Daddy

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Evidentemente, hacia Suiza.

Gregor Laemmle llama, pues, a Henri Lafont, y esta llamada se produce en un momento de persecución en el que ya hace horas que no se sabe nada del lugar en donde se han refugiado el Niño y el americano, ni de la dirección que han podido tomar. Apenas se sabe que, posiblemente, siguen a bordo de un Chenard-Walker robado en los alrededores de Nîmes. ¿Pero ruedan en dirección a España, o han vuelto sobre sus pasos y van hacia el oeste? ¿Han conseguido embarcar en la Camargue para la costa catalana o para las Baleares, o incluso para África del Norte?

¿O estarán, por casualidad, ascendiendo hacia el norte?

Gregor Laemmle se inclina sobre esta última hipótesis o, más bien que esto, la hace suya, «con una convicción tanto más gratuita cuanto que no tengo nada en qué basarla».

Todavía no ha recibido —faltan aún seis horas— la señal de alerta emitida por el vigilante de la segunda línea, el de Ardèche, que anunciará el paso del Chenard-Walker con la aleta abollada, que rueda a toda velocidad en dirección oeste, hacia Cantal o la Dordogne, a no ser que vuelva a descender después hacia Toulouse y luego hacia España, tras haber rodeado por el norte la barrera del bueno de Jurgen.

A las ocho de la tarde llama a Lafont.

La característica voz de falsete, en modo alguno desagradable:

—¿Y para cuándo quiere usted todo eso?

—Le pido pocas cosas.

Golpe de risa:

—Solamente una movilización general.

—El dinero no es problema, y usted lo sabe.

—Sé que usted mete fácilmente la mano en el bolsillo; nunca he tenido de qué quejarme. Pero si lo hago, sólo será porque usted me es simpático.

—Lo cual me halaga —dice Gregor Laemmle. (Que piensa: «Lo más sorprendente es que lo creo sincero… y que la reciprocidad existe…»).

—En el asunto del Var —dice Lafont—, yo no intervine para nada. Fue su Hess el que quiso prescindir de mí y contrató por su cuenta a no sé qué individuos en Tolón y en Marsella. Resultado: una carnicería, que no fue precisamente un trabajo cuidado. Usted quería viva a esa mujer, ¿no es verdad?

—En efecto.

—Si yo me hubiese ocupado de ello, estaría viva. Su Hess fue muy torpe; eso es lo menos que se puede decir…

—No es precisamente

mi Hess.

La voz de falsete se ríe de nuevo:

—Entonces diremos que es un imbécil. ¿Está usted seguro de que el americano y el Niño van a ir hacia el nornoroeste?

—Absolutamente seguro —dice Gregor Laemmle.

—¿E intentarán también pasar la línea?

—No es imposible. Pero me inclino a creer que intentarán cruzar el Ródano.

—¿Para entrar después en Suiza?

—Sí.

Silencio.

Gregor Laemmle cierra los ojos:

—Entre Avignon y Lyon, y sin contar esas dos ciudades, hay dieciocho puentes sobre el Ródano —dice—. Quiero tres hombres y dos coches en cada puente.

—Cincuenta y cuatro hombres y treinta y seis coches. ¡Nada menos!

—Y quiero unos efectivos dobles en cuatro de esos dieciocho puentes: los de Valence, La Voulte, Le Pouzin y Rochemaure. Porque son los puentes de paso más verosímiles. Además…

—Me vuelve usted loco, mi querido amigo —dice Lafont, riendo.

—Además, quiero tres destacamentos en reserva, en la retaguardia, dispuestos de tal modo que puedan responder inmediatamente a cualquier alerta en cuanto se señale el paso de un puente.

Silencio.

—Cerca de cien hombres en total —dice Lafont—. Tendré que hacer bajar a unos individuos de Lyon y, naturalmente de París, y hacer subir a otros desde Marsella. Toda la gran truhanería francesa rehaciendo la línea Maginot en la orilla del Ródano. ¿Y para las recompensas?

—Ofrezca usted lo que crea conveniente.

—En toda mi vida, he robado una bicicleta y cinco conejos. Hoy estoy en la policía: ya no robo; confisco. La vida es sorprendente. No le robaré.

—Lo sé.

—Es extraño que usted y yo nos entendamos tan bien. No somos precisamente del mismo mundo.

