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1 REGRESO AL PRESENTE » Todo el tiempo del mundo

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Todo el tiempo del mundo

Arthur C. Clarke

Uno de los grandes profetas de la era espacial, Arthur C. Clarke hace tiempo que se interesa por el viaje en el tiempo y la idea de emplear el transporte a velocidades superiores a la de la luz para permitir el viaje al pasado y al futuro. Recientemente, a una ya impresionante lista de profecías cumplidas ha añadido la sugerencia de que la humanidad del futuro portará dispositivos electrónicos para incrementar la inteligencia; utilizará «microts», diminutos robots, para realizar tareas rutinarias y comunes; y usará enormes «ascensores» para ir al espacio. Clarke también está convencido de que una fuente ilimitada de energía —como la que podría usarse para propulsar una máquina del tiempo—podría generarse a partir de la energía de vacío.

Arthur Charles Clarke (1917) fue aficionado a la ciencia ficción en su juventud, pero no empezó a escribir los artículos e historias sobre el viaje espacial que le han hecho famoso hasta después de la Segunda Guerra Mundial, durante la cual trabajó como instructor de radar para la RAF. Uno de sus primeros cuentos, «El centinela» (1951), formaría más tarde la base para la legendaria película de ciencia ficción 2001: UNA ODISEA DEL ESPACIO (1968) de Stanley Kubrick, mientras sus novelas, que incluyen CITA CON RAMA (1973), LAS FUENTES DEL PARAÍSO (1979) y 2010: ODISEA DOS (1982), se han convertido en bestseller y han ganado los honores más importantes de la ciencia ficción. Un tercer libro en la serie «Odisea», 3001: ODISEA FINAL (1997), completa la que sin duda es una de las obras principales de ficción imaginativa. Aunque «Todo el tiempo del mundo» (1952) es una obra más «realista» que cualquiera de las anteriores, en esta historia de una máquina de distorsión temporal que se emplea para algunas actividades sospechosas, Clarke demuestra una vez más la asombrosa amplitud de su imaginación.

Cuando se oyó la llamada apagada a la puerta, Robert Ashton examinó la habitación con un movimiento rápido y automático. Su aburrida respetabilidad le resultó satisfactoria y debería tranquilizar al visitante. No es que tuviese ninguna razón para esperar la llegada de la policía, pero no tenía sentido arriesgarse.

—Pase —dijo, deteniéndose sólo para coger los Diálogos de Platón de un estante que tenía al lado. Quizás el gesto fuese un pelín demasiado ostentoso, pero siempre impresionaba a los clientes.

La puerta se abrió despacio. Al principio, Ashton siguió leyendo con concentración, sin molestarse en alzar la mirada. El corazón se le aceleró ligeramente, una leve y emocionante opresión en el pecho. Evidentemente, no era posible que fuese un piesplanos: alguien le hubiese advertido. Aun así, un visitante que llegaba sin avisar era un acontecimiento extraño y por tanto potencialmente peligroso.

Ashton dejó el libro, miró hacia la puerta y comentó en un tono que no le comprometía.

—¿Qué puedo hacer por usted? —No se puso en pie; tales cortesías pertenecían al pasado y hacía tiempo que estaban enterradas. Además, se trataba de una mujer. En los círculos que ahora frecuentaba, las mujeres estaban acostumbradas a recibir joyas, ropa y dinero; jamás respeto.

Sin embargo, había algo en la visitante que le obligó a levantarse lentamente. No se trataba sólo de que fuese hermosa, sino que poseía un aire de fácil autoridad que la situaba en un mundo diferente al de las llamativas fulanas con las que se encontraba durante sus negocios habituales. Había cerebro y determinación tras esos ojos tranquilos y valorativos, un cerebro, sospechó Ashton, igual al suyo.

No supo hasta qué medida la había infravalorado.

—Señor Ashton —dijo—, no malgastemos el tiempo. Sé qué es usted y tengo un trabajo. Aquí están mis credenciales.

Abrió un bolso grande y elegante y sacó un grueso fajo de billetes.

—Puede considerarlo —dijo— como una muestra.

