Curiosidades de la historia con El Ministerio del Tiempo

Curiosidades de la historia con El Ministerio del Tiempo


7 TIEMPO DE REYES

Página 13 de 25

7
TIEMPO DE REYES

LA VIUDA, LA REVUELTA Y LOS COMUNEROS

Los comuneros fueron las personas que participaron en las revueltas de la Comunidades de Castilla —de ahí su nombre— entre 1520 y 1521, durante el reinado del emperador Carlos V y en contra de la política imperial del nuevo gobernante. Los motivos serán muy sencillos: las ciudades, alarmadas por los costes económicos que este tipo de nombramientos pudiera acarrear, protestaron contra esta elección imperial. Por si esto fuera poco, la venida del nuevo monarca no fue recibida con entusiasmo en España, ya que apenas llegó empezó a nombrar cargos públicos importantes en su corte flamenca, desplazando a los castellanos del poder, a los que como es lógico, no les gustó mucho aquellas decisiones.

La rebelión comenzó en Toledo de mano de Juan Padilla, extendiéndose al resto de ciudades rápidamente. Los rebeldes constituyeron una milicia ciudadana que tomó como enseña el pendón rojo de Castilla. La revuelta terminó en Villalar en abril de 1521, con los líderes de la revuelta decapitados. Sin embargo, todavía quedaba una chispa rebelde en la ciudad de Toledo, una chispa femenina.

La insurrecta se llamaba María de Pacheco, y fue hija de Íñigo López de Mendoza y Quiñones, primer marqués de Quiñones y segundo conde de Tendilla, y Francisca Pacheco. Una mujer culta y de armas tomar que sabía latín, griego, matemáticas, historia, y a la que habían hecho recientemente viuda de uno de los líderes a los que habían decapitado, Juan Padilla.

Por entonces la llamaban «leona de Castilla», «brava hembra» o «centella de fuego», ya que volcó todo su énfasis y odio hacia los verdugos de su marido.

A la muerte de este se subió al alcázar llamándole a gritos «¡Padilla! ¡Padilla!», y se erigió dueña de la ciudad. Tomó el alcázar, designó nuevos puestos y empezó a implantar nuevas contribuciones e impuestos. Además, como veía venir una pronta represalia por parte del poder real, ordenó el rearme para la batalla.

Pronto, la leyenda de María de Pacheco comenzó a correr como la pólvora, y los comuneros encontraron al líder perdido en ella. Entró por la fuerza en la catedral de Toledo, y apresando al cabildo le obligó a pagar seiscientos ducados. Se dice también que ella misma entró en la catedral de rodillas y al llegar al altar hizo pedazos la custodia y la cruz de plata para repartirla entre sus soldados.

Debido a la insurrección de María de Pacheco, comenzaron los enfrentamientos entre ambos bandos. Uno de los más célebres fue el de Olías del Rey, en agosto de 1521, en donde aparte de morir cerca de mil rebeldes comuneros, resultó herido el poeta Garcilaso de la Vega, que luchaba en el bando del prior de San Juan y el de Juan de Ribera. Sin embargo, el bando comunero se vio asediado y tuvieron que pactar una amnistía.

La llama de la revolución no se apagó en María de Pacheco, quien encontró en Juan Gaitán, Hernando de Ávalos y Juan de Carrillo a sus compañeros más fieles a la causa.

Tras el asedio, los comuneros volvieron a alzarse en armas, usando la casa de María de Pacheco como fortín principal y comenzar así otra rebelión. Sin embargo, a aquellas alturas ya quedaban pocos afines a su causa, y los rebeldes no tenían fuerzas para aguantar otra embestida, por ello, tuvo que pactarse una tregua en la que la Pacheco huyó disfrazada de Toledo.

La derrota de Toledo supuso la derrota de las Comunidades y el fin de la rebelión. Como medida se mandó derribar la casa de los rebeldes Juan y María hasta los cimientos. Impregnaron el suelo de sal y erigieron una columna.

María de Pacheco huyó de la ciudad montada en asno, vestida de labradora. Obviamente fue exceptuada del perdón general que el emperador Carlos V concedió en 1522, y fue condenada a muerte por rebeldía. María, huida de todo y de todos, fue cuidada bajo el arzobispo de Braga y finalmente murió en Oporto en 1531. Siguiendo su voluntad fue enterrada en la catedral de esta ciudad. En su tumba figura el epitafio escrito por su hermano Diego Hurtado de Mendoza: «Si preguntas mi nombre, fue María; si mi tierra, Granada; mi apellido de Pacheco y Mendoza, conocido el uno y otro más que el claro día; si mi vida, seguir a mi marido; mi muerte, en la opinión quél sostenía; España te dirá mi calidad que nunca niega España la verdad».

