Curiosidades de la historia con El Ministerio del Tiempo

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14 EPIDEMIAS QUE ASOLARON ESPAÑA

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EPIDEMIAS QUE ASOLARON ESPAÑA

UNA GRIPE POCO ESPAÑOLA

En 1918 se produjo una de las epidemias más dañinas de la historia: la conocida como gripe española —Spanish flu o Spanish lady—. Sin embargo, de española, en sí, tenía más bien poco. O nada.

En el momento del estallido de la epidemia el mundo se encontraba sumergido en el final de la Primera Guerra Mundial, y España era un país neutral que no había participado en la misma.

La información sobre el suceso y sus terribles consecuencias en los países participantes en la Gran Guerra que se vieron infectados se censuró tajantemente para no minar la moral de la población civil y de aquellos que se encontraban en el campo de batalla luchando por su país. Y como España no censuró la información, parecía que era el único país que estaba sufriendo la epidemia y que esta se había originado aquí.

Curiosamente, en España no se llamó en ningún momento gripe española, sino que se la bautizó como «el soldado de Nápoles», en referencia a la zarzuela La canción del olvido que se había estrenado en Madrid durante los inicios de la epidemia. ¿Por qué este nombre tan extraño para una enfermedad? Pues porque decían que la gripe era tan pegadiza como el estribillo de la canción El soldado de Nápoles.

Se la ha considerado la mayor catástrofe sanitaria de todo el siglo XX, ya que en menos de un año se produjeron entre veinticinco y cincuenta millones de muertes —otras fuentes aseguran que fueron entre cincuenta y cien millones de víctimas—. Entre el diez y el veinte por ciento de los infectados fallecía, y afectaba, sobre todo, a adultos saludables y a niños. Se estima que murió entre el tres y el seis por ciento de la población mundial.

La gripe española afectaba especialmente a jóvenes y adultos. ¿Por qué no afectaba a ancianos, cuando son el colectivo más castigado por este tipo de enfermedades? Se apunta a que las personas mayores de sesenta y cinco años serían inmunes a la gripe española por haber pasado con anterioridad la gripe rusa de 1889-1890 y que esta primera sería una mutación de la segunda. Por otro lado, la gripe estacional suele llegar con el cambio de otoño a invierno, de ahí su nombre. La gripe española llegó en primavera y verano.

Las hipótesis sobre dónde se produjo el primer foco son muchas, desde el lejano oriente, allá por China y mutado en Estados Unidos, pasando por Kansas o Austria. La sospecha más aceptada es la que sitúa el primer foco en Fort Riley —en el actual estado de Kansas— a principios de marzo de 1918. Se dice que ese mismo día enfermaron más de cien soldados y que a los pocos días la cifra ascendía a más de quinientos. En agosto de 1918 ya la encontrábamos en Best, un distrito francés por cuyo puerto entraban en aquel momento la mitad de las tropas aliadas procedentes de Estados Unidos para combatir en Europa durante guerra. Otras hipótesis hablan de los hospitales y acuartelamientos que había en Étaples, Francia, y que el virus habría llegado procedente de las aves, que habría mutado a los cerdos, que estaban muy cerca del frente y habrían iniciado el contagio en humanos. Desde Francia se expandiría al resto de países europeos.

Se expandió con tanta rapidez y tanta virulencia como causa, que no como origen, de la guerra. Los cuarteles estaban muy cerca unos de otros, los soldados —debilitados por el estrés de la guerra, los ataques químicos, la mala alimentación y la nefasta higiene en las trincheras— tenían el sistema inmunológico absolutamente debilitado, lo que favorecía la infección y, con sus movimientos por todo el mundo, el contagio masivo.

Los síntomas de la enfermedad eran de extrema gravedad y se consideraban raros para ser una gripe, por lo que en un primer momento se diagnosticó como dengue, cólera o fiebre tifoidea. Los infectados sufrían hemorragias en la nariz, el estómago, intestino y oídos, así como petequias en la piel. La mayoría de las muertes se produjeron por neumonía bacteriana, como consecuencia secundaria de la gripe, o por las hemorragias masivas.

Por otro lado, las medidas preventivas no fueron suficientes y efectivas, y la segunda oleada de la gripe fue mucho peor que la primera. En los entornos civiles, donde la cepa de la gripe era leve, la gente enferma se quedaba en sus casas y se recuperaba —o fallecía— mientras continuaban con sus vidas y con sus labores. En los entornos de guerra la cosa fue muy diferente; los infectados leves se quedaban en los hospitales de trinchera mientras que los graves eran enviados a hospitales de campaña transportados en trenes en los que también viajaban mercancías y población civil.

