centro.

—¿Unas nueces, Thomas?

—No, gracias, señor.

—¿Una manzana entonces?

Thomas levanta la cabeza y su mirada se cruza con la mirada amarilla. Una idea surge. Él sabe que es una idea estúpida, pero es también tentadora.

«Todavía no».

—Me apetece una manzana —dice—. Gracias, señor.

Gregor Laemmle le hace sujetar el mango del paraguas, elige cuidadosamente dos manzanas en el paquete que lleva desde que han bajado del coche y las limpia largo rato con un pañuelo de seda. Tiende una a Thomas y vuelve a coger el paraguas.

—¿Querías mucho al señor y a la señora Allègre en la villa de Sanary?

«Gana tiempo».

—¿Qué es Sanary?

«Pero tú has comprendido ya lo que te va a decir. ¡Oh, no!». Se dispone a clavar sus dientes en la manzana. El miedo le asalta de pronto, un fuerte miedo. Finge buscar el mejor sitio para morder.

—¿De qué modo los querías, Thomas? ¿Cómo a unos criados? ¿O como a un abuelo y a una abuela?

—No sé de qué me está hablando.

—Ahora están muertos los dos, Thomas. Sufrieron mucho antes de morir, porque era preciso hacerles hablar, hacerles decir lo que sabían de tu madre. Tu Mamé Allègre gritó terriblemente, pero entiéndelo bien: ella no tenía miedo, gritaba de cólera sobre todo, nos insultaba, era una mujer muy valerosa. Por otra parte, tu Papé Allègre también; él gritó muy poco, casi no lo hizo. Después, les matamos, y alguien que cumplía mis órdenes se divirtió cortándoles la cabeza, e incluso colocó la cabeza del perro Adolf sobre el cuello de tu Mamé. ¿No comes la manzana, Thomas? ¿No está buena?

La mano de Gregor Laemmle acaricia los cabellos de Thomas; luego le toma por el brazo y le obliga suavemente a continuar andando. Los dos paquetes de fruta han caído al suelo, bajo la lluvia.

—Y ahora tenemos al vendedor de legumbres, a su mujer, a sus tres hijos y a sus cabras. Tú sabes muy bien, Thomas, que el vendedor de legumbres es de origen español. Llegó a Francia hace unos veinte años. Su mujer es francesa, pero él procede de la isla de Mallorca, en el archipiélago de las Baleares, de un pueblecito llamado Sóller. Exactamente igual que ese otro mallorquín que se llama Javier Coll Planells, que en aquel tiempo era arquitecto en Barcelona. Ese Javier Coll es un personaje muy romántico, Thomas: perdió a su mujer y a sus hijos en un bombardeo, durante la guerra que los españoles mantuvieron entre ellos: él mismo fue gravemente herido, y es un milagro que todavía esté vivo. Y casi intacto: sólo le faltan dos dedos de la mano izquierda, el meñique y el anular. ¿Sabes quién es Javier Coll, Thomas? ¿Sabes dónde está?

Thomas, por mucho que lo intenta, no consigue nada; llora. Ha soltado su brazo de la mano que le sujetaba y sale del abrigo del gran paraguas negro; las lágrimas y la lluvia que corren por su rostro se mezclan. Pronto va a ser de noche; Thomas ve la bruma gris que se arrastra entre los árboles y los vigilantes. Nadie se mueve ya.

—¿Quieres ahora que yo ordene matar al vendedor de legumbres y a su familia? Quizá podríamos cambiar esta vez sus cabezas con las de las cabras; están en igual número, ellos y las cabras.

La idea loca vuelve a la mente de Thomas, se incrusta en ella y ya no quiere salir.

