Daddy

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Pone otra vez el coche en marcha y avanza muy lentamente. Su reloj marca las tres. «He perdido un tiempo precioso».

Regresa, pues, hacia el oeste. «Espero que sepas lo que estás haciendo».

Entra en Bellegarde como si se aventurase en un campo de minas. Pero reina aquí la mayor tranquilidad y nada contradice las observaciones que ha hecho con los prismáticos antes de acercarse.

—No tengo nada que vender —dice el tendero de comestibles.

Quattermain deja sobre el mostrador cinco billetes de cien francos:

—Soy sueco —dice (está casi seguro de que Suecia es neutral. Y se las arregla lo mejor que puede para fingir un acento vagamente germánico, a falta de saber cómo hablaría un sueco en francés).

El tendero le mira, examina los billetes, se mueve al fin. Entra en la trastienda y vuelve con un salchichón y unas galletas en una gran caja de hojalata.

—Quinientos francos más por las galletas —dice.

—¿Y chocolate? —pregunta Quattermain.

—¿Y después qué más?

Quattermain aparta mil francos suplementarios.

—¿Unos huevos duros?

—Muy bien, Y sal, si usted quiere.

Seis huevos se unen al salchichón y a la caja de galletas en la bolsa destinada a los prismáticos.

—La sal se la regalo —dice el tendero sin sonreír siquiera. Quattermain inicia su salida.

—Un americano —dice el tendero detrás de él—. Un americano muy alto, que cojea un poco de la pierna derecha y viaja en un coche americano con un niño de unos diez años y los ojos grises.

Quattermain se inmoviliza; luego se vuelve.

—¿Me está hablando a mí?

El tendero asiente.

—Han pasado hacia el mediodía. Toda una banda, en media docena de coches, en dirección a Nîmes. En la hora siguiente también han pasado otros por aquí, la misma clase de individuos. En el primer grupo iba un tipo alto y rubio que habla muy bien el francés, pero que no es francés. Discutió con los gendarmes de aquí.

Quattermain saca de nuevo un fajo de dinero francés.

—A propósito de los gendarmes: su puesto está a la salida del pueblo, en la carretera de Nîmes exactamente. Sólo tienen bicicletas. Si alguien quisiera evitarlos tomaría la carretera de Saint-Gilles, a la derecha según se sale.

El tendero mira, impasible, los billetes que le tienden.

—Yo sólo vendo comestibles. Nada más —dice.

—Gracias por la sal —dice Quattermain.

—No hay de qué. En el comercio hay que saber tener un gesto de vez en cuando.

Thomas abre los ojos y comprueba que el coche se ha detenido de nuevo. Ahora no es en una carretera llana en donde cualquiera podría verlo, sino en un pequeño camino rodeado de cañas. Se incorpora. Está solo en el coche. La portezuela del lado del conductor está abierta.

Mira primero hacia atrás y sólo ve el camino. Después hacia delante y entonces descubre al americano, que está a algunos metros, de pie entre las cañas. Tiene los brazos levantados y Thomas se pregunta qué es lo que puede estar haciendo. Después, el americano se mueve un poco y aparecen los prismáticos que tiene en las manos.

Thomas realiza un esfuerzo extraordinario, sólo para mantener su pensamiento en el americano, en el coche, en el camino, en el momento en que han atravesado Arles y cruzado el puente con los dos espías en el coche de tracción delantera.

No tiene muchos más recuerdos.

Sabe que

Ella ha muerto, eso sí.

Pero precisamente por eso tiene que hacer este esfuerzo extraordinario. Es como caminar por una pasarela muy estrecha a cuyos lados se abre un precipicio totalmente oscuro. La pasarela es el americano, y es también el problema de impedir que el Hombre de los Ojos Amarillos le atrape otra vez, y otros detalles como el coche, las cañas, por qué está en este coche con un extranjero, lo que hacen juntos, esperando que la noche caiga, y en qué lugar están.

Necesita concentrarse intensamente en todo esto. Poner de nuevo en marcha el mecanismo.

Y no mirar el precipicio.

