Curiosidades de la historia con El Ministerio del Tiempo

Curiosidades de la historia con El Ministerio del Tiempo


3 CASI QUINCE SIGLOS, QUE SE DICE PRONTO

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CASI QUINCE SIGLOS,
QUE SE DICE PRONTO

La Edad Media es uno de los periodos más largos de nuestra historia. Si queremos fechas, entre el año 472, con la caída del Imperio romano, y 1492, con el descubrimiento de América.

Ahora bien, dentro de cada país o territorio las cosas variaban un poco; por ejemplo, muchos historiadores consideran que en el caso concreto de la península ibérica, el verdadero cambio que propició un antes y un después no fue especialmente la caída del Imperio romano, sino la conquista musulmana del territorio ibérico, ya que tras los romanos en la Península se establecieron los visigodos y estos no supusieron una ruptura, sino más bien un continuismo tácito del sistema romano.

A principios del siglo VIII los musulmanes, procedentes del norte de África, entraron en la península ibérica y la ocuparon casi en su totalidad, quedando solo fuera su dominio la zona más norte.

Los omeyas constituían el linaje árabe que ejerció el poder primero en Oriente, con capital en Damasco, y posteriormente en al-Ándalus, con su capital en Córdoba.

Un califa es el cargo sucesor y delegado del profeta Mahoma tras su muerte en la gobernación o dirección de la comunidad islámica. Y un califato vendría a ser algo similar a un Estado musulmán o islámico. Y eso es lo que hubo en al-Ándalus.

Pero los musulmanes no entraron en la Península a lo loco, sino que llevaron a cabo un plan meticuloso. En el año 687 se produjo la primera incursión musulmana en las costas levantinas y en el 710 tenía lugar la conquista de Ceuta, una fortaleza por la que habían pugnado visigodos y bizantinos durante largo tiempo y que por aquel entonces estaba en manos hispánicas.

Se considera la batalla de Guadalete (711) el inicio de la invasión y conquista árabe y el punto final de la Hispania visigoda. Esta batalla se produjo cerca del río Guadalete entre las tropas del último rey visigodo, Roderico o don Rodrigo, y las tropas del califato omeya de Walid I, comandado por Tāriq ibn Ziyād. Don Rodrigo perdería la vida en esta batalla.

Leyenda o realidad, sí que existen hipótesis que apuntan a que estos acercamientos y primeros tanteos que dieron lugar finalmente a la invasión, habrían sido posibles por los tratos entre los musulmanes y aquellos hispanos opositores a las élites visigodas y a la subida al trono de don Rodrigo. Para ponernos en contexto, a finales del 710 o principios del 711 moría el rey Witiza y le sucedía don Rodrigo, dux de la Bética, nieto aparentemente de Chindasvinto, y elegido y proclamado rey en Toledo por el Senatus de la aristocracia visigoda. Sin embargo, esta decisión no terminó de convencer a toda la nobleza y un sector de esta apoyó a Agila II, dux de la Tarraconense, que gobernaría como rey en el nordeste —sur de Francia, actual Cataluña, Valle del Ebro—. Aparentemente Agila II habría sido rey asociado a Witiza y probablemente formase parte de su plan sucesorio, ya que lo encontramos acuñando moneda propia desde el año 708.

En el año 716 los árabes se dirigieron hacia los Pirineos en un intento de penetrar en el Imperio carolingio —lo que hoy sería Francia—. Sin embargo, su campaña por tierras francesas fracasó; en el año 732 tenía lugar la batalla de Poitiers o batalla de Tours entre el ejército musulmán y el ejército carolingio. La contienda se saldó con la derrota musulmana, una derrota que supuso el inicio del retroceso islámico y puso freno a la expansión musulmana desde la península ibérica.

La invasión islámica fue prácticamente una penetración relámpago; se conquistó la Península en muy pocos años y se tardó alrededor de ocho siglos en reconquistar todos los territorios ocupados por los árabes.

A raíz de la conquista musulmana la sociedad y la población que habitaba la península ibérica se diversificó considerablemente.

