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3 HISTORIA DEL FUTURO » Estafador temporal

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Estafador temporal

C. M. Kornbluth

«La policía del tiempo» patrullando el futuro con incursiones ocasionales en nuestro presente es otro de los temas usados por los escritores. Los años cincuenta se consideran generalmente como el apogeo de las operaciones de esos agentes secretos y de la ley, y la siguiente historia, que se publicó en el número de enero-febrero de 1953 de Fantastic, sigue siendo un espléndido ejemplo de su especie y raramente ha sido igualada. Lo que convierte en especial al relato es que Kornbluth se las ha arreglado para combinar, de forma totalmente convincente, un personaje salido de las páginas de Damon Runyon con un tema fantástico. ¡Cuando has terminado de leerla deseas que el final sea pura ficción!

Cyril M. Kornbluth (1923-1958) fue un diestro escritor de fantasía y ciencia ficción cuyo talento quedó truncado por una muerte prematura. Un aficionado convertido en escritor después de un distinguido servicio militar durante la Segunda Guerra Mundial, Kornbluth desarrolló interés por el viaje en el tiempo, que se manifestó en uno de sus primeros relatos cortos, «The Little Black Bag» (1950), sobre un maletín médico del futuro que llega al presente para ser tristemente mal empleado. Su novela GUNNER CADE (1952), sobre un futuro en el que la guerra se ha convertido en un deporte, atrajo a muchos lectores en ambas orillas del Atlántico, y la siguió la igualmente impresionante MERCADERES DEL ESPACIO (1953), escrita en colaboración con Frederik Pohl. El libro inspiró toda una década de novelas que predecían mundos dominados por los grupos mediáticos. EL SÍNDICO (1953) era una brillante sátira de la América del futuro, donde la sociedad la dirige un grupo casi benévolo de criminales organizados. Harry Calle Veintitrés, el «estafador temporal» de esta historia, se encuentra también en el lado equivocado de la ley, y se le ha ocurrido un timo nuevo. El resultado es una trama runyonesca que con seguridad hubiese encantado al maestro.

Harry Calle Veintitrés se echó a reír de pronto. Su amigo y en ocasiones anzuelo Granjero Brown le miró inquisitivo.

—Se me acaba de ocurrir un timo nuevo —dijo Harry Calle Veintitrés, todavía riendo.

Granjero Brown agitó la cabeza.

—Tal cosa no existe, viejo —dijo—. Sólo hay variaciones de viejos timos. ¿Qué tienes, un timo de tienda? ¿Vas a necesitar un anzuelo? —Por cuestión de principios intentó no parecer ansioso, pero todo el mundo sabía que Granjero necesitaba desesperadamente una conexión. Su chica le había desplumado engañándole, huyendo con el tipo y casándose con él después de una cara preparación de un mes.

Harry dijo:

—Lo lamento, viejo. Nada de detalles. Es demasiado bueno para repartirlo. Confío en separar a los idiotas de su dinero durante muchos años antes de que se conozcan los detalles de este timo. Nadie, y digo que nadie, va a llamar a la policía después de haberle timado. Es hermoso y es mío. Ya te veré por ahí, amigo.

Harry se puso en pie y salió del apartado, saludando alegremente a un revienta cajas ahí, un amañador allá, de camino a la puerta cerrada del local. Naturalmente, no saludó a peces pequeños como carteristas o camellos. Harry tenía orgullo.

El confuso Granjero bebió el combinado de limón y concluyó que Harry le había gastado una broma. Se dio cuenta de que Harry se había dejado un ejemplar de una revista que en la portada mostraba una nave espacial y una chica bonita con sujetador verde y pantalones.

—¿Un bungaló… amueblado? —dijo vacilante el hombre, como si supiese lo que quería pero no estuviese seguro de las palabras.

—Claro, señor Clurg —dijo Walter Lachlan—. Estoy seguro de que podremos encontrar algo. ¿Esposa y familia?

—No —dijo Clurg—. Están… muy lejos. —Parecía obtener un disfrute secreto de la idea. Y luego, para horror de Walter, se sentó tranquilamente en el vacío junto a la mesa y, claro, se estrelló contra el suelo con aspecto ridículo y cara de asombro.

