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1 REGRESO AL PRESENTE » El relato del señor Strenberry

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El relato del señor Strenberry

J. B. Priestley

Uno de los primeros teóricos en tratar la posibilidad del viaje en el tiempo tras la publicación de la novela de H. G. Wells fue J. W. Dunne (1875-1949), un escritor e ingeniero cuyos libros, UN EXPERIMENTO CON EL TIEMPO (1927) y THE SERIAL UNIVERSE (1934), fueron tan populares en su día como UNA BREVE HISTORIA DEL TIEMPO del profesor Hawking. La obra de Dunne causó un profundo efecto sobre muchos contemporáneos del autor, incluyendo a E. F. Benson, J. B. Priestley e incluso el propio Wells, quien escribió en el prólogo de THE SHAPE OF THINGS TO COME (1933): «Entre otros amigos originales y de talento que, en intervalos demasiado escasos, me hacen el honor de venir para charlar se encuentra el señor J. W Dunne, que hace unos años inventó uno de los primeros y más “originales” aeroplanos y que, desde entonces, ha realizado una cantidad considerable de reflexión sutil sobre la relación del tiempo y el espacio.» En su única novela, AN EXPERIMENT WITH ST GEORGE (1939), Dunne describía la teoría de que el tiempo posee una geografía que se puede explorar.

John Boynton Priestley (1894-1984), el astuto y controvertido novelista, autor de teatro y crítico nacido en Yorkshire, quizá sea mejor recordado hoy por sus historias sobre la vida inglesa, incluyendo THE GOOD COMPANIONS (1929), ANGEL PAVEMENT (1930) y JENNY VILLIERS (1947). Pero también escribió algunas historias de fantasía —incluyendo ADAM IN MOONSHINE (1927) y THE DOOMSDAY MEN (1938)—y un asombroso trío de obras teatrales inspiradas en las teorías de Dunne: TIME AND THE CONWAYS (1937), I HAVE BEEN HERE BEFORE (1937) y DANGEROUS CORNER (1932). Las tres se han representado regularmente y con éxito en los escenarios de Londres y provincias en el medio siglo que ha pasado desde que se escribieron. Priestley también hizo uso de la idea del viaje en el tiempo en algunos de sus relatos cortos, especialmente «El relato del señor Strenberry», escrito en 1934 pero no incluido en el volumen recopilatorio de su obra. Es también, aparentemente, la historia de un encuentro común en un bar entre dos hombres pero la palabra «extraño» apenas es suficiente para describir a uno de ellos…

—Y gracias —dijo la patrona, con la alegría mecánica de las de su clase. Empujó sobre la barra un chelín y cuatro peniques, y las monedas se las arreglaron para humedecerse todas durante el camino—. Sí, hay muchos. Es también el tiempo que les hace venir, aunque es un poco pronto para los de aquí. ¿Quién está en el reservado? —Estiró el grueso cuello corto, miró al otro lado y regresó con cara de confidencia—. Sólo uno. Pero es uno de los habituales. Un poco demasiado habitual, si quiere mi opinión, el señor Strenberry.

Dejé el vaso y miré a través de la puerta abierta. Lo único que podía ver era la carretera mojada. La lluvia caía con una precisión que daba a entender que planeaba continuar por siempre. También había más oscuridad.

—¿Y quién es el señor Strenberry? —pregunté, simplemente a falta de algo mejor que hacer. No me importaba en absoluto quién era el señor Strenberry.

La patrona se inclinó un poco.

—Es el maestro —replicó con un susurro encantado—. Lleva aquí… oh, veamos… deben de ser unos cuatro años, quizá cinco. Vino de Londres. Sí, de ahí vino, de Londres. Sydenham, cerca del Palacio de Cristal, ahí vivía. Lo sé porque él mismo me lo contó, y tengo una hermana que lleva veinte años viviendo cerca de allí.

No dije nada. No parecía haber nada que decir. El hecho de que el maestro local viniese de Sydenham me dejó tan desinteresado como me había encontrado. Así que me limité a asentir, dar otro trago y llenar la pipa.

La patrona me miró con un ligero reproche en sus tontos ojos prominentes.

—Y es raro el señor Strenberry —añadió, con algo similar al desafío—. Oh sí, es muy raro. Inteligente, ya sabe… en cierta forma, muy leído y demás, si me comprende… pero, bien… raro.

—¿En qué sentido es raro? —Era lo único que podía hacer.

