Daddy

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Daddy

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Ella mueva la cabeza, con un aire atrozmente desesperado. Incluso el hecho de que el hombre sentado junto a

Ella haya comenzado a disparar y a escupir fuego, incluso todos esos impactos que atraviesan la carrocería, que hacen estallar los faros, que revientan los neumáticos, que agujerean el radiador y dibujan estrellas en los cristales, incluso todo eso le parece de poca importancia: va a interrumpir forzosamente ese tiroteo estúpido.

Está a la altura del gran guardabarros, a veinte centímetros de la rueda de repuesto en su funda de metal con doble ribete de plata pura, y sonríe: «Ha llegado el momento».

Pero el coche se mueve, arranca en marcha atrás y se aleja de Gregor Laemmle, que presiente entonces la tragedia. Grita:

—¡Vuelva! ¡Yo soy su única oportunidad!

Sin embargo, lo peor puede ser esto: «¡

Ella cree que no he cumplido la palabra que le di!».

Comienza a correr, cosa que no ha hecho desde hace treinta y cinco años por lo menos; corre, pero el Hispano, incluso en marcha atrás, se aleja de él haga lo que haga. Ya está a veinte metros e inicia la media vuelta y la fuga.

Unos hombres han surgido por la izquierda y uno de ellos arroja alguna cosa. El Hispano estalla inmediatamente y aparecen unas enormes llamas amarillas. Del coche, que se detiene de pronto, sale un hombre terrible por su talla y por su envergadura, pero transformado en una antorcha viviente. Y sin embargo, dispara, gritando como un animal, con un arma en cada uno de sus enormes puños, resistiendo a las ráfagas que le perforan, de pie, todavía y siempre de pie. Esto parece durar una eternidad y Gregor Laemmle grita también, en un paroxismo de espanto y de desesperación que le retrotrae a cuarenta años antes, a las noches de su infancia. Sin embargo, se lanza de nuevo, se pone otra vez en movimiento y se precipita; corre hacia la otra portezuela, que sigue cerrada; intenta abrirla, se afana en ello llorando, teniendo antes sus ojos una mujer que arde, que vuelve con una horrible lentitud su rostro hacia él, desorbitando unos ojos inmensos y grises; una mujer que está siendo devorada por las pavesas que corren por sus hombros y por sus cabellos negros.

Que se derrumba al fin sobre el volante y se encoge, se reduce, se calcina, entre un hedor atroz y sin el menor grito.

Quattermain ha corrido en principio hacia los dos coches, el negro y el blanco, que parecen enzarzados en un conciliábulo familiar, en medio de toda esa demencia; pero ha tenido que hacer un sesgo al descubrir a tres o cuatro hombres sobre los cuales ha estado a punto de arrojarse; les ha rodeado, como antaño en el fútbol, olvidando el viejo dolor de su cadera; se ha lanzado a su izquierda, ha cruzado en tromba un primer camino, y después otro, para acabar al fin frente al brasero en que el Hispano-Suiza se ha convertido en el intervalo.

Se queda inmóvil, paralizado por un estupor horrorizado; toda la escena se imprime en su memoria: el coche en llamas, la mujer tan espantosamente inmóvil dentro del habitáculo, hasta esa alucinante antorcha que sin ninguna duda es Javier Coll, con el que se encarnizan desde todas partes, a lo cual él responde con anchas ráfagas; ve también a un hombrecito rubio-pelirrojo, con traje claro y cubierto con un panamá, cuyo rostro no olvidará nunca, gritando con una voz cubierta por la crepitación de las llamas y de las detonaciones, muy cerca de una portezuela del Hispano, en torno al cual parece bailar locamente.

Ve también a otros hombres y ve sobre todo a uno que, al divisarle, vuelve el arma en su dirección, le apunta…

Y que luego se derrumba el mismo: un agujero sanguinolento se forma en seguida en su sien. Por un segundo, Quattermain le mira sin comprender. Avanza de nuevo y he aquí que otro matón, que le apunta a su vez, se abate a su paso.

