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3 HISTORIA DEL FUTURO » El continuo Gernsback

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El continuo Gernsback

William Gibson

William Gibson, el autor de la siguiente historia, es un escritor de asombrosa inventiva que ha quedado asociado con el estilo «ciberpunk» de la ficción contemporánea —algunos dicen que inventó el género, una acusación que él niega vehementemente— y se le considera el mejor escritor de ciencia ficción de su generación. Su visión de una sociedad del futuro cercano organizada alrededor del ordenador en la que la alta tecnología coexiste con los barrios marginales y ciudadanos que conocen la calle resuena con todos los lectores del mundo, y ahora mismo las cifras de venta de sus libros son fenomenales.

Aunque nacido en Estados Unidos, desde finales de los sesenta William Ford Gibson (1948) vive en Canadá, a donde se trasladó para protestar por la guerra de Vietnam. Su primera novela, NEUROMANTE (1984), sobre un cowboy del software quemado llamado Case al que contratan para penetrar en el ciberespacio, combina brillantemente la vieja escuela del detective duro de Raymond Chandler y Ross MacDonald con los nuevos mundos de los ordenadores y la realidad virtual. Obras posteriores —que incluyen CONDE CERO (1986), MONA LISA ACELERADA (1988) y, más reciente, IDORU (1996)—, según el Sunday Times, le han ganado el puesto de «gurú del nuevo orden mundial cibernético» y le han convertido en «el nuevo George Orwell». «El continuo Gernsback», escrito en 1981, es tremendamente actual, representando la obsesión con los ovnis y diversos fenómenos en la historia de un hombre que viaja para descubrir «el mañana que nunca fue».

Por suerte, todo el asunto empieza a desvanecerse, a convertirse en un episodio. Cuando todavía veo la imagen ocasional, no es más que periférica; meros fragmentos de cromados de científico loco, limitándose al rabillo del ojo. La semana pasada hubo un ala volante sobre San Francisco, pero era casi traslúcida. Y los bólidos con aletas de tiburón se han vuelto escasos, y las autopistas evitan discretamente convertirse en los brillantes monstruos de ochenta carriles por los que me vi obligado a circular el mes pasado en un Toyota alquilado. Y sé que nada de eso me seguirá a Nueva York; mi visión va estrechándose hasta una única longitud de onda de probabilidad. He trabajado duro en ello. La televisión me ayudó mucho.

Supongo que empezó en Londres, en la falsa taberna griega en Battersea Park Road, en un almuerzo pagado por la cuenta de gastos corporativa de Cohen. Comida recalentada y les llevó treinta minutos encontrar hielo para el retsina. Cohen trabaja para Barris-Watford, que publica libros enormes y modernos: historias ilustradas de las luces de neón, las máquinas del millón, los juguetes de cuerda del Japón ocupado. Yo había ido a realizar una serie de anuncios de zapatos; chicas californianas de piernas bronceadas y calzado deportivo juguetón Day-Glo habían posado para mí en las escaleras de St. John’s Word y a través de los andenes de Tooting Bec. Una agencia publicitaria joven, ansiosa y agresiva había decidido que el misterio del transporte londinense serviría para vender calzado deportivo de nailon reticular. Ellos deciden; yo hago fotos. Y Cohen, a quien conocía vagamente de los viejos días en Nueva York, me había invitado a almorzar el día antes de mi salida desde Heathrow. Vino acompañado de una joven vestida muy a la moda llamada Dialta Downes, que virtualmente carecía de barbilla y era evidentemente una importante historiadora del arte pop. Ahora que lo pienso, la veo caminando junto a Cohen bajo un letrero luminoso de neón que dice A ESTE LADO LA LOCURA en letras enormes y rectas.

Cohen nos presentó y me explicó que Dialta era la principal impulsora del último proyecto de Barris-Watford, una historia ilustrada de lo que ella llamaba «El moderno aerodinámico americano». Cohen lo llamaba «Gótico de la pistola de rayos». El título de trabajo era La futurópolis aerodinámica: El mañana que nunca fue.

Se aprecia una obsesión británica por los elementos más barrocos de la cultura pop americana, algo similar al extraño fetiche de indios y vaqueros de los alemanes occidentales o la aberrante ansia francesa por las películas de Jerry Lewis. En el caso de Dialta Downes, se manifestaba como una manía por la singular forma arquitectónica americana de la que la mayoría de los americanos no son conscientes. Al principio no estaba seguro de a qué se refería, pero gradualmente empecé a comprender. Me descubrí recordando la televisión matinal de los domingos en los cincuenta.

