Curiosidades de la historia con El Ministerio del Tiempo

Curiosidades de la historia con El Ministerio del Tiempo


8 NO SOLO FUERON TIEMPOS DE REYES

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NO SOLO FUERON TIEMPOS DE REYES

AMBROSIO SPÍNOLA. UN HÉROE VENIDO A MENOS

Personajes importantes de la historia de España durante la Edad Moderna los hay a montones y nombrarlos a todos sería imposible; sin embargo, uno de esos que podríamos destacar por su fascinante historia es Ambrosio Spínola.

Bajo este nombre se esconde el brillante genovés, nacido en 1569, uno de los militares más afamados y conocidos de la historia de España; I duque de Sesto, I marqués de Balbases, grande de España, caballero de la Orden de Santiago y poseedor del toisón de oro. General al servicio de la monarquía hispánica llegó a ser capitán general de Flandes y comandante del ejército español. Como vemos, un currículo a la altura de pocos.

Nació en el seno de una familia adinerada e importante y entró al servicio de la monarquía hispánica en 1602 junto a su hermano Federico en calidad de condotiero. Spínola aportaba de su bolsillo gran parte de su fortuna familiar así como más de mil hombres al servicio de Felipe III de España.

Spínola participó en los más grandes enfrentamientos bélicos del momento.

Pero no todo fue un camino de rosas para Spínola al servicio de los reyes de España. En 1606 regresaba a España sumido en la ruina completa, ya que había otorgado gran parte de su fortuna personal para continuar con los planes de la monarquía hispánica en Flandes poniendo el dinero por adelantado, dinero que no se le devolvió y que supuso a partir de entonces los intentos de la monarquía por mantenerlo alejado de España. Aun con esas, en 1611 recibió el título de grande de España, un título que ansiaba enormemente y uno de los más grandes honores que podría recibir nadie por aquel entonces.

Sirvió en la guerra de los Treinta Años, un enfrentamiento que se libró en Europa central —especialmente en lo que hoy conocemos como Alemania— entre los años 1618 y 1648, y en el que intervinieron la mayoría de las grandes potencias europeas de la época, marcando el futuro del conjunto de Europa en los siglos posteriores. En este conflicto, Spínola lideró la campaña por el Bajo Palatinado, conquistando parte del territorio, hecho que le valió el grado de gran capitán.

En 1621, Felipe IV ponía fin a la tregua y se reanudaba la guerra con los Países bajos. Fue entonces cuando Spínola llevó a cabo una de las acciones más importantes, reconocidas y recordadas de su carrera; el sitio y la toma de Breda. ¿Y qué hizo Spínola en esta guerra que fuese tan importante? Atacar el ejército de Mauricio de Nassau, hijo legítimo de Guillermo de Orange-Nassau —ahora estatúder de las Provincias Unidas— con el objeto de cortar la comunicación y el suministro de armamentos, refuerzos y víveres. Para ello, se construyeron trincheras, barricadas, fortificaciones, túneles e incluso se anegaron terrenos inmediatos. Breda resistió asombrosamente, pero fue conquistada meses después, el 5 de junio del 1625, por los ejércitos de los Tercios de Flandes bajo el mando de Ambrosio Spínola.

Tras ello, regresó a España para solicitar y reclamar fondos para seguir las campañas en Flandes, pero se encontró con grandes desavenencias con el valido de Felipe IV, el conde duque de Olivares, que hizo todo lo que estuvo en su mano por quitárselo de encima. El conde duque era un hombre de armas tomar y, al parecer, Spínola se le puso entre ceja y ceja.

En 1628 se iniciaba la guerra de Sucesión de Mantua y el conde duque vio el filón perfecto para deshacerse de él. Spínola era enviado en 1629 a Mantua para luchar por los intereses de los Habsburgo, pero fallecía el 25 de septiembre de 1630 arruinado, enfermo y parcialmente abandonado y desamparado por la monarquía hispánica de Felipe IV y Olivares. Un héroe venido a menos, que lo perdió todo por quien luchó.

EL CONDE DUQUE DE OLIVARES

«Infatigable en su trabajo, desde la cama al aposento del despacho y desde él al coche, en rincones, escaleras, con breves paradas oye y despacha infinita gente». Estas serían las palabras que le dedicase a nuestro protagonista su buen amigo Francisco de Quevedo y no podrían, al parecer, haber sido más acertadas para describir a don Gaspar de Guzmán y Pimentel, mucho más y mejor conocido como el conde duque de Olivares, valido del rey Felipe IV de España.

