Curiosidades de la historia con El Ministerio del Tiempo

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15 LA MUJER, NO SOLO MADRE Y ESPOSA

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LA MUJER, NO SOLO MADRE Y ESPOSA

EL PECULIAR CORTEJO EN EL ROMANTICISMO

Durante gran parte de la historia, las mujeres —ni los hombres— escogieron a sus cónyuges, especialmente entre las clases más altas. Los matrimonios eran, aunque suene poco romántico, transacciones sociales y económicas que sellaban acuerdos y alianzas, y suponían beneficios familiares y dinásticos. Sin embargo, eso no quería decir que el amor no existiese, que los intereses personales de los jóvenes de cada época no aflorasen y que nadie se dejase llevar por las pasiones.

Las mujeres de la época debían ser recatadas, discretas, áureas, etéreas, apenas hablaban en público, no mostraban sus intereses y no daban sus opiniones. No iban solas a ninguna parte, mucho menos si había hombres, donde entraba en acción la figura de la carabina. Sin embargo, lo que se mostrase de puertas afuera no tenía por qué ser, ni mucho menos, lo que se sentía de puertas adentro.

El cortejo era un periodo muy importante —y delicado— en la vida de las jóvenes, ya que un paso en falso podía dañar seriamente su reputación hasta llegar a convertirlas en parias sociales. Toda precaución era poca.

Pero hecha la ley, hecha la trampa, y los amantes y pretendientes desarrollaron lenguajes secretos para dar rienda suelta a todo aquello que, de otro modo, no podían decir.

En la Edad Media encontramos el amor cortés, una utopía erótica donde se enfatiza la caballerosidad, la cortesía, el hombre galán y se idealiza a la mujer. En el siglo XIX, con el Romanticismo, entró en escena el erotismo de los leves e imperceptibles toques corporales.

En 1891 el periódico de Nueva Zelanda publicó las claves de este cortejo mediante símbolos y gestos, bajo el título de «Coqueteo con los ojos».

Incluso en los casos más rebeldes, los cortejos de entonces podrían parecernos hoy sosos y aburridos. Además de los pequeños gestos, lo habitual eran citas en las que los pretendientes se encontraban, siempre con supervisores, y hablaban de trivialidades.

Las misivas eran frecuentes en el siglo XIX, y lo que se decían en ellas era, cuando menos, peculiar; desde piropos muy castos, halagos, invitaciones de lo más inocentes e, incluso, peticiones de escolta para pasar unos breves instantes con la amada. A veces, incluso, con seductoras frases. Algunas eran públicas y se entregaban a las carabinas o las familias; otras, en cambio, tenían carácter privado e incluso estaban escritas con consignas. Así, no era extraño que cuando un hombre quería invitar a una dama a salir lo hiciese por medio de tarjetas de lo más ingeniosas denominadas tarjetas de invitación o de acompañamiento. Y es que, la mayoría de las veces, lo que pretendían era obtener permiso para escoltar a esas damas hasta la puerta de su casa.

En esta época también se puso de moda el regalar anillos a aquellas mujeres a las que se estaba cortejando —lo que hoy conocemos como anillos de prometida—. Cierto es que aunque aquí le estemos quitando hierro al asunto, la vida de las mujeres de la época —la de las que seguían todas las normas y reglas del juego social— era opresiva.

Entre finales del siglo XIX y principios del XX las mujeres emprendieron una lucha durísima, una carrera de fondo llena de obstáculos, que llevaría a la aparición de los movimientos feministas. Las mujeres comenzarían a reclamar no solo su liberación sexual y social, sino sus derechos como seres humanos y ciudadanas. Las mujeres irrumpirían con fuerza en el panorama político y social para reclamar su puesto y no abandonarlo jamás.

CUANDO LAS NOVIAS SE CASABAN DE NEGRO

En la actualidad es habitual que las novias se casen de blanco o de colores muy similares. No es obligatorio, pero sí es la norma. Sin embargo, y aunque parezca terriblemente normal y arraigado, lo cierto es que no hace tanto tiempo que se originó la moda. Concretamente en el siglo XIX.

En 1840 tenía lugar el enlace entre la reina Victoria del Reino Unido y su primo, el que sería rey consorte, Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha. Años antes, en 1816, su prima Carlota se había casado vestida de blanco, y Victoria decidió utilizar ese mismo color para la ocasión. Debido a los grandes avances de la fotografía y de las publicaciones impresas, las imágenes de los novios fueron vistas por todo el mundo y el vestido de su majestad la reina de Inglaterra sentó precedente —aunque no sería hasta el siglo XX cuando se instaurase definitivamente la moda del blanco en el altar—.