Ashton cogió el fajo cuando ella se lo lanzó despreocupadamente. Era la mayor suma de dinero que jamás había sostenido en su vida: al menos cien billetes de cinco, todos nuevos y numerados consecutivamente. Los palpó entre los dedos. Si no eran auténticos, eran falsificaciones tan buenas que, en la práctica, no había ninguna diferencia.

Pasó el pulgar de un lado a otro siguiendo el borde del fajo como si examinase un mazo en busca de la carta marcada, y dijo pensativo:

—Me gustaría saber de dónde los ha sacado. Si no son falsificaciones, deben de estar calientes y costará pasarlos.

—Son auténticos. Hace muy poco tiempo se encontraban en el Banco de Inglaterra. Pero si no le valen de nada, arrójelos al fuego. Se los he dado simplemente para demostrarle que voy en serio.

—Siga. —Indicó el único asiento y él mismo se acomodó en el borde de la mesa.

Ella sacó unos papeles del espacioso bolso y se los pasó.

—Estoy dispuesta a pagarle cualquier suma que desee si me consigue estos elementos y me los entrega, en un momento y lugar que acordaremos. Es más, puedo garantizarle que podrá realizar el robo sin ningún peligro personal.

Ashton miró la lista y lanzó un suspiro. La mujer era una demente. Aun así, sería mejor seguirle la corriente. Podría haber más dinero de donde había salido ese fajo.

—Veo —dijo sin comprometerse— que estos elementos se encuentran todos en el Museo Británico, y que muchos de ellos, literalmente, no tienen precio. Con ello quiero decir que no podría ni comprarlos ni venderlos.

—No deseo venderlos. Soy una coleccionista.

—Eso parece. ¿Cuánto está dispuesta a pagar por esas adquisiciones?

—Diga una cifra.

Se produjo un corto silencio. Ashton sopesó las posibilidades. Sentía cierto orgullo profesional por su trabajo, pero había algunas cosas que ninguna cantidad de dinero podían conseguir. En cualquier caso, sería divertido ver hasta dónde podía llegar la puja.

Volvió a mirar la lista.

—Creo que un millón redondo sería una cifra razonable para este lote —dijo irónico.

—Me temo que no me está tomando muy en serio. Con sus contactos, debería poder pasar esto.

Se produjo un destello de luz y algo relució a través del aire. Ashton atrapó el collar antes de que golpease en el suelo, y a pesar de sí mismo fue incapaz de evitar un grito de asombro. Entre sus dedos brillaba una fortuna. El diamante central era el más grande que había visto nunca; debía ser una de las joyas más famosas del mundo.

Su visitante pareció totalmente indiferente al ver que Ashton se metía el collar en el bolsillo. Ashton se sentía muy alterado; sabía que la mujer no actuaba. Para ella, esa gema fabulosa no tenía más valor que un terrón de azúcar. Era una locura a una escala inimaginable.

—Dando por supuesto que puede pagar el dinero —dijo—, ¿cómo imagina que es físicamente posible hacer lo que pide? Uno podría robar un único elemento de esta lista pero, en unas horas, el Museo estaría lleno de policías.

Con una fortuna ya en el bolsillo, podía permitirse el lujo de ser sincero. Además, sentía curiosidad por esa fantástica visitante.

Ella sonrió, con bastante tristeza, como si le siguiese la corriente a un niño retrasado.

—Si le muestro el método —dijo en voz baja—, ¿lo hará?

—Sí… por un millón.

—¿No ha percibido nada extraño desde que llegué aquí? ¿No hay… demasiado silencio?

Ashton prestó atención. ¡Por Dios, tenía razón! La sala nunca estaba en silencio total, ni siquiera de noche. Antes el viento soplaba sobre los tejados; ¿dónde estaba ahora? El distante murmullo del tráfico había cesado; cinco minutos antes había estado maldiciendo a los motores cambiando en la estación clasificadora al final de la calle. ¿Qué les había pasado?

—Vaya a la ventana.

Obedeció la orden y apartó las mugrientas cortinas de encaje con dedos que se estremecían ligeramente a pesar de sus intentos por controlarlos.