Pero ¿qué es un valido? Fue figura política en la monarquía hispánica, especialmente durante el reinado de los Austrias Menores —Felipe III, Felipe IV y Carlos II— en el siglo XVII. Podría considerarse algo así como el primer ministro, aunque no como lo entendemos hoy, sino como la figura más importante de la corte después del rey. Era el puesto de mayor confianza del monarca en temas políticos y prácticamente gobernaba en nombre de este. El fin de los validos será a partir del siglo XVIII, con la llegada al trono de los Borbones. Algunos de los más importantes son el duque de Lerma, con Felipe III; el conde duque de Olivares, con Felipe IV, y Fernando de Valenzuela, con Carlos II. Los validos como tal solo existen en la monarquía hispánica, pero desde mediados del siglo XVII las principales monarquías europeas tendrán figuras similares, como el duque de Buckingham en Inglaterra o el cardenal Richelieu en Francia.

Procedente de una importante familia nobiliaria castellana, los Zúñiga, Olivares intentó ganarse un puesto en la corte de Felipe III en la que trabajaba su padre como miembro del Consejo de Estado, así como ser nombrado grande de España, sin conseguir ninguna de las dos cosas. Se retiró durante un tiempo de la política para ocuparse de sus haciendas; sin embargo, supo introducirse de nuevo en la corte e ir escalando posiciones que lo llevaron a lo más alto de la política del momento.

En 1615 fue nombrado gentilhombre de cámara de Felipe III por el duque de Lerma, pero cuando surgieron disputas entre este y su hijo y siguiente valido, el duque de Uceda, Olivares se posicionó al lado del bando vencedor, el de Uceda. Se acercó al círculo de poder de su tío, don Baltasar de Zúñiga y Velasco, quien, al ascenso de Felipe IV al trono, fue nombrado valido.

En 1621 Felipe IV otorgaba a Olivares el tan ansiado título de grande de España y, a la muerte de su tío en 1622, obtenía el puesto de valido, cargo que ostentaría la nada desdeñable cantidad de veintiún años.

Una vez en el poder llevó a término una enorme y frenética actividad política que le granjeó no pocos enemigos dentro y fuera del reino, ya que, al contrario que Felipe III y el duque de Lerma, Felipe IV y Olivares llevaron a cabo una política mucho más agresiva.

HISTORIA DE UN CUADRO: LA RENDICIÓN DE BREDA

El asedio de la plaza de Breda se produjo entre agosto de 1624 y junio de 1625 en medio de la guerra de los Ochenta Años y de la guerra de los Treinta Años.

En agosto de 1624 se sitia —contra los deseos del conde duque de Olivares— la ciudad fortaleza de Breda, gobernada por Justino de Nassau —hijo ilegítimo pero reconocido de Guillermo de Orange-Nassau, participante en el año 1588 en combate contra la Armada Invencible y gobernante de Breda entre 1601 y 1625— y defendida por más de catorce mil soldados.

Diego de Velázquez pintó Las Lanzas o La rendición de Breda bajo encargo por parte del conde duque de Olivares en el año 1634. El encargo se le hizo al pintor de la corte para el salón de reinos del palacio del Buen Retiro, conjunto arquitectónico construido en Madrid entre 1629 y 1640 bajo la batuta del arquitecto Alonso Carbonell a petición de Felipe IV y, en especial, de su valido el conde duque de Olivares. Comenzó como una ampliación de unas estancias del convento de San Jerónimo el Real y terminó por convertirse en un conjunto de más de veinte edificaciones, plazas abiertas y jardín. Pese que no fue le residencia oficial del monarca, se construyó y se decoró con todo lujo, al mismo nivel que el alcázar.

La campaña de decoración del palacio resultó importantísima, llevándose a cabo enormes esfuerzos diplomáticos y gestiones con embajadores de cortes extranjeras por parte de Felipe IV y, en especial, del conde duque.

Las pinturas se encargaron a numerosos artistas de dentro y fuera de la corte española para decorar el citado salón de reinos. Este se construyó entre 1630 y 1635 y su nombre se debe a que, casi a la altura del techo y entre las ventanas superiores, se encontraban representados los veinticuatro escudos de la monarquía hispánica. En un principio, esta instancia se concibió como lugar en el que la familia real asistiría a la representación de funciones teatrales y eventos lúdicos varios, sin embargo, enseguida adquirió un simbolismo mayor; no se dejaron de llevar a cabo representaciones ociosas, pero se le agregó una importante función ceremonial y política. Se colocó el trono del monarca y era el lugar donde este recibía a sus visitas de la corte o extranjeras cuando se encontraba en el palacio del Buen Retiro.

