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3 HISTORIA DEL FUTURO » La enfermedad del tiempo

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La enfermedad del tiempo

Martin Amis

Sin duda, una de las novelas imaginativas más asombrosas de los noventa ha sido TIME’S ARROW (1991) de Martin Amis, que ha resultado tan importante para la carrera y la fama de su autor como LA MÁQUINA DEL TIEMPO un siglo antes para H. G. Wells.

La extraordinaria narración de la «flecha» del tiempo invertida y el siglo XX hacia atrás ha sido ampliamente aclamada por sus amargas ironías. Amis ha admitido que otras dos novelas sobre el tiempo fueron las fuentes primarias de su inspiración: MUNDO CONTRARRELOJ (1967) de Philip K. Dick y MATADERO 5 (1969) de Kurt Vonnegut Jr. Su interés por las sociedades futuras y el desplazamiento temporal también se puede apreciar en sus otras novelas, NIÑOS MUERTOS (1975), OTRA GENTE (1981) y CAMPOS DE LONDRES (1989), y en historias cortas como «La enfermedad del tiempo» que escribió para Granta en 1987.

Martin Amis (1949) es hijo de Kingsley Amis, que fue uno de los grandes defensores de la ciencia ficción como forma literaria seria en los años cincuenta y el autor del histórico análisis del género, NEW MAPS OF HELL (1960), así como seleccionador durante los años 50 de la influyente serie de antologías Spectrum. El joven Amis comparte el interés de su padre, y el uso de elementos de ciencia ficción en su obra acompañados de un estilo directo y en ocasiones polémico le ha situado en la vanguardia de los autores contemporáneos británicos. «Parece que algo va mal con el tiempo; con el tiempo moderno», ha dicho recientemente; «el pasado y el futuro están amenazados por igual, los dos igualmente degradados, ahora amontonados con el presente. El presente parece cada vez más estrecho, el presente parece constreñido, discrepante, al vivir el planeta de un día para otro». Amis ha reconocido la deuda con J. G. Ballard a la hora de escribir esta narración de un futuro cercano tecnológico en el que se realizan intentos por controlar el tiempo desarticulado. Resulta un final adecuado y útil para toda esta recopilación.

Dos mil veinte y la enfermedad del tiempo se ha convertido en una epidemia. Al menos en mi grupo de crédito. Y en el tuyo también, amigo, a menos que me esté confundiendo. Ya nadie piensa en otra cosa. Ya nadie ni siquiera finge pensar en otra cosa. O sí, excepto el cielo, claro. El pobre cielo… Es una cosa, Es una situación. Todos pensamos en el tiempo, pillar el tiempo, enfermar de tiempo. Sigo bien, creo, por lo que respecta a este tiempo.

Agarré el espejo de mano. Ahora todo el mundo lleva al menos un espejo de mano. En el tren rápido ves vagones enteros de personas doblados en tenso escrutinio de su pelo y cuencas oculares. La ansiedad es tan eléctrica como el cable vibrante que tenemos sobre la cabeza. Dicen que hay más gente enferma por ansiedad temporal que por el propio tiempo. Pero sólo el tiempo es fatal. Es un problema, en eso estamos de acuerdo, una característica definida. ¿Cómo puedes cambiar de tema si sólo hay un tema? La gente no quiere hablar del color del cielo. No quieren hablar del color del cielo y la verdad es que no se lo reprocho.

Saqué mi propio espejo de mano y me di un repaso personal de diez segundos: encía inferior, recuento de la pestaña izquierda. Me sentí tan animado que fui a la cocina y me abrí una cerveza. Me comí un hero y una ensalada de jamón. Encendí otro cigarrillo. Activé la televisión y me conecté al canal Terapéutico. Miré un documental de hace sesenta años sobre un plan de ampliación de carretera en un lugar llamado Orpington, allá en Inglaterra… Se supone que el aburrimiento es muy profiláctico en lo que al tiempo se refiere. Se nos aconseja experimentar todo el aburrimiento posible. Aburrir a alguien dicen que es todavía más efectivo que aburrirse a uno mismo. Es por eso que siempre levantamos la voz cuando estamos acompañados y hablamos interminablemente sobre todo lo que se nos pasa por la cabeza. Yo personalmente hablo del tiempo todo el tiempo: un hábito temerario. Escuchadme otra vez. Ahí voy de nuevo.