—Thomas: lo que le sucederá al vendedor de legumbres y a su mujer depende de ti. De ti y de lo que digas a tu madre. Ya te lo he explicado hace un momento, cuando tú me aplastabas jugando al ajedrez, pero parecías no escuchar. Te lo voy a repetir: quiero ver a tu madre, quiero hablarle, la quiero frente a mí. Me bastará con que

Ella conceda a Joachim Gortz lo que éste necesita, y que a mí no me interesa en absoluto, para que lo sepas. A mí, lo único que me interesa es tu madre; y tú. Y a mi manera, yo no os haré daño. Tú eres excepcionalmente inteligente, Thomas; estoy seguro de que debes saber cuándo se te miente, sobre todo si te tomas tiempo para reflexionar, cosa que siempre haces. Tu madre te ha entrenado maravillosamente. Pero sucede que a mí me gustan los pequeños monstruos. Te aprecio mucho, Thomas; nunca te haría daño. Creo que tú lo sabes. Por esto te quedaste conmigo, desde Aix-en-Provence, porque sabías que iba a protegerte. Pero quiero a tu madre. No para matarla. Sólo para hablarle y conocerla. Estoy seguro de que es una madre extraordinaria, y una mujer así no se encuentra en toda una vida. Sé casi todo lo que a

Ella concierne, pero no conozco su rostro ni su voz. Tú tienes sus ojos, ¿verdad?

En este momento, Thomas siente deseos de tirarse al suelo y de llorar, con la cabeza entre los brazos; quisiera hacerse muy pequeño y se siente totalmente derrotado.

Pero esto comienza a pasársele, todo va un poco mejor.

Sobre todo a causa de la Idea.

¡Y si es una Idea loca, tanto peor!

Mira la manzana que tiene en las manos y luego echa una ojeada hacia las murallas que se yerguen allí cerca, a unos doscientos metros detrás de él. Se acerca después a un montoncito de ramas, elige una y trata de partirla.

—¿Podría usted ayudarme, señor, por favor?

Naturalmente, la mirada amarilla está enormemente intrigada. Pero Gregor Laemmle asiente con una media sonrisa y parte la rama por el lugar adecuado.

—Como para hacer un tirador —explica Thomas. Y muestra sus dedos formando una V.

Ahora, el Hombre de los Ojos Amarillos parece divertirse. Pregunta:

—¿Tengo que quitar las hojas?

—Sí, por favor.

Thomas espera. Concreta:

—Rompa usted los tres trozos a derecha e izquierda y por abajo. No demasiado corto por abajo, por favor.

—Pero no tenemos goma —dice riendo el Hombre de los Ojos Amarillos.

—No importa. Sólo es para simularlo. ¿Quiere colocar ahora la rama delante de su cara?

Los ojos amarillos le miran, divertidos, entre los dos trozos en V.

—¿Así?

Thomas casi se estremece. Es realmente duro no moverse en este momento. «¡Pero eso sería todavía más loco! Con Soëft aquí cerca, y todos los demás…».

—¿Puede usted ahora plantarlo en el suelo?

Indica el lugar adecuado, justo entre él y el Hombre de los Ojos Amarillos. La rama se hunde sin dificultad (esto marcha bien: la tierra está blanda, con toda esta lluvia).

—Muy bien, señor —dice Thomas—. Muchas gracias.

Entonces intenta colocar la manzana entre los dos brazos de la V, pero la manzana se resiste, no se sostiene, es demasiado grande, demasiado pesada y demasiado redonda. Entonces, Thomas la muerde y, con el mordisco, arranca exactamente lo que sobra.

Esta vez la manzana se mantiene en equilibrio.

—Mire usted, por favor.

Levanta un brazo, cuenta: un, dos, tres…

Baja el brazo.

¡BA-ANG! El disparo resuena en el segundo siguiente y la manzana estalla en pequeños pedazos.

Thomas clava su mirada en la del Hombre de los Ojos Amarillos.

—Hace un momento, la rama estaba delante de su cara. Si yo hubiese hecho la señal en ese momento, usted tendría ahora un agujero entre los dos ojos. Y estaría muerto.

Experimenta un fuerte sentimiento de triunfo y de ferocidad.

Pero no se vuelve hacia las murallas, desde donde Miquel

el Invisible ha disparado.

—Me llamo Catherine Lamiel —dice la muchacha a Quattermain—. Todo lo que tenía para reconocerle es esta foto suya que

Ella le tomó en Saint-Moritz.