Y para ello había que escoger momentos históricos relevantes, que contasen la historia de la grandeza de la monarquía hispánica —en franco declive— e impresionasen a los visitantes —incluso si para ello había que escoger a figuras como Spínola—. El sitio de Breda fue una lección magistral de estrategia militar por parte de Spínola. Además de ello, la actitud de este para con los vencidos fue un enorme gesto de caballerosidad y dignidad; Spínola pactó una capitulación honrosa que reconocía la enorme valentía del enemigo, al que otorgaba el permiso de que la guarnición abandonase la plaza en formación de orden militar, con las banderas al frente. Mostró un gran respeto y trato digno a los perdedores, y llevó a cabo una entrevista de cortesía al esperar personalmente fuera de la plaza al general Nassau.

Y este preciso instante es el que capta Velázquez; los protagonistas en el centro del cuadro son Spínola y Nassau, quien entrega las llaves de la ciudad en símbolo de rendición y está en una postura a medio camino de arrodillarse, algo que parece estar evitando Spínola con el gesto de su brazo, siendo esto todo un gesto de deferencia que muestra la no intención de humillar al enemigo.

No se trata de la clásica imagen en la que vemos al vencedor sobre el vencido, en clara posición humillante o triunfante. El cuadro de Velázquez se aparta claramente de esta convención. En primer lugar, vencedor y vencido confluyen en un encuentro de sorprendente benevolencia. En segundo lugar, Justino de Nassau aparece acompañado de una escolta de sus propios hombres, situados a la izquierda con sus picas y alabardas de enseña anaranjada. Las fuentes de tan insólita representación de una rendición se encuentran en parte en la esfera de los hechos y en parte en la de la ficción.

En el año 1627, Jaques Callot representó la retirada tal y como se había producido en realidad; Spínola sentado en el caballo y flanqueado por sus tropas, observa a la columna holandesa que se retira encabezada por una carreta en la que van el comandante holandés y su familia.

La clemencia que Velázquez recoge en su cuadro tuvo así su origen en los datos históricos, pero el punto central de la ceremonia —la entrega de llaves en la plaza— introduce una variación con respecto a los hechos reales. La entrega de llaves como símbolo de rendición era un motivo frecuente en pinturas y estampas, y Velázquez pudo haberlo tomado de una de ellas. No obstante, la idea empezó a circular de inmediato por la corte gracias a una obra de Pedro Calderón de la Barca, que se representó en 1625 para conmemorar la victoria. En el clímax del drama, titulado El sitio de Breda, Nassau entrega las llaves de la ciudad a Spínola, quien las recibe con las palabras que están materializadas en el cuadro de Velázquez: «Justino, yo las recibo y conozco que valiente sois; que el valor del vencido hace famoso al que vence».

Velázquez hace de la rendición de Breda algo más que una victoria militar; el triunfo de las armas está presente en el lienzo, desde luego, mediante el célebre motivo de enhiestas picas españolas, cuyo número y destacada presencia contrastan con las arruinadas tropas holandesas de la izquierda. Pero, en el centro del cuadro, Spínola coloca una mano amable sobre el hombro de Nassau y de esa manera le impide que se arrodille para hacerle entrega de las llaves.

Tras el general español se encuentra su caballo, cuyos cuartos traseros ocupan de forma llamativa la parte derecha del lienzo. El caballo sin montura adquiere en este contexto una importante significación, pues lo normal habría sido mostrar a Spínola sentado a horcajadas sobre él mientras mira desde esa altura al enemigo vencido, tal y como vemos en La rendición de Juliers (o Jülich) de Jusepe Leonardo. En La rendición de Breda, en cambio, los dos hombres se encuentran en condiciones de igualdad; ya no es un cuadro del poder militar español, sino una metáfora de la superioridad moral española, que refleja la gloria del monarca en cuyo nombre Spínola manda a sus tropas y que glorifica la fe en que él y sus antepasados han jurado defender.

Se trata de una obra fascinante no solo debido a su originalidad en la interpretación de la historia y la tradición, sino también por el modo en que Velázquez supo captar las reacciones de unos hombres corrientes ante lo que parecía uno de los hechos decisivos de la guerra con los holandeses.