Walter se quedó boquiabierto y le ayudó, soltando disculpas y preguntándose en privado qué le pasaba a aquel hombre. Allí no había ninguna silla. Había una silla al otro lado de la mesa y una silla contra la pared. Pero no había habido ninguna silla donde Clurg se había sentado.

Aparentemente Clurg no había sufrido ningún daño; protestó contra las disculpas de Walter, diciendo:

—Debería haberlo sabido, maestro Lachlan. Estoy muy bien; fue culpa mía. ¿Qué hay del bang… bungaló?

El sentido de los negocios triunfó sobre el desconcierto de Walter. Sacó los listados y comentó los méritos de varios bungalós amueblados. Cuando Walter mencionó que el de los Curran era especialmente agradable, situado en un vecindario especialmente agradable —él mismo vivía en esa calle—, Clurg se sintió impresionado.

—Me lo quedo —dijo—. ¿Cuál es la… locación?

Walter había aprendido algo sobre leyes durante su preparación como agente inmobiliario; reconoció la palabra.

—El alquiler es de setenta y cinco dólares —dijo—. Habla usted inglés muy bien, señor Clurg. —No habría estado seguro de que el hombre fuese extranjero hasta oír aquella palabra de diccionario—. Apenas tiene acento.

—Gracias —dijo Clurg encantado—. Trabajé muy duro. Veamos… setenta y cinco son seis doce más tres. —Abrió una de sus relucientes y nuevas carteras de piel y tranquilamente depositó seis pesados rollos de papel sobre la mesa de Walter. Abrió un séptimo y dejó sobre la mesa tres dólares de plata recién acuñados—. Aquí tengo —dijo—. Digo, aquí tiene.

Walter no sabía qué decir. Nunca le había pasado antes. La gente pagaba con cheques o billetes. No pagaba con dólares de plata. Pero era dinero… ¿por qué no podía el señor Clurg pagar con dólares de plata si quería? Recuperó la compostura, metió los rollos en el cajón alto de la mesa y dijo:

—Si quiere le llevaré hasta allí. De todas formas ya es casi la hora de irse.

Walter se lo contó a su mujer Betty durante la cena:

—Deberíamos invitarle alguna noche. No puedo ni imaginar de qué lugar del mundo viene. Tuve que enseñarle a encender la cocina. Cuando se activó dijo: «Oh, sí… ¡electricidad!», y se rió. Y continuamente esquivaba la pregunta cuando intentaba hacérsela. Quizá se trate de algún refugiado político.

—Quizá… —Betty empezó a decir ensoñadora, y luego cerró la boca. No quería que Walter se volviese a reír de ella. Ahora mismo él ya la obligaba a comprar las revistas de ciencia ficción en el centro en lugar de en el quiosco del barrio. Walter opinaba que no era apropiado que su esposa las leyese. «Desea tanto el éxito —pensó Betty— sentimental.»

Esa noche, mientras Walter miraba un programa de variedades en televisión, Betty leyó una historia en una de las revistas. (La portada, que mostraba una nave espacial y una chica con sujetador verde y pantalones cortos, había sido prudentemente arrancada y tirada a la basura.) Trataba de un hombre del futuro que retrocedía en el tiempo, trayendo consigo todo tipo de inventos maravillosos. Al final la Policía del Tiempo le castigaba por viajar en el tiempo sin autorización. Fueron a buscarle y le llevaron de vuelta a su propio tiempo. Sonrió. Estaría bien que el señor Clurg, en lugar de ser un extranjero ligeramente excéntrico, fuese un hombre del futuro cargado de todo tipo de historias interesantes para contar y toda una mochila de dispositivos que pudiese vender a cambio de millones y millones de dólares.

Después de una semana invitaron a Clurg a cenar. Empezó muy mal. Una vez más se las arregló para sentarse en el aire vacío y caer al suelo. Mientras le recogían dijo malhumorado:

—Soy incapaz de no… —Y no añadió nada más.

Resultó ser maniático para la comida. Betty había preparado una de las especialidades de su madre: chuleta de ternera con salsa de tomate, acompañada de huevos escalfados. Clurg se comió el huevo y la salsa, realizó un intento torpe de cortar la carne y la abandonó. Betty sirvió un plato de queso, media docena de variedades diferentes, como postre, y Clurg los probó incierto, rompiendo un trocito de cada, mientras Betty se preguntaba en qué lugar se consideraba eso de buena educación. El rostro de Clurg se iluminó cuando probó un poco de cheddar. Se metió toda la loncha en la boca y le dijo a Betty:

—Tomaré éste, por favor.