Le tiende la foto. Quattermain reconoce el cliché, o al menos se reconoce a sí mismo, haciendo el payaso en equilibrio sobre sus esquís, con un divertido gorro de lana hundido hasta las cejas y unas ramas de apio saliéndole de las orejas.

Quattermain se ríe.

—Es usted al menos buena fisonomista. Mi propia madre habría dudado al reconocerme.

Ella le ha descrito y me ha hablado de su accidente de automóvil.

—Que se produjo unos años después de que nos separásemos. ¿Cómo lo sabe

Ella?

Movimiento de cabeza.

—Lo ignoro.

—«¡

Ella me ha seguido a distancia durante años! ¡Oh,

my God!». Salen ambos del hotel y descienden por la Canebière: ella ha preferido para hablar un lugar más discreto que el bar del Noailles. Él la examina de perfil y una vaga reminiscencia se abre paso en su memoria. Pero ella niega nuevamente con la cabeza.

—No me ha visto usted nunca. En cambio, creo que conoció a mi hermana Sophie, que murió en 1931 y cuya identidad adoptó Maria. No tengo coche; ¿lo tiene usted?

—¿Vamos a alguna parte?

—No inmediatamente. Antes preferiría rodar un poco. Se habla mejor en un coche.

Cae la noche; los dos antiguos fuertes que cierran el puerto viejo de Marsella se tiñen de rosa. Hace un hermoso tiempo. Frío a causa del viento, pero hermoso.

Suben al Ford y él toma, a falta de una indicación precisa, la dirección de la cornisa.

—Es una larga historia, señor Quattermain…

—David.

Una larga historia, y que acabará mal si no se hace algo. Tal es la conclusión a la que llega la muchacha una hora larga después, con el Ford detenido en algún lugar de la carretera que conduce al pueblo de Cassis. Catherine Lamiel ha terminado el relato del secuestro y la muerte de Thomas

el Viejo, de la sucesión de éste aceptada por Maria, del nacimiento de Thomas

el Joven, del ataque a la villa de Sanary, de la carnicería de Aix-en-Provence, del intento abortado de llevar al muchacho a Suiza, donde Javier habría debido recibirle.

Silencio. El Ford está detenido frente al mar y no hay ser viviente a su alrededor.

—¿Dónde está Maria?

—No tengo la menor idea. Tal vez en Francia.

—¿Cuándo la vio usted por última vez?

Hay una vacilación apenas perceptible, que Quattermain advierte y que le intriga. Lo mismo que ha advertido el nerviosismo creciente de la muchacha sentada a su derecha.

—En Barcelona, donde yo estaba anteayer.

Ella acababa de recibir el telegrama de Javier Coll, en el que le informaba de que la liberación de Thomas había fracasado.

Ella no quería de ningún modo que yo viniese a Marsella para esperarle a usted; tuve que insistir. Es difícil de creer cuando se la conoce, pero está dispuesta a todo, incluso a entregarse

Ella misma.

Ella abandona, después de tantos años.

En la voz de la muchacha hay de nuevo una especie de extraña fisura.

Que probablemente es debida a la tensión.

Quattermain pregunta:

—¿Va

Ella a establecer contacto con ese Laemmle?

—Está decidida.

—¿Cuándo?

—Probablemente ya lo ha hecho.

—Me llamo Gregor Laemmle, señora…

La voz del Hombre de los Ojos Amarillos nunca ha sido tan suave como ahora, mientras habla por teléfono. Él, Thomas, está a tres metros, sentado en una silla, en el salón que separa las dos habitaciones del hotel de los Trois Dauphins. No se mueve y contiene la respiración. No puede oír su voz. Sin embargo,

Ella está ahí y habla, en alguna parte, en el otro extremo de la línea telefónica.

—La comprendo perfectamente, señora —dice Gregor Laemmle—. Verla al fin será para mí un honor y un placer, al que aspiro desde hace tanto tiempo.

