Daddy

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Daddy

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Se ha cortado las rodillas con sus uñas, tal como si estuviese crispado, pero la cosa va mejor. El mecanismo vuelve a tomar el control.

—Creo que primero habrá que comprobar que la casa está vacía. Tal vez la gente ha salido a hacer sus compras y volverán después.

—Vamos a verlo —dice el americano.

Mira la carretera, a izquierda y a derecha, y como allí no hay nadie, da media vuelta con el coche. Rehace los trescientos metros hacia atrás, se detiene delante de la vega y llama. Nadie responde. Entonces arranca de nuevo y sigue la carretera hasta que encuentra un estrecho camino; sigue el camino y llega a otra puerta, de madera ésta y que da a una especie de paseo con un estanque lleno de agua y de nenúfares, y también con unos plátanos.

El americano dice: «Espérame aquí, Thomas». Pasa por encima de la valla de madera, entra en la propiedad y, después de varios minutos, regresa: «Es verdad que no hay nadie». Y ahora abre el candado con una llave, y luego la valla, y hace entrar el coche y lo conduce hasta un garaje cuyas llaves también tiene. Thomas le pregunta cómo ha encontrado todas esas llaves. El americano explica que ha subido al tejado, ha levantado unas tejas, se ha introducido en el interior de la casa y ha encontrado las llaves de repuesto: «Siempre hay unas llaves de repuesto, Thomas».

La casa está vacía y las camas están hechas.

—Duerme, Thomas. Dormirás tú el primero. Montaremos la guardia por tumo, como los soldados en campaña.

Sonríe.

Y Thomas se duerme. Después de todo, tiene más sueño que hambre.

Quattermain se sobresalta y abre los ojos. Tiene en la boca el gusto amargo de los primeros sueños interrumpidos. Se asegura de que el niño duerme apaciblemente y luego se levanta. «Me he adormilado. En un ejército de campaña me juzgarían en un consejo de guerra».

Es el mediodía: las doce y media en su reloj. A través de los postigos cerrados, de ventana en ventana y de habitación en salón, inspecciona los alrededores, sin advertir nada que merezca la pena. Desde las habitaciones de delante divisa la carretera, y después, más allá de ésta y de algunos arpendes de matorral, el río. «Que evidentemente podríamos tratar de atravesar a nado, o en una barca, y por qué no, en globo, pero al hacer esto tendríamos que encontrar otro coche en la otra orilla, para poder llegar hasta Suiza. ¿Por qué diablos tengo esa sensación difusa de que el niño nunca ha tenido la intención de ir a Suiza o, por lo menos, no conmigo?».

Vuelve a la habitación en que el niño duerme. Y en seguida le asalta de nuevo la ternura, si es que ésta le ha abandonado un solo momento durante las sesenta últimas horas.

«Salvo cuando estabas matando a ese alemán. Y aun así. Quizá nunca haya sido tan grande como en ese instante, y esto es tu única excusa. Y también la razón de la extremada insignificancia de tus remordimientos. A decir verdad, más bien estás contento —o mejor, satisfecho— de haber matado a ese hombre».

«Tengo hambre».

Baja a revolver en la cocina y en la despensa, pero el resultado es más que escaso: es inexistente. Recordando entonces la bolsa de provisiones de la señora Cazes, sale al jardín de detrás y va a buscarla en el maletero del Citroën. Afuera, todo está tranquilo. No demasiado tranquilo, justo lo que es preciso. «¿Y si nos quedásemos aquí hasta que el primo Larry y el tío Peter vengan a buscarme en compañía de tres mil novecientas cincuenta divisiones blindadas americanas?».

Se encierra de nuevo en la casa y vuelve a subir al primer piso.

«Duerme como un bebé». La palidez casi lívida del pequeño rostro se ha disipado en el reposo del sueño; las pestañas son muy largas y negras, parecen maquilladas como las de Lettie Spencer o las de Ginny Kendall. «Había olvidado por completo a esas mujeres. ¿Cuánto tiempo hace que salí de Vermont? ¿Cinco años?». Come de pie, por temor a dormirse de nuevo. Justo un momento antes de que tomasen juntos la decisión de buscar un refugio provisional en esta casa, algo extraño se había producido en el niño. «Yo creí que iba a llorar por fin; me pareció que sus ojos se llenaban de lágrimas y, durante un largo minuto, ya no estaba conmigo en el coche, o mejor dicho estaba allí sin estar, probablemente asaltado de nuevo por el horrible recuerdo del Var. Este muchacho tiene una resistencia y un valor que le envidiarían muchos hombres, yo el primero. ¡Qué extraño y maravilloso hombrecito!».