Después se relajó. La calle estaba vacía, como era habitual a esa hora de la mañana. No había tráfico, y por tanto ninguna razón para que hubiese sonido. A continuación miró a la fila de casas sórdidas en dirección a la estación clasificadora.

Su visitante sonrió cuando Ashton se envaró por la sorpresa.

—Dígame qué ve, señor Ashton.

Se volvió lentamente, con el rostro pálido y los músculos de la garganta moviéndose.

—¿Qué es usted? —jadeó—. ¿Una bruja?

—No sea tonto. Hay una explicación muy simple. No ha cambiado el mundo… sino usted.

Ashton miró una vez más ese increíble sistema de tracción, la voluta de vapor congelada inmóvil encima como si estuviese formada por algodón. Ahora comprobó que las nubes estaban igual de inmóviles; deberían haber estado corriendo por el cielo. Por todas partes le rodeaba la quietud sobrenatural de una fotografía de alta velocidad, la irrealidad palpable de una escena entrevista durante el destello de un rayo.

—Es lo suficientemente inteligente para comprender lo que está sucediendo, aunque no pueda comprender cómo se ha hecho. Se ha alterado su escala temporal: un minuto en el mundo exterior podría ser un año en esta sala.

Una vez más abrió el bolso, y en esta ocasión sacó lo que parecía un brazalete fabricado con algún metal plateado, con una serie de indicadores e interruptores engarzados en él.

—Puede considerarlo como un generador personal —dijo—. Con esto alrededor del brazo será invencible. Puede ir y venir sin problemas… puede robar todo lo que hay en la lista y traérmelo antes de que uno solo de los guardias del museo haya parpadeado. Cuando haya terminado, puede estar a varias millas antes de que desactive el campo y vuelva al mundo normal.

»Ahora escuche cuidadosamente, y haga exactamente lo que le digo. El campo tiene un radio de unos dos metros, así que debe mantenerse al menos a esa distancia de cualquier otra persona. Segundo, no debe desactivarlo hasta no haber completado la tarea y yo haya hecho efectivo el pago. Eso es muy importante. Ahora, el plan que he trazado es…

Ningún criminal en toda la historia del mundo había poseído un poder semejante. Era embriagador; sin embargo, Ashton se preguntaba si llegaría a acostumbrarse. Había dejado de preocuparse por las explicaciones, al menos hasta haber completado el trabajo y haber recibido la recompensa. Luego, quizá, se iría de Inglaterra y disfrutaría de un retiro muy merecido.

La visitante se había ido minutos antes que él, pero cuando Ashton salió a la calle la escena no había cambiado en nada. Aunque se había preparado, la sensación seguía poniéndole nervioso. Ashton sintió el impulso de apresurarse, como si la condición no pudiese durar y tuviese que completar el trabajo antes de que al dispositivo se le acabase el combustible. Pero eso, le habían asegurado, era imposible.

En High Street se detuvo para observar el tráfico congelado, a los peatones paralizados. Tuvo cuidado, como le habían advertido, de no acercarse tanto a nadie de forma que penetrase en el campo. ¡Qué aspecto tan ridículo tenía la gente cuando uno la veía así, sustraída toda la gracia que otorgaba el movimiento, las bocas medio abiertas formando muecas estúpidas!

Tener que buscar ayuda iba contra su instinto, pero algunos aspectos del trabajo eran demasiado grandes para que los pudiese manejar solo. Además, podía pagar con generosidad y ni siquiera darse cuenta. La dificultad principal, comprendió Ashton, sería encontrar a alguien lo suficientemente inteligente para que no tuviese miedo, o tan estúpido que lo diese todo por supuesto. Se decidió por probar la primera posibilidad.

El sitio de Tony Marchetti estaba en una calle lateral tan cerca de la central de policía que uno sentía que estaba llevando la idea de camuflaje demasiado lejos. Al pasar junto a la entrada, Ashton entrevió al sargento de guardia tras la mesa y se resistió a la tentación de entrar y combinar los negocios con el placer. Esas cosas podían esperar hasta más tarde.

La puerta de Tony se abrió frente a su cara al acercarse. Fue una ocurrencia tan natural en un mundo en el que nada era normal, que pasó un momento antes de que Ashton comprendiese lo que implicaba. ¿Había fallado el generador? Miró apresurado al final de la calle y la naturaleza congelada que había a su espalda le tranquilizó.