Sonó el extercom. Pasé de Terapia a Entrada. Sin imagen.

—¿Quién es? —pregunté a la televisión. La televisión me lo dijo.

Suspiré y puse la llamada en una espera de medio minuto. Música relajante. Música aburrida… Vale. ¿Queréis oír mi teoría? Ahora algunos dicen que el tiempo lo causó la aglomeración, la plaga del aire, la vida en ciudad (y hoy en día la vida en ciudad es la única vida que existe). Otros dicen que el tiempo fue el resultado de los primeros conflictos nucleares (teatro de operaciones limitado, Persia contra Pakistán, Zaire contra Nigeria, y demás, nada realmente importante: ellos se llevaron el calor y la luz y nosotros nos quedamos con el frío y la oscuridad; fue un factor que ayudó a joder el cielo) y especialmente por la saturación de cobertura televisiva que siguió a los conflictos: durante todo el día la pantalla se llenaba de carne agitándose, carne muriendo o viviendo en un extraño estado de edad. Aún otros dicen que el tiempo fue una consecuencia evolutiva de las incursiones humanas en el espacio (no deberían haber ido ahí, sobre todo con las cosas tan mal en casa). Comida, pornografía, la cura para el cáncer… Yo creo que fue el siglo veinte. El siglo veinte fue suficiente.

—Aquí estoy, Happy —dije—. ¿Qué hay de nuevo?

—¿… Lou? —dijo la voz cansada de mujer—. Lou, no me siento muy bien.

—Eso no es nuevo. Viejo, de hecho.

—No me siento muy bien. Creo que esta vez está sucediendo.

—Oh, claro.

Se trataba de Happy Farraday. Exacto: la estrella de televisión. La Happy Farraday. Oh, nos conocemos desde hace mucho tiempo, Happy y yo.

—Vamos a echarte un vistazo —dije—. Venga, Happy, ofréceme una visual.

La pantalla siguió en blanco, sus celdas muertas aparentemente retorciéndose o inmóviles. Siguiendo un impulso cambié de Entrada a Dramadiario. Allí estaba Happy, en un primer plano, haciendo lo suyo vivamente. Volví a cambiar. Seguía sin haber imagen. Dije:

—Acabo de comprobar el otro canal. Tienes un aspecto espléndido. ¿Cuál es tu factor?

—Está aquí —dijo la voz—. Es el tiempo.

Las estrellas de televisión son especialmente propensas a la ansiedad temporal—también al tiempo, hay que decirlo—. ¿Por qué? Bien, creo que se trata de un riesgo laboral. Es una cosa. Cierto, el trabajo apenas podría ser más aburrido. No mucha gente lo sabe, pero todos los personajes en los canales Sofá, Dramadiario y Proscenio escriben sus propios diálogos. Es un nuevo truco que tiene el propósito de promover la uniformidad, combatir la secuencialidad y demás: los gurús de grupos de investigación han establecido que los que permanecen en casa lo aceptan mejor. Además, todo el talento narrativo se concentra en la creación de juegos y la terapia en masa, creando material calmante para los parados y otras secciones de la población que se están quedando sin cuerda al dejar de ser funcionales. Se ganan fortunas en las industrias del ocio y la saciedad. Los escritores destacados son como esos jovencitos billonarios en los primeros días de la revolución del chip. Por otra parte, ganar dinero —como leer y escribir, ya que estamos— incrementa peligrosamente los niveles de ansiedad temporal Evidentemente. Cuanto más dinero tienes, más tiempo tienes para preocuparte del tiempo. Es una cosa. Happy Farraday es buena, y también soporta el peso de la fama televisiva (cuando millones de personas te conocen o creen conocerte), esa comprensión, identificación y preocupación colectiva que, sospecho, reduce considerable tu resistencia al tiempo. He empezado a completar un archivo sobre el asunto. Estoy empezando a considerarlo un síndrome de reciprocidad, uno de los nuevos…

¿Dónde estaba? Sí. Hablaba con Happy. Mi mente tiene tendencia a irse por las ramas. Consiéntanmelo. Ayuda, en lo que al tiempo se refiere.