Algunos de los soldados y oficiales observan la ceremonia con profunda atención, pero otros parecen distraídos bien por cosas que ocurren fuera del cuadro, bien por sus propios pensamientos y emociones. La orquestación de este complejo conjunto está sintonizada en su significado; todas las cosas y todas las personas están situadas en el lugar adecuado. Pero por debajo de esa superficie —gracias a las radiografías del cuadro— podemos entrever un notable proceso de ensayos y enmiendas.

SINO HAY BODA, HABRÁ GUERRA

Que las monarquías siempre han establecido relaciones diplomáticas a través de pactos matrimoniales es algo bien sabido y ningún matrimonio real se dejó, jamás, al azar o a los asuntos del corazón. Los hijos y las hijas de los reyes, a través de sus matrimonios, reforzaban amistades, sellaban pactos y terminaban guerras. O las empezaban, a veces.

Fruto de esa política pacifista, Felipe III comenzó las negociaciones para casar a su hija, María Ana de Austria —infanta de España y hermana de Felipe IV— con el heredero al trono inglés, el príncipe Carlos de Gales, futuro Carlos I de Inglaterra, con su padre, Jacobo I de Inglaterra. Estas negociaciones se alargaron nada más y nada menos que diez años y, una vez en el poder, fueron Felipe IV y Olivares los que tuvieron que continuar, y finalizar este acercamiento entre España e Inglaterra.

Pero había un problema complicado de solucionar: España exigía a Carlos su conversión al catolicismo —los ingleses eran anglicanos, protestantes— y grandes e importantes sectores ingleses se oponían rotundamente a ello. En 1618 había comenzado la guerra de los Treinta Años y las cosas ya no eran tan sencillas para el futuro matrimonio. Las hostilidades se habían acrecentado y la facción inglesa protestante pedía que se suspendiesen las negociaciones. Y aún más, pedían que el príncipe se casase con una mujer protestante, que se endureciesen las leyes anticatólicas y que se declarase la guerra directamente a España.

En 1620, Jacobo I retomaba las negociaciones que habían quedado paradas los años anteriores, pero la cosa parecía que no avanzaba debido a los problemas mencionados. Ante semejante panorama, en 1623, el favorito de Jacobo I, el duque de Buckingham, llevaba al príncipe de Gales de viaje a España, de incógnito, para que se ganase la mano de la infanta.

Las negociaciones terminaron por ser un fracaso acusado, tanto que en 1625 —y a exigencias del propio príncipe Carlos a su padre Jacobo I parece ser— una coalición angloholandesa atacó el puerto de Cádiz y pretendía asaltar la flota de Indias, con la que España sufragaba sus guerras. Esto, obviamente, supuso el reinicio de las hostilidades y la rivalidad comercial entre España e Inglaterra por el control de las Indias occidentales.

En 1655 comenzaría, además, la guerra angloespañola bajo el protectorado de Cromwell. El 17 de noviembre de 1625 una flota al mando de sir Edward Cecil atacó Cádiz con diez mil hombres. Fue un fracaso total, ya que Fernando Girón, gobernador de Cádiz, junto al duque de Medina Sidonia rechazaron el ataque. Este momento de la historia de España está recogido en el cuadro de Zurbarán, pintado en 1634 como encargo del conde duque de Olivares para decorar el salón de reinos del palacio del Buen Retiro —como Las lanzas o La rendición de Breda, de Velázquez— La defensa de Cádiz contra los ingleses.

Por otro lado, tras abandonar la corte española y poner rumbo a su hogar, Carlos y el duque de Buckingham pasaron por Francia, donde el príncipe conoció a la hija de Enrique IV y Catalina de Médicis, Enriqueta María de Francia, con la que se casó, a pesar de ser también católica. Para evitar hostilidades con los sectores anglicanos de su gobierno —ya que su primer Parlamento se oponía a la unión—, Carlos I se hizo coronar en la abadía de Westminster sin la presencia de su católica esposa.

Como curiosidad, cabe destacar que, tras su paso por la corte de Felipe IV, una corte en la que no faltó el arte y la cultura —buena cuenta de ello nos puede dar la figura de Velázquez—, Carlos I se convirtió en un gran amante del arte y de los caballos purasangre que le había regalado como presente Felipe IV. Gastó muchísimo dinero en tales actividades, lo que le hizo ganarse aún más la antipatía de gran parte de la población y del gobierno.