La casa es muy burguesa. Es espaciosa, las puertas son muy historiadas, llenas de motivos y realces redondos, y las flores de lis de las cerraduras brillan en la penumbra que mantienen los postigos cerrados. Es una residencia de otro tiempo, con los muebles cubiertos por fundas blancas, excepto en una tercera parte del primer piso. Se ve que alguien habita aquí, o ha habitado hace poco, resignándose al uso de una sola parte de la casa. En el estado de fatiga en que se encuentra, la imaginación de Quattermain se exacerba. Examina las tapicerías y los retratos de las paredes, las cortinas y sus cantoneras, los doseles y las colgaduras de las camas con baldaquino, y casi cree respirar los olores de carnes tibias de suavidades antiguas; «es verdad que siento una necesidad de suavidad», tal vez no aquí en esta casa tan francesa, sino en Vermont, por ejemplo, donde estaría con Thomas, «iríamos a pescar y a cazar juntos y él me enseñaría a jugar al ajedrez infinitamente mejor de lo que lo hago…».

Se oyen unas rodaduras que proceden de la carretera de enfrente. Por las celosías de las contraventanas divisa un extraño convoy formado por cinco o seis coches o furgonetas de gasógeno, todos ellos sobrecargados de cosas muy dispares. Esto le recuerda unas imágenes de actualidades que ha visto por azar en una de las raras veces que ha ido a un cine de América, y que describían un sorprendente y lamentable éxodo por las carreteras francesas hacia 1940.

Este primer convoy pasa. La carretera se queda vacía un largo rato y después aparece otro. El desfile va de izquierda a derecha; es decir, de norte a sur.

Está contemplando este espectáculo, probablemente habitual, cuando oye al niño que dice a su espalda:

—Hay una mujer en la cama.

Quattermain se vuelve lleno de asombro (no ha oído llegar al muchacho) y mira a su vez la alta cama encaramada en una especie de estrado. En seguida recibe una fuerte impresión: descubre, asomando apenas de las sábanas, una cabecita de cabellos grises en el hueco de una almohada de encaje. Los postigos cerrados, pero también las cortinas casi totalmente en las dos ventanas de la habitación, no le habían incitado a examinar esta cama, ante la cual ha pasado una o dos veces. Se acerca y acciona su encendedor: la vieja está muerta, seguramente desde hace semanas; es casi un esqueleto cubierto únicamente por la piel.

—Creo que ha muerto de hambre —dice el niño—. Supongo que vivía sola y que ya no tenía nada que comer, así es que decidió acostarse para morir.

—¿Qué es lo que sabes? —dice Quattermain, algo irritado por una conclusión tan perentoria y tan tranquila al mismo tiempo.

—Las camas estaban hechas, pero todas las puertas estaban cerradas con llave, y hasta con cadenas por fuera. Quizás esa mujer esperaba a alguien que no vino.

—Salgamos de aquí —dice Quattermain, repentinamente sobresaltado.

Vuelven al salón.

—¿Tienes hambre?

Contempla al muchacho mientras éste desgarra el jamón con sus pequeños dientes blancos…, unos dientes realmente carniceros.

—¿He dormido mucho tiempo, señor?

—Seis horas largas.

—¿Y usted?

—Un poco. Me he dormido en una butaca.

—Podría dormir ahora. Yo vigilaré.

—Creo que deberíamos irnos de aquí.

—Nada nos apremia. Cuanto más esperemos para pasar los puentes, menos vigilados estarán éstos. Quizás el Hombre de los Ojos Amarillos comenzará a decirse que se ha equivocado y que no estamos en donde él creía que estábamos.

—Eso parece lógico —dice Quattermain.

—Lo es.

El niño interrumpe el movimiento que iba a hacer: llevarse a la boca la gran rebanada de pan engrasada por el jamón crudo y la mantequilla.

—El Hombre de los Ojos Amarillos preparaba mis tostadas en el hotel de Grenoble. Yo le había dicho que no sabía hacerlo. Él no me creyó, pero tenía ganas de hacerlas. Es normal, puesto que es un

maricón.