—Es verdad que nuestro entendimiento es perfecto, lo cual me sorprende agradablemente —dice Gregor Laemmle.

—¿Pueden matar mis muchachos?

Gregor Laemmle se toma algún tiempo para reflexionar. Medio segundo. El tiempo de enviar mentalmente al diablo a Joachim Gortz y a sus recomendaciones concernientes a Quattermain.

—El Niño no debe recibir ni un arañazo.

—¿Y el americano?

—Un accidente siempre es posible. Pero debe ser un accidente.

Henri Lafont dice que comprende. Dice también que no podrá mandar personalmente la línea Maginot del Ródano, porque tiene otras obligaciones; pero que confiará las operaciones a su propio sobrino, Paul Clavié, y al mejor de sus lugartenientes, Charles Cazauba… Esos dos hombres saldrán de París dentro de una hora.

—Todos esos individuos que usted me pide estarán en su puesto mañana por la mañana, entre las dos y las cuatro. No puedo hacer más.

—Lo que hace ya es mucho.

Vacilaciones en la voz de falsete. Luego, Lafont sugiere una gestión que podría ser emprendida por Gregor Laemmle y que desembocaría en un ascenso en el ejército alemán para él, para Lafont.

—Sólo soy capitán.

—¿Por qué no? —responde Gregor Laemmle, con benevolencia y todo el aplomo del mundo. (No se ve en absoluto intercediendo o efectuando cualquier gestión ante Himmler…). Luego dice:

—Yo soy

Oberführer. Por consiguiente, puede usted permitirse cualquier esperanza.

Cuelga el teléfono, cena una dorada y unos mejillones de Tolón, contempla la Canebière desde uno de sus balcones y consigue dormitar unos doscientos minutos.

Son las tres y pico de la madrugada cuando suena de nuevo el teléfono y se entera, por un vigilante de la segunda linea del Ardèche, de que el Chenard-Walker avanza a toda marcha hacia el oeste con un hombre y un chiquillo a bordo. No tiene ninguna duda: ha transcurrido demasiado tiempo entre las dos localizaciones del Chenard por las dos líneas de espías.

—Han debido de esconderse en alguna parte y ahora acaban de salir de nuevo. Los mapas, Soëft…

Examina una vez más los mapas de carreteras.

—El pequeño monstruo, Soëft, se ha hecho notar expresamente. Su maniobra no tiene más objeto que el de hacer que se levanten todas las barreras de policía para ser trasladadas más al este. Ahora, una de dos: o bien el americano y él esperan el final del desplazamiento de las barreras para deslizarse al nornordeste, escondidos en alguna parte…

O bien el tándem (y esto es lo más verosímil) ha iniciado ya su marcha, desplazándose a pie a través de la montaña.

Sin perjuicio de hallar otro coche, o una moto, incluso unas simples bicicletas.

—¿De cuántos hombres dispone usted, Soëft? ¿Dieciséis? Que se trasladen en el más breve tiempo posible a todas las encrucijadas que existan al nordeste y al este del Ardèche. No sé por dónde aparecerá de nuevo el pequeño monstruo, pero es seguro que avanza en dirección al Ródano.

Donde los hombres de Lafont ya están ahora en su puesto.

—¡Ya los tengo, Soëft! ¡Casi los tengo!

A no ser que el pequeño monstruo haya ideado alguna estrategia demoniaca. Es capaz de todo.

«¡Oh, Dios mío, Gregor Laemmle! ¡Estás sintiendo un placer increíble en esta caza!».

Thomas, en el día que amanece, mira el mapa.

—Hay un cruce a un kilómetro.

—Hay cruces por todas partes —dice el americano—. Pero si sientes predilección por éste, no veo inconveniente.

—El Hombre de los Ojos Amarillos ha debido de colocar a sus espías. Seguro que lo ha hecho.

—¿Hacia el este?

—Este-nordeste. Seguro.

—Entonces están detrás de nosotros, no delante.

—Hemos perdido tiempo yendo a pie. Ellos van en coche desde que les han movido. Tal vez están delante.

A bordo del Citroën de tracción delantera, Quattermain vigila atentamente la parte baja de la carretera, que desciende en zigzag. Cuando descubre un nuevo camión de guardias móviles, reacciona en el acto. Se adentra en un sotobosque.