Carlos I moría condenado por alta traición y decapitado, condenado por el Parlamento inglés, el 30 de enero de 1649 en medio de una Inglaterra convulsa que se encontraba inmersa en la revolución inglesa (1642-1689), que no era otra cosa que una guerra civil.

CUARENTA Y TANTOS HIJOS Y UN SOLO HEREDERO

Apodado el Grande y conocido como el rey Planeta, Felipe IV nació en Valladolid el 8 de abril del año 1605 y murió en Madrid, el 17 de septiembre de 1665, siendo su reinado el más largo de los monarcas de la casa de Austria y el tercero más longevo de la historia de la monarquía española. Entre sus títulos se encontraban el de rey de España, Portugal, Nápoles, Sicilia y Cerdeña, duque de Milán, soberano de los Países Bajos y conde de Borgoña.

Desde el primer momento su reinado estuvo lleno de disputas y enfrentamientos, pasando a la historia por hechos tan importantes como la guerra dels Segadors o la separación de Portugal, por personajes tan destacables como Velázquez y el conde duque de Olivares, y, desde luego, por la enorme cantidad de descendencia que dejó. Eso sí, prácticamente todos ilegítimos y no reconocidos, por lo menos no en vida.

¿Y cuántos hijos tuvo Felipe IV? Pues según el historiador al que preguntemos, entre veinte y cuarenta, aunque los hay que se aventuran a dar la cifra exacta de cuarenta y dos. Coincidiremos en que, sea cual sea el número correcto, la cantidad es, cuando menos, abrumadora. Y lo dicho, casi todos ilegítimos, ya que, paradójicamente, dentro de sus dos matrimonios y los hijos habidos en estos tan solo llegó a la edad adulta un heredero; el enfermizo, débil y probablemente deficiente mental y físico Carlos II, al que llamaron el Hechizado en un eufemismo de lo menos sutil y que, más que probablemente, sea el claro exponente de los problemas que acarreó a la monarquía hispánica tras siglos de relaciones matrimoniales endogámicas forjando alianzas de poder.

Ya vimos anteriormente el caso de Felipe II y su hijo el príncipe que, casualidades morbosas de la historia, también se llamaba Carlos. Con su primera esposa, Isabel de Borbón, estuvo casado entre 1615 y 1644 y tuvieron siete hijos, de los cuales solo dos llegaron a la vida adulta; el príncipe de Asturias, Baltasar Carlos, que falleció a los diecisiete años, y María Teresa, consorte de Luis XIV de Francia —y por ende, reina de este país—, que disfrutó de una vida algo más larga.

Mariana de Austria fue su segunda y última esposa desde 1649 hasta su muerte, y de esta alianza nacieron cinco hijos de los que, de nuevo, tan solo dos sobrevivieron hasta la adultez; por una parte Margarita, consorte del emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, Leopoldo, y Carlos, príncipe de Asturias y posterior Carlos II, sucesor en el trono de su padre hasta 1700, siendo el último de los Austrias al morir sin descendencia.

Sin embargo, estos no fueron los únicos hijos de Felipe IV. La lista se engrosó muchísimo más con otros ilegítimos, hijos que engendró con mujeres de la vida pública como actrices —como María Inés Calderón, conocida como la Calderona, y con la cual tuvo a Juan José de Austria, que sí fue reconocido en vida y llegó a ser un importante político y militar durante el reinado de Carlos II— y con damas de compañía de sus esposas, como Constanza de Ribera y Orozco.

El rey frecuentaba asiduamente —escabulléndose por las dependencias del alcázar real de Madrid, el actual palacio real— teatros populares y de baja estofa como el corral de la Cruz o el corral del Príncipe, donde conocía a cortesanas y actrices.

Estudiosos de la figura de Felipe IV desde el punto de vista médico apuntan a que este monarca presentaba los síntomas de un sexoadicto patológico. Fuese como fuere, lo cierto es que no podemos negar que, por lo menos, promiscuo sí era, cuenta de ello nos la dan todos esos hijos ilegítimos, de los que reconoció a trece.