DE LA LEYENDA NEGRA Y LA LEYENDA BLANCA

Conocido como el Prudente, Felipe II nació en Valladolid el 21 de mayo de 1527 y falleció en San Lorenzo de El Escorial el 13 de septiembre de 1598. Hijo de Carlos I de España y V de Alemania, emperador del Sacro Imperio Romano Germánico —título que no consiguió heredar, aunque empeño le puso para dar y tomar— y de Isabel de Portugal, su reinado es uno de los más longevos de la historia de nuestro país, casi medio siglo que se extiende entre 1556 y 1598. Pero no solo fue rey de España, sino que también lo fue de Sicilia y Nápoles (1554-1598), de Portugal y el Algarve (1850-1598) y rey de Inglaterra e Irlanda (1554-1558). No en vano el Imperio español de la época era conocido como «el imperio en el que no se pone el sol», ya que tenía posesiones en todos los continentes.

Una educación esmerada, pero severa y rígida, basada en una profunda religiosidad, sumado a las enormes dificultades de su reinado y a las tragedias personales imprimieron en el monarca un carácter retraído y hosco. Le gustaban la naturaleza y las actividades al aire libre, como la caza o los jardines a la flamenca. Gran amante del coleccionismo, poseía la mayor biblioteca de Occidente —se cree que con más de catorce mil volúmenes—. Pero no solo coleccionaba libros, sino todo tipo de objetos entre los que destacaban los de índole religiosa. También fue gran mecenas de las artes plásticas y la música y no así del teatro, ya que parece que no le gustaba.

Su padre, el emperador del Sacro Imperio, pasaba largas temporadas fuera de casa y estuvo ausente durante gran parte de su vida —como él mismo haría con su primer hijo, Carlos— y su madre falleció siendo él muy joven. Las tragedias personales estuvieron marcadas por sus numerosos matrimonios y su escasa descendencia; se casó primeramente con María Manuela de Portugal, con la que tuvo al infante don Carlos, el heredero de la Corona hasta que falleció rodeado de misterio y especulaciones en 1568 y del que seguidamente hablaremos. En el año 1554 se casó con María I de Inglaterra, con la que no tuvo descendencia, y al morir esta contrajo matrimonio con Isabel de Valois, con quien tuvo dos hijas: Isabel Clara Eugenia y Catalina Micaela. Su último matrimonio fue con Ana de Austria con quien, si bien tuvo mucha descendencia, poca sobrevivió: Fernando, Carlos, Diego, Felipe —el futuro Felipe III— y María.

Las dificultades de gobierno en su reinado pasaron por problemas en los Países Bajos, la conquista de Portugal o las desavenencias con Inglaterra y el resto de potencias protestantes. Felipe II ha sido uno de los personajes más discutidos de la historiografía española, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras. Poderoso soberano, gobernador de un inmenso Imperio en constantes rebeliones y disputas, con una política claramente antiprotestante y gran defensor de la Iglesia católica, no fueron pocos los enemigos que se granjeó el monarca, como tampoco los fervientes defensores que tuvo. Todo ello fue forjando lo que ha pasado a la historia como la leyenda negra, una especie de opinión y sentimiento antiespañol creado desde fuera de España por los enemigos que en aquel momento concreto tenía la monarquía hispánica con el súbito interés de provocar el descrédito de Felipe II y sus políticas. Hemos de decir que tuvo mucho éxito, aunque también sería justo declarar que existió lo que se ha llamado la leyenda blanca, rosa o dorada, justo con la intención de todo lo contrario.

¿Por qué la leyenda negra? Desde fuera de España se pintó a Felipe II como un monstruo responsable de los horrores de la Santa Inquisición, del exterminio de los indios americanos, así como de la destrucción de sus enemigos políticos y religiosos, se le intentó cargar el muerto —nunca mejor dicho— de ser el causante del envenenamiento que llevó a la muerte a su tercera esposa —Isabel de Valois— y de la defunción de su primogénito, el infante Carlos. Felipe II era visto como un soberano despótico y fanático hasta el extremo; criminal e imperialista, al que se le minimizaron las victorias y se exaltaron las derrotas. La leyenda negra comenzó a fraguarse a lo largo del siglo XVI y alcanzó su cénit en el XVII de la mano de opiniones de publicistas y cronistas antiespañolistas y anticatólicos.