Ahora,

Ella seguramente está exponiendo las condiciones de cambio entre Thomas y

Ella. «Quisiera estar muerto —piensa Thomas—. Todo se habría arreglado terriblemente bien si yo estuviese muerto». Las ideas ascienden una por una a su cabeza, la manera en que podría morir en este mismo momento, en seguida, mientras

Ella habla, ahora que

Ella está casi junto a él y sabría que está muerto, y sentiría pena, naturalmente, pero al menos ya no tendría necesidad de hablar con el Hombre de los Ojos Amarillos, de ensuciarse con él, ya no tendría que preocuparse de aceptar sus condiciones, ni de obedecer a esa apestosa basura. Seguramente hay medios; los estudia fríamente: por ejemplo, estrangularse con su bufanda de lana, o tragar su lengua y asfixiarse…, o bien cortarse el cuello con uno de los cuchillos que están sobre la mesa, pero Laemmle desconfía ahora y ya sólo hace poner cuchillos redondos, que no cortan absolutamente nada. También podría arrojarse por la ventana.

Pero Soëft le está vigilando y seguramente le atraparía al vuelo (¡suponiendo que yo consiga pasar los cristales y las persianas!).

—«¡Quisiera morir! ¡Quiero morir!».

—Eso mismo, señora —dice Laemmle—. Al fin estamos de acuerdo. Estoy lleno de felicidad, puede creerme.

Un breve silencio, y luego:

—Pues claro. Se lo paso. ¿Thomas? ¿Quieres venir a hablar con tu madre, por favor?

Thomas cierra los ojos.

—¿Thomas?

No se mueve y se aferra con ambas manos a la silla. Piensa: «Si no hablo, si me niego a hablar,

Ella creerá que el Hombre de los Ojos Amarillos me ha matado ya, que ya estoy muerto, que él es un mentiroso, y que ya no servirá de nada acudir a la cita, y

Ella se salvará, porque no podrán apoderarse de

Ella».

—¡Thomas!

Laemmle casi ha gritado. Pero su voz se ha suavizado de nuevo cuando dice:

—Tráemelo, Soëft.

Thomas, con los ojos cerrados, es arrancado de la silla a la que se aferra con desesperación. La voz de Laemmle dice cerca de él:

—Señora, en interés de todos, le sugiero que convenza a su hijo para que hable con usted.

Las duras manos de Soëft le retuercen el brazo, y el dolor es realmente fuerte, pero no importa; Thomas aprieta los dientes: «Tal vez Soëft me mate sin hacerlo expresamente, y eso sería lo mejor».

Pero le pegan por la fuerza el auricular a la oreja.

Y

Ella habla.

Por mucho que intenta no escuchar, no puede dejar de hacerlo; todo un mundo de dulzura y de ternura le anega, le ahoga, le sumerge, y llora, ya no puede más, pero ¿qué otra cosa puede hacer?

Ella habla, le suplica que diga algo… porque está en juego la vida de Barthélemy Oliver y de toda su familia…, porque debe tener una absoluta confianza en ella y dejarla obrar.

Porque si continúa callando,

Ella le creerá muerto y entonces su propia vida ya no tendrá razón de ser. Se dejará morir.

Y es este último argumento, por encima de todos los demás, el que prevalece, el que destruye todas sus defensas y acaba haciéndole ceder. Thomas dice:

—Soy demasiado pequeño. Soy demasiado pequeño.

Ella le pide que recuerde una cosa muy concreta que él le dijo un día cuando estaban en la Grande Corniche, y Thomas comprende que

Ella quiere una prueba de que él no es cualquier muchachito de Grenoble que Laemmle podría haber puesto en su lugar, para hacerle creer que es Thomas.

—¿Recuerdas esa cosa,

mein Schatz?

—Dije que quería conducir el Hispano-Suiza.

Entonces, oye que

Ella llora también. Y eso es realmente lo peor de todo, eso le produce una rabia demencial. Se debate, da puntapiés y puñetazos, golpea a los dos hombres, y se lo llevan. Soëft le arrastra por el brazo, le mete en su habitación, le encierra. Él se endereza en cuanto es liberado, se arroja contra la puerta cerrada con llave, golpea en el batiente, trata de desgarrarla con las uñas.

Silencio.

La llave gira y la puerta se abre de nuevo.