Se llevó la mano a la boca.

—Su esposa le abandonó. Pasó hará unos dos años. También se llevó al pequeño. Se fue a vivir con unos parientes, se dijo, pero todos sabíamos la verdad. Le dejó de verdad. Se limitó a irse una bonita mañana llevándose al niño con ella. Un niño muy guapo, vaya si lo era. Ahora vive solo, el señor Strenberry. Hecho un desastre, vaya si lo está. Mire sus ropas. No será maestro durante mucho tiempo. Le han dado algunos avisos, que yo sepa. Y la verdad es que no se les puede reprochar, ¿verdad?

Contesté, con la resignación melancólica que se esperaba de mí, que no se les podía reprochar. Estaba claro que el señor Strenberry, convertido en un buen desastre, con sus ropas y su rareza general, no serviría como maestro.

La patrona agitó la cabeza y apretó los labios.

—Tiene el mismo problema de siempre. Habla demasiado. No digo que se emborrache… porque por lo que puedo ver no lo hace… pero aun así, habla demasiado, mucho. Mucha gente, los abstemios y demás —siguió diciendo con amargura—, creen que queremos ponerlo de ejemplo a los clientes. Todo mentira. Nunca conocí a nadie que llevase un local decente que no quisiese que la gente se comportase bien. He hecho un par de insinuaciones al señor Strenberry, pero no se da por aludido. ¿Y qué puedo hacer? Si se mantiene tranquilo, se comporta bien y lo quiere, puede tenerlo, ¿no? No podemos detenerle. Sin embargo, no quiero decir demasiado. Y en cualquier caso no es lo que bebe lo que le hace raro. Es la forma en que habla y habla, y lo que dice… cuando le da por decir algo, que no es muy a menudo.

—¿Quiere decir que habla raro? —dije, despreocupado. Quizás el señor Strenberry fuese un hombre de ideas.

—Puede pasar una semana, o dos, sin una palabra… sólo «Buenos días» o «Gracias», porque aquí siempre se porta como un caballero, debo añadir… nada podrás sacarle. Algunos de los más parlanchines intentan darle conversación, reírse de él diría… pero ni una palabra. Entonces, de pronto, se deja ir, hablando hasta por los codos. Y nunca has oído algo similar. No digo que haya oído mucho en persona porque no tengo tiempo y no puedo preocuparme de esas cosas, pero algunos de los otros clientes me lo han contado. Si me pregunta, es una verdadera pena, la forma en que habla, porque se está convirtiendo… —Y en este punto se tocó la frente con un dedo—. Es decir, puede que fuesen sus rarezas las que iniciasen el problema, que su esposa le abandonase y demás. Hay muchos que le conocen mejor que yo que le dirán exactamente eso. Dice que fue todo culpa suya. Pero da pena, ¿no?

Me miró apenada durante un segundo y medio para, a continuación, volver a manifestarse alegre y animada.

—Ahora está ahí —añadió, y fue al otro lado de la barra, donde dos carreteros exigían medias pintas.

Fui hasta la puerta exterior y permanecí allí un momento, observando la lluvia persistente. Parecía que no podría moverme en al menos media hora. Así que pedí otra copa y le solicité a la patrona que la sirviese en el reservado, donde el señor Strenberry ocultaba su rareza. A continuación la seguí y me senté junto a la ventana, a sólo un metro del señor Strenberry.

Estaba sentado detrás de un vaso casi vacío, con una colilla apagada colgando del borde de la boca.

Todo en él estaba caído. Era un tipo alto, inerte y disperso; el fino pelo gris le caía al frente; tenía la nariz larga, con un aspecto colgante en la punta roja; el bigote la caía cansado; e incluso la barbilla le caía, como desesperada. Sus ojos tenían el aspecto de huevo cocido de todos los borrachines empedernidos.

—Día terrible —dije.

—Lo es —dijo—. Un día asqueroso. —Poseía una voz ligeramente aguada pero fuerte, e imaginé que su tono característico sería quejumbroso.

A continuación se produjo el silencio, o al menos nada excepto el sonido de la lluvia en el exterior y el murmullo de las voces provenientes del bar. Miré al montañés y al cazador que, desde diversos puntos de la sala, te invitaban al güisqui de éste o al oporto de aquél.

—¿Tiene un fósforo? —dijo Strenberry, después de buscar en los bolsillos.