Por otro lado, la leyenda rosa, blanca o dorada, en la que era visto por sus seguidores como el arquetipo del buen gobierno, de la moralidad y de toda clase de virtudes. Sus defensores y sus más acérrimos seguidores veían en Felipe II poco más que a la figura del mesías; el descubrimiento de las Indias y la liberación de los indios de su vida de herejías eran percibidos como signos de la elección del rey de España para cumplir la misión de evangelizar y catolizar no solo Europa, sino el orbe entero. Y para ello se necesitaba poder y hegemonía, elementos que debía mantener a toda costa.

Y es que si de algo estuvo marcado su reinado fue de una especie de aura de providencialismo que no solo afectaba a la persona del rey, sino a la de muchos españoles. Felipe II estaba convencido que debía esperar los éxitos y temer los fracasos ya que ambos venían del favor del cielo y, para ello, era necesaria una estricta moralidad personal y social, para no perder así este favor.

EL CÍRCULO ESOTÉRICO DE FELIPE II

Una de las obras cumbres del rey Prudente fue la construcción del monasterio de El Escorial, en honor a San Lorenzo. De Felipe II sabemos que era un ser fervientemente religioso, lo que poca gente sabe es que también tenía un enorme lado esotérico.

Todas las creencias esotéricas de este rey se materializaron en este monasterio que fue proyectado con la idea de crear un templo salomónico y en el que se siguieron unas pautas astrales, como el hecho de que la primera piedra se colocó según las predicciones del horóscopo. Felipe II se adjudicó el papel de nuevo Salomón, quizás por su título de rey de Jerusalén, y quiso dar al monasterio ese carácter de cosmos.

En la biblioteca de su templo del saber conservan varias cartas astrales que el mismo Felipe II hizo hacer, una de ellas de John Dee y otra del médico Matías Haco, llamado Prognósticos, la cual usaba Felipe II como libro de cabecera. En los frescos de la misma biblioteca se pueden ver cientos de ejemplos del hermetismo en el arte.

Pero, sin duda, lo más conocido de Felipe II en relación al ocultismo es lo que se conoce como el Círculo de El Escorial, un grupo constituido en torno a 1580 por médicos, espagíricos, alquimistas y astrólogos que se reunían en torno al monarca. Entre los nombres que integraron este círculo aparece Juan de Herrera, el arquitecto de El Escorial.

No solo se reunían por el gran afán del monarca de obtener conocimiento y saber, sino para experimentar con el rey y su mala salud, y es que Felipe II fue un hombre de constitución y salud débil, una situación que con la edad se fue acrecentando, por lo que era intervenido continuamente con purgas y sangrías. Tanta purga, tanta sangría y el atiborramiento a diuréticos dejaban a Felipe II más muerto que vivo, así que aconsejado por ese círculo de sabios, empezó a utilizar otros productos mucho más misteriosos: cuernos de unicornio —que eran de narval—, piedras bezoares —que eran del riñón—, pezuña de gran bestia —que era de alce—, todas las piedras preciosas habidas y por haber o piedras del águila —limonita—. Y por supuesto cientos de miles de bálsamos, frutos y hierbas. Al final de su vida, cuando ya estaba a punto de morir en su cama, se volvió aún más paranoico: no permitía que nadie le tocase sus amuletos. Además, mandó poner a todos los lados de la cama y por las paredes de su dormitorio crucifijos e imágenes. Entre dichas imágenes hubo una enorme colección del Bosco: la Mesa de los pecados capitales o El Jardín de las Delicias.

Tuvo también encima de la cama el crucifijo con el que murió su padre en las manos, el emperador Carlos V, y pidió que tras su muerte se guardase en un cajón a la espera de la muerte de su hijo y sucesor Felipe III. Eso sí que era un regalo.

Finalmente, cuando ya veía que sus días estaban terminando, pidió la extremaunción y «mandó a su confesor que le llevase el Manual, libro donde se administran los Santos Sacramentos, y le leyese todo lo que este tocaba sin dejar letra». Para recibirla, se esmeró en su higiene personal, algo con lo que parece estaba un poco obsesionado —y algo nada habitual en la época—.

LA ARMADA (QUE NO FUE) INVENCIBLE

Felipe II dijo que él había enviado sus naves a pelear contra los hombres, no contra los elementos. Y es que el verdadero nombre que se le dio a la flota que debía invadir Inglaterra fue el de La grande y felicísima Armada, nada del pretensioso título de la Armada Invencible, que no es sino un apelativo forjado por la historiografía anglosajona sin otro fin que el de resaltar y ahondar en la derrota española en esta empresa. Sin embargo, derrota, lo que se dice derrota, no fue. Aunque tampoco una victoria, no pequemos ahora nosotros de triunfalistas.