De una parte estaba la población cristiana, sustancialmente desigual ya que el reparto de tierras provocado por el avance de la Reconquista beneficiaba en su mayoría a la nobleza guerrera, que iría acumulando en su haber grandes posesiones. Era una sociedad eminentemente ganadera y en la que arraigó profundamente el sistema feudal de señores y vasallos.

De otra parte, la población musulmana —mudéjares—, cuya sociedad se dedicaba a la agricultura y a la pequeña industria. Por último, la población judía, que se dedicaba principalmente al comercio, al negocio de los préstamos y a la artesanía y que llevaba en la Península desde tiempos de los romanos.

LA HERENCIA MUSULMANA

En los ocho siglos en los que los musulmanes estuvieron en al-Ándalus dejaron un amplio legado cultural: inventos, productos, lenguaje, ideas, etc. La sociedad árabe del medievo era, probablemente, la más avanzada del momento en muchísimos aspectos y los cristianos no dudaron en recoger y adaptar. Introdujeron productos hasta entonces desconocidos: desde Asia la seda, el algodón, el papel, las alfombras y la pólvora.

También trajeron alimentos como el arroz, el café, la naranja, el limón, el melón, las alcachofas, las zanahorias, las berenjenas, el albaricoque, el azúcar o los garbanzos. Así como el uso de las hierbas y las especias, procedentes de Oriente y que hicieron que Colón acabase en América mientras las buscaba.

No solo nos han legado alimentos, también formas de cocinarlos. Uno de los platos más conocidos de nuestra gastronomía es el cocido, que es obra de los árabes. Como también lo son las albóndigas y las empanadas —alimentos que aprovechaban los sobrantes de platos—, las gachas hechas con harina de garbanzos, o las migas, con trozos de pan. Otra herencia son las llamadas «frutas de sartén», esto es, buñuelos, churros, pestiños, roscos de huevo… Y también el empleo de sabores dulces en platos salados con el uso de frutos secos o miel.

En lo que respecta a la medicina, la rescataron del abandono y la dignificaron. Construyeron numerosos hospitales y edificaron facultades y escuelas de farmacia, creando numerosos medicamentos. Durante buena parte de la Edad Media, los galenos —Galeno era el médico de los emperadores Lucio Vero, Marco Aurelio y Cómodo— cristianos no poseían titulación médica, eran curanderos, barberos, en muchos casos charlatanes que cobraban por hacer más mal que bien. Mucho aprendieron todos estos médicos de árabes —¡y de judíos!—.

En cuanto a la cultura, gracias a ellos el conocimiento de la Antigua Grecia volvió a la Península al traducir los textos clásicos y estudiarlos. Y disciplinas como las matemáticas, la astronomía o la física se recuperaron del olvido.

Por supuesto tantos siglos de ocupación tenían que calar en el lenguaje. Son más de cuatro mil vocablos los heredados —lo que llamamos arabismos—. Aceite, ataúd, berenjena, escabeche, fulano, gacela, guitarra, hachís, jabalí, jaque, máscara, mazmorra, mezquino, nuca, paraíso, real, rehén, robo, rubia, tambor, valija son algunos de ellos. También todos los topónimos que empiezan por beni- —Benimaclet, Benidorm…—, muchos de ellos, curiosamente, en la Comunidad Valenciana. Más topónimos son Guadalquivir, Algeciras, Gibraltar, La Mancha, Guadalajara, Albacete o la misma Andalucía.

¡Y la de expresiones que nos dejaron! «Ojalá» significa «si Dios quiere» —Alá no es otro que el Dios de los musulmanes—. Nuestro clasiquísimo canto de guerra —y para lo que se tercie— «olé» significa literalmente «por Alá»; y nuestros típicos «fulano» y «mengano» significan «un tal» y «quién sea», respectivamente. En el plano más escabroso, la palabra «asesino», significaba «adicto al cáñamo indio». Pero ¿quiénes eran los adictos al cáñamo? Se llamó así a una peculiar secta militar adicta al hachís, y que se dedicaban a matar a personajes importantes como reyes o militares. La palabra se generalizó para referirse al acto de quitar la vida a alguien y se adaptó a las diferentes lenguas europeas.