Le pasé la cajetilla y aproveché la oportunidad para acercarme algo más. Era evidente que la colilla no le duraría más de medio minuto, así que también le ofrecí mis cigarrillos.

—Se está muy tranquilo aquí —comenté.

—Por una vez —contestó, con una especie de sonrisa burlona iluminándole la cara—. También es una suerte para nosotros. Hay más tontos en esta ciudad que en la mayoría, y todos vienen aquí. Un montón de idiotas voceras. No quiero hablar con ellos, no quiero malgastar el aliento con ellos. Creen que me pasa algo malo. Vaya si lo piensan. —Cuidadosamente vació el vaso, lo dejó en su sitio y lo apartó.

Me apresuré a terminarme el vaso de cerveza amarga. A continuación fingí examinar el tiempo.

—Parece que tendremos que quedarnos a cubierto durante otro cuarto de hora o así —dije despreocupado—. Voy a tomarme otra copa. ¿Me acompaña?

Después de vacilar un poco dijo que lo haría, y me dio las gracias. Pidió un güisqui doble y una soda pequeña.

—¿Así que la gente aquí le parece estúpida? —dije, después de haber tomado un trago de las nuevas bebidas—. A menudo lo son en estas ciudades pequeñas.

—Todos idiotas —murmuró—. Entre ellos no hay ni un hombre con la mente educada. Pero claro… ¡educación! Es una farsa, todo es una farsa. Vengo aquí… tengo que ir a algún sitio, ya sabe… y me siento en una esquina y no digo nada. Sé qué empiezan a pensar. Oh, les he visto… dándose codazos, los guiños. No me importa. En su momento me hubiese importado. Ahora no. No importa. En realidad, nada importa.

Objeté ligeramente a ese pesimismo.

—Lo sé —siguió diciéndome, mirándome sombrío—. No hace falta que me lo diga. Puedo ver que es usted un hombre inteligente, así que es diferente. Pero no puede discutir conmigo, y le diré por qué. Comprenda, usted no sabe lo que yo sé. Oh, no me importa si piensan que soy raro. Soy raro. Y también lo sería usted si hubiese visto lo que yo he visto. Ellos no, porque no tienen inteligencia suficiente… —Dejó de hablar. Encogió los hombros estrechos. Su rostro adoptó una especie de expresión obstinada que a menudo ves en los rostros de los hombres débiles. Evidentemente pensaba que había dicho demasiado.

Ahora sentía curiosidad.

—No comprendo a qué se refiere —dije—. Sin duda ha sufrido usted experiencias desagradables, pero así ha sido para la mayoría de nosotros en un momento u otro. —Le miré expectante.

—No me refiero a eso —dijo, alzando la voz y añadiendo un toque de desdén—. Esto es diferente. No lo comprendería, a menos que se lo contase todo. Incluso en ese caso puede que no comprendiese. Es difícil. ¡Oh, qué sentido tiene! —Se terminó el güisqui de un trago rápido.

—Bien, desearía que me lo contase.

Dubitativo, apenado, me examinó el rostro, luego miró al resto de la estancia, tirándose del bigote caído.

—¿Podría coger otro cigarrillo? —preguntó finalmente. Una vez que lo hubo encendido, lanzó una nube de humo y volvió a mirarme.

»He visto algo que nadie más ha visto —dijo el señor Strenberry—. He visto el final de todo, de todo esto —agitó la mano y lanzó una risita amarga—, construir casas, fábricas, educación, salud pública, iglesias, beber en los pubs, tener hijos, caminar por el campo, todo, todo acto mortal. Eso es lo que he visto, bueno, al menos lo he entrevisto. ¡Terminado! ¡Terminado! ¡El fin!

—Suena al Apocalipsis —le dije.

—Y eso era —gritó el señor Strenberry, con el rostro iluminándosele extrañamente—. Al menos, a todos los efectos. No puedo pensar en nada más. Y usted tampoco podría si hubiese estado allí. He vuelto, he reflexionado, una y otra vez, ¡oh, miles de veces! ¿Conoce Opperton Heath? ¿Sí? Bien, allí sucedió, hace casi tres años. Eso es todo, hace tres años. Había ido a dar un paseo y mirar los pájaros. Antes me interesaban mucho los pájaros… Dios mío, ya lo he dejado… y hay una o dos especies curiosas en el brezal. Ya sabe cómo es… solitario. No me había encontrado con nadie en toda la tarde. Eso es lo peor. Si hubiese habido alguien más allí…

Dejó de hablar, cogió el cigarrillo humeante, lo volvió a dejar y miró al frente. Guardé silencio, temiendo que una palabra equivocada lo hiciese callar para siempre.