—Vale. ¿Quieres contarme qué síntomas tienes? —Me lo dijo—. Llama a un médico —bromeé—. Mira, no me aturulles. Ésta es… ¿cuál? ¿La segunda vez este año? ¿La tercera?

—Esta vez es diferente.

—Es el nuevo papel, Happy. Eso es todo. —En su nueva serie en Dramadiario, Happy interpreta el personaje tipo de una mujer de cuarenta años llena de glamour que sufre un caso severo de ansiedad temporal Y le estaba afectando… claro que le afectaba—. ¿Sabes a qué culpo? A tu talento. Como actriz eres demasiado buena. Greg Buzhardt y yo…

—Guárdatelo, Lou —dijo—. No me aburras. Es de verdad. Es el tiempo.

—Sé qué vas a pedirme. Sé qué vas a pedirme. Vas a pedirme que vaya a tu casa.

—Te pagaré.

—No se trata del dinero, Happy, sino del tiempo.

—Toma el carril del dólar.

—Guau —dije—. Vaya que sí, esta vez debes hablar en serio.

Así que me coloqué en el arcén, esperando a que Roy trajese mi Horsefly del montón. Bien, Happy es una vieja amiga y una de mis mayores clientas, también mi ex mujer, y tenía que hacer lo correcto. Durante un momento ahí fuera no estaba seguro de qué hora se suponía que era o si tenía entre manos una situación de día o de noche; pero luego vi los ligeros temblores y pulsos del sol, allá en el este. La pesada luz verde se tamizaba a través de la troposfera desgarrada y harapienta, con fisuras tan numerosas como la seda o las medias, con cierta característica líquida, agitándose, cambiando. Luz verde: olvídalo… Me llevé un buen susto la pasada semana, un susto muy malo. Estaba en la cama con Danuta e íbamos a intentar hacer el amor. Vale, una idiotez… pero era su cumpleaños y esa noche habíamos tomado muchos tranquilizantes. Resulta que no creo que hacer el amor sea tan arriesgado como dice la gente. Por lo que oyes decir a algunos, podrías creer que el sexo es un pacto de suicidio. Agarraros de las manos es poner la vida en peligro.

—Mirad las cifras de mortalidad temporal entre los de la clase inferior —les digo—. Follan como conejos, ¿y sufren de tiempo? No, somos nosotros los personajes de buena posición los que realmente corremos riesgo. Como Danuta y yo. Como Happy. Como tú… En cualquier caso, estábamos los dos tendidos en la cama, como contaba, semidesnudos, y hablando de la posibilidad de adoptar el concepto mental adecuado para dedicarnos a algo de los antiguos pre-preliminares, cuando de pronto sentí un resplandor rosado en mí, como el sudor. Sentía un calor obstruido en mi interior, un calor intenso, con un carácter ilimitado, justo en el centro de mi ser. Bien, sufrí un ataque de pánico. Siempre te dices que vas a portarte con valor, dignidad y estoicismo. Corrí aullando hacia el cuarto de baño. Tiré del espejo triple; la luz de examen automática se activó con un zumbido. Abrí los ojos y miré. Allí estaba yo de pie, aguardando. Sí, estaba limpio, estaba a salvo. Me desmoroné y lloré de alivio. Después de un rato Danuta me ayudó a regresar a la cama. No intentamos hacer el amor ni nada. Ni de coña. Yo me sentía tan bien… Me quedé tendido tocándome los ojos, tan feliz, tan agradecido… de nuevo mi viejo ser.

—¿Follas mucho, Roy?

—¿… señor?

—¿Follas mucho, Roy?

—Algo. Supongo.

Roy era un joven formal a salario de la variedad encorvada y con bigote. Parecía tener pesadas responsabilidades; incluso llevaba el cinturón con balas como si fuese una especie de soporte para hernia o la columna. Era el aspecto de tipo B, el aspecto de la clase intermedia. Muy pronto, dicen las proyecciones, la sociedad se dividirá por igual en tres secciones. La sección B se dedicará por completo a defender a la sección A de la sección C. Yo pertenezco a la Sección A. Me alegro de tener a Roy y sus muchachos de mi lado.

