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1 REGRESO AL PRESENTE » El tiempo no tiene límites

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El tiempo no tiene límites

Jack Finney

Jack Finney es merecidamente famoso como autor de LA INVASIÓN DE LOS LADRONES DE CUERPOS (1955), la historia, llevada al cine en varias ocasiones, de esporas alienígenas que sustituyen a los habitantes de una pequeña ciudad americana. También ha escrito una de las más perfectas novelas sobre viajes en el tiempo, TIME AND AGAIN (1970). Ese relato de un viajero en el tiempo que llega al Nueva York del 1882 es notable por su retrato verosímil de una era y la descripción de la confusión natural que sufre un hombre venido de una era muy diferente. A menudo se alaba la obra de Finney por la forma en la que el autor emplea lugares y situaciones familiares para el lector y luego las dota de un aura de misterio y sorpresa.

Jack Finney (1911) fue periodista durante la primera parte de su carrera, y no comenzó a escribir ficción fantástica hasta bien entrados los años cuarenta. Su interés por las historias de viajes en el tiempo quedó en evidencia en sus dos primeras recopilaciones, THE CLOCK OF TIME (1958) y I LOVE GALESBURG IN THE SPRINGTIME: FANTASY AND TIME STORIES (1963); y después de TIME AND AGAIN escribió MARION’S WALL (1973), en la que un fantasma de los años veinte es transportado al presente. «El tiempo no tiene límites», escrita en 1962 para el Saturday Evening Post, nos presenta a un hombre que ha perfeccionado una máquina que permite a los criminales escapar sin riesgo de ser detectados. Pero qué sucederá, podemos preguntamos, cuando la ley se ponga finalmente a su altura…

En uno de los pisos superiores del Palacio de Justicia encontré el número de habitación que buscaba y abrí la puerta. Una muchacha guapa levantó la vista de la máquina de escribir, activó la sonrisa y dijo:

—¿Profesor Weygand? —Sólo era una pregunta en su forma. Le bastó mirarme para saber que era yo. Así que sonreí y asentí, deseando haberme puesto las ropas de pásalo-bien-en-San-Francisco en lugar de mi traje de profesor. Ella añadió—: El inspector Ihren está al teléfono; ¿le importaría esperar, por favor? —Yo volví a asentir y me senté, sonriendo benigno como corresponde a un profesor.

Mi problema es que, a pesar de tener el rostro delgado y resuelto de un profesor, soy un poco joven para mi trabajo, que consiste en ser profesor asociado de física en una importante universidad. Por suerte, tengo algo de gris prematuro en el pelo desde los diecinueve años, y en el campus llevo habitualmente esos horribles trajes de tweed permanentemente holgados que se supone deben vestir los profesores, aunque muchos de ellos hacen trampa y no se los ponen. Estos trajes, junto con las gafas redondas de metal que realmente no necesito, y una cuidadosa selección de corbatas de arpillera con enfermizos estampados de naranja brillante, azul babuino y verde pandilla (de rigueur para los trajes de grandes bolsillos de profesor) completan la imagen. Ésta última es una palabra muy popular que significa que si quieres convertirte en profesor a tiempo completo debes dejar de tener el aspecto de un alumno.

Examiné la pequeña sala de espera: paredes de escayola amarilla, un enorme calendario, archivadores, una mesa, máquina de escribir y secretaria. La observé de la misma forma que inspecciono a algunas de mis estudiantes más avanzadas: desde abajo y con una sonrisa paternal en caso de que levantase la vista y me pillase. Pero realmente lo que quería hacer era sacar la carta del inspector Ihren y leerla de nuevo en busca de cualquier pista que se me hubiese pasado con respecto a por qué quería verme. Pero siento cierto miedo hacia la policía —me entra una sensación de culpabilidad simplemente por preguntarle a un policía por una calle— y pensé que releer la carta en ese momento no haría sino traicionar mi nerviosismo frente a la señorita Candyhips, que de alguna forma se lo transmitiría secretamente al inspector.

En todo caso, sabía exactamente qué decía. Era una petición formalmente amable de tres líneas, dirigida a mi despacho en el campus, para venir y ver al inspector Martin O. Ihren, si no era molestia, cuando me fuese conveniente, si no me importaba, por favor, señor. Estaba sentado preguntándome qué hubiese hecho el inspector si, con la misma amabilidad, me hubiese negado, cuando sonó el interfono, la sonrisa volvió a aparecer y la chica dijo:

—Entre, profesor.

Me puse en pie, tragando nervioso, abrí la puerta que había a mi lado y entré en el despacho del inspector.

Tras la mesa se puso en pie lenta y renuentemente como si no estuviese del todo seguro de no arrojarme pronto a una celda. Me ofreció una mano con suspicacia y sin sonreír dijo:

—Gracias por venir.