BLAS DE LEZO, EL HÉROE MALTRECHO

Los sobrenombres de Patapalo o Mediohombre no hacen justicia a la vida de uno de los almirantes y héroes más valientes de nuestra historia. Con tan solo diecisiete años, Blas de Lezo se enroló por primera vez en la marina al servicio de la escuadra francesa y siendo aún adolescente, participó en la batalla de Vélez-Málaga, la más importante dentro de la guerra de Sucesión entre Felipe de Anjou y Carlos de Austria. En la contienda, una bala de cañón se llevó su pierna izquierda por delante. Pero si de algo se han ganado un tópico los vascos, es de ser brutos por más que les pese, y Blas de Lezo y Olavarrieta, natural de Pasajes, Guipúzcoa, no pudo ser menos: a pesar del dolor causado por el cañonazo, se mantuvo en su puesto de combate, impertérrito, y no se quejó ni cuando se la tuvieron que amputar sin anestesia. Así empezó a forjarse su leyenda de héroe.

Dos años más tarde y luchando aún en la misma guerra a pesar de su cojera, perdió un ojo. Se encontraba en la fortaleza de Santa Catalina de Tolón, Francia, peleando contra las tropas del príncipe Eugenio de Saboya cuando el impacto de otro cañón hizo que una esquirla se le clavase en el ojo, perdiéndolo al instante.

En 1714 la plaza de Barcelona fue bombardeada porque Cataluña seguía levantada en armas en apoyo a los partidarios de la casa de Austria. Allí estaba Blas de Lezo sin conocer qué era el miedo. Se acercó tanto a la línea enemiga que recibió un balazo de mosquete en el antebrazo derecho, dejándolo manco para siempre.

Ser cojo, manco y tuerto no fue motivo suficiente para que a este intrépido marino se quedara en tierra. En 1720 luchó en los mares del Sur contra corsarios y piratas, y catorce años más tarde se embarcó rumbo a Cartagena de Indias, ya como comandante general, para defenderla de los ingleses.

Esta, sin duda, fue su más célebre batalla naval porque, como si de una superproducción épica hollywoodiense se tratase, tuvo que enfrentarse a una armada inglesa capitaneada por el almirante Edward Veron, y compuesta por ciento noventa y cinco buques, tres mil cañones y veintinueve mil soldados entre ingleses y milicianos de los Estados Unidos.

Blas de Lezo, contra todo pronóstico, resistió el ataque de una de las flotas más grandes de la historia con tan solo seis barcos y tres mil hombres.

Porque a pesar de lo que podría considerarse una gran discapacidad física, el Mediohombre nunca se achantó y resultó un genial y arriesgado estratega militar.

Para retrasar el avance de la flota inglesa, ni corto ni perezoso hundió y prendió fuego a sus propios barcos e intentar así cortar el paso al enemigo. No sirvió de mucho, y tuvo que resistir con los seiscientos hombres que quedaron en el castillo de San Felipe donde los ingleses pretendieron tenderles una trampa al intentar atacar por sorpresa la retaguardia de la fortaleza.

Los hombres de nuestro héroe resistieron el ataque a pesar de la inferioridad numérica y cavaron un foso alrededor del castillo para hacer las murallas más altas. Cuando llegaron los ingleses y quisieron asaltar el muro con escalas, estas se habían quedado muy cortas para el cometido. En ese momento el ataque dio un giro inesperado y los españoles acabaron con cientos de ingleses. Este hecho supuso tal golpe psicológico para el enemigo que a la mañana siguiente los de Lezo decidieron salir del castillo para cargar, con su ingenioso almirante al frente, contra los hombres de la pérfida Albión.

Fue tal la humillación sufrida que durante un mes se dedicaron a bombardear la zona inútilmente. Los atacantes, ya sin fuerza ni moral, acabaron retirándose de Cartagena de Indias mientras Vernon se despedía de la vergonzosa derrota al grito de «God damn you, Lezo!» (¡Que Dios te maldiga, Lezo!).

UN SELFIE HISTÓRICO:
VELÁZQUEZ, LAS MENINAS Y LA CRUZ DE SANTIAGO

Diego de Silva Velázquez fue el pintor más importante del Barroco español y, probablemente, uno de los más destacados de la historia de la pintura de nuestro país. Muchos cuadros suyos serían reseñables, sin embargo, tal vez el más famoso y el más curioso sea el de Las meninas. ¿Por qué? Pues porque este célebre artista decidió incluirse en el cuadro. Parece que los selfies ya venían de lejos.

Sus periplos en la corte española comienzan en el año 1627 cuando es llamado a la capital del reino por el valido de Felipe IV, el conde duque de Olivares, para que realice un retrato del rey. Se dice que este quedó tan impresionado que decidió que Velázquez ocupase el puesto de pintor de corte —un honor inmenso para el momento— y que tan solo él pudiese retratar a partir de entonces al monarca.