—¿Adónde va hoy, señor? —me preguntó al entregarme la tarjeta del coche.

—A unas colinas no muy lejos, Roy. Voy a ver a Happy Farraday. ¿Algún mensaje?

Roy parecía inquieto.

—Señor —dijo—, debe hablarle de Duncan. El nuevo tipo del condominio. Tiene problemas con el alcohol. Happy Farraday todavía no lo sabe. Duncan prende fuego a las cosas con su problema.

—¿Su problema, Roy? Eso es muy cruel, Roy.

—Bien, vale. No quiero juzgar. Quizá fue, como cuando era niño o algo. Pero Duncan tiene un asunto con el alcohol. Ésa es la verdad, señor Goldfather. Y Happy Farraday no lo sabe todavía. Debe advertirle. Debe contárselo, señor… ahora mismo, antes de que sea demasiado tarde.

Observé el rostro guapo, suplicante y profundamente estúpido de Roy. Los ojos cálidos, las mejillas temblorosas, el bigote. Jesús, ¿de verdad estos tipos creen que un bigote va a representar alguna diferencia? Por centésima vez le dije:

—Roy, todo es ficción. No es más que televisión, Roy. Ella misma lo escribe. No es real.

—De eso no sé —dijo con las manos abiertas en tranquila imploración—. Pero me sentiría mejor si le advirtiese del factor Duncan.

Roy hizo una pausa. Con algo de dificultad se inclinó para limpiar una mancha de aceite de sus pantalones azules superlavables. Se enderezó con un largo resuello. Al ser joven, Roy estaba, claro, increíblemente gordo… por razones de tiempo. Los dos nos quedamos de pie mirando el cielo, los derrames, los colores cambiantes, las grandes traiciones químicas.

—Hoy es mal día —dijo Roy—. ¿Señor? ¿Señor Goldfather? ¿Es cierto lo que cuentan, que Happy Farraday está sufriendo de tiempo?

El tráfico era escaso y llegué a casa de Happy antes de darme cuenta. El tráfico es un problema, como dice todo el mundo. Pero no es demasiado problema si usas los carriles más caros. En nuestro condado tenemos un sistema de cinco carriles: gratis, cinco centavos, diez, veinticinco y dólar (nada, cinco, diez, veinticinco o cien dólares por milla), pero evidentemente el carril gratuito no está operativo ahora mismo, un atasco, una caravana, una barrera lineal de montones caídos y derrotados, material rodante muerto que nunca rueda. Muy pronto tendrán la misma situación con el carril de cinco centavos. El asunto de ir conduciendo a algún sitio es tan increíblemente aburrido… Otro punto a su favor: desde que se prohibieron los espejos retrovisores no hay mucho campo para la ansiedad temporal. Tuvieron que eliminar los espejos, sí señor. Tuvieron mi apoyo. La pérdida de concentración era real, ya saben, conduciendo mientras comprobabas tus patas de gallo y el pelo, todo al mismo tiempo. Solía haber ambiente de fiesta en la autopista, en los carriles baratos donde la movilidad es baja o mínima. La gente salía de los coches y se daba una vuelta. Quizá siga siendo así por lo que sé. Ahora las barreras divisorias son más altas, con la nueva Vía del Aburrimiento, y no sabes qué pasa. Pero vi algo interesante. No pude evitarlo. Durante la larga espera en la intersección de seguridad, donde incluso el carril de dólar se fastidia por las grúas y las ambulancias —y por las grandes flotas de motos policiales y coches patrulla— vi tres corredores, tres gamberros del tiempo, corriendo por el carril de carga en desuso, hacia el Viaducto Este. Allí estaban, tan claros como el día: pantalones cortos, camisetas, zapatillas de correr. Los coches parados hicieron sonar todos las bocinas, un furioso rugido grave proveniente de las viejas bestias retenidas. Aparecieron algunas docenas de policías con megáfonos e intentaron que bajasen, pero se limitaron a hacer un gesto y siguieron corriendo. Están chalados, esos gamberros, aunque supongo que tiene cierta lógica. Toman vitaminas, ya saben. Sí. Hacen ejercicio y follan; celebran maratones nihilistas. Vi a una de cerca en el estudio la semana pasada. Un guardia de seguridad la encontró corriendo por la pista exterior. Le hicieron algunas preguntas y la dejaron marchar. Supongo que tenía unos treinta años. Y un aspecto horrible.