El intento de invadir Inglaterra con la Armada Invencible —a la que la llamaremos así para no crear confusiones, ahora que se ha desvelado la verdad— se encuentra dentro del contexto histórico que conocemos como la guerra angloespañola, un conflicto que tuvo lugar entre los ejércitos y armadas de Felipe II de España y el de Isabel I de Inglaterra entre 1585 y 1604, y que no fue sino la culminación de una serie de hechos o eventos que fueron acrecentando hasta estallar la rivalidad entre ambos reinos.

Tan importantes son los conflictos o los hechos históricos como las causas que lleven a ellos y, en el caso de la Armada Invencible, sería imposible comprender su razón de ser sin conocer dichas causas. ¿Por qué España e Inglaterra acabaron entrando en guerra? Básicamente, porque ambas potencias se consideraban amenazadas y cada acción de la una suponía el enfado de la otra.

En primer lugar, en el año 1580 Felipe II se hacía con el trono de Portugal y lo incorporaba a los territorios de la monarquía hispánica. Lo hacía por derecho, pues su madre era portuguesa. Los ingleses —a los que Portugal se la debía traer bastante al pairo, pero si se metían, mejor— decidieron apoyar en el conflicto al candidato portugués al trono, Antonio de Crato.

En segundo lugar, una vez conquistados los territorios de Portugal y las Azores, la monarquía hispánica se vio en la tesitura de tener que poner fin a los ataques que sufrían los barcos españoles que venían de las Indias —conocidos como la Flota del Tesoro, un nombre que, probablemente, ya avisaba de lo que había dentro— a manos de holandeses, franceses y sobre todo ingleses. Estas acciones las llevaron a cabo principalmente corsarios ingleses —pagados o no por la Corona inglesa— como John Hawkins o el conocidísimo Francis Drake. España se estaba enfadando.

En tercer lugar, tanto España como Inglaterra quisieron meter mano en la sucesión al trono francés —nadie tenía suficiente con lo que había en casa, que debían ir a buscar los problemas fuera—; España quería un heredero católico e Inglaterra uno protestante y todos pactaron con quien hizo falta para conseguirlo.

En cuarto lugar, y en medio de la guerra de los Ochenta Años, Isabel I firmó un tratadocon los rebeldes holandeses por el que se comprometía a suministrarles un ejército bajo mando inglés durante el tiempo que durase la guerra con España. El desembarco de tropas inglesas en los Países Bajos suponía una declaración de guerra implícita hacia Felipe II, que ahora sí estaba ya muy enfadado.

Por último, las conspiraciones católicas en Inglaterra para destronar a Isabel I y colocar a María Estuardo, reina de Escocia y católica dieron como fruto que Isabel I mandase ejecutar a María, que fallecía en el cadalso el 18 de febrero de 1587. Este fue el detonante final para que Felipe II decidiese atacar e invadir Inglaterra.

Como apuntó el propio monarca hispánico, la Armada Invencible o la Felicísima Armada fue, más que cualquier otra cosa, una serie de catastróficas desdichas, incluso antes de zarpar. No podemos saber qué habría sucedido si todos los astros necesarios se hubiesen alineado como tocaban y las cosas hubiesen salido como estaban previstas —o, al menos, planeadas—, pero desde luego, lo que sí sabemos es que fue un problema tras otro desde el minuto uno.

Una vez resuelta la decisión de atacar Inglaterra, el siguiente paso era preparar la empresa. Felipe II escogía como almirante al marqués de la Santa Cruz, quien quería la friolera de quinientos barcos que transportasen más de sesenta mil hombres. El problema es que había que construir buena parte de esos barcos —la mayoría en astilleros españoles e italianos— y ello requería de mucho tiempo. Del que no se disponía, por cierto, si se quería atacar con presteza y evitar que los ingleses no solo lo supiesen, sino que se preparasen para ello.

En medio de todo esto se producía el ataque sorpresa del corsario Drake —dicen que amante de Isabel I, a la que se conocía como la Reina Virgen— a Cádiz a finales de abril de 1587, que se llevaría por delante una veintena y obstaculizaba la llegada de la flota de América que era la que, en gran parte, financiaba la empresa. Y por si fuera poco, el marqués de la Santa Cruz moría repentinamente de tifus, por lo que había que buscar a toda prisa un sustituto, que finalmente sería el duque de Medina Sidonia, al que se le daba orden de partir hacia Lisboa. Él no poseía experiencia como almirante ni experiencia naval, por lo que intentó rehusar el cargo, sin mucho éxito, porque al rey no se le dice que no.