Algunas de nuestras expresiones de cortesía también tienen sus orígenes en el mundo árabe, como «estar a su disposición» o «estar a sus órdenes», y que era una manera de dar la bienvenida a una persona. Otra expresión que en castellano es común es la de «está en su casa» y proviene directamente del espíritu hospitalario de los árabes.

Los musulmanes crearon bibliotecas públicas y privadas y en las mezquitas y madrazas se impartía ciencia y jurisprudencia. La educación y el conocimiento fueron muy importantes para el mundo musulmán, y se escribieron numerosas obras sobre este tema. Era tal el interés por el saber y las letras que los reyes competían entre sí por lograr el más alto grado de erudición cultivando la poesía. Uno de los escritores más célebres fue Ibn Hazm, con unas cuatrocientas obras a sus espaldas —no sabemos de dónde sacaba el tiempo—, y del que se dice que «su lengua era tan afilada como la espada de al-Hach-chach» —valí de al-Ándalus del sigo VIII y con fama de tener cierta facilidad para sacar su espada—.

La música y la danza estaban presentes en cualquier tipo de celebración en el mundo musulmán. En al-Ándalus se produjo una mezcla entre lo oriental y lo autóctono que dio como resultado las coplas andaluzas. La música andalusí fue cantada por trovadores y juglares que más tarde serían los conocidos cantaores de flamenco, y que desempeñan la labor de trasmitir el arte andalusí, como hicieron otrora trovadores y juglares en sociedades cristianas.

UN PAR DE BAÑOS AL AÑO NO HACEN DAÑO

Los cristianos y musulmanes convivieron en dos territorios distintos con abundantes diferencias durante muchos siglos; fueron sociedades muy distintas en cuanto a cultura, idioma, religión… e higiene.

Las costumbres, todas ellas, varían sustancialmente a lo largo del tiempo, y una de las que más han cambiado es posiblemente la que tiene relación con la higiene y el cuidado personal. Nos duchamos o bañamos todos los días, nos cambiamos de ropa diariamente, cepillamos los dientes varias veces al día, cuidamos el aspecto corporal, el peinado, el olor; el mundo del maquillaje, los perfumes y los cuidados corporales es infinito en el siglo XXI, tanto para mujeres como para hombres.

Sin embargo, esto no ha sido siempre así. De hecho, los hábitos higiénicos actuales tienen, como aquel que dice, cuatro días. El hecho cotidiano de darse un baño durante el medievo era, en realidad, un acto extraordinario. La gente se bañaba una o dos veces al año, generalmente coincidiendo con los cambios de estación o con acontecimientos importantes. O si el médico lo recomendaba —cuando les debía ver más en el otro barrio que en este, porque si no, tampoco—. Además, los galenos no es que fuesen muy amigos de los baños; creían que una capa de suciedad protegía contra las enfermedades. El aseo tenía que ser en seco, con paños limpios y frotando. En el caso de los niños, con mucho cuidado, porque se corría el riesgo de retirar el color natural —esto es, sucio— de la piel y podía ser perjudicial. Por si fuese poco, la Iglesia condenaba el baño porque lo consideraba un lujo y un comportamiento pecaminoso. Y si el médico y la Iglesia decían que no, ¿quiénes somos nosotros para llevarles la contraria?

¿Y cuándo se producía tan magno evento? Pues generalmente en mayo o junio, cuando llegaba el calor y el verano y coincidía con un cambio de ropa por unas más frescas que ayudasen a no sudar tanto.

Como los olores podrían llegar a ser tan nauseabundos, la mayoría de bodas se habrían celebrado durante estos meses, porque toda la familia, e incluso las novias, estaban limpias y relucientes.

Pero no nos llevemos a engaños. No pensemos en baños relajantes y burbujeantes como los que nos podemos dar hoy tras un duro día de trabajo. Aquí la historia era bastante más práctica… y poco higiénica. Se llenaba un barreño o tina con agua templada que se calentaba en el hogar de la casa, las bañeras como las conocemos hoy en día no existían y solo los más pudientes podían permitirse algo similar a una bañera, y por ella iban desfilando todos los miembros de la familia; primero el padre, luego el resto de los hombres de la casa y posteriormente las mujeres, siempre por orden de edad. Niños y bebés eran los últimos.