En ocasiones la estación local emitía como relleno viejos noticiarios gastados. Te sentabas con tu bocadillo de manteca de cacahuetes y un vaso de leche, y una voz de barítono hollywoodense, llena de estática, te contaba que en Tu Futuro Había un Coche Volador. Y tres ingenieros de Detroit daban vueltas en un enorme Nash con alas y lo veías correr resonando furiosamente por alguna desierta autopista de Michigan. Nunca lo veías despegar, pero volaba en la tierra de nunca jamás de Dialta Downes, verdadero hogar de toda una generación de tecnófilos totalmente desinhibidos. Ella se refería a esos elementos dispersos de la arquitectura «futurista» de los años treinta y cuarenta con los que te encuentras diariamente en las ciudades americanas sin darte cuenta: la marquesina de cine acanalada para emitir una energía misteriosa, las tiendas de chucherías recubiertas de aluminio acanalado, las sillas cromadas cogiendo polvo en los vestíbulos de hoteles pasajeros. Ella veía tales detalles como segmentos de un mundo soñado, abandonado en un presente que no se preocupaba; quería que se lo fotografiase.

Los años treinta vieron la primera generación de diseñadores industriales americanos; hasta los años treinta, todos los afiladores tenían el aspecto de afiladores: el mecanismo Victoriano básico, quizá con un toque decorativo. Después de la llegada de los diseñadores, algunos afiladores tenían el aspecto de haber pasado por un túnel de viento. En su mayor parte, el cambio no era más que superficial; bajo el aerodinámico cascarón cromado te encontrabas con el mismo mecanismo Victoriano. Lo que tenía cierto sentido, porque los diseñadores americanos de más éxito habían salido de las filas de los diseñadores teatrales de Broadway. Todo era decorado, una serie de elementos teatrales para jugar a vivir en el futuro.

Durante el café, Cohen sacó un grueso sobre repleto de relucientes fotografías. Vi las estatuas aladas que protegen la presa Hoover, adornos de carrocería de doce metros de alto que se inclinan firmes hacia un huracán imaginario. Vi una docena de fotografías del Johnson’s Wax Building de Frank Lloyd Wright, superpuestas a las portadas de viejas revistas Amazing Stories, obra de un artista llamado Frank R. Paul; los empleados de Johnson Wax debían sentirse como si cada día entrasen en una de las utopías de Paul pintadas con aerógrafo. El edificio de Wright tenía el aspecto de haber sido diseñado por gente que vestía túnicas blancas y sandalias de resina termoplástica. Vacilé sobre el boceto de una nave aérea a hélice especialmente grandiosa, todo ala, como un grueso bumerang simétrico con ventanas en lugares improbables. Flechas con textos indicaban la situación del gran salón de baile y dos pistas de squash. Llevaba fecha de 1936.

—¿Esta cosa no podría volar…? —Miré a Dialta Downes.

—Oh, no, del todo imposible, incluso con esas doce hélices gigantes; pero les encantaba la idea, ¿comprendes? De Nueva York a Londres en menos de dos días, con comedores de primera clase, camarotes privados, solarios, bailando con música de jazz todas las noches… Los diseñadores eran populistas; intentaban dar al público lo que éste quería. Lo que el público quería era el futuro.

Llevaba en Burbank tres días, intentando dotar de carisma a un rockero de aspecto bastante soso, cuando recibí el paquete de Cohen. Es posible fotografiar lo que no existe; hacerlo es tremendamente difícil, y por tanto es un talento muy lucrativo. Aunque no se me da mal, tampoco soy exactamente el mejor y el pobre tipo forzaba la credibilidad de mi Nikon. Lo abandoné, deprimido porque me gusta hacer un buen trabajo, pero no del todo deprimido porque me aseguré de recibir el cheque por el trabajo, y decidí recuperarme con la sublime artisticidad del trabajo de Barris-Watford.

Cohen me envió algunos libros sobre diseño de los años treinta, más fotos de edificios aerodinámicos y una lista, seleccionada por Dialta Downes, de los ejemplos favoritos de ese estilo que podían encontrarse en California.

