Día 112. Domingo 5 de julio de 2020

Día 112. Domingo 5 de julio de 2020


Hace un momento me encontraba tejiendo esa manta interminable de la que hablé en el diario anterior. Posiblemente consiga escribir veinte diarios de estos antes de concluir el susodicho proyecto tejido. Da igual.

Decía que estaba tejiendo y de repente experimenté un vacío existencial enorme. ¿Qué me olvidé de hacer? ¿Qué le está faltando a mi día para sentirlo lleno?

De pronto lo recordé. Claro. Sentarme frente a estas líneas.

En la vorágine de la emocionante charla que mantuvimos hoy con mis amigas sobre los problemas del emprendedor latino, e imbuida en la dura pronunciación de un norteamericano hablando español en un video acerca de software libre, casi olvido la loable tarea de documentar la jornada.

Jornada de domingo en la cual no debería haber asomado mis narices al dispositivo móvil, y sin embargo, mantuve los ojos pegados al maldito aparato casi todo el día.

Sucedieron demasiadas cosas hoy pese al confinamiento hogareño que convirtió la vida de los individuos en una Matrix ceñida a cuatro paredes. Ya la cotidianeidad no se desarrolla en escenarios alternativos como la oficina, la escuela, la plaza, el bar, o el supermercado. Eso fue en otro tiempo cuando existía el trato interpersonal. Ahora los desarrolladores del programa hicieron cambios y nos dejaron deambulando en un solo nivel: la casa.

Nada de lo cual impide que las relaciones humanas continúen su curso natural, alteradas en el modo, sí. Pero se producen igual que siempre.

Viví tantas cosas hoy que no sé a cuál de ellas darle preponderancia en estas líneas. ¿Hablo del interesantísimo software libre? ¿Retomo la idea de la criptomonedas esbozada a groso modo en el diario anterior y que hoy ha sido crucial en mi día? ¿O acometo sin piedad la problemática del emprendedor digital latinoamericano?

Estoy en modo espera… el Hada de las Letras parece que hoy padece de migrañas. No me dio una sola línea coherente hasta el momento.

No me asombra de todos modos. El Hada aparece cuando hice el trabajo de alinear mi cabeza a la manera correspondiente, y hoy me salté todos los rituales acostumbrados. No escribí en mi diario manuscrito. Me levanté muy tarde, ya entrado el mediodía.

Nada más despertar, tomé el teléfono y me enganche con las notificaciones y mensajes. Siempre que cometo la estupidez de hacer eso, mi mente entra en cortocircuito y ya no es capaz de hilar ideas congruentes durante el resto de la jornada. Es como si mi cabeza quedara interferida, como una estación de radio mal sintonizada.

Aunque lo intente con todas mis fuerzas me cuesta horrores concentrarme en cualquier cosa y escucho un ruido blanco constante, como estática. Es sumamente molesto y profundamente perjudicial para mi creatividad. Incluso para mi bienestar emocional.

Generalmente, cuando ocurre le echo toda la culpa al teléfono y le dedico mis mejores improperios como maldito aparato del demonio y cosas así.

Pero hasta la misma naturaleza de la queja es absurda y cuando me doy cuenta de que estoy actuando como necia comprendo que el teléfono no es el responsable de mi dispersión mental, sino el mal uso que hice de él.

No debo desbloquear el celular cuando recién me levanto. Es la ley. Cómo mínimo debo aguardar treinta minutos antes de tomarlo. Y lo aconsejable siempre es dejar pasar dos horas.

El problema es que a veces rompo mis propias reglas, y después no me aguanto las desastrosas consecuencias de mis actos irreflexivos.

La ausencia del Hada de las Letras es uno de esos efectos colaterales del mal uso de los aparatos tecnológicos. Y ni hablar de la condición psicológica de la sociedad mundial actual que se ve obligada a relacionarse virtualmente con los demás seres humanos a través de estos dispositivos.

Creo que todos ya estamos bastante chalados después de tres meses sin poder visitar a nuestros seres queridos y tener que contentarnos con llamadas y mensajes de audio, recluidos en el único escenario antes mencionado para desenvolvernos.