Y un tercero.

Le están abriendo paso. Alguien, desde alguna parte, le protege y ejecuta, uno tras otro, a todos los que se atraviesan en su camino. Echa a correr de nuevo y, al mismo tiempo, trata de buscar a ese amigo desconocido.

«Esto viene de mi izquierda… y por lo tanto de la montaña».

Avanza hacia el Delage blanco, cuyo motor está al ralentí. El hombre con rostro de mujer, sentado aún ante el volante, levanta al niño con su mano libre, revelando a la vez el cañón de la pistola pegado a su sien.

Quattermain avanza un poco más y entonces advierte una silueta a unos doscientos metros, encaramada en una roca: la de un hombre que parece joven, que lleva una cazadora de cuero y que sostiene ligeramente entre los dedos un fusil con visor telescópico cuyo cañón está dirigido hacia el cielo. Y la silueta le hace señas, con un movimiento del cañón: «¡Avance hacia el coche! ¡Vamos! ¡ADELANTE!».

Como en un sueño, Quattermain reanuda su progresión hacia la portezuela:

—Mataré al niño si se acerca más —dice en francés el hombre con cara de mujer, pero que exhibe un fino bigote rubio.

—En ese caso yo le mataré dos veces en lugar de una —responde Quattermain, en una situación límite. Y mete su brazo por el cristal abierto, agarra el cañón de la pistola, sin darse cuenta siquiera de que el arma apunta a su pecho. Lo arrastra todo, al hombre y su arma; oye claramente un disparo, pero no le presta la menor atención. Una inverosímil rabia llena de odio le empuja: saca al hombre por la ventanilla, le golpea con un jadeo de leñador y proyecta su cuerpo como quien se desembaraza de una rama que estorba.

Va a ponerse al volante del Delage.

Se incorpora y mira en dirección al tirador que está en la roca. Éste le hace de nuevo una señal: «¡Adelante!».

Él asiente y ocupa su sitio ante el volante. Arranca en línea recta, precipitando el coche sobre los hombres armados. Se apodera de la pistola ametralladora que está en el asiento inmediato, apoya el cañón en el borde de la ventanilla, aprieta el gatillo y experimenta un inconcebible gozo al ver los cuerpos despedazados por sus balas. Pasa a través de una masa que se aparta, a través de un torbellino de humo negro apestado por el olor a carne quemada, y sigue acelerando. El Delage arranca la tierra bajo las ruedas y se lanza al asalto del camino de herradura.

Llega a la bifurcación y aún obra como si fuese un sonámbulo. Detiene el Delage y se apea:

Come on, kid. Ven.

El niño ni siquiera parece oírle; no reacciona en absoluto, con los ojos desorbitados como si estuviesen inmovilizados por la muerte. Quattermain abre la portezuela y le coge en sus brazos, para asegurarse de que está indemne. Lo está.

Corre cien metros con el chiquillo en sus brazos y encuentra el Ford.

Arranca y pisa a fondo en los segundos siguientes, conduciendo como nunca lo ha hecho por una carretera sinuosa, pero totalmente desierta. Ni siquiera se preocupa del mapa. No tiene más voluntad —pero ésta muy violenta— que la de alejarse lo más rápidamente posible… Por otra parte, está demasiado absorto por el solo hecho de mantener el coche en la carretera, a la velocidad en que va, curva tras curva. Una eternidad más tarde, llega por fin a la nacional 7. Por un reflejo que él mismo no se explica, evita entrar en ella, ni a derecha ni a izquierda, y espera, oculto, hasta comprobar que no hay ningún vehículo a la vista. Sólo entonces toma la carretera y prosigue directo a la misma velocidad alucinante.

Un poco de conciencia vuelve a él.

«¡Cálmate! ¡Vas a matarte y sobre todo vas a matarle a él!».