El tono es de lo más apacible.

—¿Un qué?

—Un pederasta. Lo miré en el diccionario una vez que Tomeo dijo la palabra, hablando de un individuo que había conocido.

El muchacho ha seguido comiendo.

Quattermain está desconcertado.

—¿Y de dónde has sacado esa información?

—Eso se ve, nada más. Por eso me quedé con él cuando vi que me seguía en Aix, y luego en el tren y después en Grenoble. Me protegía de los demás, de Jurgen Hess y de los otros. E incluso ahora: él casi sabe dónde estamos, pero no se lo dice a Jurgen Hess ni a los gendarmes. Él quiere apoderarse de mí solo. Para él.

«¡Oh, santo Dios! —Piensa Quattermain—. ¡Está explicándome que el jefe de los cazadores de la Gestapo está enamorado de él! ¡Y que él se ha servido de ese sentimiento para escaparse y para tratar de escapar todavía!». Quattermain se aproxima a la ventana del salón y observa de nuevo la carretera, que ahora está vacía; no se ve ningún vehículo en dos o tres kilómetros de distancia, ningún camión, ningún coche, ni siquiera un ciclista: el desierto total. Le asalta una impresión, que es inexplicable pero muy intensa: algo está pasando. Primero, esa especie de éxodo en realidad reducido a unas decenas de vehículos, y después, de repente, este silencio y esta inmovilidad, esta ausencia de vida.

—Ahora vuelvo, Thomas.

Sube al segundo piso y, desde allí, al desván. Vuelve a encontrar el agujero que practicó antes en el armazón del tejado, debajo de las tejas. Las levanta por segunda vez y asoma, con muchas precauciones, la cabeza.

Y después, el resto de su cuerpo. Se tiende en el tejado, a la sombra de una chimenea, y dirige en todas las direcciones los prismáticos, escrutando cada bosquecillo, el más mínimo repliegue del terreno, todos los posibles escondites. En el fondo, casi cree que va a descubrir no se sabe qué batida, una batida que convergería hacia la casa; o, por lo menos, a los espías de Gregor Laemmle, o algunos coches.

Nada.

Sin embargo, la vista abarca varios kilómetros. La casa más próxima está a ochocientos o novecientos metros: es una pequeña construcción de tres o cuatro piezas, a la orilla de la carretera, y provista de un jardincillo. Hay allí un hombre que laya y escarda sucesivamente, muy tranquilo, y mientras Quattermain le observa con sus prismáticos, le ve por un momento hablando con una mujer que está en el umbral de una puerta: la imagen es tranquilizadora en su trivialidad. En la lejanía se divisa un pueblo, o una gran aldea, pero ningún movimiento se produce allí: nadie sale, nadie entra en el lugar.

Traslada su atención al otro lado del río y a la nacional 7. La misma ausencia de vida. Pasan unos minutos antes de que algo aparezca allí finalmente: un autocar que avanza hacia el sur…, como el pequeño éxodo de hace un rato.

—«¿Qué diablos está ocurriendo?».

Thomas está de acuerdo con el americano: es por lo menos muy extraño que nada se mueva. Él también ha subido, no al tejado (el americano no ha querido), sino al antepecho de una ventana del segundo piso.

Quizá se trata de una jugada del Hombre de los Ojos Amarillos, pero esto sería sorprendente. Tal vez podría hacer cosas parecidas al otro lado de la línea de demarcación, pero no en la zona

nono.

—De todas formas —dice el americano—, es una razón suplementaria para que no nos movamos. No tengo ganas de rodar por unas carreteras en las que tú y yo estaríamos absolutamente solos. Estaremos aquí todo el tiempo necesario hasta que yo haya comprendido por qué estas carreteras están desiertas. ¿De acuerdo, Thomas?

—De acuerdo.

El americano está grabando algo, con la punta de un cuchillo, sobre las casillas blancas y negras de un tablero de damas. Pregunta:

—¿

How do you say «pawn» en francés?

—Peón —dice Thomas.

Una P en ambos casos.

Sigue grabando: está fabricando un juego de ajedrez.

—¿Has jugado con el Hombre de los Ojos Amarillos, Thomas?

—Una vez.

—¿Le ganaste?

—Sí.

—¿Fácilmente?

—Sí.

—¿Tan malo es?