¡Esto comienza otra vez, cuidado! Una Cosa enorme se arrastra, se aproxima, le aprieta fuertemente la cabeza, le hace un daño terrible y siente que bascula en el precipicio; el olor del fuego, el color de las llamas que la abrasan a

Ella no desciende del Hispano, sino que se inclina hacia delante con el fuego sobre su cabeza, se retuerce y él, Thomas, grita, está triturado…

—Thomas, Thomas…

El americano está junto a él, le sujeta muy fuerte y están los dos fuera del coche, al borde de un canal.

—Suélteme, por favor —dice Thomas.

—¿Estás bien?

—Sí.

—Has tenido otra crisis. ¿Estás seguro de que ahora ya estás bien?

—Estoy bien —dice Thomas—. ¡Ya le he dicho que estoy bien!

El americano se levanta y deja de aplastarle. Se mueve lentamente, como si tuviese miedo. Pero se aparta:

—Has intentado arrojarte al canal, Thomas. ¿No vas a empezar otra vez?

—No. Se acabó.

El americano se incorpora. Su mano está llena de sangre.

—Me has mordido, Thomas.

—Lo siento mucho.

El americano sonríe:

—Esta mañana fue en la oreja, y fallaste por muy poco. Ahora, como ves no has fallado.

—Le ruego que me perdone —dice Thomas—. A partir de ahora, tendré cuidado. Siento mucho haberle mordido.

—No hablemos más de ello —dice el americano—. ¿Puedes levantarte?

Thomas se sienta; después se pone en pie. Le duelen las muñecas y los brazos, probablemente en los sitios en que le ha sujetado el americano.

Éste le parece terriblemente alto. Un poco más que Javier…

«¡No pienses en Javier!».

—¿Volvemos al coche?

—De acuerdo.

Avanzan a lo largo del camino. El coche está a doscientos metros por lo menos. En un momento, el americano recoge los prismáticos, que estaban en el suelo. Es casi de noche.

—¿Dónde estamos?

—Según mi mapa, en la Camargue. Hay una ciudad llamada Nîmes a unos veinte kilómetros.

—¿Por qué nos escondemos?

—Porque nos buscan unos hombres.

—El Hombre de los Ojos Amarillos —dice en seguida Thomas.

—¿Quién?

—Él dice que se llama Gregor Laemmle. Seguramente es él quien nos busca.

Llegan al coche y se sientan.

—¿Quieres comer?

—No tengo hambre.

—De todos modos, deberías comer un poco.

Thomas come un huevo duro y después otro; finalmente come un plátano.

—¿Ha comprado esto en una tienda?

—No veo dónde podría encontrarlo, si no —dice el americano sonriendo—. Por aquí hay pocos plátanos en los árboles. Ni siquiera hay muchos árboles.

Thomas le examina. ¿Quién es este individuo?

—No sé su nombre —dice.

—Quattermain. David Quattermain.

—Perdóneme. Es muy descortés no recordar el nombre de las personas. Ahora me acuerdo. Pero el tendero también se acordará de nosotros y dirá que nos ha visto.

—Es muy posible. Pero no podíamos estar sin comer.

—Los hombres que nos buscan, ¿están lejos?

—He visto pasar dos coches hace un momento, a unos tres kilómetros.

—Quizá nos han visto —dice Thomas—. Quizás estén detrás de nosotros, dispuestos a acercarse.

(No ha mirado hacia atrás, y lo que quiere es saber si el americano está nervioso: si se vuelve bruscamente, es que está nervioso. Y que es un poco tonto).

El americano no se mueve en absoluto, ni siquiera mira el retrovisor. En lugar de eso, toma el mapa de carreteras y lo coloca en sus rodillas.

«Está enormemente tranquilo y no se deja impresionar», anota el mecanismo en la mente de Thomas.

—Creo —dice el americano— que nos esperan en Nîmes.

Y explica la historia de la embajada norteamericana en Vichy y del consulado de los Estados Unidos en Marsella, que abandonan Francia y se van a España. Explica también que no cree que el embajador y el cónsul les sirvan de mucha ayuda. Según él, los matones del Hombre de los Ojos Amarillos estarían ahora situados en una línea que va desde una ciudad llamada Aigues-Mortes, a la orilla del mar, hasta el norte de Nîmes por lo menos.