Aminora la marcha, justo el tiempo de echar una ojeada al asiento posterior. El chiquillo sigue acostado allí, casi desarticulado, como un pelele.

Pero sus ojos siguen dramáticamente abiertos, sin ver nada, aunque siempre desorbitados.

Quattermain acelera de nuevo. Atraviesa una ciudad que debe de llamarse Lorgues, y luego dos pueblos cuyos nombres parecen ser Salernes y Aups. Continúa en línea recta hacia adelante.

Después desemboca en una región muerta, montañosa y árida, que muy bien podría pertenecer a lo más recóndito de Arizona o de Nuevo Méjico.

Donde él está solo…

Toma la precaución de bajar hasta el fondo de una pequeña garganta. Se hunde en ella…

Detiene el motor y el coche, que desciende por su propio impulso, va a chocar contra una pared rocosa antes de pararse por completo.

Quattermain es presa de temblores. Se apea y va a vomitar.

«

O my God!».

Vomita largamente, pero, al cabo de un momento, regresa al Ford. El chiquillo no se ha movido.

—¿Thomas?

Ni un estremecimiento.

Quattermain entra en el coche y se sienta junto a él.

—¿Thomas?

Le toca, trata de incorporar el pequeño cuerpo totalmente inerte. Le toma en sus brazos, le apoya la cara contra su propio pecho y se derrumba: comienza a llorar.

Quizá llora durante uno o dos minutos.

—Thomas —dice al fin—. Soy americano y en otro tiempo quise mucho a tu madre. Me llamo David Quattermain. ¿Es que

Ella no te habló nunca de mí?

Esta vez, David Quattermain ya no actúa por un impulso irrazonado: pone en ejecución un plan. Su decisión está tomada: llegará hasta Nîmes, por si acaso la misión diplomática se encuentra todavía allí (y debe hallarse allí si todo el personal llegado de Marsella, de Vichy y de otra parte ha previsto reunirse en este lugar); después, llegado el caso, proseguirá hasta la frontera española.

Se aferra a este objetivo. A falta de otro mejor. No ve claro qué otra cosa podría hacer. Por un instante ha pensado en dirigirse a Suiza. Pero no se fía mucho de las posibilidades de cruzar la línea de demarcación, y de todas maneras, duda que la frontera helvética sea tan fácil de franquear.

A decir verdad, no ha recobrado todavía toda su calma y el pleno dominio de sí mismo. Continúa sintiendo los efectos del drama, experimentando el mismo horror, si no la misma incredulidad: ¿realmente ha asistido a esa abominación de una Maria quemada viva? Incansablemente, con el empecinamiento implacable de una resaca, las imágenes vuelven a él, las observadas y las imaginadas, las segundas peores todavía que las primeras: el fuego rampante sobre el blanco vientre de Maria, sobre sus senos, unas llamas lamiendo los rosados labios, penetrando en la boca y carbonizando la lengua…

«¡Basta ya! ¿Y

él, entonces?».

El muchacho ha cerrado al fin los ojos, aparentemente dormido; «espero que lo esté». En varias ocasiones, al atravesar pueblos, Quattermain ha pensado comprar un somnífero, o llamar a la puerta de un médico para que le administrase al niño algo que atenuara el estado de shock. Finalmente no ha hecho nada de eso. Con razón o sin ella, ha considerado más urgente, si no vital, ser visto lo menos posible y desviar las persecuciones que seguramente ya se han iniciado.

—¿Thomas?

Evidentemente no hay respuesta, lo mismo que las veces anteriores. Sin embargo, el chiquillo se ha incorporado en su asiento y se mantiene erguido, con los ojos cerrados, y las manos abiertas apoyadas en sus dos lados.

Lívido.