El camión pasa. Es el tercero con que se cruzan, y todos van hacia el oeste.

—Éste al menos marcha bien, Thomas: están desplazando sus barreras más al oeste.

—Fue usted quien pensó en ello.

—Gracias por reconocer mis méritos.

Thomas levanta los ojos de su mapa y examina al americano. «Realmente, es un tipo muy extraño: está enormemente tranquilo y no tiene un pelo de tonto. Mi plan era bueno, pero él ha tenido unas ideas interesantes. Y, además, es realmente rápido conduciendo un automóvil, tiene vista y hace lo que es preciso en el momento en que hay que hacerlo. Sin ponerse nunca nervioso; parece que no se fija, pero está ojo avizor. Es como Pistol Peter: tú crees que no ha visto nada, que va a caer en la trampa de los bandidos, pero nada de eso, siempre sale adelante…

»Sin contar con que es amable, aunque cueste creerlo. Le he dicho cosas verdaderamente irritantes, y debería haberse enfadado, pero no, es…

»¡DETENTE!

»Porque si continúas acabarás queriéndole un poco. Y eso no serviría de nada. Él ya está muerto; todavía está vivo, pero es como si estuviese muerto. El Hombre de los Ojos Amarillos le matará, tan seguro como que dos y dos son cuatro. Tú sabes perfectamente que el Hombre de los Ojos Amarillos detesta al americano, simplemente porque el americano cree que es mi padre. Sólo por eso le dirá a Soëft que le mate. Eso está claro, y no sirve de nada fingir no verlo.

»Por otra parte, serás tú mismo quien le mate; está incluido en tu estrategia, puesto que es la pieza sacrificada. Y no se debe querer a las piezas en una partida; eso sería totalmente estúpido».

El americano habla y él no entiende lo que dice. El coche está todavía inmóvil.

—Deberíamos seguir —dice Thomas.

—Ahora seguiremos, Thomas. Pero sólo estamos a treinta segundos. ¿Crees tú que habrá un nuevo espía en el cruce de ahí abajo?

—Creo que hay uno…

tal vez.

Silencio.

—De acuerdo. Admitamos que hay uno. ¿Qué es lo que tú sugieres?

—Pasar; no hay otra solución. No nos atraparán si usted sigue conduciendo tan de prisa. Realmente, tenemos un gran coche.

El americano le mira. Mueve la cabeza de arriba abajo:

«Ya está —piensa Thomas—; ha comprendido que la otra solución es posible».

—Entiendo —dice el americano—. Pero yo no tengo demasiada costumbre en estas cosas, imagínate. Carezco de entrenamiento.

Thomas no responde, se calla; «¿qué es lo que podría decir?». El americano mueve otra vez la cabeza y sonríe. «Como valeroso, sí que lo es», piensa Thomas.

Quattermain coloca la mano en la manilla de la portezuela:

—¿Me esperas aquí, Thomas?

—Sí.

«Cree que voy a sacrificarle ahora».

—Le esperaré.

—Dame veinte minutos. Después te marchas. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

—No te pregunto si sabes dónde ir; estoy casi seguro de que lo sabes. Si te vas, llévate los prismáticos y el mapa. ¿Tienes dinero?

—Sí.

Silencio.

—Hasta luego —dice el americano.

Sonríe por última vez y se va, con sus largas piernas y su paso tranquilo, que cojea un poco.

«Esto te oprime el pecho, Thomas. Pero él se las arreglará como Pistol Peter. De ésta saldrá bien.

»De todos modos, me siento horriblemente triste».

Quattermain ha recorrido alrededor de cuatrocientos metros. Llega al lindero del bosque, y tiene la carretera al alcance de la vista.

Se inmoviliza y su mirada hurga en la pantalla de las hojas de los robles verdes. La encrucijada está a sesenta metros.

Y en un principio no se ve a nadie: «alabado sea Dios».

Pero después observa mejor y descubre de pronto al espía, o al menos a su coche, cuyo capó apenas asoma por detrás de un transformador eléctrico. Su pulso y su corazón comienzan a latir desenfrenadamente al mismo tiempo. «Debo admitir que tengo un miedo del demonio. No lo conseguiré; ¿cómo podría hacer una cosa así?».

Pero como a pesar suyo, desciende sin prisa por el talud y empieza a caminar por la carretera. «Si son dos, estoy haciendo el imbécil».

