Día 106. Lunes 29 de junio de 2020

Día 106. Lunes 29 de junio de 2020


No sé cómo describir lo que siento ahora. Estos días he investigado y dado los pasos necesarios para autoeditarme y registrar esta obra por mí misma cuando esté lista.

Reconozco que dar ese paso me dio mucho miedo. Hasta ahora he confiado en una editorial para publicar mi libro físico, y luego en una editora independiente para la versión digital. Ambas han sido de inestimable ayuda y me han acompañado incondicionalmente en cada paso del duro camino de registrar y publicar mi primer libro en sus dos formatos.

Pero ahora me las veré conmigo misma y no sé si eso significa una manifestación de independencia o un buen dolor de cabeza.

Estoy por mi cuenta. Y eso me da pavor. Cada error que cometa será solo mi responsabilidad.

Aún quedan muchos detalles por delante. Lectura, relectura, vuelta de lectura, lectores beta, correcciones interminables, largas noches, pestañas quemadas, mate con una cucharada de café. Mate con medio kilo de café. Más correcciones. Más ediciones. Más de todo.

La portada. ¡Aún no tengo la imagen de portada!

Pensé en decirle a mi marido que me tome una foto abrazada a los barrotes de la ventana para ilustrar la cuarentena. Pero no sería justo. La reclusión forzada me preñó con un nuevo hijo, se merece mi respeto por haberme proporcionado la semilla de una nueva obra.

Pero salvo los barrotes de la ventana simulando una jaula, no se me cae otra idea de que podría contener la imagen de portada.

En fin. Que estoy un poco alterada y emocionada al mismo tiempo, porque aún me cuesta aceptar que pasé de la indolencia de no querer hacer nada de mi vida, a concretar demasiadas cosas de golpe. He crecido exponencialmente y a veces se me desdibujan las causas. No sé si realmente fue la cuarentena, la salida de las redes, la firmeza de auto preservarme a los bamboleos mediáticos o el simple hecho del ejercicio creativo de escribir descarnadamente mi sentir durante este tiempo.

Ahora, pasar de escritora a autora-editora es una transición de enorme envergadura para mí.

Por cierto, para costear la nueva categoría literaria tengo que romper la alcancía de chanchito. No es gratis, y mis exiguos ahorros disminuidos con la baja de ventas de este momento histórico en los anales de la humanidad, me obliga a rebuscármelas. Tendré que pagar el chiringuito con los bitcoins que he recolectado en estos meses. ¿No es curiosa la situación? Me refiero a lo surrealista que se presenta la cosa ¿no?

Mis ahorros en pesos argentinos se devalúan un poquito más todos los días, y lo que he ganado en bitcoins jugando a los jueguitos o en criptomonedas publicando en una plataforma descentralizada que recompensa a los creadores de contenido, ahora me va a ayudar a pagar la edición de este libro.

Si hace un año atrás alguien me narraba esta historia, le iba a preguntar cuántos tintos se bebió antes de contarla. O que convide la sustancia alucinógena de la que se sirvió para inventar tal fantasía.

Si hace uno o dos años atrás hubiese sabido de la existencia de las criptomonedas, hoy sería, básicamente… millonaria. Un bitcoin al día de hoy, vale la friolera de nueve mil ciento ochenta y seis dólares con treinta seis centavos. En el lapso que he tardado en escribir esta oración ya ha subido a nueve mil ciento ochenta y nueve. Y en los próximos cinco minutos, quizás baje a ocho mil quinientos. Nadie sabe. Sube y baja como caballo desbocado.

Mover el volumen de un bitcoin en el mercado de las criptos equivale a un millón y pico de pesos argentinos. Ni más ni menos.

A causa de la devaluación de nuestra moneda, y el cepo que nos pone restricciones a la hora de adquirir dólares para ahorro (y eso sin mencionar un impuestazo a monedas extranjeras con el cual el actual gobierno debutó nada más subir al poder), cada vez más argentinos miran con cariño a las criptomonedas.

Por supuesto el gobierno no se quedó atrás, y en vista de lo que estaba ocurriendo ha sancionado determinadas leyes que aún no entran en vigor para controlar los movimientos que los ciudadanos hacemos con las criptomonedas.

Mientras los argentinos compremos bitcoins o cualquier otra criptomoneda, no sucede nada. La cuestión es si queremos hacer la operación al revés.

Entonces allí nos acechan como buitres cruzando los dedos para que el resultado de la venta de bitcoins alcance el mínimo imponible en pesos para acribillarnos con el hermoso impuesto a las ganancias.

En este país se paga peaje por todo. Por vivir, por trabajar, por intentar invertir, y por morir. Un ataúd sale demasiada plata. Y no hablemos de sepelio.

Pero ya voy a volver al hilo anterior, porque la escena es demasiado tétrica como para amargarme pensando en ella.

Sigue siendo surrealista que me ría de la cifra que arroja mi cuenta de banco y que tenga que echar mano de alternativas futuristas para llevar a cabo mis proyectos.