Se ha especulado mucho sobre este tema, señalando que el blanco era el color de la pureza y la inocencia, y que venía a simbolizar la virginidad de la novia. Sin embargo, el color de la pureza siempre se había asociado más al azul. Sea como fuere, hasta la fecha las novias se podían casar del color que quisiesen, incluso de negro —aunque este era en primera instancia entonces el color del luto—.

En 1660 la infanta María Teresa de España iba vestida de negro el día de su boda con Luis XIV de Francia. Catalina la Grande de Rusia, por ejemplo, se casó con un vestido de color plateado —muy típico en el siglo XVIII—. El único color que quedaba vetado del pantone era el rojo, característico y asociado a las prostitutas. Tampoco había vestido especial para la ocasión. No había grandes diferencias en la alta sociedad, por ejemplo, entre un vestido de fiesta para alguna celebración o acontecimiento importante y uno de novia.

CUANDO LA DECLARACIÓN DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE Y DEL CIUDADANO SE OLVIDÓ DE LAS MUJERES

Durante el Antiguo Régimen, el periodo inmediatamente anterior a la Revolución francesa, la desigualdad en la sociedad fue la norma; los ricos eran muy ricos y los pobres muy pobres, y no solo en términos económicos, los de arriba tenían muchos privilegios y posibilidades y los de abajo ningunas. Reyes con poderes absolutos que nos recuerdan aquello de «todo para el pueblo, pero sin el pueblo». Y las desigualdades no se daban solo en el plano social o económico; la desigualdad también existía entre sexos. La mujer era, eminentemente, madre y esposa.

Con la llegada de la modernidad se produjeron revoluciones tan importantes como la francesa de 1789 o las liberales de principios del siglo XIX, que pedían cambios y avances en el plano social y político… —pero sin incluir a las mujeres—. Se buscaba la consecución de la igualdad jurídica, de las libertades y los derechos y, en gran medida, se consiguieron, pero las mujeres continuaron siendo blanco de la desigualdad y la subordinación a la figura masculina —padre, esposo, hermano— y se vieron inmersas en un mundo desigual ahora amparado por las leyes.

Y en medio de esta tempestad apareció Marie Gouze, escritora y filósofa francesa nacida en 1748 y ejecutada en la guillotina en 1793. Fue una de las primeras mujeres a las que podemos llamar feministas —aunque esa palabra entonces aún no existía— y abolicionistas; es decir, aquellas que pedían la anulación de las leyes, preceptos y costumbres que se consideraba que atentaban contra los principios éticos y morales, como las diferencias sociales entre clases, la esclavitud o, en el caso que nos ocupa, la discriminación del sexo femenino en todos los ámbitos políticos y sociales.

Burguesa de nacimiento, se casó muy joven con un hombre que la hacía inmensamente infeliz y que, al ser bastante mayor que ella, la dejó viuda muy pronto con un hijo. Este hecho la marcó profundamente, negándose a casarse de nuevo y manifestando que el matrimonio era «la tumba de la confianza y del amor».

A partir de entonces se dedicó a la literatura y a frecuentar salones parisinos debido a su condición burguesa. Empezó también a usar el pseudónimo de Olimpia de Gouges. Su carrera literaria fue tremendamente controvertida, a la vez que llamó la atención de dirigentes políticos partidarios del movimiento abolicionista, como el diputado girondino Brissot.

Olimpia sufrió una profunda decepción cuando en 1789 se publicó la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano y las mujeres, todas ellas, quedaban fuera. Ni corta ni perezosa, en 1791 publicó su más famosa obra, Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana, un calco del original que incluía a las mujeres.

Durante la Revolución francesa se unió al partido girondino y criticó duramente la política de Robespierre y Marat, líderes de la Revolución. Por su adscripción política, por sus escritos y por sus ideas, Olimpia de Gouges fue detenida en 1793 y exigió ser juzgada para poder defenderse de todas las acusaciones que se hiciesen contra ella y evitar así el Tribunal revolucionario.

En noviembre de 1793 buena parte de sus colegas girondinos fueron ejecutados y ella fue llevada ante el Tribunal revolucionario. Se le negó un abogado y ella sola tuvo que defenderse, poniendo sobre la mesa la inteligencia que poseía y todo su ingenio, pero de poco le sirvió: el 3 de noviembre era guillotinada.