Camina e intenta ponerse en trance, haciendo resurgir de su memoria unas imágenes del Var.

Ella quemándose viva y Javier Coll de pie entre las llamas que le rodean y bajo las ráfagas que le parten en dos. «Es extraño: pensar en ella me excita menos que ver de nuevo al español luchando hasta el último segundo de su vida». Se siente totalmente lúcido y con plena conciencia de los más ínfimos movimientos de su propio cuerpo.

Llega al transformador y lo deja atrás.

Vuelve la cabeza, esforzándose en imprimir en su rostro la expresión de un simple paseante que, al volver una esquina, se encuentra con un viejo amigo.

No hay más que un espía, uno solo; está sentado ante el volante y mira a Quattermain. Éste levanta las manos con un gesto de gran sorpresa. Se aproxima a la portezuela del coche, luego toca el cristal.

—¿Podría darme una información?

El espía le mira de hito en hito, estupefacto; se decide a bajar el cristal.

—Quisiera encontrar —dice Quattermain— al Hombre de los Ojos Amarillos, también conocido por el nombre de Gregor Laemmle.

Y alarga tranquilamente la mano, como si fuese a quitar del cuello del hombre un hilo que sobresaliese. Pero le sujeta por la garganta, muy fuerte y muy rápido, mientras su otra mano acude en seguida en auxilio de la primera. Arqueando sus muslos sobre la portezuela, tira y arranca al espía de su asiento, y hace pasar la parte alta de su cuerpo por la ventanilla; pero el resto no sigue, bloqueado por el volante, que obstaculiza el paso de la cadera. «¡Oh, Dios mío, no lo conseguiré! Va a soltarse, debe de estar armado. En el Var lo conseguí, pero la suerte no estará dos veces de mi parte». Acentúa la presión de sus pulgares sobre la garganta y el espía sigue debatiéndose: esto no se acaba nunca. Sin soltar su presa, Quattermain se echa hacia atrás con todo su peso y el cristal estalla: el cuerpo entero sale por la ventanilla. Quattermain se pega contra el pecho del espía y al mismo tiempo le golpea con la frente en la nariz, que se parte; el espía le arrastra en su caída. Y él sigue apretándole la garganta. Oye un jadeo que no procede del espía, sino de él mismo, y entonces se da cuenta de que está invadido por un deseo loco, demente, de matar, en memoria de Javier Coll, con el cual, sin embargo, sólo habló una vez.

Y también por el niño, a quien estos cerdos infames acosan sin cesar.

Y ya está: el espía sucumbe, se abandona, con la lengua fuera y los ojos en blanco. «¡Aún no he acabado!». Aprieta más todavía, presa de una rabia helada, hasta que, finalmente, los cartílagos se aflojan bajo sus dedos. Porque ahora las imágenes vienen a él sin que tenga necesidad de recrearlas: el niño, el niño tetanizado por el dolor, en su coche, jadeando y lanzando esos grititos quejumbrosos, a causa de un hombre o de unos hombres como el que él tiene debajo.

«Se acabó, Quattermain, déjale». Aparta las manos, se incorpora y advierte que está a caballo sobre su víctima. Le saca la pistola de la funda y la lanza a algunos metros.

«Se acabó. Al fin lo has hecho. Después de todo, cualquiera puede matar. Y matar a cualquiera».

Entonces recuerda que detrás de él está la carretera, por la cual pueden pasar y desde la cual pueden verle. No ha pensado hasta ahora en lo que iba a hacer, una vez muerto el espía.

«Sin embargo, es muy sencillo».

Abre la portezuela trasera, mete el cadáver en el coche y entonces recuerda la pistola. Va a buscarla —la ve en seguida, encima de un montón de grava— y la coloca al lado del muerto. Se pone al volante y arranca. Toma la carretera en zigzag y asciende por ella, hasta el lugar en que ha dejado su coche y al chiquillo.

«Si el chiquillo aún sigue allí».

Pero sigue allí y sin duda le ha visto llegar y le ha reconocido, porque se encuentra al lado del Citroën. Sin embargo, no se acerca al cadáver y sólo observa lo que Quattermain hace.

Éste saca el cuerpo y lo transporta por entre la maleza hasta un pequeño barranco tapizado de matorrales.