La fotografía arquitectónica puede requerir mucha espera; el edificio se convierte en una especie de reloj de sol, mientras aguardas a que una sombra abandone un detalle que deseas recoger, o a que la masa y el equilibrio de la estructura se revelen de cierta forma. Mientras esperaba, me imaginé en la América de Dialta Downes. Cuando aislé algunos de los edificios industriales en el vidrio deslustrado de la Hasselblad, aparecieron con una especie de siniestra dignidad totalitaria, como los estadios que Albert Speer construyó para Hitler. Pero el resto resultó irremediablemente vulgar: material efímero surgido del inconsciente colectivo americano de los años treinta, que tendía más bien a sobrevivir siguiendo carreteras punteadas de moteles polvorientos, vendedores de colchones y pequeños comercios de coches usados. Me dediqué en serio a las gasolineras.

Durante el momento álgido de la era Downes, asignaron a Ming el Despiadado la tarea de diseñar las gasolineras de California. Como prefería la arquitectura de su Mongo nativo, recorrió la costa edificando emplazamientos para cañones de rayos fabricados con estuco blanco. Muchos de ellas poseían las superfluas torres centrales rodeadas de esas extrañas superficies radiadoras que representaban el motivo característico del estilo, y les daba el aspecto de ser capaces de generar potentes oleadas de puro entusiasmo tecnológico, si pudieses encontrar el interruptor y activarlas. Fotografié una en San José una hora antes de que llegase una apisonadora y atravesase la verdad estructural de escayola, listones y cemento barato.

—Considérala —había dicho Dialta Downes— una especie de América alternativa: un 1980 que nunca fue. Una arquitectura de sueños rotos.

Y ése era mi esquema mental mientras recorría las estaciones de su complejo cruce socio-arquitectónico en mi Toyota rojo, mientras sintonizaba gradualmente con su imagen fantasmagórica de una América que no era, de plantas de Coca-Cola con el aspecto de submarinos varados, y cines de quinta categoría con el aspecto de templos de alguna secta perdida que adoraba los espejos azules y la geometría. Y mientras me movía por entre esas ruinas secretas, me descubrí preguntándome qué pensarían los habitantes de ese futuro perdido del mundo en el que vivía yo. Los años treinta habían soñado con mármol blanco y cromados aerodinámicos, cristal inmortal y bronce bruñido, pero los cohetes que agraciaban las portadas de las revistas pulp de Gernsback habían caído aullando sobre Londres a cubierto de la noche. Después de la guerra, todo el mundo tuvo coche —sin alas— y las superautopistas prometidas para poder conducirlo, de forma que el propio cielo se empañó, y los vapores se comieron el mármol y gastaron los cristales milagrosos…

Y un día, en las afueras de Bolinas, cuando me preparaba para fotografiar un ejemplo particularmente generoso de la arquitectura marcial de Ming, atravesé una delgada membrana, una membrana de probabilidad…

Con suavidad, superé el Límite…

Y levanté la vista para ver un objeto de doce motores que parecía un bumerang hinchado, todo ala, resonando de camino al este con gracia elefantina, tan bajo que podía contar los remaches sobre la apagada piel gris, y oír —quizás— el eco del jazz.

Fui a ver a Kihn.

Merv Kihn, periodista freelance con una extensa experiencia en los pterodáctilos de Tejas, abducidos ovni de pueblo, monstruos locales del Lago Ness y las diez teorías conspiratorias más importantes en los lugares más disparatados de la mente colectiva americana.

—Es bueno —dijo Kihn, limpiándose las gafas Polaroid con el borde de la camisa hawaiana—, pero no es mental; carece del verdadero fondo.

—Pero lo vi, Mervyn. Estábamos sentados junto a una piscina bajo la brillante luz de Arizona. Se encontraba en Tucson esperando a un grupo de burócratas retirados de Las Vegas cuya líder recibía mensajes de Ellos en el microondas. Yo había conducido durante toda la noche y lo estaba pagando.

—Claro que sí. Claro que lo viste. Has leído lo que he escrito; ¿no has comprendido mi solución total al problema ovni? Es simple, claro como el agua cristalina: la gente —se colocó las gafas con cuidado sobre la larga nariz aguileña y me miró con ojos de basilisco— ve… cosas. La gente ve esas cosas. No hay nada ahí, pero la gente las ve igualmente. Probablemente porque necesitan verlas. Has leído a Jung, ya deberías sabértelo… En tu caso, es tan evidente: admites que pensabas en esa arquitectura chiflada, teniendo fantasías… Mira, estoy seguro de que has tomado tu parte de drogas, ¿no? ¿Cuántas personas superaron los años sesenta en California sin tener una extraña alucinación? Todas aquellas noches cuando descubriste que habían contratado a ejércitos enteros de técnicos de Disney para tejer hologramas animados de jeroglíficos egipcios en la tela de tus vaqueros, o, cuando…

—Pero no fue así.