Al retrasarse la partida de la Armada Invencible, esta pasaba a ser de todo menos secreta, y los ingleses comenzaban a prepararse para su llegada. ¿Qué estrategia pensaba seguir la Armada Invencible? Esta debía aproximarse a los Países Bajos donde el ejército del duque de Parma —en barcazas— cruzaría el estrecho y pondría pie en Inglaterra. Pero esta estrategia planteaba problemas. En primer lugar, la propia inexperiencia del duque de Medina Sidonia, que no lo veía nada claro. En segundo lugar, que se trataba de un plan que requería un nivel de coordinación poco probable —por no decir imposible— en el siglo XVI. Y en tercer lugar, ningún puerto en los Países Bajos tenía profundidad suficiente como para acoger a la Armada mientras esperaba.

Finalmente, el 30 de mayo del año 1588 zarpaban ciento veintinueve barcos —mayormente mercantes requisados— con unos cien mil hombres como tripulación —entre los que había siete mil marineros, mil caballeros de fortuna y nada menos que ciento ochenta clérigos— y diecinueve mil como soldados infantes.

Solo un mes después, los problemas con los temporales comenzaban; barcos dispersados que tenían que volverse a juntar, barcos a la deriva que se perdían y debían volverse a encontrar… Un no parar. Pero no solo afectó a los españoles; los ingleses, parados y esperando el ataque, tampoco podían zarpar debido al temporal. Y además, como debía haberse esperado, el encuentro que debía haberse producido entre la Armada y las tropas de Farnesio jamás llegó a efectuarse. Finalmente, el 30 de julio setenta barcos ingleses salían de sus puertos y rodeaban la Armada y al día siguiente se producían los primeros ataques. Los ingleses enviaron barcos incendiados contra los galeones españoles y la Armada tuvo que romper su sólida formación. El duque de Medina Sidonia consiguió reunir los barcos a la altura de Gravelinas, pero un fuerte temporal —sí, otro— arrastró los barcos hacia el norte, que fueron perseguidos por los ingleses hasta las islas Orcadas, donde viraron hacia el sur para regresar a España.

Los daños fueron muchos, aunque podría haber sido peor. Se perdieron un tercio de los barcos y la mitad de los hombres, además de una gran cantidad de naufragios y navíos maltrechos que acabaron encallando en las costas de Irlanda y de Escocia —algunos de los cuales, curiosamente, se han recuperado y excavado en los últimos años—.

Se calcula —aunque estas cosas siempre son difíciles de aseverar de forma exacta— que se invirtieron en la empresa más de diez millones de ducados, lo que —como se ha hecho a lo largo de toda la historia una y otra vez— supuso el aumento de impuestos para enjugar el enorme déficit de la Hacienda de la monarquía hispánica, lo que acarreó, como podría esperarse, grandes quejas y muchos disturbios en varias ciudades de la Corona de Castilla.

¿Fue un desastre la Armada (In)Vencible? Desde luego que no fue una victoria ni una hazaña que habría que celebrar, eso lo tenemos todos claro. Sin embargo, no fue un desastre tan acusado como el que popularizó la propaganda inglesa y antiespañola del momento. Lo que sí fue es un enorme golpe a la moral española, que creían que habían sido abandonados por Dios.

Como consecuencia, Inglaterra se hacía con el dominio del Atlántico, aunque ello no llegó a interrumpir de forma total el sistema de flotas entre España y América y viceversa. Otra consecuencia era el fin de la toma de los Países Bajos por parte de Alejandro Farnesio y, por último, ingleses, holandeses y hugonotes consideraron el fracaso de la empresa española como la salvación de la Europa protestante.

Si lo de la Armada Invencible fue un fracaso, los ingleses no se quedaron cortos y tuvieron el suyo propio. Mucho menos publicitado y difundido, claro está. El almirante de la flota era, desde 1581, el famoso pirata convertido en sir, Francis Drake, y los objetivos eran tres. El primero, destruir los restos de la Armada Invencible —reparándose en la costa cantábrica en aquel momento—; el segundo, destronar a Felipe II como monarca portugués y colocar a su candidato; y el tercero, desde las Azores, capturar la flota de Indias y así poder atacar los barcos españoles que procedían de las Américas y acabar con las rutas de comercio españolas. ¿Cuál fue el resultado de la contraarmada? Pues un fracaso estrepitoso que hizo, incluso, caer en desgracia al propio Drake —héroe popular por las fechas—. Se ve que Dios, ni el católico y ni el protestante, estaba muy por la labor.

¿CUESTIÓN DE GENES O
UNA SERIE DE CATASTRÓFICAS DESDICHAS?

Como hemos mencionado, uno de los hechos que más alimentaron la leyenda negra fue lo acontecido alrededor del primer hijo de Felipe II con su primera esposa, María Manuela de Avís o de Portugal.