—¿Repetir? —preguntó Walter—. Claro. No te molestes Betty, yo lo traeré. —Trajo de vuelta una loncha de más de cien gramos de cheddar.

Walter y Betty observaron en silencio como Clurg se Comía tranquilamente hasta el último trozo. Suspiró.

—Muy bueno. Muy similar a… —La palabra, estuvieron de acuerdo Walter y Betty más tarde, fue see-mon-joe. Pudieron ponerse de acuerdo bien pronto, porque Clurg se puso en pie después de tragarse el queso y dijo con emoción:

—¡Muchísimas gracias!

Y salió de la casa.

Betty dijo:

—¿Qué… demonios?

Walter dijo incómodo:

—Lo lamento, muñeca. No supuse que fuese tan raro…

—¡… Pero después de todo!

—… Claro está que es extranjero. ¿Cómo era la palabra?

Walter la apuntó.

Mientras se encargaban de los platos, Betty dijo:

—Creo que estaba borracho. Se caía de borracho.

—No —dijo Walter—. Hizo exactamente lo mismo en mi despacho. Como si esperase que una silla apareciese de pronto en lugar de él ir a la silla. —Se rió y dijo dubitativo—: O quizá pertenezca a la realeza. En una ocasión leí que la reina Victoria no miraba nunca antes de sentarse, ya que estaba completamente segura de que allí habría una silla.

—Bien, pues aquí no hay realeza que digamos —dijo Betty enfadada, colgando el trapo de los platos—. ¿Qué dan esta noche en la tele?

—Tío Miltie. Pero… eh… creo que voy a leer. Eh… ¿dónde guardas esas revistas tuyas, muñeca? Creo que voy a darles una oportunidad.

Ella le dirigió una mirada que él no estaba dispuesto a devolver y Betty fue a buscarle las revistas. También trajo un delgado libro verde que no miraba desde hacía años. Mientras Walter ojeaba incómodo las revistas ella repasó el libro.

Después de unos diez minutos, Betty dijo:

—Walter. Seemonjoe. Creo que sé qué lengua es.

Walter le prestó atención de inmediato.

—¿Sí? ¿Cuál?

—Se deletrea c-i-m-a-n-g-o, con chismes sobre la «c y la g», y significa «comida universal» en esperanto.

—¿Dónde está Esperanto? —preguntó.

—Esperanto no está en ninguna parte. Es una lengua artificial. Jugué con ella un poco hace un tiempo. Se suponía que acabaría con las guerras y todo tipo de cosas. Algunas personas la llamaban «la lengua del futuro». —Le temblaba la voz.

Walter dijo:

—Voy a llegar al fondo de todo esto.

Vio a Clurg ir a la sesión matutina del cine del barrio. Eso le daba como unas tres horas.

Walter corrió al bungaló Curran, recordó que tenía que andar más despacio e intentó adoptar un aspecto normal al abrir la puerta y entrar. No habría ningún problema —era un buen ciudadano, conocido y respetado—, si quería podía entrar en la casa de un inquilino y esperarle para hablar de negocios.

Intentó no pensar en lo que la gente pensaría si lo pillaban registrando el equipaje de Clurg como tenía intención de hacer. Se había traído varias llaves de equipaje. Sorprendido de su propio ingenio, las había conseguido en un cerrajero, contándole que había perdido su llave personal y no quería cargar hasta el centro con una maleta llena.

Pero no le hicieron falta las llaves. Las dos maletas se encontraban, sin cerrar, en el armario del dormitorio.

En la primera no había nada excepto ropa uniformemente nueva, comprada en el país en alguna buena tienda. La segunda estaba repleta de lo mismo. Registrando una chaqueta deportiva bastante extrema, Walter encontró un trozo de papel en el bolsillo delantero. Era una página de periódico. Había un número escrito a lápiz en el margen; aparentemente había arrancado la hoja, la había guardado en el bolsillo y la había olvidado. La fecha del periódico era 18 de julio, 2403.

Al principio Walter tuvo problemas para leer las historias, pero descubrió que era muy fácil si lo hacía en voz alta y prestaba atención a su propia voz.