—Era una tarde cálida —dijo, empezando de nuevo tan abruptamente como había callado—, y yo estaba tendido sobre la hierba, fumando. Recuerdo que me preguntaba si regresar corriendo y llegar a casa a tiempo para el té o quedarme donde estaba sin preocuparme por el té. Y desearía por Dios haber decidido regresar, antes de que sucediese. Pero no lo hice. Allí estaba, calentito, algo adormilado, simplemente mirando el brezal. No había ni un alma a la vista. Muy tranquilo. Si supiese escribir poesía, escribiría un poema sobre el brezal tal como lo vi ese día, antes de que sucediese. También es todo lo que escribiría. Los últimos cinco minutos allí… —Volvió a callar, y creo que había lágrimas en sus ojos. Tenía el aspecto de una figura plena de llorona autocompasión, pero podría ser la pérdida de la paz y la belleza de ese mundo lo que hubiese invocado esas lágrimas. No lo supe entonces. No lo sé ahora.

»Entonces vi algo —dijo el señor Strenberry—. Era una especie de alteración en el aire, apenas a cincuenta metros de donde yo estaba. Al principio no le presté mucha atención, porque en los días de calor ves esos reflejos. Pero continuó. No puedo describirlo adecuadamente, ni tampoco puedo hacérselo ver. Pero en un minuto o dos no podías evitar darte cuenta. Como una delgada columna giratoria de aire. Un chorro de agua hecho de aire, si comprende a qué me refiero. Y en su centro había algo oscuro, algo sólido. Pensé que debía estar relacionado con un meteoro. Me levanté y me acerqué, con cuidado, ya sabe, sin arriesgarme. No parecía afectar a nada más. No había viento ni nada.

Todo estaba tan tranquilo como antes. Pero la columna de aire era ahora más definida, aunque no puedo explicar exactamente cómo había podido definirse tanto. Pero yo sabía que estaba allí, como ver un trozo de vidrio sobre otro trozo de vidrio. Sólo que allí había movimiento, y más rápido que la maquinaria más rápida que jamás haya visto. Y a cada segundo la forma oscura en su centro era más sólida. Me acerqué aun más. Y entonces el movimiento en el interior de la columna, como una especie de pilar cristalino, aunque eso no da la idea exacta, se detuvo, aunque en el interior todavía había destellos y giros. Ahora podía ver con claridad la forma oscura. Era un hombre… una especie de hombre.

El señor Strenberry cerró los ojos, se llevó las manos a ellos, y se inclinó apoyándose en los codos. En el silencio posterior, pude oír a dos tipos riéndose en el bar. Estaban gritando algo referente a una camada de cerdos.

—Aquel hombre era de un color ligeramente verde-azulado —siguió diciendo el señor Strenberry—, todo él. No llevaba ropa, pero tuve la impresión de que su piel era dura y correosa, ya sabe. Relucía un poco. No tenía pelo, y no parecía que se lo hubiese afeitado sino que nunca lo había tenido. Era más grande que yo, más grande que usted, pero no se trataba de un gigante: diría que tenía el tamaño y la figura de uno de esos pesos pesados… excepto por la cabeza. Tenía una cabeza tremenda, y claro, tan calva como un huevo, y un rostro maravilloso. Puedo verlo ahora. Era plano, como los rostros en algunas estatuas egipcias del Museo Británico, pero lo que percibías al momento eran los ojos. Eran más parecidos a los ojos hermosos de una mujer que a los de un hombre… y de un color…, una especie de púrpura oscuro. Y repletos de inteligencia. Brillaban de inteligencia, lo supe de inmediato. De hecho, podía ver que aquel hombre estaba muy por encima de mí como yo lo estoy de un hotentote. Mucho más desarrollado, ya sabe. No lo digo por lo que descubrí luego. Lo comprendí de inmediato. No podías confundirte. Aquel hombre verde-azulado sin pelo conocía un millón de cosas de las que yo jamás había oído hablar, y podía verse en sus ojos. Bien, allí estaba, y me miraba, y yo lo miraba a él.

—Siga —dije porque el señor Strenberry se había detenido y estaba muy ocupado mirándome.