Se le ha descrito como enfermizo, agresivo y conspirador. Un personaje histórico rodeado de enigmas, de imprecisiones y de lagunas en su historia que no ayudaron demasiado a la forja de la imagen de su padre. Muchos estudiosos han visto en el comportamiento y el devenir de los sucesos que envuelven a la figura del príncipe Carlos un problema genético. Sus padres eran primos hermanos por partida doble. ¿Por qué se casaron entonces? Los matrimonios en aquel momento no solo se producían muy pronto —ambos tenían tan solo dieciocho años—, sino que eran alianzas y transacciones de gobierno; esta fue una boda pactada por el monarca Carlos I debido a la cuantiosa dote que aportaba la novia y porque garantizaba estabilidad política para la península ibérica al forjar una asociación matrimonial con el reino vecino de Portugal.

Sin embargo, que sus padres fuesen parientes cercanos y que durante generaciones se hubiesen practicado políticas matrimoniales endogámicas en la Casa de Austria no es lo único que podría explicar su actitud; ello estuvo agravado o potenciado por una posible demencia y las secuelas de la trepanación a la que se vio sometido muy joven y de la que hablaremos a continuación. Aparentemente, todo un cúmulo de factores y situaciones debieron de incidir en su carácter, no solo los genes.

La desgracia le llegó pronto; su madre falleció a los cuatro días de dar a luz debido a las complicaciones del parto —algo bastante habitual en la época— y Carlos, a causa del absentismo de su padre por cuestiones de política y gobierno, quedó durante su infancia y parte de su adolescencia al cuidado de terceros.

Estos cambios, junto con la ausencia de una figura paterna fuerte hizo que, según algunos cortesanos, Carlos creciese mimado, sin que nadie le pusiese límites y manifestando comportamientos exagerados y preocupantes. Mostró evidencias de bestialismo y excentricidades así como cambios de humor constantes y radicales, su temperamento era violento e impulsivo y evidenció poco racionalismo y escasa lucidez mental; no habló hasta los tres años, no aprendió a leer ni a escribir hasta edad muy avanzada y, con el tiempo, desarrolló excesos en la mesa tanto con la comida como con la bebida que, sumados a su escasa afición al ejercicio físico y su constitución débil y enfermiza, no hicieron más que agravar su condición. Mostró problemas de salud y mentales desde la tierna infancia; a los once años sufrió de malaria, lo que le produjo un desarrollo anómalo de la columna vertebral y de las piernas que le obligaban a caminar cojeando y sin poder erguirse.

Se sabe que mandó incendiar una casa de la que, accidentalmente, le habían caído unas aguas sucias que le habrían manchado la ropa, o que arrojó por la ventana a un paje suyo cuyo comportamiento no le había satisfecho y que, en otra ocasión, habría intentado arrojar por la ventana también a su guarda de joyas y ropa. El trato violento al servicio era, al parecer, una constante. Asaba liebres vivas, cegaba caballos en los establos reales y a los once años mandó azotar a una chica por diversión, un hecho que se logró tapar pagando al padre de la muchacha una sustanciosa compensación económica.

Uno de los escándalos más sonados —y que además de sonado le costó, todavía más si cabe decir, la salud— tuvo lugar en abril de 1561, cuando se cayó por las escaleras del palacio de los Arzobispos de Toledo en Alcalá de Henares persiguiendo a una de las sirvientas, la hija del portero de palacio, y se golpeó tan fuerte la cabeza que quedó en estado comatoso durante días. En tal mal estado debió quedar que se le llegó a desahuciar e, incluso, Felipe II preparó sus exequias.

En su desesperación, el monarca mandó llamar al curandero Pinterete, un morisco y sanador no universitario famoso por sus misteriosos ungüentos. Lo cierto es que parece que su tratamiento funcionaba, pero se dice que fue expulsado de la corte por celos por orden de Dioniso Daza Chacón, médico español vallisoletano. Además, se le llegó a poner la momia de fray Diego de Alcalá a los pies de la cama, exhumada para la ocasión y de quien se decía que había muerto en olor a santidad. Finalmente, el príncipe fue atendido por el médico nacido en Bruselas Andrés Vesalio, que le practicó una trepanación del cráneo. Si bien Carlos se recuperó, la verdad es que ello pudo haberle dejado severas secuelas.

Cuando Felipe II regresó de forma permanente a España para hacerse cargo de la monarquía hispánica a la muerte de su padre, se encontró con un preadolescente al que no conocía prácticamente, por lo que la relación fue tensa desde el primer momento.

Para contentarlo y acercase a él, Felipe II le prometió que le nombraría gobernador de los Países Bajos, un territorio en rebelión desde hacía tiempo. Con todo, el carácter de su hijo le hizo desistir de esta empresa y retrasó el nombramiento de ese cargo, y de cualquier otro. Ello hizo que Carlos comenzase a impacientarse y creyese que su padre no confiaba en él; finalmente, Felipe II le nombró miembro del Consejo de Estado, algo que, lejos de contentar al príncipe, aún consiguió enojarlo más, pues se trataba de un órgano simplemente consultivo y las decisiones, en última instancia, las seguía tomando el rey.