El de mayo o junio parece ser que habría sido el baño que casi todo el mundo habría cumplido sí o sí. El segundo baño —más optativo aparentemente— habría sido el de invierno, con el cambio de estación y el cambio de ropas a unas que soportasen más el frío, se habría vuelto a la tina para empezar bien lustroso la nueva estación.

Una sociedad medieval muy distinta a los cristianos fueron los vikingos; la sociedad escandinava que vivía en Dinamarca, Noruega, Suecia y posteriormente en Islandia, Groenlandia y otros muchos puntos de Europa que colonizaron durante los siglos VIII y XI. Si bien se les ha tachado de bárbaros y salvajes, lo cierto es que en temas de limpieza les ganaron el punto, el set y el partido a los cristianos. Sabemos que se bañaban una vez a la semana, los sábados, que además era día de lavar y cambiarse la ropa —sí, una vez a la semana, frente a una o dos veces al año—. También sabemos que se peinaban a diario y que cuidaban muchísimo su imagen.

Tan raros debían ser los vikingos a ojos de los cristianos, que el clérigo inglés John de Wallingford, en una crónica del año 1220 dejó escrito que «los daneses —los ingleses llamaban a todos los vikingos daneses—, gracias a su costumbre de peinarse el cabello todos los días, de bañarse todos los sábados y de cambiar regularmente su ropa, fueron capaces de minar la virtud de las mujeres casadas e incluso de seducir a las hijas de nobles para convertirlas en sus amantes».

Otros que se escandalizaron frente a los quehaceres higiénicos vikingos fueron los musulmanes, pero en otra dirección. Mientras el cura inglés los acusaba de tener intenciones deshonestas por lavarse tanto, Ibn Fadlan, un musulmán que en el siglo X convivió con los vikingos, se escandalizaba de lo guarros que eran y nos dejaba también sus impresiones en su crónica, en la que decía:

Cada día tienen que lavarse la cara y las cabezas y esto lo hacen de la manera más sucia y más inmunda posible: a saber, todas las mañanas una sirvienta trae un gran recipiente con agua, lo ofrece a su amo, quien se lava las manos y la cara y su cabello, el cual se lava y peina con un peine en el agua, luego se suena la nariz y escupe en el cuenco. Cuando ha terminado, la sirvienta le ofrece el cuenco al siguiente, que hace lo mismo. Ella ofrece así el cuenco a toda la familia y cada uno se suena la nariz, escupe y se lava la cara y el pelo en ella […]. Son las criaturas más sucias de Alá. No se lavan ni tras sus necesidades corporales, ni después de mantener relaciones sexuales, y mucho menos se lavan las manos después de comer.

¿Qué debía pensar un musulmán de un cristiano? Pues nada bueno, probablemente. Primero, porque los musulmanes se aseaban cinco veces al día, cada vez antes de rezar. Por otro lado, porque tenían lo que conocemos con el hombre de hammam, en castellano «baño árabe» o «baño turco». Estos eran una derivación de los baños y termas romanas y los musulmanes los llevaron por todos los territorios islámicos, incluido al-Ándalus. No solo eran lugares para bañarse —de hecho, eso era lo de menos—, eran centros de reunión social y puntos de encuentro donde se podían llegar a discutir temas muy serios e importantes. Curiosamente, los mandó prohibir Isabel la Católica, una reina de la que se dice que no era muy —o nada— amiga de la higiene. Europa occidental los reintrodujo como símbolo de lujo bohemio a mediados del siglo XIX procedentes del Imperio otomano, una cultura que fascinaba a los románticos europeos.

En un mundo con tan poca higiene los mecanismos para soportar los olores no se hicieron esperar y no solo existieron los ramos de flores para las novias. Aunque muchos usamos y creemos que el abanico se inventó para darnos tregua en los infernales días de verano, lo cierto es que se creó para dar tregua a las narices medievales y dispersar así el olor. Los más pobres se abanicaban a sí mismos; y los más pudientes tenían quien les abanicase.

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