Laemmle le mira fijamente con sus ojos amarillos, con aire extraño. Soëft ya no está solo: otros tres vigilantes han entrado al oír los golpes de la puerta, y todo el mundo está inmóvil, mirando a Thomas.

Éste levanta la mano, estira el índice y el pulgar, cierra los demás dedos. Mira con fijeza al Hombre de los Ojos Amarillos y su voz tiembla, loco de rabia y de odio:

—Le mataré. ¡Le mataré!

El Hombre de los Ojos Amarillos sigue teniendo un aire extraño. Sonríe, pero esto no es una verdadera sonrisa. Mueve la cabeza. Y dice:

—Ya no te pediré nada, Thomas.

Una barrera de la policía detiene al Ford en la salida de Marsella, pero los papeles que muestra Quattermain, y más aún la insignia que lleva el coche, bastan para que le dejen pasar.

Después ruedan durante algunos minutos.

—No soy de ningún modo un hombre de negocios, y menos aún un financiero. Si tuviera que definirme, diría que soy alguien que ha heredado mucho dinero y que ha intentado sobrevivir a esa catástrofe.

—Su humor es totalmente de circunstancias —dice ella, con una voz helada—. Como si fuese muy agradable no ser afectado por nada.

«Cada segundo que pasa me vuelvo un poco más idiota; voy a terminar siendo un pitecántropo», piensa Quattermain.

—Sólo quería decir —prosigue en voz alta— que unos abogados y unos banqueros podrían tomarle el relevo y descargarla de sus responsabilidades.

—La idea es maravillosa —el tono de la muchacha es sarcástico, pero cansado—. ¿Por qué temer, en efecto, a unos adversarios que secuestran a un anciano en territorio suizo y le torturan terriblemente, que decapitan al matrimonio Allègre, que atacan un piso en Aix-en-Provence y que disponen del ejército más poderoso de todos los tiempos? Un abogado, seguramente, les habría cerrado el camino: habría amenazado a Hitler, a Himmler y a Heydrich con un proceso y ellos habrían retrocedido llenos de espanto. ¿Cómo no se nos ha ocurrido pensar en ello?

Avanzan hacia Aubagne, atravesando un valle invadido por horribles efluvios de jabonería. Quattermain recuerda los documentos de identidad que ella ha presentado en el control de policía:

—¿Cuál es su verdadero nombre?

—El que yo le he dado. Pagnan era el nombre de mi marido.

—¿Era?

—Le mataron.

—¿Durante la guerra?

(¡Pregunta estúpida!).

—Sí.

«¿Y por qué tengo la impresión de que…, no sé, de que algo no funciona?», piensa Quattermain.

—Lo siento de veras.

—No tiene por qué sentirlo; usted no tiene la culpa —dice ella con una indiferencia que él juraría que es fingida. «¿Pero por qué tendría que interpretarme una comedia?».

—¿Adónde vamos exactamente?

—Cerca de Tolón, a una villa.

—¿Maria estará allí?

Silencio. Él vuelve la cabeza y la observa. Su rostro podría ser encantador si no fuese por esa tensión, o más bien por esa muerte aparente de sus rasgos, absolutamente inmóviles.

—¿Sí o no?

Ella me ha dicho que estaba decidida a hacer un cambio:

Ella misma y las claves bancarias que posee, a cambio de la libertad de Thomas.

Ella no es de la clase de los que se entregan sin tener en la cabeza, digamos, una puerta de salida. ¿Cuál es?

—Lo ignoro.

Silencio.

—¿Por qué tengo la impresión de que usted me miente?

Un parpadeo y nada más. A pesar de todo, ella consiente en buscar su mirada y sostenerla:

—Maria y yo hemos vivido unos momentos muy difíciles estos últimos meses.

—¿Dónde tendrá lugar el intercambio?

—En algún lugar entre Menton y Marsella. El alemán Laemmle estará en un coche con Thomas y un solo hombre; deberá salir de Menton pasado mañana a las ocho de la mañana, y marchar a una velocidad convenida.

Ella aparecerá en algún lugar del recorrido.

—Es una locura.

Ella no estará sola; Javier Coll la acompañará. Y sólo aparecerá si tiene la certeza de que Laemmle ha mantenido su palabra de ir solo con su chófer.