Como estaba enfermo, no pudo acudir en persona a las Cortes celebradas en la Corona de Aragón en 1564 para jurar sus fueros y constituciones, por lo que estas se negaron a reconocerlo como heredero, cosa que desesperó aún más a Carlos.

Se agudizó su paranoia y la relación con su padre se torció definitivamente, llegando a burlarse de él en público, a espiarlo y a conspirar a sus espaldas. En su empeño por llegar a los Países Bajos y convertirse en su gobernador, conspiró con rebeldes flamencos que más tarde serían encarcelados por el duque de Alba, a quien incluso intentó apuñalar cuando sus planes se torcieron absolutamente. Sabemos, además, que llegó a confesar sus planes de asesinar al rey al prior del convento de Atocha. Incluso se especula que se pasó al bando luterano contra su padre.

En enero de 1568 y a la cabeza de una veintena de guardas y miembros del Consejo de Estado, Felipe II entraba en los aposentos de Carlos en el alcázar de Madrid —el actual palacio real— y se procedía al registro de sus pertenencias y documentos, donde se hallaron numerosas evidencias de sus planes y maquinaciones contra el monarca. Felipe II tomaba la decisión de prender y encerrar a su hijo en sus aposentos y se le privaba de correspondencia y de contacto con el exterior. En su cautiverio, el príncipe amenazó en numerosas ocasiones con el suicidio —como, por ejemplo, tragándose un anillo—, por lo que se ordenó también retirarle cuchillos y tenedores. Se le confinó finalmente en el castillo de Arévalo y en julio de 1568 inició una huelga de hambre. Falleció ese mismo mes de julio, probablemente de inanición y entre constantes delirios.

Para evitar escándalos y descréditos, Felipe II intentó ocultar en la medida de lo posible los incidentes perpetrados por el príncipe Carlos; sin embargo, la noticia del arresto del heredero del rey llegó a los confines del reino —y fuera de este— rodeada de misterio y de especulaciones. Se comenzaba a construir la leyenda negra en torno al monarca hispánico.

¿Pero por qué Felipe II actuó de forma tan ambigua en este tema? Los motivos de esta decisión se desconocen, aunque las especulaciones sobre la muerte del príncipe no se hicieron esperar, sobre todo por parte de sus enemigos fuera de las fronteras españolas que le acusaron directamente de haber asesinado a su heredero; las versiones variaron desde la muerte por envenenamiento hasta la muerte por asfixia con una almohada a manos del propio monarca o la decapitación. La prensa rosa de la época incluso le atribuyó a Carlos un romance con Isabel de Valois, su madrastra y esposa de Felipe II, a quien en su momento se pensó en casar con el hijo en vez de con el padre. Lo cierto es que surgió amistad entre ambos, pero eso no es un hecho suficiente que pruebe ningún otro tipo de relación. La versión más probable del final de esta historia es que el príncipe muriese de causas naturales, como de su debilidad física y mental, y de la huelga de hambre que había iniciado y agravado todo por las condiciones de su confinamiento.

LOS TERCIOS DE FLANDES

Fue uno de los mejores ejércitos de la monarquía española, organizado en 1516 por la dinastía de los Habsburgo para la defensa de la monarquía hispánica en el territorio que componían los Países Bajos. Han pasado a la historia por ser los mejores soldados de su tiempo a pesar de ser también los peor pagados.

Durante esta época la monarquía española se declara en bancarrota en varias ocasiones. Demasiados frentes abiertos iban dejando las arcas reales vacías y a unos ciudadanos cada vez más descontentos.

Las tropas de Flandes son las que se veían más afectadas por esta falta de dinero, ya que su sueldo dependía de la Corona. Lo primero con lo que se les abastecía era el llamado «pan de munición» o «pan del gobierno» —como dice Sancho «todos los duelos con pan son buenos»—, aunque dicho pan no siempre llegaba, y a veces llegaba malo, fabricado con desperdicios —harina sin moles, yeso…— y era preferible morir de hambre a morir comiéndolo.

Otro de los aprovisionamientos importantes de las tropas era el vestido, solo disponible en dos tallas universales: grande y pequeña. El uniforme consistía en un gabán, calzones, chaqueta, camisa, ropa interior y medias. Luego, los ejércitos de cada lado llevarían sus insignias. Por ejemplo, estaba el tercio más discreto y recatado todo vestido de negro —conocido como el tercio de los sacristanes— y luego estaba un tercio más aderezado, cargado con plumas y vivos colores —el tercio de los almidonados—. Pero estos uniformes duraban bien poco en la guerra y la Corona no podía abastecerles de mucha más ropa, así que con frecuencia vestían con harapos.