Una decía:

POLISÍA DEL TIEMPO DETENIDO:

EL FISKAL SOLISITA MUERTE

El patruyero Oskr Garth de la Polisía del Tiempo fue arrestado hoy en su kasa, el 4365 de la kalle 9863, y fikado en la komisaría del distrito 9768 akusado de Revelasión Polisial. Esa supuesta Revelasión se produjo kuando Garth se enkontraba de serbicio en el sijlo beintiuno. Konsistió en amitir a un siudadano de diko sijlo beintiuno ke la Polisía del Tiempo esistía y ke operaba desde el sijlo beinticinco. La ofisina del fiskal anunsió ke solisitaría la pena de muerte en bista de la naturalesa horrenda de la ofensa, ke amenasa la misma estrutura de la esistensia del beinticinco.

Había un anuncio al otro lado:

¡MUKAKOS Y JÓBENES!

¡SERBID A BUESTRO SIGLO! ¡ALISTAOS AORA MISMO EN LA RESERBA DE LA POLISÍA DEL TIEMPO!

RECORDAD…

¡SÓLO EN LA POLISÍA DEL TIEMPO SE PUEDE PRESENSIAR EL PASO DE LOS SIGLOS! ¡SÓLO EN LA POLISÍA DEL TIEMPO PUEDES PROTEJER TU SIBILIZASIÓN DE LAS BARIASIONES!

¡NO HAY MAYOR SERBISIO A NUESTRA KULTURA!

¡NO HAY KARRERA MÁS FASINANTE KOMO UNA CARRERA EN LA POLISÍA DEL TIEMPO!

Debajo, otro anuncio preguntaba:

¿SE ABERGUENSA DE SUS SIYAS? ¡USE ROLFASTS!

Ninguna otra siya tiene la respuesta imediata de una Rolfast.

Siéntese en kualkier lugar…

¡nuestra Rolfast estará ayí!

Todas las piesas metálikas de nuestra Rolfast están

fabrikadas en oro para ebitar kansarse puliéndola.

Los soportes de la Rolfast están formados

por los mejores diamantes duplikados de

15 sentímetros para ke duren muko tiempo.

A Walter se le disparó el corazón. Oro: ¡para no tener que cansarse puliendo! Diamantes de quince centímetros: ¡para que durasen mucho tiempo!

Y Clurg debía ser un agente de la policía del tiempo. «¡Sólo en la policía del tiempo puedes presenciar el paso de los siglos!» ¿A qué se dedicaba un policía del tiempo? No lo tenía del todo claro. Pero lo que no hacían era que cualquiera —cualquiera de una época anterior— supiese que existía la Policía del Tiempo. Él, Walter Lachlan del siglo veinte, tenía en sus manos al policía del tiempo Clurg del siglo veinticinco. ¡El siglo veinticinco donde el oro y los diamantes eran tan comunes como el acero y el vidrio en éste!

Allí estaba cuando Clurg regresó del cine.

En silencio, Walter extendió la hoja de periódico. Clurg la agarró incrédulo, la miró y la arrugó en el puño. Se dejó caer en el suelo con un gemido.

—¡Estoy acabado! —le oyó decir Walter.

—Escuche, Clurg —dijo Walter—. Nadie tiene por qué saberlo… nadie.

Clurg levantó la vista con súbita esperanza en los ojos.

—¿Guardará silencio? —preguntó ansioso—. ¡Es mi vida!

—¿Cuánto vale para usted? —preguntó Walter con brutal franqueza—. Podrían venirme bien algunos de esos diamantes y algo de ese oro. ¿Puede traerlos a este siglo?

—Se darían cuenta. Superaría mi equilibrio de masa —dijo Clurg—. Pero dispongo de un Duplix. Puedo copiar diamantes y oro para usted; así es como conseguí el dinero de la locación.

Se sacó un instrumento del bolsillo: «una pluma», pensó Walter.

—Tiene la carga baja. Duplicará como unos cinco kilos en una única operación…

—¿Quiere decir —preguntó Walter— que si le trajese cinco kilogramos en diamantes y oro los podría duplicar? ¿Y los originales no sufrirían daño? Déjeme ver esa cosa. ¿Cómo funciona?