Quattermain sigue avanzando a toda velocidad. Su reloj señala la una y treinta. El depósito de gasolina está casi vacío y va a tener que detenerse. Bendice a Callaghan, que tomó la precaución de proveerle de tres bidones de repuesto. La carretera está desierta; según el mapa se encuentran en alguna parte entre el río Durance y la pequeña cadena montañosa del Luberon; Nîmes debe de estar a un centenar de kilómetros. Quattermain disminuye la velocidad y se detiene.

—Voy a llenar el depósito de gasolina —cree necesario explicar.

Está a punto de verter el contenido de un bidón cuando oye abrirse la portezuela posterior de la derecha. El niño aparece. Quattermain experimenta una gran conmoción: los ojos grises son de un parecido que le hace temblar. «¡Y yo que creía haber olvidado a Maria!».

—No te alejes demasiado; nos iremos en seguida.

El muchacho salta la cuneta y luego se aleja por un campo de rastrojos negruzcos, con una tranquilidad que engaña a Quattermain, por otra parte preocupado en no perder una gota de su valiosa gasolina. Tal vez transcurren así unos quince segundos, tras de los cuales alza de nuevo la vista.

—¡Thomas!

El niño ha comenzado a correr con una velocidad asombrosa y está ya a unos ochenta metros.

—¡Thomas!

Quattermain casi está a punto de soltar el bidón. Lo deja en el suelo. Todavía no está realmente inquieto: no considera que esto sea una fuga, sino más bien una carrera a cuyo término el niño se abatirá por sí mismo y dará rienda suelta a sus lágrimas. Franquea a su vez la cuneta: la distancia que media entre los dos ya es superior a los cien metros. Pero se ha equivocado: la separación aumenta y la pequeña silueta, con sus piernas desnudas, asciende ahora por una pendiente. «¡Se me va a escapar!». En un segundo, Quattermain se precipita hacia delante, olvidando o queriendo olvidar el dolor de su cadera. Atraviesa la extensión de la rastrojera y llega a su vez a la pendiente, cargándose lo más que puede sobre la pierna izquierda. Al llegar a la cima, descubre un primer vallejo plantado de vid, pero más allá se presenta una segunda inclinación, más fuerte que la primera; el niño ya está allí y trepa por las rocas. «¡Si le sucede algo, no me lo perdonaré nunca!».

Acelera aún más, recordando las viejas sensaciones de sus doce años. Sale de las viñas y se precipita en la nueva pendiente. La distancia entre ellos parece haberse reducido a unos cincuenta metros, pero sólo es una apariencia debida a la naturaleza del terreno. «¡No le gano nada!».

—¡Thomas!

El dolor sube por su pierna derecha, llega al abdomen y casi le tetaniza. Acaba de arrancarse a medias la uña de un dedo en una arista rocosa; y, a pesar del viento helado, ya está sudando, bajo su abrigo de loden. Pero asciende, metro a metro, hipnotizado por la silueta que le precede. «Quiere escapar; su tentativa es deliberada. ¡Qué increíble vitalidad!».

Un incidente favorece un poco a Quattermain: el chiquillo ha querido escalar una roca de la altura de un hombre y pierde tiempo obstinándose en ello, hasta que al fin se decide a rodearla.

Quattermain pasa a su vez ese mismo bloque con un ligero rodeo. Gana así quince metros y pretende gritar de nuevo, pero el fuelle de forja de su pecho se lo impide. Hay un desprendimiento detrás de la cresta y cae de pronto una lluvia de guijarros, uno de los cuales alcanza a Quattermain en un hombro. «¡Se defiende como un diablo!».

Franqueada la cresta, una breve cuesta abajo precede a una primera línea de árboles. El muchacho desparece en ella…

Sale de nuevo y todo se juega en los segundos siguientes: al otro lado de ese primer bosquecillo se extiende, en efecto, una vasta extensión herbosa, flanqueada a su izquierda por un bosque más espeso. Quattermain mide instantáneamente el peligro: «¡Si llega a meterse ahí, seguro que lo pierdo!».