—Claro que no. No fue así en absoluto; fue «absolutamente real», ¿no? Todo normal, y a continuación allí estaba el monstruo, el mandala, el puro de neón. En tu caso, un gigantesco aeroplano de Tom Swift. Sucede continuamente. Ni siquiera estás loco. Lo sabes, ¿no? —Pescó una cerveza de la gastada nevera de corcho que tenía junto a la silla de piscina.

»La semana pasada estuve en Virginia, Grayson County, entrevistando a una chica de dieciséis años que había sido asaltada por una bar hade[7].

—¿Una qué?

—Una cabeza de oso. La cabeza cortada de un oso. Esa bar hade flotaba en su propio platillo volante, con el aspecto aproximado de los tapacubos del Caddy antiguo del primo Wayne. Tenía ojos rojos y brillantes como dos colillas encendidas y antenas cromadas telescópicas que le salían de detrás de las orejas. —Eructó.

—¿La asaltó? ¿Cómo?

—No quieras saberlo; es evidente que te impresionas con facilidad. «Estaba frío —pasó a un penoso acento del sur— y metálico.» Emitía ruidos electrónicos. Pues bien, eso es de verdad, el material directo del inconsciente colectivo, amigo; esa chiquilla es una bruja. Simplemente para ella no hay función en esta sociedad. Si no se hubiese criado con El hombre biónico y todas esas reposiciones de Star Trek hubiese visto al diablo. Tiene contacto con la veta principal. Y sabe qué le pasó. Me fui diez minutos antes de que se presentasen los pesos pesados de los ovnis con los polígrafos.

Debí poner cara dolorida, porque dejó cuidadosamente la cerveza junto a la nevera y se sentó.

—Si quieres una explicación con más clase, diría que viste un fantasma semiótico. Todas esas historias de contactados, por ejemplo, están estructuradas según la imaginería de ciencia ficción que permea nuestra cultura. Yo podría creer en los extraterrestres, pero no en extraterrestres que tienen el aspecto de los cómics de los cincuenta. Son fantasmas semióticos, fragmentos de una profunda imaginería cultural que se han separado y han tomado vida propia, como las naves aéreas de Julio Verne que aquellos viejos granjeros de Kansas veían continuamente. Pero tú viste un fantasma de un tipo diferente, eso es todo. En su momento, ese aeroplano formó parte del inconsciente colectivo. De alguna forma sintonizaste con él. Lo importante es no preocuparse.

Pero me preocupé.

Kihn se peinó el escaso pelo rubio y se fue a escuchar lo que Ellos tenían que decir por medio del radar, y yo cerré las cortinas de la habitación y me tendí en la oscuridad acompañado por el aire acondicionado para seguir preocupándome. Seguía preocupado cuando desperté. Kihn había dejado una nota en mi puerta; iba a volar al norte en un vuelo charter para comprobar un rumor sobre mutilación de ganado («mutis» los llamaba; otra de sus especialidades periodísticas).

Comí, me duché, me tragué una pastilla desmenuzada para dieta que llevaba tres años dando vueltas en el fondo de mi conjunto de afeitado y me volví a Los Ángeles.

La velocidad limitaba mi visión al túnel de los faros del Toyota. El cuerpo podía conducir, me dije, mientras la mente aguantase. Aguantase y se mantuviese alejada del extraño escaparatismo producido por el agotamiento y las anfetaminas, la vegetación luminosa y espectral que crece en los bordes del ojo de la mente siguiendo las autopistas de madrugada. Pero la mente tiene ideas propias, y la opinión de Kihn sobre lo que yo empezaba a considerar mi «visión» resonaba continuamente por mi mente siguiendo una órbita cerrada e inclinada. Fantasmas semióticos. Fragmentos del Sueño Colectivo, alejándose flotando en el viento que yo dejaba a mi paso. De alguna forma ese bucle de retroalimentación agravó el efecto de la pastilla de dieta y la vegetación rauda que bordeaba la carretera comenzó a asumir los colores de las imágenes infrarrojas por satélite, jirones relucientes destrozados por la velocidad del Toyota.

Me eché a un lado y media docena de latas de cerveza de aluminio me desearon buenas noches cuando apagué los faros. Me pregunté qué hora sería en Londres, e intenté imaginarme a Dialta Downes desayunando en su piso de Hampstead, rodeada por figuras cromadas y aerodinámicas y libros sobre cultura americana.