En 1656 Velázquez pintó el que se ha considerado el mejor cuadro de la historia; sin embargo, las hipótesis alrededor de la obra son miles, debido a su complejidad y su ambigüedad.

¿Está Velázquez retratando a los reyes —que se ven reflejados en un espejo— y la infanta y sus damas han interrumpido en la habitación? ¿O son ellas las protagonistas del lienzo y los reyes los que se han acercado a cotillear la escena? ¿O, como apuntan otros estudiosos, se trata de una escena inventada por el propio pintor? Son tantas las hipótesis, como decimos, que incluso el mayor experto en el artista, el hispanista Jonathan Brown, ha hablado en varias ocasiones de un mal que padecen los historiadores que se dedican durante mucho tiempo al estudio del cuadro, el SFLM o Síndrome de la Fatiga de Las Meninas.

El historiador apunta que no se trata de un agotamiento del propio cuadro, sino de las cientos de interpretaciones que se han llegado a publicar sobre el tema hasta la fecha.

Sea como fuere, la nota —o una de las notas curiosas del cuadro— es que en él aparece el propio artista, casi en primer plano, como si el espectador estuviese observando la escena desde fuera y pudiese ver a Velázquez en plena faena. Y esto no era nada habitual para la época. Se especula que Las meninas es un cuadro inventado, que la escena jamás sucedió y que fue obra de la imaginación del pintor, que quiso así agradecer al monarca la confianza que había depositado en él durante tantos años en la corte.

Y más enigmas en torno al cuadro, ¿quién pintó la Cruz de Santiago que lleva Velázquez en sus ropas? El pintor no entró a formar parte de la Orden de Santiago hasta tiempo después de haber pintado este cuadro, hasta 1659, es decir, tres años después de realizar la obra. Por ende, es indiscutible que Velázquez no lucía en su pechera la Cruz de Santiago cuando se retrató a sí mismo. Ahora bien, lo que sí ha suscitado hipótesis y discusiones es quién la mandó pintar. ¿Fue el propio Velázquez el que se retocó? O, como otros apuntan, ¿fue el propio monarca el que, de forma póstuma, pidió que se añadiese el símbolo como gesto de deferencia hacia el pintor que durante tantísimos años le sirvió con ahínco y esmero? O, más aún, ¿habría sido el propio Felipe IV el que lo pintó?

Reputados historiadores del periodo, como John Elliott, apuntan a que entre Velázquez y el rey surgió a lo largo de los años no solo una relación profesional, sino una sincera amistad, y que Felipe sentía cierta curiosidad e interés por la pintura, pudiendo haber aprendido algunas técnicas y consejos del gran maestro de la corte y que hay noticias, aunque no pruebas, de que en sus años más mozos Felipe pintaba. Lamentablemente no nos ha llegado nada que admirar.

¿Por qué era tan importante esta cruz? En tiempos de Velázquez, formar parte de la Orden de Santiago era una de las aspiraciones más codiciadas para cualquier miembro de la sociedad, y es que a ella pertenecían miembros de la alta nobleza y de la realeza. Aunque la Orden llegó a detentar un extraordinario poder, con el tiempo acabó perdiendo su carácter bélico y pasó a ser puramente elitista y social.

Entrar en ella no era nada fácil; algunos de los requisitos para pertenecer a dicha Orden eran certificar que se poseían limpios orígenes cristianos —esto es, ser cristiano viejo—, demostrar una ascendencia noble, no ser judío ni converso o que los ingresos económicos del aspirante no procediesen del trabajo de sus manos, y aquí es donde Velázquez tuvo ciertos problemas para conseguirlo. En el juicio al que tuvo que enfrentarse el pintor tuvieron que testificar amigos suyos —como el otro gran pintor del momento, Zurbarán—, para aclarar que sus limpias raíces eran ciertas y que su arte no se veía motivado por la obtención de ganancias económicas que enturbiasen su forma de vida. Se entrevistaron a casi ciento cincuenta personas y se concluyó que la procedencia familiar de Velázquez no era adecuada para tan alto honor.

El propio Felipe IV tuvo que tomar cartas en el asunto y, con ayuda del papa, consiguió que Diego de Velázquez entrara en la Orden de Santiago en noviembre de 1659.

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