Pero el milagro se produce: el niño sigue directamente y, en esta parte casi llana, la superioridad del hombre se va a revelar determinante.

Cuarenta metros.

Luego treinta.

El niño no se vuelve, corre con la cabeza hundida entre los hombros, sirviéndose muy poco de sus brazos.

Quince metros.

El niño tropieza y cae. No tiene tiempo de levantarse: Quattermain se ha arrojado sobre él y consigue sujetarle por un tobillo. Recibe una terrible embestida en pleno rostro, pero no suelta su presa; al contrario: su otra mano le aferra por una rodilla. Se apodera del niño, que se debate con una increíble violencia, con los ojos desmesuradamente abiertos, lo mismo que la boca, pero mudo. Al fin estalla la crisis nerviosa, precedida de un agudísimo grito de ratón caído en la trampa; los aullidos siguen, mientras el pequeño cuerpo, frenético, se retuerce en todos los sentidos. Quattermain intenta mantenerle sujeto, con los brazos estirados para protegerse de las patadas, de los puñetazos e incluso de los mordiscos. Por un momento, el niño se le escapa, pero una nueva estirada le permite atraparle otra vez; pero ahora le tiende en el suelo y se acuesta sobre él, apretándole las muñecas y separándole los brazos y las piernas:

Take it easy! Keep cool! ¡Calma! ¡Calma, Thomas! ¡Calma!

Es increíble: el muchacho sigue sin querer rendirse y continúa luchando, gritando hasta desgarrarse la garganta; se estira y se arquea, consiguiendo tres o cuatro veces levantar los setenta y ocho kilos de Quattermain.

Y luego, al fin, todo termina. El pequeño cuerpo se postra, jadeante. Se aplasta, inerte.

Quattermain recupera su aliento antes de incorporarse con prudencia. El fino rostro del niño es de una blancura de yeso, y tiene sangre en los labios. Los ojos clavados en el americano, son terriblemente impresionantes.

—¿Tranquilo,

kid?

Una impasibilidad absoluta por toda respuesta.

Quattermain se separa de él con toda clase de precauciones, preparado para una nueva tentativa. El fuelle de forja de su pecho se hace más lento al fin.

—Volvamos al coche.

Coge el cuello del pequeño abrigo y pone al niño en pie.

Regresan a la carretera.

—¿Estás calmado ahora?

Le obliga a sentarse en el asiento posterior.

—¿Qué quieres que te diga? ¿Que yo también estoy enfermo? Yo quise a tu madre, Thomas, yo…

«¡Oh, Dios mío! ¿Qué se le puede decir a un niño de diez u once años en un caso parecido?». Una nueva oleada de piedad le invade. Mueve la cabeza, incapaz de encontrar las palabras…

Se sitúa de nuevo ante el volante y, en el momento de accionar la puesta en marcha, recuerda que no ha terminado el repostaje de gasolina. Completa el llenado del depósito con el segundo bidón. Sin perder de vista ni un segundo al chiquillo, que ya no se mueve.

Sube otra vez al coche y arranca.

—Pierdes tu tiempo y tus fuerzas al odiarme,

kid. Yo no soy tu enemigo. Te lo repito: soy americano y me llamo David Quattermain. He venido a Francia únicamente porque tu madre me escribió y me pidió que lo hiciese.

Se interrumpe. Iba a decir: «y

Ella me aseguró que tú eres mi hijo». Pero las palabras no le salen.

Y en seguida se avergüenza horriblemente: ¡qué formulación más estúpida!

Acelera.

—Lo más probable es que te persigan. Y a mí también, tal vez. Sin duda ya saben quién soy.

En este terreno se siente más a gusto y prosigue:

—Yo casi hablo el francés, Thomas; pero con mi acento, las gentes advierten en seguida que soy extranjero. Puedo tener necesidad de ti. Si no me ayudas, los otros te capturarán de nuevo.