—Ésta es la parte que debe intentar entender —gritó, emocionado—. Comprenda, ese extraño cilindro giratorio de aire estaba entre los dos, y si hubiese sido un vidrio de medio metro de espesor no nos hubiese podido separar más. No podía llegar hasta él. No digo que al principio lo intentase con ganas; estaba demasiado sorprendido y asustado. Pero intenté acercarme después de un minuto o dos, pero no pude, y no puedo explicarle de ninguna forma… no, ni aunque lo intentase durante una semana… qué me detenía. Diga que era un muro transparente, si prefiere, pero eso no da la impresión real. En cualquier caso, yo no importo. Lo importante es que él no podía salir, y evidentemente sabía más que yo sobre aquel fenómeno, y lo intentaba con desesperación. Tenía una especie de instrumento en cada mano, podía verlos destellar, y los unía continuamente. Estaba terriblemente agitado. Pero no podía salir. Había detenido el giro del interior de la columna, como dije, pero aparentemente no podía detener el exterior, que giraba y giraba tan rápido como antes.

»Me he preguntado un millar de veces —siguió diciendo el señor Strenberry, ahora más reflexivo— qué hubiese sucedido de haber salido. ¿Hubiese dominado todo el mundo, sabiendo mucho más qué nosotros? ¿O estos tontos lo hubiesen encerrado en una jaula, convirtiéndolo en un espectáculo, y finalmente lo hubiesen matado? Aunque no imagino que hubiesen podido hacerlo, no con ese hombre. Y claro, ¿hubiese podido existir de haber salido? No me refiero sólo a los microbios y esas cosas, aunque es posible que le hubiesen matado con facilidad, porque supongo que su cuerpo no sabía nada de una atmósfera llena de gérmenes como la nuestra. No, no me refiero a eso. Esto es lo importante. Si hubiese salido, si hubiese llegado hasta este mundo del siglo veinte, puede que hubiese dejado de existir, desvaneciéndose en la nada, porque, después de todo, este siglo XX no es sólo una fecha, también es una condición, un estado de cosas, y, comprenda, no le incluye a él. Aunque, claro, en cierta forma sí le incluye, o le incluyó, porque allí estaba, en el brezal aquel día.

—Me temo que no sigo todo esto —dije—. Pero continúe, quizá se aclare.

Entonces, el señor Strenberry se inclinó y me atravesó con los ojitos hervidos.

—¿No lo comprende? Ese hombre había llegado del futuro. Tipos como H. G. Wells han escrito sobre gente como nosotros dando saltos al futuro, para observar a nuestros lejanos descendientes, pero claro que no lo hacemos. No podemos; no sabemos lo suficiente. ¿Pero qué hay de ellos, dando un salto al pasado, para observarnos a nosotros? Eso es mucho más probable, cuando se piensa en ello. Pero no quiero decir que eso fuese lo que ese hombre hacía. Estaba intentando algo más. Si me pregunta, siempre han venido a observarnos, y a nuestros tatara-tatarabuelos y, ya que estamos, a nuestros tataranietos. Pero él no se limitaba a eso. Estaba intentando escapar de su tiempo.

Respiró profundamente, y luego dejó escapar el aire lentamente.