—Thomas: no han tenido tiempo para tomar posiciones en el Ródano, que habría sido el mejor lugar para atraparnos. Creo que lo único que han podido hacer es enviar uno o dos hombres a cada punto. Y ésos son los hombres que tú has visto.

—Pero ahora saben que hemos pasado el Ródano. —Exactamente.

—Y el tendero les dirá a qué hora hemos pasado por su ciudad.

—En efecto, acabarán sabiéndolo.

—Y ahora se preguntarán por qué no hemos llegado todavía a Nîmes, cuando ya deberíamos estar allí desde hace mucho tiempo.

El americano sonríe:

—Es cierto. Deben estar empezando a hacerse esa pregunta.

—Y por eso nos buscan entre Nîmes y el Ródano.

Thomas se concentra. Es un problema bastante fácil. Hay cinco soluciones, ni una más: o bien te quedas en la Camargue esperando la interrupción de las búsquedas, o bien llegas a España directamente (franqueando la barrera y atravesando o evitando luego Nîmes, aunque sea más fácil esconderse en una ciudad que en el campo), o bien vuelves al este, hacia Marsella o Tolón, o bien encuentras un barco y le dices al marino que te lleve a África.

O bien vas hacia el norte.

—Creo que deberíamos ir al norte —dice—. Subir entre la barrera que ellos han puesto en el este y el Ródano. ¿Puedo bajar, señor?

—Nada te lo impide —dice el americano.

—No voy a escaparme.

—No tienes necesidad de escaparte porque eres libre para dejarme cuando quieras. Yo sólo corro detrás de ti cuando tengo miedo de que te hagas daño.

—Sólo quiero hacer pipí —dice Thomas.

Desciende y va a hacer pipí. Eso le da tiempo para reflexionar. Está muy claro que el americano también ha reflexionado, y que está de acuerdo en ir hacia el norte. Pero que eso es precisamente la cosa que el Hombre de los Ojos Amarillos esperará menos.

Thomas vuelve a sentarse en el coche. El americano sigue estudiando su mapa. No es ni rubio ni moreno…, está entre las dos cosas. Tiene unas manos delgadas y unos dedos muy largos, y se parece a esos artistas de cine que él ha visto una vez en una película de

cowboys; no es Gary Cooper, naturalmente (el americano es menos delgado), pero seguro que se le parece.

—¿Qué vamos a hacer, señor?

—Todavía no lo sé, Thomas. Estoy pensando en ello. Y también pienso en aquel hombre con cazadora de cuero y fusil que me ayudó en el Var. ¿Sabes tú dónde está?

—No.

—¿Sabes quién es?

—Tampoco.

Silencio. El americano mueve la cabeza. «Sabe que le estoy mintiendo».

—¿Pero sabes dónde encontrarle?

—No, señor. Porque no sé quién es.

Las manos de Thomas están colocadas una a cada lado de su cuerpo. Como deben estar cuando se es un muchacho bien educado.

Pero no hay nada que hacer: las manos se mueven a pesar suyo, se juntan entre las rodillas, se crispan.

Está de nuevo en trance de luchar con la Cosa que se arrastra en su cabeza.

No ocurre nada.

Sólo tiene ganas de llorar, eso es todo.

La noche ha caído, es muy oscuro, ya no se ven las cañas, que están a un metro. El americano pone en marcha el coche, avanza lentamente sin encender los faros. Finalmente desemboca en una verdadera carretera de asfalto, y el motor funciona muy suavemente, casi sin ruido.

Quattermain comienza a hablar de nuevo. Explica a Thomas lo que va a hacer; si él está de acuerdo, naturalmente.

—¿Puedo contar contigo, Thomas?

—Voy a tener mucho cuidado; eso ya no volverá a ocurrir.

—Cuento contigo.

—De acuerdo.

Un momento después el americano enciende los faros y gira a la derecha por la carretera alquitranada. Rueda algún tiempo y, después, aparece un indicador que anuncia que Nîmes está a siete kilómetros.

Gregor Laemmle ha llegado a Marsella a primera hora de la tarde del 9 de noviembre de 1942. Repuesto de su postración, ha abandonado la idea de refugiarse en Italia, en su villa de Fiesole. Se ha hospedado en el hotel Noailles y sólo el azar ha hecho que Quattermain se hospedase allí antes que él. Los acontecimientos deciden lo que sigue: los hombres del equipo de Soëft han comenzado a llamarle para darle cuenta de su persecución. A lo largo de horas, sus incesantes informes no han dejado de llegar, por los demás todos ellos negativos; sin embargo, han revelado que Jurgen Hess y su horda se dedican a un acoso parecido al suyo, pero con medios más importantes.