—¡Vaya, si es Bob Ashton! —dijo una voz conocida—. Es curioso verte tan temprano. Llevas un extraño brazalete. Pensaba que yo tenía el único.

—Hola, Aram —contestó Ashton—. Parece que la cosa es más complicada de lo que sabemos los dos. ¿Ya has contratado a Tony o sigue libre?

—Lo lamento. Tenemos un trabajito que nos mantendrá ocupados durante un rato.

—No me lo digas. La Galería Nacional o la Tate.

Aram Albenkian se pasó los dedos por la perilla perfecta.

—¿Quién te lo ha contado? —preguntó.

—Nadie. Pero, después de todo, eres el marchante de arte más corrupto del negocio, y empiezo a adivinar qué está pasando. ¿Una morena alta y bien parecida te dio ese brazalete y una lista de la compra?

—No veo por qué debería responderte, pero la respuesta es no. Fue un hombre.

Ashton sintió una sorpresa momentánea. A continuación se encogió de hombros.

—Debería haber supuesto que habría más de uno. Me gustaría saber quién está detrás de todo esto.

—¿Tienes alguna teoría? —dijo Albenkian, cauteloso.

Ashton decidió que valdría la pena arriesgarse a un poco de pérdida de información para comprobar sus reacciones.

—Evidentemente no les interesa el dinero… tienen todo el que necesitan y pueden conseguir más con este dispositivo. La mujer que vino a verme me dijo que era coleccionista. Me lo tomé como una broma, pero parece que lo decía en serio.

—¿A qué venimos nosotros en todo esto? ¿Qué les impide hacer el trabajo ellos mismos? —preguntó Albenkian.

—Quizá tengan miedo. O quizá quieran nuestro… veamos… conocimiento especial. Algunos de los elementos en la lista están bien protegidos. Mi teoría es que son agentes de un millonario loco.

Hacía aguas por todas partes, y Ashton lo sabía. Pero quería ver qué escape intentaría taponar Albenkian.

—Mi querido Ashton —dijo el otro con impaciencia, levantando la muñeca—. ¿Cómo explicas este cacharrito? No sé nada de ciencia, pero incluso yo puedo decirte que esto está más allá de los más locos sueños de nuestra tecnología. Sólo se puede sacar una conclusión.

—Adelante.

—Esta gente viene… de algún otro sitio. Están saqueando sistemáticamente nuestro mundo llevándose sus tesoros. ¿Sabes todo eso que lees sobre cohetes y naves espaciales? Bien, alguien lo ha hecho primero.

Ashton no se rió. La teoría no era más fantástica que los hechos.

—Sean quienes sean —dijo—, parece que saben moverse muy bien por aquí. ¿Cuántos equipos tendrán?, me pregunto. Quizás estén recorriendo el Louvre y el Prado en este mismo momento. El mundo va a llevarse una sorpresa antes de que acabe el día.

Se despidieron amistosamente, sin que ninguno soltara ningún detalle realmente importante sobre su asunto. Durante un momento fugaz, Ashton consideró la posibilidad de ofertar más por Tony, pero no tenía sentido enfrentarse a Albenkian. Tendría que conformarse con Steve Regan. Eso implicaba caminar como kilómetro y medio, ya que, evidentemente, cualquier otra forma de transporte era imposible. Se moriría de viejo antes de que un bus completase el viaje. Ashton no tenía claro qué sucedería si intentaba conducir un coche cuando el campo estaba en funcionamiento, y le habían advertido que no hiciese experimentos.

A Ashton le resultó asombroso que incluso un idiota certificado como Steve pudiese tomarse el acelerador con tanta calma; quizá después de todo esos cómics, que probablemente eran su única lectura, tuviesen su utilidad. Después de algunas palabras de simplificaciones groseras, Steve se puso el brazalete extra que, para sorpresa de Ashton, la visitante le había entregado sin hacer comentarios. Después iniciaron la larga caminata hasta el Museo.