Y así seguí conduciendo, sin incidentes. Pero incluso a través del vidrio tratado del parabrisas podía ver y sentir los terribles chasquidos y lanzadas del cielo destrozado. Acaba afectándote. Mira el mediodía ardiente de una bombilla de alta potencia durante diez o quince minutos… a continuación cierra los ojos, con fuerza y rapidez. Ése es el aspecto del cielo. ¿Sabéis?, nos compadecemos de él. Al menos yo lo hago. Miro el cielo y simplemente pienso… ay. Vaya. Oh, el cielo, el pobre cielo.

Happy Farraday había dejado una autorización prioritaria para mí en el cuartel general de Inmobiliario, así que no tuve que esperar mucho tiempo. Para ser sinceros, me escandalicé por lo laxo y superficial que se había vuelto el personal de seguridad.

Siempre es así después de unas semanas de tranquilidad. Entonces se produce otra tormenta de mierda desde la sección C y los puños empiezan a volar de nuevo. En el cubículo volví a ponerme la ropa y me sequé el pelo. Mientras daban el visto bueno a mis análisis de orina y las pruebas de congruencia de rayos X, miré la tele en la comisaría. Me senté, con delicadeza, con cautela (ya conocen la sensación después de un registro en profundidad) y saqué tres recortes de la cartera. Son para mi archivo. ¿Qué opinan?

Elemento número 1, de la página de noticias de Screen Week:

En una serie de experimentos repetidos en el Valley Chemistry Workshop, el estudiante de ciencias Edwin Navasky ha «demostrado» que el agua caliente se congela más rápido que la fría. Edwin dijo: «Repetimos el experimento cuatro veces.» El consejero estudiantil Joy Broadener añadió: «Es una característica. Estamos realmente sorprendidos.»

Elemento número 2, de la sección de hechos de Armchair Guide:

La candidata Day McGwire reservó un espacio en el canal 29 el lunes pasado. Su propósito: negar los persistentes pero infundados rumores de que sufría de problemas de corazón. Por desgracia, no pudo aparecer. La razón: su súbita hospitalización debido a un problema cardiaco.

Elemento número 3, de la columna de actualización de Televisión:

El piloto meteorológico Lars Christer informó de otro avistamiento de «La cosa allá arriba» durante un vuelo rutinario a baja altitud. Su posición: tres mil metros sobre el lago Baltimore. Su descripción: «Era como ovalada, con una especie de círculo negro eh el centro.» Se cree que el fenómeno es un cúmulo o una formación de esporas. La reacción de Christer: «No sé qué pensar. Es una cosa.»

—Goldfather —rugió el sistema de megafonía, dispersando mis ideas. El cochecito estaba listo en la puerta. Ahora en el oeste el cielo nuclearizado tenía un aspecto especialmente infernal y angustiado, con un efecto palpitante como de ojo descarnado en el horizonte bajo, inyectado en sangre, con conjuntivitis. Ojo rojo. La cosa allá arriba, sospecho a menudo, podría tener el aspecto de un ojo, cubierto de lágrimas de dolor, mirando fijamente, enfurecido… Ayudándome con el bastón caminé con cuidado hacia la parte de atrás del bungaló de Happy. Su hija de veinte años, Sunny, estaba tendida desnuda sobre una hamaca, disfrutando de la neblina. No intentó moverse para cubrirse mientras yo aparecía junto a la piscina. La pequeña Sunny quiere que algún día la represente y supongo que me estaba mostrando el material. Bien, como dicen: si lo tienes, alardea.

—Hola, Lou —dijo adormilada—. Toma una copa. Adelante. Son las cinco en punto.