—Soy yo el que es bueno, eso es todo.

—¿Quién te ha enseñado?

Silencio.

—He aprendido solo —dice Thomas.

—Alguien te habrá explicado el movimiento de las piezas.

Thomas mira fijamente los ojos del americano:

—No quiero hablar de eso.

—¿Y con quién más has jugado? ¿Con Javier Coll?

—Javier no jugaba. He jugado solo.

—¿Crees que podrás jugar con unas fichas en lugar de figuras?

—Sí.

Juegan la primera partida. Jaque y mate en diecisiete movimientos. Juegan la segunda: jaque y mate en once movimientos.

—Realmente eres muy bueno, Thomas, es cierto. Creo que yo podría jugar diez partidas contra ti cada día, durante veinte años, sin conseguir vencerte nunca.

—Eso es porque no está usted lo bastante concentrado —dice Thomas—. Ha cometido faltas realmente tontas.

Y he aquí que el americano le mira de tal manera que le hace comprenderlo todo: por qué ha querido Quattermain jugar al ajedrez y por qué ha cometido esas faltas tontas. Entonces el americano dice:

—Aprendí a jugar en 1930, Thomas. Casi no he jugado desde entonces; pero, entre el mes de agosto de 1930 y febrero del año siguiente, jugué muchas partidas. Siempre en contra de la misma persona. La que me había enseñado. Y a la que sólo conseguí vencer una o dos veces.

—Hablemos de otra cosa —dice Thomas.

—Yo, por el contrario, creo que ya es hora de que hablemos.

Ella me hizo volver a Francia, Thomas, eso es un hecho indiscutible. Tú has leído su carta y tiene poca importancia que creas o no que me ha mentido. Ni tampoco tiene importancia que sea o no realmente tu padre. Probablemente no lo sabremos nunca, ni tú ni yo.

¡Quédate sentado, Thomas! Puedo obligarte a escucharme, no me obligues a hacerlo.

Thomas se vuelve a sentar, apoya su espalda contra el respaldo de la butaca, posa sus manos en los brazos de ésta; ya no se mueve. Está rabioso.

—La conocí en el mes de agosto de 1930, Thomas. Tú tienes exactamente los mismos ojos que

Ella, no hace falta que te lo diga.

El americano habla y habla, y él, Thomas, por mucho que se esfuerza en no escucharle, no lo consigue, le oye. Con una rabia terrible, pero le oye. En los primeros momentos, casi le ha vuelto loco el que un hombre, cualquier hombre, incluso éste, pueda contar cómo la ha tenido en sus brazos y ha dormido con

Ella. Hasta ha llegado a pensar que mataría al americano lo mismo que a Laemmle. Pero eso ya ha pasado y, a pesar de su rabia, ha comenzado a estudiar extrañamente cada palabra y cada historia que el americano cuenta. «Seguro que no miente; dice demasiadas cosas que yo ya sabía, excepto que no sabía que había alguien con

Ella, por ejemplo en Sevilla, cuando vivía en aquella casa que

Ella misma me enseñó, y donde él también ha estado; incluso sabe que allí había palomas entonces. Él no miente y ahora va a ser realmente difícil enviarle a que lo maten, sacrificarle.

»No sé qué hacer, ya no lo sé».

El americano ha acabado de contar las circunstancias que les reunieron, a

Ella y a él, por última vez: en las Embiez, y luego en la casa de Sanary y después en Marsella, cuando Javier pasó y le hizo una señal con la mano.

Después, el silencio: el americano se calla y él, Thomas, evita mirarle; se siente perdido; ni siquiera el mecanismo es claro, ya nada es claro.

En principio apenas se oye el zumbido; después aumenta como un trueno y avanza, y tú oyes un ruido de cadenas procedentes de la carretera, algo que viene del norte y que va hacia el sur, de izquierda a derecha. El americano se levanta el primero y mira por los postigos; dice «

O my God!» tan claro que Thomas se levanta también y va hacia la ventana. El americano le coge por la cintura y le levanta, de modo que pueda ver.

Y como ver, lo ve.

—Creo que el ejército alemán acaba de invadir la zona llamada libre, Thomas —dice el americano.

Thomas ve unos camiones llenos de soldados con cascos, y unos coches, y unas motos con

sidecars y sobre todo unos tanques con cañones y ametralladoras. Aquello desfila sin cesar y llena toda la carretera. Hasta el río parece pequeño a su lado.