Allí, el espía bascula y cae de cabeza. Desaparece.

«¡Debería haberle registrado!».

Y envía también la pistola al barranco.

Vuelve al coche.

—Sube.

—Deberíamos mirar en la guantera.

—Ve a hacerlo.

Quattermain vuelve a sentarse ante el volante, dejando la portezuela abierta.

El niño vuelve:

—Esto no estaba en la bolsa, sino escondido debajo del asiento.

Muestra un documento amarillo, en alemán y en francés.

—Es un mapa de la Gestapo —dice—. El hombre se llamaba Heineman. Había también unos

Ausweis, unos salvoconductos. Deberíamos conservarlos.

—Sube.

Quattermain pone el motor en marcha, acciona la marcha atrás, vuelve a la carretera, «una maniobra a la que empiezo a acostumbrarme. Siento una tranquilidad realmente asombrosa…».

—Tiene usted sangre en la cara —dice el niño.

La encrucijada está vacía. Giran a la derecha, en dirección al norte.

—Quisiera que se detuviese —dice Thomas.

El americano disminuye la velocidad y, luego, al descubrir un bosquecillo a su derecha —por el lado en que está el Ródano—, se arrima a la cuneta.

Thomas desciende, camina unos quince metros y luego penetra en el bosquecillo. Se vuelve y mira el coche (no tiene ganas de hacer sus necesidades; sólo lo ha dicho para que el americano se detenga). Reflexiona. Está claro que el momento se acerca. «Habrá que decírselo. Y tú sabes cómo. Lo sabes, pero no te gusta. Ahora está terriblemente impresionado por haber matado al espía. Lo ha hecho, pero eso le ha puesto enfermo. Desde hace una hora no ha dicho ni una palabra, y en algunos momentos sus manos tiemblan. No es ni Soëft ni Hess, ni siquiera el señor Cazes. Éstos matarían a cualquiera sin problemas, si fuese necesario. El americano, no. Quizá no tenga costumbre, de acuerdo, pero no es ésa la verdadera razón. No le gusta matar a la gente, eso es todo. Papé Allègre, cuando había que matar a un conejo o un pollo, decía que no tenía habilidad manual, y finalmente era Mamé Allègre la que lo hacía; pero la realidad era que a Papé Allègre le repugnaba…».

Thomas mira más allá del bosquecillo y vuelve a ver, a unos trescientos metros más atrás (apartada de la carretera), la casa que ya había visto al pasar. Los postigos están todos cerrados, así como la verja. «Seguramente está desocupada y no hay nadie dentro; en seguida se ve cuándo no hay nadie en una casa».

La casa tiene dos pisos y unos postigos azules. Son bastante raros unos postigos con ese azul.

Calcula cómo podría ir allí ahora, en seguida, sin que el americano se dé cuenta.

«No. Me buscaría. Y, además, no puedes abandonarle sin decírselo. La pieza de ajedrez que sacrificas no piensa. Pero él, sí».

Vuelve al coche y sube a él de nuevo.

—Debo decirle una cosa: creo que todos los puentes están vigilados.

—¿Por tu Hombre de los Ojos Amarillos?

—Sí.

Silencio. El americano cierra los ojos. «Se pone nervioso. Está fatigado (yo también) y todavía se siente enfermo por haber matado al espía; por eso se pone nervioso, pero calmosamente, como suele hacerlo».

—¿No crees que atribuyes a ese Laemmle unas cualidades sobrehumanas?

—No lo creo —dice Thomas, muy tranquilo.

Otro silencio.

—Y, además —dice Thomas—, con lo del espía no me equivoqué: había uno, y en el lugar donde era lógico.

—¿Y es lógico que los puentes estén vigilados?

Thomas no responde… No sirve de nada decir cosas evidentes.

—De acuerdo, es lógico —dice el americano—. Los puentes están vigilados, vamos a admitirlo. ¿Y cuántos hay?

—Entre Avignon y Lyon, dieciocho. Además de los de Lyon.

—Los de Lyon parecen más seguros, ¿no?

—Sí —dice Thomas.

Otro silencio. El americano se frota los ojos con la punta de los dedos y suspira fuertemente:

—De acuerdo. ¿Por qué no me dices en seguida lo que tienes en la cabeza?

—Podemos intentar pasar por Lyon.