Las primeras informaciones reales han sido transmitidas a media tarde: ha sido localizado el Ford de Quattermain durante su paso por el Ródano, prueba evidente de que se dirige a Nîmes.

Gregor Laemmle hace que le comuniquen el informe Quattermain, con las fotos tomadas en Marsella al lado de Catherine Lamiel y la breve nota establecida gracias a las indicaciones de esta última. En una de las fotos ha estructurado el rostro del americano para tratar de hallar en él algún parecido con el Niño; no ha visto ninguno, «pero tal vez tengo muy mala fe».

Soëft vuelve al fin, a la hora de cenar. Es portador de otras noticias: la de la presencia de Jurgen Hess en Nîmes, la del aviso dado a la policía gracias al testimonio del policía de Tolón que pretende, al término de su investigación, que cierto americano organizó la carnicería de Saint-Pons-les-Mûres, con ayuda de una banda de mercenarios. «Soëft: recuérdeme que reclame una medalla al

Führer para el bueno de Jurgen; no creía que tuviese una imaginación tan maligna».

Gregor Laemmle se va a acostar, convencido de que no podrá dormir; no duerme y el teléfono suena con una regularidad capaz de volver loco a cualquiera.

En la mañana del 10, a pesar de su insomnio, va saliendo poco a poco de su abatimiento. ¿No había presentido siempre que el asunto acabaría mal? ¿Dónde está, pues, la sorpresa?

Y un razonamiento inducido casi ha acabado de devolverle su repugnancia sarcástica: si deja solo a Jurgen Hess al frente de la persecución, es seguro que no volverá a ver al Niño.

En esta mañana del 10, toma un largo baño. Ha recibido la confirmación de que el americano y el Niño siguen sin ser aprehendidos: Quattermain no se ha presentado en Nîmes, no se le ha visto ponerse en contacto con sus compatriotas de la misión diplomática a punto de replegarse a España, y todos los vigías dispuestos en el eje Aigues-Mortes-Alés afirman al unísono que ningún coche Ford correspondiente a la información ha sido visto; los controles de la gendarmería también han fracasado.

Entonces Gregor Laemmle juega al ajedrez. Al menos coloca las piezas sobre el tablero, las blancas delante de él, las negras delante de la silla vacía, al otro lado de la mesa, en la habitación-salón del Noailles. «Yo empecé poniendo el peón en d4, él puso su caballo en b6; después en c4 y en e6; después el caballo blanco en f3, y su peón en b6; yo jugué seguidamente en g3… y fue entonces cuando me sorprendió por primera vez, desplazando su alfil, no en b7 como yo me esperaba, y como suele ser costumbre, sino en a6. ¿Por qué?».

—La misión americana acaba de salir de Nîmes con dirección a Le Boulou —anuncia Soëft pegado al teléfono.

«Supongamos que hubiese puesto su alfil en b7, cosa que no hizo; en ese caso yo habría… ¡Ya está! Todo se explica: por un gambito a la séptima jugada, las blancas obtendrían, efectivamente, una ventaja; ¡ligera, ciertamente, pero real! ¡Y ese pequeño monstruo lo vio muy bien!».

—El Ford que han encontrado pertenecía a un tal Callaghan, que es cónsul americano en Marsella —dice Soëft, hablando con un interlocutor nuevo en el teléfono.

—Cállese, Soëft —dice Gregor Laemmle.

«¿Y si hubiese colocado mi reina en a4? (Reflexiona, se levanta y va a sentarse ante las negras). No, cualquier cosa que hubiera hecho se habría encontrado de pronto en el centro de ese

erizo triple que él organizó tan diestramente. La cosa está bien clara, Gregor Laemmle: él fue más fuerte que tú, cosa que no le ocurre a todo el mundo. ¡El pequeño monstruo!».

Un poco más y se sentiría orgulloso.

Otra vez el teléfono.

—Es el señor Gortz. Está llegando.