Las noches del desierto son enormes; la luna está más cerca. Contemplé la luna durante mucho tiempo y decidí que Kihn tenía razón. Lo importante era no preocuparse. Por todo el continente, cada día, gente que era más normal de lo que yo podría serlo jamás veía grandes pájaros, pies grandes, refinerías de petróleo volantes; mantenían a Kihn solvente y ocupado. ¿Por qué debería disgustarme haber visto un fragmento de la imaginación de los años treinta volando sobre Bolinas? Decidí dormir, con nada peor de lo que preocuparme que las serpientes de cascabel y hippies caníbales, seguro entre la basura amistosa del borde de la carretera de mi propio y familiar continuo. Por la mañana conduciría hasta Nogales y fotografiaría los viejos burdeles, algo que quería hacer desde hacía años. Se había terminado el efecto de la pastilla para dieta.

La luz me despertó, y luego las voces.

La luz venía de algún punto detrás de mí y provocaba sombras cambiantes en el interior del coche. Las voces eran tranquilas, indiferenciadas, hombre y mujer, conversando.

Tenía el cuello rígido y sentía los ojos arenosos en sus cuencas. Se me había dormido la pierna, apretada contra el volante. Busqué las gafas en el bolsillo de la camisa y finalmente me las puse.

Entonces miré atrás y vi la ciudad.

Tenía los libros sobre diseño de los años treinta en el maletero; uno de ellos contenía bocetos de una ciudad idealizada inspirada en Metrópolis y Things to Come, pero todo al cuadrado, alzándose a través de nubes perfectas de arquitecto para terminar en atraques para zepelín y alocadas agujas de neón. Esa ciudad era un modelo a escala de la que tenía detrás. Había agujas sobre agujas en relucientes escalones de zigurat que trepaban hasta un templo dorado central rodeado de las alocadas pestañas radiadoras de las gasolineras de Mongo. Podrías ocultar el Empire State Building en la más pequeña de esas torres. Carreteras de cristal se elevaban entre las agujas, atravesadas y reatravesadas por suaves formas plateadas como gotas de mercurio en movimiento. El aire estaba lleno de naves: gigantescas alas voladoras, rápidas formas plateadas (de vez en cuando una de las formas mercuriales de los puentes aéreos se elevaba graciosamente en el aire y volaba para unirse a la danza), dirigibles de un kilómetro de largo, libélulas flotantes que eran girocópteros…

Cerré los ojos y me volví sobre el asiento. Cuando los abrí, me obligué a mirar el cuentakilómetros, el pálido polvo del camino sobre el salpicadero de plástico negro, el cenicero desparramándose.

—Psicosis de las anfetaminas —dije. Abrí los ojos. El salpicadero seguía en su sitio, el polvo, las colillas apagadas. Muy cuidadosamente, sin mover la cabeza, encendí los faros.

Y los vi. Eran rubios. Se encontraban junto al coche, un aguacate de aluminio con una aleta central de tiburón que le sobresalía del lomo y lisas ruedas de goma como las de un juguete infantil. Él pasaba el brazo alrededor de la cintura de ella y hacía gestos hacia la ciudad. Los dos vestían de blanco: ropas sueltas, piernas desnudas, perfecto calzado solar blanco. Ninguno de los dos parecía ser consciente de las luces de los faros. Él decía algo sabio y fuerte, y ella asentía, y de pronto sentí miedo, un miedo totalmente diferente. La cordura había dejado de ser importante; supe de alguna forma que la ciudad que tenía detrás era Tucson. Una Tucson de los sueños, arrojada desde el deseo colectivo de una era. Que era real, por completo real. Pero la pareja que tenía frente a mí vivía allí, y me daba miedo.

Eran hijos de los 80 que no fueron de Dialta Downes; eran Herederos del Sueño. Eran blancos, rubios y probablemente también tuviesen ojos azules. Eran americanos. Dialta había dicho que el futuro había llegado primero a América, pero que finalmente la había dejado atrás. Pero no allí, en el corazón del Sueño. Allí, habíamos seguido avanzando, siguiendo la lógica onírica que no sabía nada de contaminación, de los límites finitos de los combustibles fósiles, de guerras de ultramar que era posible perder. Se mostraban satisfechos, felices y contentos con ellos mismos y su mundo. Y en el Sueño, ese mundo les pertenecía.

Detrás de mí, la ciudad iluminada: cañones de luz recorrían el cielo por puro placer. Los imaginé apiñados en plazas de mármol blanco, ordenados y atentos, con ojos brillantes repletos de entusiasmo por sus avenidas iluminadas y los coches plateados. Parecía el fruto siniestro de la propaganda de las juventudes hitlerianas.