Clurg le pasó «la pluma». Walter vio que en el interior de la carcasa había una confusión de cables, tubos diminutos y lentes. La devolvió con rapidez. Clurg dijo:

—Exacto. Podría comprar joyas o pedirlas prestadas y yo las podría duplicar. A continuación podría devolver los originales y conservar las copias. ¿Jura por su Dios contemporáneo que no dirá nada?

Walter estaba pensando. Podía reunir unos 30.000 dólares empeñando la casa, el negocio, sus inmuebles, la cuenta bancaria, el seguro de vida, sus avales. Convertirlo todo en diamantes, claro, y luego… ¡duplicados! ¡De la noche a la mañana!

—No diré nada —le dijo a Clurg—. Si cumple su parte. —Tomó la hoja del siglo veinticinco de entre las manos de Clurg y se la guardó en el bolsillo—. Cuando reciba los duplicados de esos diamantes —dijo—, la quemaré y me olvidaré del resto. Hasta entonces, quiero que se quede cerca de casa. Volveré en un día o dos con el material para que lo duplique.

Clurg lo prometió nervioso.

El secreto, claro, no incluía a Betty. Se lo contó al llegar a casa y ella lanzó un grito de alegría. Exigió ver el periódico, lo leyó con avidez y luego exigió ver a Clurg.

—No creo que hable —dijo Walter dubitativo—. Pero si realmente quieres…

Betty quería, y fueron hasta el bungaló de los Curran. Clurg había desaparecido, con todo, sin dejar rastro. Esperaron nerviosos durante horas.

Al final Betty dijo:

—Ha regresado.

Walter asintió.

—Debería haber cumplido su parte, pero por Dios que voy a cumplir la mía. Vamos. Vamos al Enterprise.

—Walter—dijo ella—. No lo harías… ¿verdad?

Él fue solo, después de una amarga discusión.

En la oficina del Enterprise fue recibido por un reportero cansado quien cansadamente repasó el periódico del siglo veinticinco.

—No sé que está usted vendiendo, señor Lachlan —dijo—, pero nos gusta que la gente pague los anuncios en el Enterprise. Está claro que está usted intentando conseguir publicidad.

—Pero… —soltó Walter.

—Sam, ¿podrías pedirle al señor Morris que suba aquí si puede? —decía el periodista al teléfono. A Walter le explicó—: El señor Morris es nuestro capataz de imprenta.

El capataz resultó ser un tipo inmenso de pelo blanco, parcialmente sordo. El periodista le mostró el periódico del siglo veinticinco y dijo:

—¿Qué tal?

El señor Morris lo miró y lo olisqueó y dijo, sin mostrar mayor interés en el texto:

—American Type Foundry Futura cuerpo nueve, dejó de usarse hará unos diez años. Ha sido compuesto a mano. La tinta… es difícil. Es material caro, no una tinta de periódico. Una tinta de libro, una tinta para esas cosas. El papel sí que lo conozco. Un buen material producido por Benziger en Filadelfia.

—¿Ve, señor Lachlan? Es falso. —El periodista se encogió de hombros.

Walter salió lentamente del periódico. El capataz de imprenta controlaba.

Se trataba de una falsificación. Y Clurg era un falsificador. De pronto los talones de Walter tocaron el suelo después de veinticuatro horas y se quedaron allí.

Buen Dios, ¡los diamantes! ¡Clurg era un estafador! ¡Hubiese dado un cambiazo! ¡Hubiese tenido treinta mil dólares en diamantes por menos de un mes de trabajo!

Se lo contó a Betty al regresar a casa y ella rió sin piedad. «Policía del tiempo» acabaría convirtiéndose en un chiste familiar entre los Lachlan.

Harry Calle Veintitrés estaba de pie, parpadeando, en un lugar muy extraño. Extrañamente, tenía los pies firmemente sujetos, hasta los tobillos, en un bloque de plástico transparente.

Había personas de aspecto extraño y una voz potente decía:

—Con la venia. El pueblo del siglo veinticinco contra Harold Parish, alias Harry Calle Veintitrés, alias Clurg, del siglo veinte. El cargo es hacerse pasar por un agente de la Policía del Tiempo. La oficina del fiscal solicitará la pena de muerte en vista de la naturaleza horrenda de la ofensa, que amenaza la estructura…

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