—¡Dile que acabo de irme a la Patagonia!

Joachim Gortz se presenta una hora después. Relata que viene directamente de Basilea y que ha tenido que sustituir a su chófer en el volante de su nuevo Mercedes: un 540 K.

—Por otra parte, no estoy nada contento… Hablo del coche, no del chófer. Prefería el roadster de hace cinco años, o incluso el 500. El aumento de la cilindrada no ha aportado nada extraordinario, ni tampoco la quinta marcha. ¿Por qué diablos han modificado la carrocería?

Gregor Laemmle cuelga el teléfono —es su vigésima llamada de la mañana— y después comienza un solitario.

—Déjenos, Soëft, por favor.

La puerta se cierra tras Soëft.

—Me horroriza su bigote —prosigue Laemmle—. Voy a ordenar que se lo corte, por una orden con el encabezamiento del gran cuartel general de Hitler. No imagino nada, querido Joachim, que me interese menos que la cilindrada de un Mercedes.

—Aparte de las deambulaciones del ejército de Adolf.

—Exactamente: las deambulaciones del ejército de Adolf me interesan aún menos que la cilindrada de los Mercedes. ¿Café?

—Me serviré yo mismo.

Silencio.

—¿Qué ocurrió en el Var, Gregor?

—Supongo que Jurgen Hess habrá hecho un informe.

—Lo ha hecho. Pero lo que yo quiero oír es la versión de usted.

—¿Le han encargado que me interrogue, querido Joachim?

—No recuerdo haberle visto nunca de mal humor. Hasta ahora.

—La palabra es floja. En el Var, el buen Jurgen sabía de antemano el lugar del encuentro y no me avisó de ello, Maria Weber acudió a la cita que tenía conmigo, y los matones del buen Jurgen también:

Ella ha muerto y, con

Ella, ese español alto al que le faltaban dos dedos de una mano.

Gregor Laemmle baraja sus cartas y las dispone en columnas irregulares, algunas descubiertas, otras no.

—Según Hess —dice Gortz—, parece ser que le comunicó las informaciones que él poseía, pero usted se negó a utilizarlas, y sólo quiso hacer lo que se le había metido en la cabeza, obsesionado por no se sabe qué esteticismo…

—El buen Jurgen ignora hasta la palabra esteticismo.

—Y usted dejó escapar voluntariamente al Niño.

—Muy bien —dice Gregor Laemmle, sacando el as de trébol.

—¿Sabe usted de dónde procedían esas informaciones de Hess?

—La Gestapo de París capturó a una tal Catherine Lamiel que practicaba un deporte llamado resistencia. La Gestapo encerró a esa muchacha en la calle de las Saussaies, en un sótano, y quemó con ácido algunas partes de su cuerpo. El padre, la madre y el hermano de la señora Lamiel, de casada Pagnan, todos adeptos al mismo deporte, también fueron detenidos. Les han fusilado esta mañana, contrariamente a las promesas que el buen Jurgen había hecho para convencer a la encantadora muchacha de que le ayudase un poco. Parece ser que ella quedó ligeramente desconcertada desde entonces. ¿Qué ha venido a decirme exactamente, Joachim?

—¿Sabe usted dónde está el Niño?

—Yo no dirijo la búsqueda; lo hace el buen Jurgen.

—¿Hay alguna posibilidad de encontrar al Niño?

Gregor Laemmle sonríe mientras recupera la dama de corazones con el rey de picas:

—Ni la más mínima.

—Le ayuda la policía y la gendarmería francesa.

—Divertido —dice Gregor Laemmle.

—Repito mi pregunta: ¿sabe usted dónde está el Niño?

—¿Para que repetirla? Ya la he oído la primera vez.

—Desde la muerte de Reinhard Heydrich —dice Gortz— está usted en una situación poco común. En cierto modo, existe usted sin existir. Es cierto que hay un Gregor Franz Laemmle, ascendido a

Oberführer SS en marzo de este año, pero no ha recibido hasta el momento ningún destino. Y lo que es más sorprendente, no ha percibido ningún sueldo. ¿Le han pagado alguna vez, Gregor?

—En octubre de 1940. Después, unos meses más tarde, han puesto a mi disposición unas sumas fabulosas.