Examiné a Sunny con ojo crítico mientras me dirigía al bar. La chica merecía verdaderamente estar en la página central, sin duda. Pero no me malinterpreten. Me refiero a la página central, pero evidentemente la pornografía no ha conseguido mantenerse a la altura del tiempo. Al principio intentaron llenar las revistas y los canales adultos por cable con mujeres de nuevo aspecto, como Sunny, pero no funcionó. El tiempo ha matado a todos los efectos la pornografía, excepto como un deporte sangriento clandestino y algo para gamberros. El tiempo ha matado muchas otras cosas. Ahora que la masturbación es la única actividad sexual que no lleva un sello de advertencia del Gobierno, ¿en qué pensamos cuando lo hacemos, qué nos queda para pensar? En mi caso no voy a contarlo. Jesús, ¿ustedes lo hacen? ¿Qué imágenes aparecen, que espectros se manifiestan… qué le sucede a esas ideas mientras flotan y se acumulan, allá arriba en el cielo jodido, acabado y destrozado?

—Vamos, Sunny. ¿Dónde tienes el albornoz?

Mientras me preparaba un vodka y mordisqueaba cansado un pretzel, me di cuenta de que la zona calva de Sunny relucía bajo la neblina. Suspiré.

—¿Te gusta mi cúpula? —me preguntó sin volverse—. Relájate, es artificial. —Se sentó y me miró fingiendo recatamiento. Sonrió. Sí, también había hecho que le falseasen los dientes… sin duda, algún atrevido artista del Valle. Volví a apoyarme junto a la piscina y realicé un lento examen en profundidad. Los michelines y la palidez eran de verdad, pero las estrías parecían cosméticas: demasiado simétricas, demasiado pronunciadas.

—Ahora préstame atención, niña —empecé a decir—. Ésta es la situación. Baño de nubes, tenderse todo el día junto a la piscina con una botella o dos, para ganar un poco de masa en medio… eso es bueno para una chica. Me refiero a que debes mantener la forma. Pero lo de disfrazarse, Sunny, es para los gamberros. No he representado nunca a ningún tratamiento y jamás lo haré. Aquí tienes las razones. Número uno… —Y le di a la joven Sunny una larga charla, realmente lo que tenía en mente. La había pillado en la esquina del aburrimiento y no la iba a dejar escapar. Hablé y hablé… hablando, hablando, hablando. Yo mismo casi me quedé dormido, a medida que el aburrimiento se acercaba a la desesperación (tal como tiende a hacer el aburrimiento), mirando hacia la piscina vacía, el cielo y la estática ajetreada reflejados en el fondo sedimentario de lluvia oscura.

—Sí, bien —dije, terminando—. En todo caso. ¿Qué pasa? Tienes un aspecto genial.

Rió, tosió y escupió.

—Olvídalo, Lou —dijo con voz ronca—.

Sólo lo hago por diversión.

—Me alegra oírlo, Sunny. Bien, ¿dónde está tu madre?

—Dos días.

—¿Eh?

—En su habitación. Lleva dos días en su habitación. Esta vez va en serio.

—Oh, claro.

Volví a llenarme la copa y entré. El único punto de luz en el pasillo provenía de la dormida lámpara de examen en el espejo. Me miré al pasar cojeando. El pesado aburrimiento y el estrés ligero del paseo de siete horas me habían hecho bien. Estaba bien, bien.

—¿Happy? —dije y llamé.

—¿Eres tú, Lou? —La voz era fuerte y clara… y también rápida. Directa, en alerta—. Abriré la puerta, pero no entres de inmediato.

—Claro —dije. Tomé un trago y busqué una silla. Pero entonces oí el chasquido y el rápido «Vale» de Happy…

Bien, debo decir que dos cosas me desconcertaban. Primero, la voz; segundo la rapidez. Normalmente, cuando está en este estado apenas puedes oírla, y le lleva una hora o más llegar a la puerta y volver a la cama. Sí, pensé, debe de haber estado esperando con los dedos en la manilla. A Happy no le pasa nada malo. La dama está bien, bien.

Así que entré. Tenía el saco cubierto de largas redes negras: fluidas, relucientes, un catre para la progenie del diablo. Me moví a través de la penumbra hasta la silla junto a la cama mientras gruñía. Una silla conocida. Una vigilia conocida.

—¿Te importa si no fumo? —le pregunté—. No se trata del ardor en los pulmones. Simplemente me agota encender los malditos cigarrillos todo el tiempo. ¿Comprendes a qué me refiero?

No hubo respuesta.

—¿Cómo te sientes, Happy?

No hubo respuesta.