Arranqué el coche y avancé lentamente, hasta tener el parachoques a un metro de ellos. Seguían sin verme. Bajé la ventanilla y escuché lo que el hombre decía. Las palabras sonaban tan alegres y vacías como el texto de un folleto de alguna Cámara de comercio, y supe que él mismo las creía a pies juntillas.

—John —oí decir a la mujer—, nos hemos olvidado de tomar las pastillas de comida. —Sacó dos relucientes galletas de algo que llevaba en el cinturón y le pasó una. Yo retrocedía hacia la autopista y regresé a Los Ángeles, con un rictus de dolor y agitando la cabeza.

Telefoneé a Kihn desde una gasolinera. Una nueva, con un mal diseño de moderno español. Había regresado de la excursión y no pareció importarle la llamada.

—Sí, es una visión rara. ¿Intentaste sacar una foto? No es que lleguen a salir, pero añadiría un interesante repelús a tu historia, el que las fotografías no saliesen…

—¿Pero qué debo hacer?

—Mirar mucho la tele, especialmente los concursos y los culebrones. Ve a películas porno. ¿Has visto Motel del amor nazi? Aquí la dan por cable. Realmente horrible. Justo lo que necesitas.

¿De qué demonios hablaba?

—Deja de gritar y presta atención. Te estoy comunicando un secreto del negocio: productos deplorables de los medios de masa pueden exorcizar tus fantasmas semióticos. Si a mí me mantienen alejado de la gente de los platillos volantes a ti podrán librarte de esos futuroides de art déco. Inténtalo. ¿Qué tienes que perder?

Entonces se disculpó, afirmando tener una cita temprano con la Elegida.

—¿La qué?

—El vejestorio de Las Vegas; la de los microondas.

Consideré la idea de realizar una llamada a cobro revertido a Londres, pillar a Cohen en Barris-Watford y contarle que su fotógrafo iba a tomarse un tiempo para una prolongada estancia en La dimensión desconocida. Al final, dejé que una máquina me preparase una taza realmente imposible de café cargado y me subí de nuevo al Toyota para llegar a Los Ángeles.

Los Ángeles fue una mala idea, y pasé allí dos semanas. Era verdaderamente zona Downes; allí había demasiado Sueño, y demasiados fragmentos del Sueño aguardándome para saltar sobre mí. Casi destrozo el coche en el paso elevado cerca de Disneylandia, cuando la carretera se abrió como en un truco de origami y me dejó corriendo por una docena de minicarriles de veloces gotas cromadas con aletas de tiburón. Incluso peor, Hollywood estaba repleto de gente con un aspecto muy similar a la pareja que había visto en Arizona. Contraté a un director italiano que conseguía llegar a fin de mes ocupándose del cuarto oscuro e instalando terrazas alrededor de las piscinas hasta que le llegase la oportunidad; me positivó todos los negativos que había acumulado para el trabajo Downes. Yo no quería ni verlos. Cosa que no parecía molestar a Leonardo y, cuando terminó, comprobé las copias, pasándolas como un mazo de cartas, las puse en un sobre y las envié por transporte aéreo a Londres. A continuación tomé un taxi hasta un cine donde exhibían Motel del amor nazi y mantuve los ojos cerrados durante todo el trayecto.

El telegrama de felicitación de Cohen me pilló en San Francisco una semana más tarde. A Dialta le habían encantado las fotos. Cohen admiraba la forma en que «realmente te has metido en el tema», y esperaba poder trabajar conmigo en alguna otra ocasión. Esa tarde vi un ala voladora sobre Castro Street, pero tenía cierto aspecto tenue, como si sólo estuviese allí a medias. Corrí al quiosco más cercano y recopilé todo lo que pude encontrar sobre la crisis del petróleo y los peligros de la energía nuclear. Acababa de decidir comprar un billete de avión para Nueva York.

—Vaya un mundo en que vivimos, ¿eh? —El propietario era un hombre de raza negra, delgado, con dientes podridos y lo que era una peluca muy evidente. Asentí, buscando cambio en los tejanos, ansioso por encontrar un banco de parque donde pudiese sumergirme en las pruebas duras de la semidistopía humana en la que vivíamos—. Pero podría ser peor, ¿eh?

—Cierto —dije—, o incluso más, podría ser perfecto.

Me miró mientras me alejaba calle abajo con mi manojo de catástrofes condensadas.

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