—En francos franceses. Se trata de una pequeña parte de las indemnizaciones que Vichy nos paga como alquiler desde que ocupamos Francia. En su caso, era un margen de maniobra. ¿Le queda algo?

—Hasta no saber qué hacer con ello.

—Sin hablar de su fortuna personal, que siempre ha sido considerable. Pero nunca ha recibido usted ni un solo marco del Estado alemán, ni de su ejército. En estas últimas semanas, Gregor, Hess ha hecho todo lo posible para apartarle del asunto Von Gall. No lo ha conseguido por la sencilla razón de que no puede quitarle una misión que oficialmente nunca le ha sido confiada.

—La segunda razón es que usted vela desde las murallas para defenderme, mi querido Joachim. ¿Acaso van a enviarme al frente ruso?

(El tono de Gregor Laemmle sigue teniendo un aire totalmente divertido).

—Hess se emplea a fondo en ello e intenta convencer a Himmler y a Bloemelburg en París. Bloemelburg es el jefe de la Gestapo en Francia. A propósito, sé que usted no fuma, así que le he traído unas chocolatinas de Suiza.

—Lloro de agradecimiento. ¿Para qué ha venido usted?

—Usted quizá lo sabe.

—Sabe usted que el buen Jurgen es un asno y cuenta conmigo para atrapar, o reatrapar, al Niño. Me lo pide usted sin pedírmelo, pero pidiéndomelo de todos modos. ¿No es posible enviar a Hess al frente ruso?

—Me temo que no. Al menos de momento.

—Yo soy un pequeño perro de caza muy astuto y muy limpio a quien se le exige que forme equipo con un dobermann perfectamente estúpido, baboso y sucio que no sabe otra cosa que dar grandes mordiscos a todo lo que se mueve… Y el Niño se burlará del dobermann. Pero trataré…

Gregor Laemmle saca sucesivamente el as de diamante y todos los diamantes hasta la dama.

—Dése cuenta, querido Joachim: ni siquiera conseguí ver su rostro, mientras

Ella ardía en el Hispano…

Silencio.

—Pero trataré de que el dobermann no me moleste demasiado. ¿Por qué otro motivo deseaba usted verme?

—Quattermain.

—No comprendo.

—Usted comprende siempre. Quattermain vale más que el chiquillo.

—Por su familia. Y por las relaciones que ustedes tienen con esa familia.

—No lo maten, por favor.

—Estas chocolatinas son magníficas.

—No lo maten. Vale mil veces más que el Niño, que, por otra parte, ya no vale apenas nada, una vez muerta su madre.

Gregor Laemmle sonríe, mientras mastica las chocolatinas helvéticas. Llega a la conclusión de que odia un poco a Joachim Gortz. (Aunque el término odiar es sin duda excesivo, «sería preciso que yo fuese capaz de odiar a alguien aparte de a mí mismo, lo que no es el caso»). «Yo no tengo ninguna animadversión al querido Joachim…, lo cual es muy normal. El buen Jurgen, al menos, presenta todas las características que me divierten: es estúpido, fanático, es previsible, concilia naturalmente el amor de la patria y el de la familia por una parte, y por la otra tiene afición a los exterminios en masa y a las degollaciones; en resumen: es un hombre vulgar. El amigo Joachim es de otro temple. En primer lugar, me sobrevivirá. Es de los que siempre sobreviven y en la noche de las batallas recorren pensativamente los campos cubiertos de muertos, calculando cuánto valdrá en lo sucesivo la hectárea así fertilizada.

»Y, además, no me gusta demasiado su modo de hablar del Niño. Al oírle, le diría que yo soy un amante engañado y mis investigaciones no tendrían otra finalidad que la de recuperar el objeto de mi pasión, acabando salvajemente con el vil seductor, quiero decir con Quattermain. Es divertido. Y tanto más irritante cuanto que es bastante justo: yo acaricio, en efecto, la esperanza de hacer pedazos a ese americano, sobre todo si él comienza a creer que es el padre de Thomas, con derechos sobre él. Sin estas chocolatinas que estoy comiendo, quizás estaría rechinando los dientes».

—¿Ha terminado

Schädelbohrer, querido Joachim?

—Ha perdido su prioridad. ¿Quattermain está con el Niño?

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