Ashton, o su cliente, lo había considerado todo. Se detuvieron una vez en un banco para descansar, tomarse unos sándwiches y recuperar el aliento. Cuando llegaron finalmente al Museo, ninguno Se sentía mal por el ejercicio poco habitual.

Atravesaron juntos las puertas del Museo —incapaces, a pesar de la lógica, de evitar hablar en susurros— y subieron los escalones de piedra hasta el vestíbulo. Ashton conocía el camino a la perfección. Haciendo gala de un humor caprichoso mostró su pase para la sala de lectura mientras pasaban, a una distancia respetuosa, junto a los asistentes hieráticos. Se le ocurrió que los ocupantes de la gran cámara, en su mayor parte, tenían el mismo aspecto que de costumbre, sin los beneficios del acelerador.

Fue un trabajo sencillo pero tedioso el reunir los libros que aparecían en la lista. Los habían elegido, o eso parecía, tanto por su belleza como obras de arte como por su contenido literario. La selección la había realizado alguien que conocía su trabajo. ¿La habían realizado ellos mismos, se preguntó Ashton, o habían sobornado a otros expertos de la misma forma que le pagaban a él? Se preguntó si algún día llegaría a entrever todas las ramificaciones de la trama.

Hubo que romper muchos paneles, pero Ashton tuvo cuidado de no dañar ningún libro, incluso los que no querían. Una vez que reunía volúmenes suficientes para formar una carga cómoda, Steve los llevaba al patio y los colocaba sobre la piedra hasta formar una pequeña pirámide.

No importaba si durante un breve periodo de tiempo quedaban fuera del campo del acelerador. Nadie notaría el parpadeo momentáneo de su existencia en el mundo normal.

Permanecieron en la biblioteca durante dos horas de su tiempo, e hicieron una pausa para comer antes de pasar al siguiente trabajo. De camino, Ashton se detuvo para un asuntillo privado. Se produjo un tintineo de vidrio cuando la pequeña vitrina, de pie en solitario esplendor, entregó su tesoro: a continuación el manuscrito de Alicia quedó protegido en el bolsillo de Ashton.

Entre las antigüedades, no se sentía muy cómodo. Había unos pocos ejemplos a retirar de todas las exposiciones, y en ocasiones era difícil comprender las razones de la elección. Era como si —y volvió a recordar las palabras de Albenkian— alguien con gustos totalmente alienígenas hubiese escogido esas obras de arte. En esta ocasión, con algunas pocas excepciones, no habían contado con la guía de expertos.

Por segunda vez en la historia, la vitrina del jarrón Portland quedó destrozada. En cinco segundos, pensó Ashton, se dispararían alarmas por todo el Museo y todo el edificio se convertiría en un clamor. Y en cinco segundos podía estar a millas de distancia. Era una idea embriagadora, y mientras trabajaba rápidamente para completar el contrato comenzó a lamentar el precio que había pedido. Aún así, no era demasiado tarde.

Sintió la tranquila satisfacción de un buen operario al observar cómo Steve se llevaba al patio la gran bandeja de plata del tesoro de Mildenhall y la colocaba junto al ahora impresionante montón.

—Esto es todo —dijo—. Esta noche estaré en casa. Ahora deja que te quite ese cacharro.

Caminaron hacia High Holborn y escogieron una calle lateral aislada en la que no había peatones. Ashton soltó el curioso cierre y se apartó de su compañero, observando cómo se quedaba congelado en la inmovilidad. Steve volvía a ser vulnerable, moviéndose una vez más con todos los demás hombres en la corriente del tiempo. Pero antes de que se disparase la alarma, se habría perdido entre las multitudes de Londres.

Cuando volvió a entrar en el patio del Museo el tesoro ya había desaparecido. De pie donde había estado se encontraba su visitante de… ¿cuánto tiempo hacía ya? Todavía conservaba el porte y la gracia pero, pensó Ashton, parecía un poco cansada. Él se acercó hasta que los campos se fundieron y ya no estuvieron separados por un golfo insuperable de silencio.

—Espero que esté satisfecha —dijo—. ¿Cómo se lo han llevado todo tan rápido?

Ella se tocó el brazalete que llevaba en la muñeca y le ofreció una sonrisa triste:

—Tenemos otros muchos poderes aparte de éste.