Pícaros eran también los soldados que entraron por primera vez en los Países Bajos, allá en 1567, pues no tardaron en manifestar los mismos valores de la picaresca de la sociedad española de este tiempo, es decir, los soldados eran holgazanes, brutos y con sed de juego.

Para ir al territorio enemigo tenían que hacer el Camino Español que se extendía casi enteramente por territorios propios, y así el rey quedaba a salvo. Pero el camino no era fácil, y de aquí procede el dicho de «esto es más difícil que poner una pica en Flandes», el arma del soldado español. El Camino Español era un viaje lleno de obstáculos geográficos y climáticos. Los soldados debían pasar desfiladeros, vadear ríos, penetrar bosques… y sortear a los numerosos ladrones. Así que llevar soldados a Flandes suponía grandes dificultades técnicas, logísticas y humanas, pero aun así, los soldados españoles llegaban a Flandes, combatían ¡y ganaban!

El viaje comenzaba en Milán y terminaba en Bruselas, y a pesar de los cambios en el trayecto, debido a las alianzas o enfrentamientos con los territorios colindantes, en esencia seguía un mismo patrón: partían por mar desde Valencia o Barcelona, desembarcando en Sicilia o Nápoles, la ruta atravesaba Saboya y Lorena, aliados; y también el Milanesado, Franco-Condado y Países Bajos españoles, estados españoles, bordeando Francia. El objetivo era mantener conectados todos los territorios de la Corona española.

En las batallas, los tercios debían combatir por la unidad de la monarquía hispánica, y lo hacían bajo la bandera de la Cruz de Borgoña, o Cruz de San Andrés, de fondo blanco y con una cruz aspada roja que la atraviesa. Dicha bandera fue la de España desde el siglo XVI a XVIII, adoptada por Felipe el Hermoso en 1506 y utilizada hasta en la actualidad —como en el escudo del rey—, aunque su uso decayó con la bandera adoptada por Carlos III. Se la llama también bandera carlista, ya que dicho bando la utilizó en las guerras carlistas, mientras que las tropas de Isabel II ya usaban la «rojigualda».

SUS REGIAS MAJESTADES GOTOSAS

Este es el nombre que recibía la gota, una de las formas de artritis más dolorosas que existen y una enfermedad que se produce cuando se acumula demasiado ácido úrico en el cuerpo, especialmente en las articulaciones y los pies, debajo de la piel o en los riñones.

Al parecer está asociada al consumo elevado de carne y de ciertos pescados, alimentos con altos contenido en purinas, que provocan el ácido úrico, así como con el consumo excesivo de alcohol, ¿y quiénes podían tomar carne todos o casi todos los días? Pues principalmente los reyes y nobles y, aunque entonces no se sabía que era por eso, sí que caló en el imaginario colectivo que solo la padecían personajes de alta alcurnia, por lo que se asoció como la enfermedad de la opulencia, el libertinaje y los excesos. Hipócrates la definió como la «artritis de los ricos» en contraste al reumatismo que definió como «artritis de los pobres».

Felipe II pasó los últimos años de su vida postrados por esta enfermedad, incluso perdió la movilidad de la mano derecha. Sin embargo, no fue el único. El mal fue identificado por los egipcios en el 2460 a. C., y regios enfermos fueron Pedro de Médici —al que apodaron el Gotoso—, el francés Luis XIV, el inglés Enrique VIII o Benjamin Franklin.

¿Por qué se le llamaba gota? Este nombre se lo pusieron los médicos de la Edad Media, ya que la enfermedad la causaba un humor viciado que fluía gota a gota, especialmente en la articulación del dedo gordo del pie. ¿Y cómo se trataba? Allá por los tiempos del Sacro Imperio Romano se utilizaba una planta llamada colchicum para preparar enemas y laxantes, que se creía que eran los causantes de esta enfermedad y cuyos síntomas ayudaba a disminuir, pero no por el laxante en sí, sino por otros factores de la planta. Así, durante siglos la gota fue tratada innecesariamente a base de laxantes, fuese con ese método o con cualquier otro que produjese el mismo efecto al final. Hacia 1600, John Locke, filósofo de profesión, comenzó a intuir que los problemas no debían ir por esa línea y, asociando la enfermedad a la gente opulenta, recomendó moderar el consumo de carne y las comidas copiosas y excesivas. No iba desencaminado.

Ir a la siguiente página

Report Page