Echa una rápida ojeada, casi tímida, hacia el agudo perfil y se siente aliviado al comprobar que los ojos se han cerrado nuevamente. «Tal vez ni siquiera me ha oído».

Una media hora más tarde, el Ford cruza el Durance. Sigue después hacia el oeste, por una carretera que en el mapa es amarilla. El niño no se mueve ya, pero no duerme, aunque sus párpados continúan cerrados. Ha recobrado su postura anterior, con las manos aplanadas a ambos lados de sus piernas, el busto muy erguido y la nuca apoyada en el respaldo.

Lo peor de la crisis parece haber pasado.

—Vamos a Nîmes. Te doy la dirección, por si acaso: hotel del Cheval Blanc, plaza de las Arenes. Si yo no estuviese contigo, pregunta por mister Callaghan. Es un diplomático. ¿Sabes lo que es un diplomático? Trabaja para la embajada de los Estados Unidos.

El Ford entra en Arles.

—Le darás esto.

Quattermain saca del bolsillo el pasaporte que le ha dado Catherine Lamiel, extendido a nombre de Thomas David Quattermain. Lo coloca sobre las rodillas desnudas.

Ninguna reacción.

El Ford atraviesa Arles.

—Ese pasaporte dice que tú eres mi hijo, Thomas. Tu madre lo dispuso así.

Ningún gesto.

Quattermain vacila: él no tiene hambre, pero, más pronto o más tarde, el niño tendrá necesidad de comer. Avanza lentamente por las calles, donde recuerda haber caminado siguiendo el rastro de Vincent Van Gogh.

A fin de cuentas, prefiere no detenerse: siente, por instinto, que atravesar el Ródano, ese formidable obstáculo natural hacia el oeste, se hace urgente. Cuanto antes mejor. «Y apenas nos faltan unos veinte minutos para llegar a Nîmes. Donde estoy casi seguro de encontrar, a esta hora, a todo el personal diplomático norteamericano».

Una vez tomada su decisión, prosigue. Aborda el puente con prudencia, esperando lo peor: una bandada de coches formando barrera, o unas hordas de tiradores emboscados. Pero no ve nada.

Ya ha pasado.

Pone la tercera y pisa el acelerador.

Y el muchacho habla por primera vez:

—Nos han visto.

—¿Quiénes?

—Dos hombres en un coche de tracción delantera. Nos han visto y uno de ellos ha corrido a telefonear.

Con la mirada puesta casi constantemente en su retrovisor, Quattermain avanza todavía unos cuatro o cinco kilómetros y después aminora la velocidad.

—¿Estás seguro?

Silencio.

—No hay nadie detrás de nosotros, Thomas.

Se detiene. Alrededor de ellos, hasta perderse de vista, se extiende un paisaje rigurosamente llano, muy pobremente plantado, que evoca una imagen en la mente de Quattermain: la de un glacis, uno de esos terrenos llanos que preceden a las fortificaciones, en los cuales se ve llegar desde lejos al enemigo, sin que éste tenga la menor posibilidad de protección. «¿Por qué diablos me ha venido esta idea?».

Echa una ojeada al niño. Que no se ha movido en absoluto y no ha intentado abrir el pasaporte. Y que, con los puños cerrados sobre las rodillas, parece luchar desesperadamente contra sí mismo.

—¿Estás bien, Thomas?

«¡Si al menos pudiera llorar! Estoy seguro de que si llorase esto iría mejor, en cierto modo».

—¿Estás realmente seguro de haber visto a esos hombres?

Asentimiento.

«Tendré que contentarme con eso», piensa Quattermain.

Durante unos segundos, Quattermain examina la eventualidad de un regreso a Arles para tener el corazón tranquilo.

«Realmente, no sé qué hacer».

Experimenta, por supuesto, la furiosa tentación de arrancar de nuevo y de cubrir a una velocidad loca las dos docenas de kilómetros que aún les separan de Nîmes. Su mano incluso se acerca a la puesta en marcha.