—Ahora escúchame, niña. Debes dejarte de tonterías. Sé que lo del nuevo papel es problemático, pero… ¿debo contarte de nuevo lo que le pasó a Day Montague? ¿Tengo que hacerlo, Happy? ¿Tengo? Tienes cuarenta años. Tienes un aspecto fantástico. Déjame que te cuente lo que me dijo Greg Buzhardt la semana pasada cuando vio las tomas. Dijo: «Estilo. Clase. Presencia. Sinceridad. Mira los índices de audiencia. Mira los perfiles. Happy Farraday es la mujer con la que sueñan los hombres.» Eso dijo. «Happy Farraday es…»

—Lou.

La voz venía de mi espalda. Me giré, y sentí el tirón de los tendones en el cuello. Happy estaba de pie en el canal de la luz del baño y también en la neblina o el canal más suave de su túnica de seda. Estaba allí de pie tan intensa como la salud misma, tan gráfica como la juventud, con sus propias fuentes de luz, los ojos, la boca, el pelo, las hondonadas y curvas de la garganta encendida. La seda cayó a sus pies y el vaso se me cayó de la mano, y algo más cayó o se hundió en mi pecho.

—Oh, Jesús —dije—. Happy, lo siento.

Recuerdo el aspecto del cielo, cuando el cielo era joven, sus chales y vellones, sus osos y ballenas, sus cúspides y hendiduras. Un cielo de gris, un cielo de azul, un cielo de especias. Pero ahora el cielo ha desaparecido, y nos enfrentamos a cielos diferentes. Alguna envoltura vital ha abandonado nuestras vidas. Allá arriba, ahora, creo, se produce una especie de inversión. El miedo al tiempo se acumula allá arriba y regresa en forma de tiempo. Es el cielo, el cielo, es el puto cielo. Si el número suficiente de gente cree que una cosa es real o que sucede, entonces parece que tal cosa debe suceder, debe producirse en realidad. Contra todo pronóstico y expectativa, vivimos tiempos mágicos: magia proletaria. ¡Magia gris!

Ahora que ha pasado, ahora que estoy en casa y repuesto, con Danuta de vuelta para siempre y Happy desaparecida para siempre, creo que puedo contarlo todo y relatar la historia real. Estoy sentado en la galería estrecha con una manta en el regazo. Frente a mí, a través de las barras de contención, la puesta de sol se extiende con su pompa contaminada, repleta de genios, fantasmas ocultos, demonios carmesíes venidos del cielo. Luz roja: paremos… démosle fin. La cosa allá arriba, puede que no sea Dios, claro. Puede que sea el Demonio. Muy pronto Danuta me llamará para tomar el caldo. Luego una siesta, y quizás una hora de televisión. El canal terapéutico. Realmente me gustan las noches tempranas… Esta tarde fui a dar un paseo, por el arcén. No sé por qué. No creo que vuelva a hacerlo. A mi regreso Roy apareció y me ayudó a llegar al ascensor. A continuación me preguntó con timidez.

—Happy Farraday… ¿ahora está bien, señor?

—¿Bien? —dije—. ¿Bien? ¿Qué quieres decir con bien? ¿Nunca lees la página de noticias, Roy?

—Cuando tuyo que irse a Australia me pregunté si estaría bien. Supongo que será mejor para ella. Tenía una situación con Duncan. Era una cosa.

—No es más que televisión, por amor de Dios. Lo escribieron —dije, y sentí una súbita y pesada calma—. No está en Australia, Roy. Está en el cielo.

—¿… Señor?

—Está muerta, maldita sea.

—Bien, de eso no sé —dijo levantando una gorda palma—. Todo lo que sé es que espero que esté bien allá en Australia.

Happy está en el cielo o al menos espero que lo esté. Espero que no esté en el infierno. El infierno es el cielo de la tarde y espero de todo corazón que no esté allí. Ah, ¿cómo soportarlo? Es una cosa. En serio, lo es.

Admito sin reservas que me asusté, allá en el dormitorio del bungaló con el tobogán de luz, la mujer alterada y mi propio ser tan rápidamente tensado por la fragilidad y el miedo. Grité mucho. ¡Tiéndete! ¡Llama a Trattman! ¡Ponte la bata! Esas cosas.