De Gouges pedía la igualdad entre sexos en absolutamente todos los aspectos de la vida pública y privada, pedía el derecho a voto de las mujeres y a hablar y participar en política; es más, pedía el acceso femenino a la política, pedía que las mujeres pudiesen acceder a trabajos públicos, a tener propiedades privadas, a entrar en el ejército si así lo deseaban, pedía que las mujeres fuesen educadas en igualdad a los hombres y también pedía para ellas poder eclesiástico. Quería el derecho al divorcio y el reconocimiento de los hijos tenidos fuera del matrimonio por sus padres mediante contratos firmados entre los concubinos. Para proteger a las madres solteras, viudas o desfavorecidas solicitó la creación de maternidades y de hogares para aquellas personas sin trabajo, sin techo o mendigos.

Pese a que muchas mujeres vieron en Olimpia una figura lejana, de una clase social muy superior a la suya que no se preocupaba por ella, lo cierto es que los desfavorecidos —económica y socialmente— siempre fueron la prioridad de sus discursos.

ÁNGEL DEL HOGAR VERSUS BREADWINNER

Pese a lo que supuso la Revolución francesa y las posteriores revoluciones liberales, en 1804 se promulgaba el Código Civil napoleónico, que negaba a las mujeres todos los derechos civiles y jurídicos que se recogían para los hombres.

Muchos códigos penales y civiles se inspiraron en ese, por ejemplo, los de España. Estas leyes subyugaban a las mujeres desde la legalidad y se estableció una dicotomía y una enorme separación entre las funciones y los roles del hombre y los de la mujer.

La mujer se convertía en lo que se llamó el ángel del hogar; de ella se destacaba el amor maternal, la ternura, la abnegación, la dedicación a los demás. Se consideraba una criatura doméstica, esposa y ama de casa, dedicada a la familia y al hogar, era garante de la moral y el honor, de la decencia y el recato, y su principal cometido y dedicación en la vida era el de ser madre, siendo primero esposa.

Las solteras estaban terriblemente mal vistas, porque se consideraba que no habían cumplido su principal y más importante función, la de la maternidad, porque lo de ser madre soltera aún estaba peor visto.

Las mujeres no eran agentes sociales, no eran agentes ciudadanos, no debían trabajar por un salario fuera de casa y sus limitaciones eran abrumadoras; no tenían derechos políticos ni civiles, tenían restringido el acceso a la propiedad, a la herencia o a la educación. En el caso de tener un salario era el marido el que lo administraba y no podían comprar bienes que no fuesen los de primera necesidad para el hogar sin el permiso del esposo. No podían firmar contratos, ni iniciar pleitos, y en caso de verse involucradas en uno, el marido era siempre su representante legal.

El hombre pasaba a ser lo que se conoció como breadwinner, esto es, el que ganaba dinero y sustentaba a la familia. El hombre era el agente del ámbito público, el sujeto social y político, el ciudadano, y su moralidad y honor recaían en su mujer.

Todos estos discursos se basaban en la naturaleza biológica y antropológica de la mujer, a la que se consideraba inferior no solo físicamente, sino también intelectualmente. Era un sujeto que dependía toda la vida del hombre y su buen juicio; primero del padre, después del marido y, si enviudaba y no había padre, del hermano o algún hombre de la familia. La independencia era imposible.

CUANDO LAS MUJERES
CONQUISTARON EL VOTO Y LA UNIVERSIDAD

No solo Olimpia de Gouges luchó por lo que creía justo. A partir del siglo XIX comenzó a germinar un movimiento que posteriormente se denominó feminismo y en cada país surgió de una forma y en un momento determinado. Muchas fueron las mujeres que alzaron sus voces contra la opresión y, con el tiempo, estas conquistaron dos territorios hasta entonces en manos de los hombres: la universidad y el voto.

Las pioneras fueron las británicas, como Mary Wollstonecraft (1759-1797), filósofa y escritora, cuya obra más importante es Vidicación de los Derechos de la Mujer, publicada un año antes que la de Olimpia de Gouges. En ella reflexionaba y explicaba que el absolutismo como régimen político minaba las relaciones entre sexos y subyugaba a las mujeres y creía que la clave principal para superar la subordinación femenina era que la mujer accediese a la educación, igual que los hombres.