—Entonces, ¿para qué necesitaba mi ayuda?

—Había razones técnicas. Era necesario separar los objetos que queríamos de la presencia de otra materia. De esa forma, podíamos recoger sólo lo que necesitábamos sin malgastar nuestras limitadas, ¿cómo debo llamarlas?, capacidades de transporte. ¿Puede ahora devolverme el brazalete?

Ashton lentamente le entregó el que llevaba en la mano pero no hizo ningún esfuerzo por soltar el suyo. Lo que estaba haciendo podía ser peligroso, pero tenía la intención de retroceder a la menor señal de problemas.

—Estoy dispuesto a reducir mi prima —dijo—. De hecho, rechazaría todo pago… a cambio de esto. —Se tocó la muñeca, donde la compleja banda de metal relució bajo la luz del sol.

Ella le observaba con una expresión tan impenetrable como la sonrisa de la Gioconda. (¿También ella, se preguntó Ashton, se habría reunido con los tesoros que él había recogido? ¿Cuánto se habían llevado del Louvre?)

—Yo no lo consideraría reducir el pago. Todo el dinero del mundo no bastaría para comprar uno de esos brazaletes.

—O las cosas que le he entregado.

—Es usted avaricioso, señor Ashton. Sabe que con ese acelerador el mundo entero sería suyo.

—¿Y qué le importa eso? ¿Tiene algún interés en este planeta ahora que se ha llevado lo que quería?

Se produjo una pausa. A continuación, inesperadamente, la mujer sonrió.

—Lo ha adivinado. No pertenezco a este mundo.

—Sí. Y sé que tienen otros agentes aparte de mí. ¿Vienen de Marte, o no va a decírmelo?

—Estoy más que dispuesta a decírselo. Pero puede que no me lo agradezca si lo hago.

Ashton la miró cansado. ¿Qué quería decir con eso? Inconsciente de lo que hacía, se colocó la muñeca a la espalda, protegiendo el brazalete.

—No, no vengo de Marte, o de cualquier planeta del que haya oído hablar. No comprendería qué soy. Aun así voy a decírselo. Vengo del futuro.

—¡El futuro! ¡Eso es ridículo!

—¿Lo es? Me interesa saber por qué.

—Si ese tipo de cosas fuesen posibles, nuestra historia pasada estaría llena de viajeros temporales. Además, implicaría una reductio ad absurdum. Ir al pasado podría alterar el presente y producir todo tipo de paradojas.

—Buenos argumentos, aunque quizá no sean tan originales como usted cree. Pero sólo refutan la posibilidad del viaje en el tiempo en general, no del tipo muy especial que nos ocupa.

—¿Qué tiene de especial? —preguntó.

—En ocasiones muy especiales, y por medio de la emisión de grandes cantidades de energía, es posible producir una… singularidad… en el tiempo. Durante la fracción de segundo en la que se produce la singularidad, el pasado se vuelve accesible para el futuro, aunque sólo de una forma restringida. Podemos enviar nuestras mentes al pasado, pero no nuestros cuerpos.

—¿Quiere decir —dijo Ashton— que ha tomado prestado el cuerpo que veo?

—Oh, he pagado por él, como le pago a usted. La propietaria ha aceptado las condiciones. Somos muy concienzudos con esos asuntos.

Ashton pensaba con rapidez. Si la historia era cierta, le ofrecía una ventaja clara.

—¿Quiere decir —siguió diciendo— que no tienen control directo sobre la materia y deben trabajar por medio de agentes humanos?

—Sí. Incluso los brazaletes se fabricaron aquí, bajo nuestro control mental.

Estaba explicando demasiado con demasiada tranquilidad, revelando todas sus debilidades. Una señal de alarma se estaba disparando en el fondo de la mente de Ashton, pero ya se había metido demasiado para retirarse.

—Entonces me da la impresión —dijo lentamente— que no puede obligarme a devolverle el brazalete.

—Es perfectamente correcto.

—Eso era todo lo que quería saber.

Ahora la mujer le sonreía, y hubo algo en esa sonrisa que le heló hasta los huesos.