No acaba el movimiento.

«¡Reflexiona! Piensa en Catherine Lamiel. Con razón o sin ella, estás convencido de que esa mujer ha traicionado a Maria e indicado a Laemmle el lugar del intercambio. Es igual que te equivoques o no: lo crees. Porque Catherine Lamiel te conoce, tiene una foto tuya, ha visto tu coche, ella o Laemmle saben lo que piensas hacer, te han seguido a Tolón, has estado constantemente bajo vigilancia, tal vez han podido interceptar tu conversación telefónica con el hombre del consulado, Fosbury o algo parecido… Tienes que prever lo peor: Laemmle ha comprendido que te diriges hacia Nîmes. Y está absolutamente seguro de que vas a intentar buscar la protección de la misión diplomática en camino hacia España.

»Una misión que, por otra parte, apenas podrá protegerte. Confiesa que no apostarías por ello ni un cuarto de dólar. Porque tienes que mirar de frente las cosas: has matado a varias personas.

»Y, llegados al límite, incluso podrían acusarte de haber secuestrado a este muchacho. ¿Quién va a venir a defenderte? Su madre está muerta, y con ella ese español que tan extremadamente feliz te haría si estuviera a tu lado.

»Atención, Quattermain, he ahí un nuevo peligro… Imagínate que Laemmle tiene la idea de avisar a la policía francesa. Sería el colmo, pero ¿por qué no?».

—¿Thomas?

Quattermain descubre de pronto que el muchacho está a punto de sufrir una nueva crisis: un temblor recorre todo su cuerpo, los dientes se aprietan, los miembros se ponen tensos y brota el grito, un grito que parece casi imposible que pueda provenir de una garganta humana.

—¡Thomas, cálmate!

Esta crisis dura unos diez minutos, en ciertos aspectos es menos violenta, pero sin duda más impresionante: el cuerpo está rígido, helado, hasta el punto que Quattermain tiene dificultades para sacarlo del asiento delantero y trasladarlo al de detrás. Lo envuelve en unas mantas encontradas en el maletero. Los aullidos de animal en la agonía se han convertido ahora en pequeños jadeos y en gemidos lastimeros. Él mismo se sienta a su lado y, con una torpeza que le desconsuela, intenta calmar ese dolor y ese pesar inaudito. «En el nombre de Dios, ¿qué podría hacer yo?».

Al fin el cuerpo que tiene en sus brazos parece distenderse, los gemidos se espacian y son sustituidos por unas quejas muy suaves, apenas audibles. «Se duerme, gracias a Dios. Me siento desarmado hasta un grado increíble, y de verdad que soy el último de los idiotas: habría debido buscar un médico». De nuevo se le ocurre dar media vuelta y regresar a Arles. «No». ¿A Nîmes entonces? «¿A qué estás esperando?».

El niño, al parecer, se ha dormido realmente. Quattermain, muy delicadamente, extiende el pequeño cuerpo, haciéndole una almohada con su abrigo doblado. No es sólo piedad lo que experimenta, sino también ternura: «¿Qué sabes tú de los niños, después de todo? Perteneces a una familia —tienes siete sobrinos y sobrinas— en la que se emplean niñeras para esos asuntos. Puedes buscar y no encontrarás ningún ejemplo de un niño próximo a ti, quejándose de cualquier cosa. Unos caníbales de Nueva Guinea te sorprenderían menos. Realmente, no sirves para gran cosa».

Se sienta de nuevo al volante y toma otra vez el mapa. Al salir de Arles evita adentrarse por la carretera, marcada en rojo, que lleva directamente a Nîmes.

Continúa creyendo que le esperan allí, que les esperan al niño y a él. Su convicción es absoluta, aunque no tiene más bases que lo que cree haber visto, en Arles, un chiquillo loco de dolor, y un vago razonamiento que ha forjado él mismo partiendo de sospechas más o menos fundadas.

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