Más tarde apareció Harriet Taylor Mill (1807-1856), quien no solo defendió los derechos de las mujeres, sino que —cosa muy poco habitual para la época— tuvo el mejor compañero de armas posible, su marido John Stuart Mill, pensador liberal británico que no solo apoyó a su esposa, sino que publicó con ella la obra Sometimiento de la Mujer en 1869. Ambos buscaban el derecho a voto de las mujeres y la eliminación de todas las diferencias legales entre sexos.

Otra de esas mujeres de armas tomar fue Emmeline Pankhurst (1858-1928), que en 1903 fundó la Unión Social y Política de las Mujeres. Pankhurst es considerada la inspiradora e instigadora de nuevos tipos de protesta como las manifestaciones o las huelgas de hambre. Su organización fue conocida por la confrontación física de sus miembros; rompían ventanas y atacaban física y verbalmente a oficiales de policía.

Y si alguien llevó estos planteamientos revolucionarios hasta el extremo, esa fue Emily Davison (1872-1913). De condición muy humilde tuvo que trabajar muy duro para conseguir ser maestra. Las penurias por las que pasó hicieron que se volviese feminista y se afiliase en 1906 a la Unión Social y Política de las Mujeres.

El 4 de junio del año 1913 asistió al Derby de Epsom con el propósito de reclamar allí el voto para las mujeres. Se dice que pretendía colocar un cartel con una consigna sufragista en uno de los caballos y que, por un error de cálculo, terminó arrollada por el caballo del rey Jorge V, llamado Anmer y montado por Herbert Jones. Davison fallecía unos días después en el hospital debido a las lesiones craneales e internas que había sufrido en el atropello. En 1928 fallecía Emmeline Pankhurst, Herbert Jones asistió al funeral y colocó una ofrenda floral sobre sus tumbas para hacer honor a la memoria de la señora Pankhurst y la señorita Emily Davison. Todo un gesto viniendo de un hombre en aquel momento.

En España hubo que esperar hasta casi el siglo XX para que el feminismo y la lucha por la emancipación de la mujer hiciesen mella. En el siglo XIX el voto en España seguía estando al alcance solo de una minoría dentro de un sistema electoral corrupto basado en el bipartidismo tácito, el caciquismo y el pucherazo. Ante este panorama político, las mujeres españolas se centraron más en reivindicaciones de carácter social y en los derechos civiles. El sufragio era importante, claro, pero para muchas no era lo primero. Tal vez porque ni siquiera los hombres españoles tenían acceso a él de forma libre y democrática.

Mujeres como Emilia Pardo Bazán (1851-1921) alzaron su voz contra la desigualdad en la educación para las mujeres. Creía que el problema de que en España no hubiese calado aún el feminismo era la propia falta de educación de las mujeres. No se puede luchar contra lo que no se conoce.

Concepción Arenal (1820-1893) creía que aunque los roles principales de las mujeres eran los de madres y esposas, estas no debían ser en absoluto las únicas experiencias en sus vidas, sino que se debían ampliar horizontes y posibilidades.

También podemos hablar de Carmen de Burgos (1879-1932), periodista que firmaba sus artículos como Colombina. Esta madre soltera defendió con uñas y dientes el derecho al divorcio y al voto de las mujeres. Escribió La mujer moderna y sus derechos.

Clara Campoamor (1888-1972) se licenció en derecho en la Universidad de Madrid y era miembro del Partido Radical, fue elegida diputada en 1931, durante la Segunda República española, cuando se le encomendó participar en la redacción del proyecto de una nueva Constitución. Había llegado su momento, incluir el derecho a voto de las mujeres en este proyecto, sin limitaciones, sin peros. Lo defendería fervientemente en los debates que se produjeron alrededor de este tema, especialmente contra su colega, Victoria Kent (1898-1987). Esta era miembro del Partido Radical Socialista y también fue diputada a partir de 1931, sin embargo Kent no estaba a favor de conceder el voto a las mujeres. Otra de las primeas mujeres en llegar a obtener el puesto de diputada, un poco después que Campoamor y Kent, fue Margarita Nelken (1898-1968), perteneciente al Partido Socialista.

Lo lógico es que hubiesen sido los hombres y los partidos más conservadores los que estuvieran en contra del voto femenino; sin embargo, fueron los partidos más liberares o de izquierdas y dos de las mujeres diputadas las que opusieron resistencia. Victoria Kent y Margarita Nelken rechazaron conceder el voto femenino porque creían que las mujeres aún no estaban preparadas para asumir el voto, ya que no estaban suficientemente formadas y, por ende, dependían aún del marido y de la Iglesia en sus decisiones, lo que supondría que sus votos fueran a parar a los partidos conservadores.