Incluso hasta me da rabia haber creado contenido a lo largo de cuatro años solo por amor a los seguidores cuando bien podía lucrar con ello y ahora tener un pasar digno que me facilite las cosas que quiero hacer. Si hubiese tenido esta información antes…

Si me hubiese salido de Facebook e Instagram antes…

Si hubiese dejado de mirar tantos memes e investigado un poco…

No quiero que las personas que me lean se queden sin saber la buena nueva: hay un mundo de infinitas posibilidades más allá de lo que conocemos masivamente ahora y se vende como lo más moderno y más cool. No todo en la vida es aplicar para gustar a los algoritmos. Y lo digo porque veo mi yo pasado reflejado en lo que comentan mis colegas.

¿Cómo hacés para ganar seguidores? Conseguir que me sigan en Instagram es como remar en dulce de leche, me dijo Lily una vez.

¿Cómo consigo que la gente vea mis publicaciones y compre mis artesanías? Ha expresado Norma, una lectora, hace unas semanas atrás.

Y aunque conozco esas respuestas ya no le recomiendo a nadie que venda su alma al diablo como yo lo hice.

He llegado a creerme a pie juntillas lo que decían los gurús del marketing digital, tanto que en algunas ocasiones tomaba por ejemplo el hashtag #crochet y empezaba a seguir indiscriminadamente a las personas que lo habían usado con la esperanza que me devolvieran el favor de seguirme también.

Esa acción, que algún momento fue lo correcto, ahora me resulta una manifestación de retraso mental. Sí, me estoy tratando a mí misma de retrasada mental y a millones de personas que hacen eso también. Perdón, no es personal. Simplemente, que bien mirado, no es normal que una persona con todas consigo cometa semejante estupidez.

Y reconozco que yo no tenía todos los patitos en fila en aquel momento.

Quería dejar de ser invisible, mostrar mi arte y dar a conocer mi libro. La motivación era buena, pero el método absurdo y falto de lucidez.

Pero eso es lo que la gente se encuentra cuando googlea marketing digital.

Voy a hacer mi predicción para la posteridad. Puede que me equivoque, por supuesto, pero fundamentaré debidamente mi vaticinio.

Cuando Internet se puso al alcance de todos, el comercio mutó. Bueno, no solo el comercio, todo cambió. Pero me voy a concentrar en las operaciones de compra y venta de productos y servicios.

Con el tiempo aparecieron productos y servicios nuevos. Por dar un ejemplo: los infoproductos, exactamente con lo que comercio al poner a la venta patrones de amigurumis u ofrecer un libro en versión digital. Respecto a los servicios aparecieron las asesorías online, las mentorías, y los coachs de todo tipo y color.

La cosa siguió su evolución natural y rápidamente comprendimos que si nos queríamos ganar mejor la vida, teníamos que tener presencia online, es decir aparecer en los buscadores, directorios, plataformas especializadas y redes sociales o como mínimo aprender a usar el Market de Facebook.

Esto obligó a ofrecer soluciones a los nuevos problemas de cobros y pagos.

Las pasarelas entonces empezaron a emerger como las salvadoras del comercio global. Y no solo las pasarelas de pagos internacionales, también las locales que posibilitaron el intercambio intraprovincia. O de una localidad retirada a otra.

La cuarentena y la economía mundial que ahora pende de un hilo pusieron los reflectores sobre las criptomonedas que existen desde 2008. Aparecieron tras la famosa explosión de la burbuja inmobiliaria de Estados Unidos pero nadie apostaba un céntimo por ellas. Hasta ahora.

Tampoco tuvieron publicidad por un evidente motivo: son una amenaza al sistema financiero mundial ya que comprar y vender criptomonedas reduce drásticamente los intermediarios y en algunos casos ni siquiera precisa de ellos para funcionar. Adiós al banco, a los agentes y al gobierno. Si quiero comprar bitcoins por ethereum a Freddie que está en Cánada, lo único que necesitamos Freddie y yo es una conexión a Internet y sendas direcciones encriptadas.

Si quiero cambiar mis bitcoins por dólares me doy de alta en una exchange, pago una comisión y ellos me depositan los dólares donde indique.

Mi predicción es que el próximo paso que daremos será vender productos y servicios a cambio de criptomonedas.

De hecho, ya está sucediendo ahora mismo. He sabido de lugares que venden cafés a cambio de bitcoins. Y aunque el método aún necesita pulirse, ya está operando.

De hecho, seré una de las pioneras en mi rubro artesanal al ofrecer mis infoproductos a cambio de criptomonedas. Eso si no es que soy la primera y única loca que se anima a tanto. Ese es el próximo pase que daré al término de esta obra.

¿Acaso no he dicho que recurriré a las criptos para financiar mi alta como autora-editora?

El futuro ya está aquí. Por muy surrealista que luzca, está ocurriendo ahora mismo.

Que conste en acta. 



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