La noticia de la entrada en zona no ocupada de los ejércitos de Adolf no satisface en absoluto a Gregor Laemmle. “¿Acaso le he pedido yo algo a Adolf, Soëft? ¿Por qué se mezcla? Un elefante en un juego de bolos, como decimos en francés. Estoy aterrado, Soëft”.

Laemmle ha sabido la noticia antes que los franceses. Joachim Gortz se la ha comunicado la víspera por teléfono, por la noche, ya muy tarde. Con un tono exasperante, más o menos así: “Hemos decidido enviarle refuerzos, ya que, al parecer, tiene usted algunas dificultades en recobrar lo que ya tuvo antes. Quizá nosotros hemos tenido la mano un poco pesada, pero dispondrá usted de todo el personal necesario, y además…”.

Lo que sigue está en armonía con esto. “Odio al amigo Joachim”.

—Otra cosa —ha dicho Gortz—, para el caso muy improbable de que usted no haya sacado todas las consecuencias de lo que va a ocurrir mañana por la mañana a partir de las siete: la posición de su camarada Marcel Magny será considerablemente reforzada.

—¿Quién diablos es Marcel Magny? Ah, sí, es el nombre de guerra del buen Jurgen».

Cuyas responsabilidades parece haber aumentado Berlín, haciéndole independiente, en resumidas cuentas, de él, de Laemmle, con poderes enormemente ampliados, puesto que podrá recurrir a todo el ejército de ocupación, ahora por todo el territorio francés.

—Si usted tiene, Gregor, los medios de encontrar lo que busca, no pierda el tiempo si no quiere ser superado por la competencia. Y le recuerdo mis recomendaciones, que vienen de alguien más alto que yo: el paquete pequeño sólo me interesa muy moderadamente; en cambio, me preocupa mucho el otro. Por lo demás, todas las consignas han sido dadas. Pero temo de usted algún exceso. Iré a verle en cuanto me sea posible, a menos de que usted no vaya otra vez muy rápido.

Puesto en claro (Joachim Gortz es un financiero y no se atrevería nunca a dar la hora por teléfono por temor a ser oído por una operadora), esto significa que habrá que coger vivo a Quattermain, y en lo que respecta al niño, que convendrá ponerle la mano encima antes de que lo haga Jurgen Hess.

«¡Como si yo no lo supiese!».

Los cálculos que ha efectuado en las horas siguientes han reforzado su convicción…, aunque el mismo Soëft parezca totalmente escéptico: el Niño y el americano, ignorando que marchan por delante del ejército alemán, avanzan hacia el norte, no han torcido todavía hacia el este; es decir, que todavía no han atravesado el Ródano (los mercenarios de Lafont les habrían interceptado).

Es verdad que existe ese retraso, ese tiempo demasiado largo que tardan en reaparecer. Es bastante extraño que los espías de Soëft no hayan visto nada, ni señalado nada, a la salida de esa zona de pequeñas montañas boscosas por donde tienen que haber pasado forzosamente.

—¿Está usted seguro, Soëft, de que sus hombres estaban en sus puestos en el momento deseado? ¿Sí? Es extraño.

Una cosa es segura: la irrupción de las tropas de Hitler cambia como mínimo uno de los datos del problema y contraría la mejor de sus astucias estratégicas: poniéndose en el lugar del pequeño monstruo, había imaginado que éste habría barruntado, olfateado, la posibilidad de que los puentes del Ródano estuviesen vigilados.

Y entonces, el pequeño monstruo habría preferido subir hacia el norte lo más posible.

Ahora bien (y Gregor Laemmle piensa esto viendo desfilar los carros de asalto de la Wehrmacht), es seguro que el pequeño monstruo ya no podrá subir hacia el norte como sin duda había previsto hacerlo.

—A estas horas ya ha debido de ver los destacamentos precursores de nuestro glorioso ejército. Es lo bastante descarado, ciertamente, para proseguir a pesar de todo, pero no acabo de creerlo. Solo, tal vez pasaría, pero no el americano, a quien no puedo imaginar discutiendo con los

Feldgendarmen sin despertar algunas sospechas. Me dirá usted que podría sacrificar al americano como se sacrifica un caballo o una torre, e incluso una reina, para preparar mejor un jaque mate… ¡Responda a ese maldito teléfono, Soëft, por piedad!