También se escuchaban argumentos de lo más chocantes, como que otorgar el voto a las mujeres supondría sembrar la discordia dentro de los matrimonios o que las mujeres no tenían la inteligencia suficiente, formadas y educadas o no. Y no solo los argumentos eran chocantes, sino que algunas de las propuestas que hubo fueron de lo más peculiares. Por ejemplo, se sugirió conceder el voto solo a las mujeres mayores de cuarenta y cinco años, que para la época era prácticamente ser una anciana. También se propuso otorgarles el voto de forma provisional y si se veía confirmado que votaban a los partidos conservadores, retirarles el voto.

Clara Campoamor, sin embargo, sí defendía la concesión del voto amparándose en los derechos del individuo y el trato igualitario entre sexos. Aunque las mujeres votasen «erróneamente» —según para quién, claro— debían tener la oportunidad de hacerlo, o todo o nada, y lo correcto era todo. Finalmente, se votó la propuesta y ganó la facción partidaria de conceder el voto femenino con ciento sesenta y un votos a favor frente a ciento veintiuno en contra. En 1932, las mujeres españolas votaron por primera vez.

El acceso, complicado y tortuoso, de la mujer española a la universidad se produjo en las últimas décadas del siglo XIX, sin embargo, antes de ese momento ya existieron algunas tentativas.

María Isidra de Guzmán y de la Cerda es considerada la primera mujer universitaria. Vivió entre 1768 y 1803, y su figura ha quedado plasmada en las páginas de nuestra historia como La doctora de Alcalá. Se le concede este primer puesto más como un honor que como un hecho en sí, porque pisar la universidad, no la pisó, ya que tuvo una formación a domicilio poco usual para la época.

Habría que esperar al siglo siguiente para que una mujer pisase una universidad y estudiase en ella. Eso sí, disfrazada de hombre. Concepción Arenal, a quien conocemos por su carrera como escritora y su labor político-social, vivió entre los años 1820 y 1893.

Su familia se trasladó de Vigo a Madrid al perder a su padre y su hermana. En 1834 ingresó en un colegio para señoritas, pero a Concepción esta formación no parecía satisfacerle y quería más, por lo que en el año 1841 empezó sus clases en la Universidad Central de Madrid —nombre que recibía anteriormente la Universidad Complutense de Madrid—, como hemos dicho, vestida de hombre, ya que las mujeres seguían teniendo vetado el acceso a los estudios superiores. En 1848 terminó sus estudios, pero no obtuvo la licenciatura, ya que asistía como oyente y no tenían validez sus exámenes —si es que llegó a realizarlos—.

Para Arenal, la educación y la instrucción de las mujeres era algo necesario y fundamental, ya que estas no tenían otra carrera en la vida que el matrimonio. Creía que las mujeres podrían desempeñar ciertas carreras, pero descartaba rotundamente el acceso de la mujer a las carreras relacionadas con la política y el mundo militar.

Consiguió que el monarca Amadeo I de Saboya decretase una Real Orden en la década de 1870 por la que autorizaba y aprobaba el acceso de las mujeres a la carrera de Medicina. Eso sí, estudiando al principio desde casa. No será hasta 1910 cuando las mujeres puedan matricularse en igualdad de condiciones que los hombres en la universidad.

María Elena Maseras i Ribera fue una médico y maestra española, procedente de una familia de médicos, que ostenta el título de ser la primera mujer matriculada en la Facultad de Medicina de la Universidad de Barcelona en el curso lectivo 1872-1873 y, por ende, a efectos prácticos la primera mujer universitaria en España con todas las de la ley y reconocida, aunque durante sus primeros cursos tan solo podía estudiar desde casa y presentarse físicamente a los exámenes. Fue en el año 1875 cuando el catedrático Narcís Carbó le permitió asistir a las clases añadiendo un nuevo pupitre al lado del profesor.

La última de las primeras universitarias españolas fue Dolors Aleu y Riera, especializada en ginecología y pediatría, ejerció la medicina y abrió una consulta en el número 10 de las Ramblas de Barcelona, consulta que regentó durante más de veinticinco años. Compaginó su consulta con las labores de profesora de Higiene doméstica en la Academia para la Ilustración de la Mujer, y con las de escritora de textos sobre maternidad y cuidado infantil en distintas revistas periódicas. Podríamos decir que debió de ser de las primeras columnistas de consejos.

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