—Venga, Lou. Sé realista—dijo—. Mírame.

Y miré. Sí. Su piel tenía por todas partes esa reveladora y reluciente suculencia. Su pelo —que una semana antes, por amor de Dios, caía tan quebradizo e incoloro como el mío— sonreía con cuerpo y brillo. Y la boca, Dios… labios llenos y húmedos, y una lengua animal, como un corazón, no la de Happy, la lengua de otra mujer, más grande, más ansiosa, más joven. Más joven. Tiempo clásico. Oh, clásico.

Me hizo ir y tenderme en la cama con ella, para confortarla, para ofrecerle alguna sensación de seguridad final. Yo me encontraba en un estado delicado de nervios, como pueden imaginar. El tiempo no es infeccioso (eso sabemos del tiempo) pero ninguna enfermedad de ningún tipo puede atraer a un cuerpo y yo deseaba toda la distancia posible. Aléjate, dice. Luego vi… vi en sus pechos, altos pero pesados, con las pequeñas puntas tiernas, detalladas, inflamadas por el tiempo; y el olor, el olor a recuerdos profundos, de la marea, submarino… Sabía qué tipo de confort deseaba. Sí, y el tiempo a menudo se los lleva de esa forma, pensé en mi lento y majestuoso horror. Has llegado tan lejos…: sigue adelante, me dije. Acércate, más cerca, cerca. Hazlo por ella, por ella y por los viejos tiempos. Me agité, listo para darle todo lo que cabeza y manos pudiesen dar, hasta que yo también sentí la fiebre en mis líneas de calor, la marejada y el olor de la juventud y la muerte. Es un suicidio, pensé, y no me importa… En un momento, durante las últimas horas, justo antes del amanecer, me puse en pie y me arrastré hasta la ventana para observar el arqueado y dolorido cielo; me sentí gris y vibrante durante un momento, como una percha dejada en la barra para rielar, con Happy a mi espalda, sola en su cama y en su muerte cálida.

—Cariño —dije en voz alta, y fui a unirme a ella. «Me gusta», pensé, y moví de súbito la cabeza. ¿Qué me gusta? Me gusta el amor. Esto es un suicidio y no me importa.

Lo pasé fatal, les digo, durante los siguientes meses, estaba realmente derrotado, descompensado, simplemente mal. Me despertaba a las siete y saltaba del saco. Sufría ataques de energía. Ansiaba comida, ansiaba carne gruesa y vino espeso. No podía ver ninguna terapia. Y apenas media hora de un programa de carpintería casera o un concurso de maratón de dardos me ponía a dar vueltas por la habitación, frenético. También arriesgué a Danuta, en varias ocasiones. Incluso me insinué a Sunny Farraday, que se trasladó aquí durante un tiempo después de la cremación. Danuta se divorció de mí. Incluso se mudó. Pero ahora ha vuelto. Es una buena chica, Danuta, me ayudó a superarlo. Ahora todo está atrás, y creo (toco madera) que soy más o menos mi antiguo yo.

Muy pronto llamaré a la ventana con el bastón y haré que Danuta me traiga otra manta. Más tarde, me ayudará a entrar para tomar el caldo. Luego una siesta, y quizás una hora de televisión. El canal terapéutico. Por el momento estoy feliz, y de buen grado me enfrento al tormento vivido, al hirviente acné del cielo moribundo. Cuando todo el cielo esté muerto, ¿nos darán uno nuevo? Hoy mi servicio de contestador dejó un extraño mensaje: tengo que llamar a un número en Sydney, allá en Australia. Lo haré mañana. O al día siguiente. Sí. Ahora mismo no estoy para esfuerzos. Llegar hasta el bastón, levantarlo, golpear el vidrio, decir Danuta, incluso esto lleva muchísimo tiempo. Ahora todo sucede tan despacio… Tengo un problema nuevo con la espalda. La semana pasada me rompí un diente con una tostada. Dios, cómo odio las esquinas y los escalones. El cielo cuelga sobre mí convertido en una telaraña rota, en harapos sanguinolentos. Es un gran alivio, y estoy agradecido. Estoy bien, estoy bien, bien. En cualquier caso, por el momento, no muestro síntomas de estar sufriendo de tiempo.

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