Soëft descuelga y, por la expresión de su cara, Gregor Laemmle comprende en seguida que la noticia es importante. Toma él mismo el auricular: «Repítame eso». El hombre que está al aparato le repite que falta un espía, que ha desaparecido con su coche. Primero han creído que se trataba de un incidente ordinario, pero luego han encontrado huellas de sangre justo en el lugar en que estaba apostado.

Gregor Laemmle coge una vez más su mapa, pregunta dónde estaba situado el espía desaparecido. Experimenta en seguida ese delicioso estremecimiento que nos produce, ante un tablero de ajedrez, cuando nuestro adversario hace exactamente lo que le hemos obligado a hacer.

—Han pasado exactamente por donde yo he dicho que pasarían, Soëft. Y se ha producido una cosa sorprendente: el americano acaba de matar a su primer hombre a sangre fría. Estoy estupefacto; habría jurado que era incapaz de hacerlo.

Pero esto no es lo esencial.

Laemmle rehace sus cuentas, suma los kilómetros.

—La cosa está muy clara, Soëft: no han tenido tiempo de llegar a Lyon; las columnas motorizadas les han cortado la carretera. Están bloqueados en alguna parte. Con dos posibilidades: tratar de venir de todos modos hasta nosotros o intentar cruzar el Ródano. En todos los demás casos, tropezarán con el bueno de Jurgen… ¿No me ha dicho usted que éste está poniendo en movimiento sus hordas, que sube también hacia el norte desplegando una red de mallas muy finas? Sí, me lo ha dicho usted. Vamos a ver, ¿por qué apuesta usted? ¿El pequeño monstruo vendrá a arrojarse a mis brazos en Lyon? ¿O intentará cruzar el Ródano?

Quattermain cierra las dos cerraduras que tiene la puerta de la casa. El niño ya no está a su lado: ha ido caminando hacia el Citroën. Se reúne con él.

—Nunca se sabe, Thomas. No voy a tirar las llaves en cualquier parte. Supongo que las necesitaremos todavía. Mira: las entierro aquí. ¿Sabrás encontrar el sitio?

Asentimiento. La noche es de lo más oscura. Pasan algunas nubes por el cielo y en algunos momentos se ve bastante bien. Son las tres horas y cuarenta minutos de la madrugada. Quattermain pone el coche en posición, arranca muy suavemente, pasa cerca del estanque de los nenúfares, franquea la valla y la cierra después, poniendo de nuevo en su sitio las cadenas y los candados.

Marcha siguiendo el muro de la propiedad y llega a la carretera asfaltada.

—Hacia el norte, Thomas, ¿está ya decidido?

—Sí, señor.

Quattermain gira hacia la izquierda. Sigue rodando sin prisas, se siente muy tranquilo y muy decidido. «Incluso es posible que sienta una especie de alegría, algo así como si me dispusiera a lanzarme con esquíes en un descenso del que se me hubiese dicho que era imposible. Después de reflexionar sobre ello, me pregunto si no estoy un poco loco bajo mi aspecto tan tranquilo».

—Deberíamos estar en ese puente dentro de treinta o cuarenta minutos, Thomas.

No hay respuesta.

—Háblame de tus lecturas, Thomas. He aquí al menos un tema que no te compromete a nada.

—No tengo demasiadas ganas de hablar.

—Precisamente. ¿Has leído

La isla del tesoro? ¿Y

El Señor de Ballantrae? Sí. Y

La Barrera de Hermiston, que el autor no consiguió terminar y es una lástima: yo creo que habría sido su mejor libro. Es también la historia de una persecución, y de los vínculos que unen al cazador con el cazado. ¿Te interesa lo que digo?

—Claro que sí, señor.

Quattermain comienza a relatar

La Barrera de Hermiston y obtiene el resultado esperado: él y el niño discuten la manera en que habrían acabado la novela si hubieran estado en el lugar de Robert Louis Stevenson. Tras de lo cual, cuando el tema está a punto de quedar agotado, Quattermain emprende el relato de sus propias aventuras, siguiendo el rastro del mismo Stevenson en las Cévennes, pero no con un asno como el escritor, sino en bicicleta.

Llegan a la vista del puente; están todavía a unos seiscientos o setecientos metros de él. Quattermain detiene el Citroën con todas las luces apagadas.

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