Atraviesan y dejan atrás Aubagne. Un poco más allá, en una carretera en zigzag que conduce a Cuges, Quattermain advierte, detenidos al borde de la carretera, dos camiones llenos de gendarmes provistos de cascos.

—Unos guardias móviles —precisa Catherine Lamiel.

—¿En qué campo están?

—En ninguno. El asunto no les concierne.

—¿Ese Laemmle ha secuestrado a un niño, ha matado a no sé cuántas personas, y el asunto no concierne a la policía francesa?

—Maria ni siquiera es su madre oficialmente.

Ella tomó todas las precauciones y nunca ha comprendido cómo ese hombre pudo encontrar a Thomas.

—De todos modos, podría recurrir a la policía.

—No todos los policías son devotos de los ocupantes. Algunos incluso son gaullistas. El problema está en saber cuáles son. Un policía de Tolón, al menos, trabaja para Laemmle.

—¿Le ha conocido usted?

—Yo llegué a la villa de Sanary la tarde que siguió al ataque. Fui yo quien descubrió los cadáveres y quien avisó a la policía.

«Y otra vez esa impresión de que ella no me dice toda la verdad o de que no me la está diciendo en absoluto…».

—¿Y ésa es toda la razón? ¿Un policía pronazi?

—Maria no ha querido saber nada.

Ella no tenía confianza en nadie.

—¿Ni siquiera en usted?

—Yo era la hermana de su amiga Sophie. Mi familia y yo la hemos ayudado durante años.

Ella no habría podido adoptar la identidad de mi hermana sin nuestro consentimiento y nuestra ayuda.

Se inicia un descenso. Tolón está a veinticuatro kilómetros. Quattermain ha visto, en dos ocasiones, al salir de una sucesión de curvas, los faros de un coche que parece acomodar su velocidad a la suya. Pero después de atravesar esta meseta, nada. «Me estoy volviendo paranoico. ¿Por qué habrían de seguirme?».

—¿Y si yo mismo fuese a la policía y le contase toda la historia?

—Con ese Laemmle, Thomas tiene una posibilidad que no tendría con la Gestapo común. Maria ha preferido jugar con esa posibilidad. Y es

Ella quien decide.

El razonamiento no le parece muy claro a Quattermain. Pero en suma, quitándose de encima el sentido propio del término: ¿con qué derecho iría a aconsejar a una mujer que sostiene sola, al parecer desde hace años, una lucha de la que él lo desconoce todo?

Pregunta quién es Javier Coll, y —sorpresa— Catherine no parece haber oído hablar de él nunca. Todo lo que sabe es que Maria está rodeada de españoles. «

Ella vivió mucho tiempo en España y venía a menudo a vemos a Casablanca, donde vivíamos nosotros».

—¿Nosotros?

—Mis padres, mi hermano y yo.

El interminable descenso acaba. El siguiente tramo de la carretera le trae un recuerdo a Quattermain: las gargantas de Ollioules. La última vez que las atravesó fue al volante del Bugatti Royal, con Maria a su derecha, «y sin duda ya debía seguirnos Javier Coll… ¡Dios mío, ese hombre ya estaba con Maria hace doce años y más!».

La pregunta le viene a los labios, pero no la hace todavía.

Entran en Tolón.

—A la izquierda. Tome la carretera de la izquierda y suba sin detenerse.

Acaba adentrándose en un sendero de tierra, entre unos pinos. Allí, en efecto, descubre una villa.

—Ya estamos. Puede dejar el coche donde está.

Cinco piezas a lo sumo, y unas habitaciones minúsculas.

—Tendremos que compartir el cuarto de baño. Mi habitación está aquí; usted puede instalarse en la otra.

Quattermain deposita las dos maletas: la suya, comprada en Ginebra, y la de la muchacha. El único atractivo de la sala de estar consiste en un ventanal bastante grande que debe dar a la rada tolonesa. Ambos han cenado antes de salir de Marsella; son las once y pico de la noche.

—¿Hambre o sed?

—No, gracias. ¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí?

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