El mundo se volvió repentinamente muy pequeño. Y la privacidad es una palabra que combina bien en algún chiste para meme.

Antes al menos las personas tocaban el timbre cuando nos visitaban. Ahora no hay momento en el que el maldito aparato deje de sonar. Los horarios de trabajo desaparecieron. Veo a mi pobre y docente marido haciendo informes escolares los sábados de madrugada y siento pena por él, y por todos los maestros del mundo. Creo que ellos son los más damnificados por la cuarentena.

El sistema educativo ya estaba obsoleto cuando era de modalidad presencial y los chicos asistían a clases. Querer hacer encajar la decadencia de ese sistema del siglo dieciocho, formador de obreros de fábrica, con las posibilidades tecnológicas del siglo veintiuno es incluso más hilarante que la palabra privacidad.

Y todo esto sin mencionar los peligros inherentes a la tecnología misma.

La tecnología al igual que muchas cosas que se terminan convirtiendo en peligrosas con el mal uso, es neutra. No es buena ni mala. De hecho, es fabulosa para los fines originales para la que fue creada.

Si un pequeño rectángulo electrónico me permite conversar con mis amigas que están a miles de kilómetros de distancia en una milésima de segundo, es fantástico.

Ahora bien, si dicho objeto me nubla la cabeza con sus radiaciones y su sistema conductista basado en recompensa y castigo durante todo un día, impidiéndome pensar con claridad o llevar mis tareas con enfoque concentrado ya no es tan fabuloso.

Dije sistema conductista, efectivamente. Pocas personas asumen que la pantalla de notificaciones y los sonidos de los teléfonos celulares generan un estímulo que va directamente a nuestro cerebro.

Los desarrolladores lo saben. Y lo saben muy bien. No es casual que seamos unos adictos a nuestras pantallas. Tampoco es casual que las personas se comporten como verdaderas dementes desde que tener un móvil en el bolsillo está al alcance de casi todo el mundo.

Por eso no le deseo a nadie el sufrimiento que padecí las primeras dos semanas de abstinencia de redes sociales. Fue una tortura china. No sabía qué hacer con mi vida. Fue horrible. Sin redes sociales no habían notificaciones-recompensa que estimularan ciertas zonas de mi cerebro. Y sin ellas no tenía motivo para sostener el teléfono constantemente en mis manos.

Al principio fue muy duro sobrevivir sin esos estímulos, me sentía como perdida y que nada tenía sentido. Con el paso de los días me fui acostumbrando al silencio y la calma de vivir una vida más real y menos virtual. Descubrí que tenía un marido y que en la casa vivía un niño que resultó ser mi hijo. Desde entonces me propuse invertir el orden de las prioridades.

Si antes le pedía a mi hijo que esperara porque me encontraba respondiendo un mensaje, ahora sería al revés: el teléfono debería esperar su turno cuando finalizara de atender las demandas de mi hijo. Muchas cosas han mejorado desde entonces.

Hasta hoy, que embotada por haber dormido de más, y actuando en piloto automático tomé el teléfono para mirar la hora, y me quedé enganchada a él posponiendo incluso la normal visita al baño al despertarme.

Una cosa llevó a la otra, y ya no abrí mi diario para escribir, ni miré mi lista de pendientes del día, seguí metida en la pantalla. Cuando finalmente aparqué el dispositivo lejos de mi vista el daño estaba hecho. Ya me sentía confusa y perdida respecto a las prioridades del día. A la deriva como estaba, vi la manta arriba de la mesa y continué la ronda que dejé inconclusa ayer mientras escuchaba audios de mis amigas y miraba el video del yanqui que hablaba sobre la revolución libertaria de los usuarios a través del software libre.

Entonces recordé que me faltaba algo para sentirme completa.

Y llegué hasta aquí produciendo una prosa desprolija e inconexa que apenas araña la superficie de todo lo que ocurrió en el día, pero con la mente dispersa soy incapaz de hacerlo mejor.

Mañana será otro día. Espero que sin tanto teléfono. Seguiré con la manta un ratito más. 



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