Porque los puentes de una gran ciudad son más difíciles de vigilar que los puentes del campo o de las pequeñas ciudades. Forzosamente. Es lógico.

—Pero tu Hombre de los Ojos Amarillos también pensará eso, ¿no es verdad?

—Probablemente. Pero si ignora que yo he comprendido que había que vigilar los puentes, creerá que los cruzaremos sin desconfiar y que podrá capturamos; o bien sabe que he comprendido, pero piensa que yo he encontrado un truco para pasar; y también puede ser que piense que yo voy a pensar que él piensa que he encontrado el truco y se dice que, puesto que yo he previsto lo que él ha previsto, no pasaré; y por consiguiente es el buen lugar para pasar.

—No he comprendido nada —dice el americano (y sonríe por primera vez desde hace mucho tiempo)—. Ni una palabra. ¿No podrías repetirlo, poniendo puntos y comas de vez en cuando?

—Sin embargo, es muy claro —dice Thomas.

«Bueno, casi», se dice.

—¿Y si fuésemos a Lyon?

—Podemos intentarlo.

Bosteza, sin hacerlo expresamente:

—Pero tengo un sueño horrible. Y también hambre.

—Podríamos detenernos —dice el americano—. Debemos confiar en que el espía no sea relevado en las próximas horas. Si sus consignas eran las de dar la alarma en el caso de que nos viera pasar, tu Hombre de los Ojos Amarillos pensará que no hemos pasado por donde hemos pasado y nos buscará por otra parte.

—También usted, cuando se pone, hace frases terriblemente complicadas —dice Thomas.

—El homenaje viene de un experto y soy muy sensible a ello —dice el americano—. Y, por otro lado, si esos puentes están realmente vigilados como tú crees, tal vez no vale la pena precipitarse. Deberíamos reflexionar un poco antes de decidimos.

—Sobre todo teniendo en cuenta que, si el Hombre de los Ojos Amarillos y sus espías no nos ven pasar por ninguna parte, podrían pensar que no estamos donde estamos y que avanzamos hacia el oeste —dice Thomas.

—He aquí algo que me parece muy claro —dice el americano.

—A mí también.

—Ya he visto que, mientras fingías hacer tus necesidades, examinabas la casa de los postigos azules. Yo también la había visto al pasar. ¿Crees que está vacía?

—Lo creo.

Un silencio de nuevo.

—En la familia Quattermain —dice el americano— estamos muy acostumbrados a ser perseguidos por los gendarmes, la policía, la Gestapo y los bandidos. Esa clase de cosas nos sucede constantemente en América. Por consiguiente, conocemos bastantes trucos. Por ejemplo, que el mejor medio de descansar un poco no es el de ir a un hotel francés donde se piden los papeles. Y como es poco frecuente encontrar a un señor y una señora Cazes, lo mejor es buscar una casa vacía y ocultarse en ella… sin abrir los postigos. ¿Vamos allá, Thomas?

Y lo que sucede entonces es una ola muy grande, como aquella que, en la playa de Port-Issol, le llenó la boca y la garganta de agua, le azotó y le derribó, y ya no sabía dónde estaba y creía que iba a ahogarse y a morir. Hasta que llegó Javier, le cogió por el brazo con su gran manaza y le sacó fuera del agua.

Pero Javier ya no está y no estará nunca más, y ahora él estará siempre solo, sin nadie, «y soy todavía muy pequeño; esto no es justo; hay momentos en que tengo ganas de morirme porque no es posible que esto dure».

—¡Thomas! ¡Eh, Thomas! —dice el americano con una voz extrañamente suave y amable.

—No me toque, por favor. No me toque.

La ola le ha asaltado de nuevo, le zarandea otra vez y tampoco ahora sabe ya dónde está. «Qué terriblemente bueno sería que alguien, cualquiera, te cogiera por el brazo como Javier lo hizo. Es demasiado duro estar solo, realmente; pero suponiendo que tú le quieras, el americano, que comprende mejor que Javier, que es menos fuerte, pero muy alegre y muy amable, esto le traería desgracia, como a todos los demás. Matan a todos los que te quieren y a los que tú quieres. Lo mejor es no querer a nadie. Y la ola es eso: tú quieres al americano, ¿y qué puedes hacer? Nada».

—Estoy muy bien, señor —dice—. Estoy muy bien. Aunque me siento muy cansado.

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