—No somos vengativos ni despiadados, señor Ashton—dijo tranquilamente—. Lo que voy a hacer ahora apela a mi sentido de la justicia. Ha pedido ese brazalete; puede quedárselo. Ahora le diré lo útil que va a serle.

Durante un momento, Ashton sintió el súbito impulso de devolver el acelerador. Ella debía haber adivinado lo que pensaba.

—No, es demasiado tarde. Insisto en que se lo quede; Y puedo darle garantías. No se agotará. Le durará —una vez más la sonrisa enigmática— el resto de su vida.

»¿Le importa si damos un paseo, señor Ashton? He terminado mi trabajo aquí y me gustaría dar un último vistazo al mundo antes de abandonarlo para siempre.

Se volvió hacia las verjas de hierro y no esperó a la respuesta. Consumido por la curiosidad, Ashton la siguió.

Caminaron en silencio hasta encontrarse entre el tráfico congelado de Tottenham Court Road. Durante un momento la mujer se quedó contemplando las multitudes atareadas pero inmóviles; después suspiró.

—No puedo evitar sentir pena por ellos, y por usted. Me pregunto qué hubiesen logrado por sí mismos.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Hace un momento, señor Ashton, ha dado a entender que el futuro no puede alcanzar el pasado porque eso alteraría la historia. Un comentario sagaz, pero, me temo, irrelevante. Compréndalo, a su mundo no le queda historia que alterar.

Señaló al otro lado de la calle y Ashton se volvió con rapidez sobre los talones. Allí no había nada excepto un repartidor de periódicos agachado sobre el montón de periódicos. Una pancarta formaba una curva imposible bajo la brisa que soplaba por entre ese mundo inmóvil. Ashton leyó con algo de dificultad las palabras torpemente escritas:

HOY PRUEBA DE LA SUPER-BOMBA

La voz en sus oídos parecía provenir de un lugar muy lejano.

—Le dije que el viaje en el tiempo, incluso de esta forma restringida, exige la liberación de una gran cantidad de energía, mucha más de la que puede liberar una única bomba, señor Ashton. Pero esa bomba no es más que un disparador…

Señaló el suelo duro bajo sus pies.

—¿Sabe algo sobre su propio planeta? Probablemente no; su especie ha aprendido tan poco… Pero incluso sus científicos han descubierto que, a dos mil millas de profundidad, la Tierra posee un núcleo denso y líquido. Ese núcleo está formado por materia comprimida, y puede existir en dos estados estables. Dado un cierto estímulo, puede cambiar de uno de esos estados al otro, de la misma forma que un balancín puede agitarse por el impulso de un dedo. Pero ese cambio, señor Ashton, liberará tanta energía como todos los terremotos desde el comienzo de su mundo. Los océanos y continentes saltarán al espacio; el sol ganará un segundo cinturón de asteroides.

»Ese cataclismo enviará su eco por el tiempo, y nos abrirá una fracción de segundo de su tiempo. Durante ese instante, intentamos salvar lo que podemos de los tesoros de su mundo. Es todo lo que podemos hacer; incluso si sus motivos eran totalmente egoístas y completamente fraudulentos, ha realizado para con su especie un servicio que no preveía.

»Y ahora, debo regresar a nuestra nave, donde aguarda junto a las ruinas de la Tierra casi cien mil años a partir de ahora. Puede quedarse con el brazalete.

La retirada fue instantánea. La mujer se quedó congelada de pronto, convirtiéndose en una estatua más, junto con las otras de la calle silenciosa. Estaba solo.

¡Solo! Ashton sostuvo frente a los ojos el reluciente brazalete, hipnotizado por la laboriosa elaboración y por los poderes que contenía. Había hecho un trato, y debía aceptarlo. Podía vivir todos los años de su vida normal, a cambio de una soledad como no había conocido ningún hombre. Si desactivaba el campo, los últimos segundos de la historia pasarían inevitablemente.

¿Segundos? En realidad, quedaba todavía menos tiempo. Porque sabía que la bomba ya debería haber explotado.

Se sentó en el borde de la acera y empezó a pensar. El pánico no era necesario; tenía que tomarse las cosas con calma, sin histeria. Después de todo, tenía tiempo de sobra.

Todo el tiempo del mundo.

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