—No crea que me he limitado a suponerlo —gritó el señor Strenberry—, porque no es así. Lo . Y lo sé porque él me lo dijo. No quiero decir que hablásemos. De hecho, intenté gritarle, preguntarle quién era y de dónde venía, todo eso, pero no creo que me oyese, y si me oyó, ciertamente no comprendió. Pero no se equivoque, me vio perfectamente. Me miraba como yo le miraba a él. Hizo un par de gestos, y quizás hubiese hecho más si no hubiese estado tan ocupado con aquellos instrumentos, y tan desesperadamente agitado. No me gritó, nunca abrió los labios. Pero pensó hacia mí. Es la única forma que tengo de describirlo. Mensajes que venían de él llegaban a mi cabeza y se convertían en mis propias palabras, e incluso en imágenes. Y fue horrible… horrible, le digo. Todo se había acabado, y él intentaba escapar. La única forma que tenía de hacerlo era intentar saltar al pasado, apartarse. No quedaba mucho del mundo, donde se pudiese vivir. Sólo una isla grande, que no pertenece a ninguno de los continentes que conocemos… habían desaparecido hacía mucho tiempo. No sé las fechas. No me llegaron, y si me las hubiese enviado, no creo que hubiesen tenido sentido para mí. Pero era un futuro lejano, quizá veinte mil años, quizá cincuenta mil, quizá más, no sé. Pero sé que aquel hombre no era nadie muy importante, simplemente un asistente menor en un laboratorio donde se especializaban en experimentos sobre el tiempo, una especie de tipo de clase baja entre su propia gente, aunque para usted y para mí hubiese sido un semidiós. Y supe que, aunque estaba aterrorizado y se mostraba frenético en sus intentos por escapar, al mismo tiempo se avergonzaba de sí mismo… se sentía como una especie de evasor. Pero incluso así, lo que sucedía era tan terrible que no vaciló ni una vez. Había corrido al laboratorio o lo que fuese, y apenas tuvo tiempo de saltar a través del tiempo. Estaba aterrorizado. No lo manifestaba como lo haríamos nosotros, pero se lo digo: su mente aullaba. Algún lugar… una ciudad, creo… había quedado por completo destruido y todo lo demás iba a seguir el mismo camino, todo lo que alguna vez había sido humano. No llegaron palabras a mi mente para describir qué estaba destruyéndolo todo y qué le aterrorizaba. Quizá yo no tengo ninguna palabra que se ajuste. Lo único que tuve fueron pequeñas imágenes, borrosas, como fragmentos de una pesadilla. Había grandes cosas oscuras moviéndose, borrándolo todo. Nada que se parezca a algo que haya visto. Usted no podría darles forma.

En este punto el señor Strenberry se inclinó aún más, me agarró la manga del abrigo y bajó la voz.

—No eran bestias o insectos gigantes —susurró—. No eran nada que tenga nombre. Creo que ni siquiera pertenecían a este mundo. Y algo que él pensó también lo daba a entender. Vinieron de algún otro lugar, quizá de otro planeta. ¿Lo comprende? Aquí todo había terminado. Lo estaban destruyendo todo, grandes masas oscuras… ¡horrible! Imagínese lo que ese hombre sentía, que se había podido escapar de ellos, pero que ahora no podía salir a este mundo y tiempo nuestro. Porque no pudo, eso es lo terrible. Lo intentó y lo intentó, pero no pudo hacerlo.

»Y tampoco le quedaba mucho tiempo para intentarlo, eso lo sabía yo. Por lo que sucedía al otro extremo, ¿comprende? Le digo que permanecí allí, mirándole, con sus pensamientos corriendo por mi cabeza, y el sudor corriéndome por la cara.

Yo también estaba aterrorizado, sentía pánico. Y entonces él sufrió una agonía de miedo, y ya está. Todo había acabado. El interior de la columna de aire comenzó a girar de nuevo, como había hecho a su llegada, y no podía verle claramente. Sólo sus ojos. Sólo aquellos ojos, mirándome de entre el vórtice. Y luego, vi algo. Juro que lo vi. Algo oscuro. Sólo lo entreví. Eso es todo. Un fragmento de una de esas cosas, agarrando… al último hombre que quedaba. Eso debía ser, aunque no sé cómo llegué a verlo, pero he estado pensando en ello de una manera u otra y me parece…

—Ajá, ¿a quién tenemos aquí? —gritó una voz alta y alegre—. ¿Cómo van las cosas, señor Strenberry?

Dos hombres de rostro colorado acababan de entrar en la estancia. Le sonrieron a mi acompañante y luego se dirigieron guiños el uno al otro.

—Un día desagradable, señor Strenberry —dijo el otro tipo—. ¿Qué opina?

El señor Strenberry, que parecía haberse desmoronado cuando entraron, se limitó a murmurar una respuesta. Luego, dirigiéndome una mirada rápida, en la que se entremezclaban la vergüenza, la desesperación y el desprecio, se puso en pie de repente y salió de la sala.

Los dos recién llegados se miraron, se rieron y luego se acomodaron en una esquina. La patrona apareció con sus bebidas. Yo me puse en pie y miré por la ventana.

La lluvia se había convertido en algunas gotas dispersas, iluminadas por la luz del sol.

—He visto que ha hablado con el señor Strenberry —me dijo la patrona—. Al menos, le vi hablarle a usted. Consiguió tirarle de la lengua. Es raro, ¿verdad? ¿Le conté lo raro que era? Seguro que le contó una de sus historias. No le preste atención, señor. No se puede creer ni una palabra de lo que dice. Hace tiempo que lo descubrimos. Es por eso que ya no quiere hablarnos. El señor Strenberry sabe que nos lo tomamos todo con una pizca de sal.

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