No todas las zonas afectadas perdieron la misma cantidad de gente; sin embargo, las secuelas sí que fueron iguales para todas ellas: parte de la población incapacitada, comercios cerrados por falta de dependientes y de clientes, falta de personal médico y de sepultureros —se utilizaron fosas comunes sin ataúdes y sin entierros propiamente dichos—, territorios insulares incomunicados y gran vacío demográfico en rangos de población masculina joven. Fue tanto el alcance que incluso conocemos personajes famosos que perecieron a causa de esta epidemia como, por ejemplo, el arquitecto Otto Wagner, el pintor austríaco Koloman Moser, el líder bolchevique Yákov Sverdlov, el político británico Mark Skyes, el famosísimo economista, político y sociólogo alemán Max Weber o el príncipe Erik de Suecia y Noruega.

Otra de las consecuencias que tuvo esta epidemia fue directamente sobre la Primera Guerra Mundial; inclinó la balanza de poder durante los últimos coletazos de esta en pro de la causa alidada, ya que Alemania y el Imperio austrohúngaro sufrieron cuantiosísimas bajas, bastantes más que Gran Bretaña o Francia.

OTRAS ENFERMEDADES QUE DIEZMARON LA POBLACIÓN

El XIX fue un siglo convulso para un país, el nuestro, ocupado en librar disputas políticas y guerras que terminaron desgajando el antiguo Imperio español tras la pérdida de sus colonias: Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Mientras unos se ocupaban de las guerras, la población española libraba sus propias batallas contra las grandes epidemias que asolaron ciudades enteras.

La primera de ellas fue el cólera, bastante común a lo largo de nuestra historia. Tanto, que se dieron hasta cuatro epidemias a lo largo de este siglo. En un país que no llegaba entonces a doce millones de habitantes, desaparecieron más de ochocientas mil personas.

El primer brote se desarrolló en Vigo en 1833 y se propagó rápidamente por toda la Península —fue especialmente virulento en Andalucía—. La rápida transmisión de la bacteria pudo deberse a la inestabilidad política que se vivía entonces, ya que ese mismo año comenzaron las guerras carlistas que provocaron el movimiento de tropas por toda España. Tampoco ayudaron las condiciones de vida, ya que casi toda la población malvivía hacinada en sus hogares compartiendo espacio en numerosas ocasiones con animales. Se tomaron una serie de ordenanzas y medidas para paliar el cólera: prohibieron hacer las necesidades en la calle o tener conejos y gallinas dentro de casa. Además aislaron los suburbios por ser focos de infección y se crearon hospitales solo para esta clase de enfermos, como el que existió en el convento de San Jerónimo de Madrid. A pesar de todo, el peor brote se produjo a partir de 1855. En esos momentos, los científicos ya sabían que la enfermedad no se transmitía por el aire, sino por el agua, y por eso promovieron medidas de saneamiento e higiene, sobre todo en aquellos focos de infección y alcantarillado; así, ciudades como Madrid, promovieron el saneamiento de aguas dando lugar a la creación del Canal de Isabel II.

Si el cólera afectó a personas de todas las edades, la difteria se cebó con la población infantil. Atacaba a los órganos respiratorios, causando la muerte por asfixia. Por ese motivo se la conoció también como el garrotillo, en referencia al método de ajusticiamiento del garrote vil.

En la obra de Goya sobre el Lazarillo de Tormes se observa el método que emplearon los médicos del siglo XIX para extraer las obstrucciones respiratorias.

Otra enfermedad que causó verdaderos estragos en el pasado fue la tisis o tuberculosis. Ya en la Edad Media los libros de medicina recomendaban beber leche para combatirla. También se creía que la imposición de manos del monarca curaba las úlceras de los enfermos. Fue en 1881 cuando el médico alemán Robert Koch descubrió que el causante de la letal enfermedad era un bacilo alojado en los tubérculos.

La viruela campó a sus anchas a lo largo del siglo XVIII, y asoló toda Europa dejando cuatrocientos mil muertos al año, a un tercio de los supervivientes ciegos y el rostro desfigurado por culpa de las cicatrices y pústulas en la piel. Es, como la tuberculosis, una enfermedad antigua —ya existían evidencias en momias de entre el 1580-1350 a. C. con signos de la enfermedad—.

Fue Edward Jenner quien inoculó el virus a finales del XVIII administrando pequeñas dosis del pus de una llaga de un enfermo a un niño sano de ocho años. La vacunación comenzó cuando vio que el niño no se ponía enfermo. Sin embargo, el descubrimiento de la vacuna se produjo un siglo antes cuando Mary Wortley Montagu, esposa del embajador inglés en el Imperio otomano, observó allí cómo la gente se inyectaba el pus producido por la viruela en las vacas y tras ello, igual que el niño de Jenner, no fallecían ni sufrían la enfermedad. Lady Wortley aplicó lo visto en sus propios hijos y a su regreso a Inglaterra comenzó a divulgar este conocimiento. ¿Por qué entonces hubo que esperar un siglo a que se convirtiese en un tratamiento efectivo? Su descubrimiento no fue bien recibido posiblemente por el hecho de ser mujer, a pesar de ser una ingeniosa científica y escritora.

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