Yo respondí, me senté frente a la mesa y creí saber qué hubiese sucedido de haber rechazado la invitación de este hombre. Simplemente se hubiese presentado en el aula, me hubiese puesto las esposas y me hubiese arrastrado hasta aquí. No quiero dar a entender que su rostro fuese severo o en cualquier forma extraordinario; tenía un aspecto muy común. Al igual que el pelo castaño y el traje gris corriente. Era un hombre de una mediana edad joven, algo más alto y pesado que yo, y sus ojos no mostraban el más mínimo interés por nada en el universo exceptuando su trabajo. Yo tenía la convicción cierta de que, excepto por algunas noticias de crímenes, no leía nada, ni siquiera los titulares de los periódicos; que era inteligente, sagaz, perceptivo y carecía de sentido del humor; y que probablemente no conociese a nadie excepto a policías y que no tenía muy buen concepto de la mayoría de ellos. Era un hombre imponente en nada distinguido, y yo sabía que mi sonrisa traslucía nerviosismo.

Fue directamente al grano; estaba más acostumbrado a arrestar gente que a tratar con ella en un contexto social. Dijo:

—Hay algunas personas a las que no podemos encontrar, y pensé que quizás usted pudiese ayudar. —Yo adopté una expresión de incertidumbre educada, pero él no prestó atención—. Una de ellas trabajaba en el restaurante Haring’s; usted conoce el local; lleva años allí. Era camarero y desapareció al final de un fin de semana de tres días con toda la caja: casi cinco mil dólares. Dejó una nota diciendo que le gustaba Haring’s y que disfrutaba trabajando allí pero que le habían estado pagando de menos durante diez años y que ahora suponía que estaba en paz. Me cuentan que era un tipo con un extraño sentido del humor. —Ihren se reclinó sobre la silla giratoria y frunció el ceño—. No podemos encontrarle. Lleva un año desaparecido y no hay ni rastro de él.

Supuse que esperaba que dijese algo e hice lo que pude.

—Quizá se trasladó a alguna otra ciudad y se cambió de nombre.

Ihren me miró asombrado, como si hubiese dicho algo aún más estúpido de lo que había esperado.

—¡Eso no nos ayudaría! —dijo irritado.

Estaba cansado de sentirme intimidado. Envalentonado dije:

—¿Por qué no?

—La gente no roba para luego esconderse por siempre; roban dinero para gastarlo. Ya le ha desaparecido el dinero, se cree olvidado y tiene otro trabajo en algún sitio… de camarero. —Supongo que puse cara de escepticismo, porque añadió—: Ciertamente de camarero; no cambiará de trabajo. Es lo único que conoce, lo único que sabe hacer. ¿Recuerda a John Carradine, el actor? Solía ser muy popular. Tenía una cara de treinta centímetros de largo, todo barbilla y una larga quijada; muy característico. —Asentí, y Ihren giró la silla hacia un archivador. Abrió una carpeta, sacó una hoja de papel satinada y me la pasó. Era un cartel de SE BUSCA de la policía, y aunque la fotografía no se parecía en realidad al actor, poseía la misma característica memorable en la barbilla. Ihren dijo—: Podría trasladarse y cambiar de nombre, pero no podría cambiarse la cara. Esté donde esté, deberíamos haberle encontrado hace meses; este cartel fue a todas partes.

Me encogí de hombros, y Ihren se dirigió de nuevo a la carpeta. Sacó, y me pasó, una gran fotografía sepia de estilo antiguo, montada sobre un trozo de pesado cartón gris. Era una fotografía de grupo de las que rara vez se ven ya: todos los empleados de un pequeño negocio posando en la acera frente a la entrada. Había una docena de hombres con bigotes y una mujer de vestido largo que sonreían y mantenían los ojos entrecerrados bajo el sol mientras posaban frente a un pequeño edificio que reconocí. Era el restaurante Haring’s con un aspecto no muy diferente al de ahora. Ihren dijo:

—La vi colgada de la pared en la oficina del restaurante; supongo que nadie la ha mirado de verdad desde hace años. El tipo grande en medio es el dueño original, que abrió el restaurante en 1885, cuando se tomó la fotografía; nadie conoce la identidad de las otras personas, pero échele un buen vistazo a las caras.

Lo hice, y vi a qué se refería: un rostro en la vieja fotografía casi idéntico al del cartel de SE BUSCA. Poseía la misma asombrosa longitud, la barbilla ancha casi tan amplia como las mejillas. Miré a Ihren.

—¿Quién es? ¿Su padre? ¿Su abuelo?

Casi renuente, dijo:

—Quizá. Claro, podría ser. Pero la verdad es que se parece al tipo que estamos persiguiendo, ¿no? ¡Y observe cómo sonríe! ¡Casi como si deliberadamente hubiese conseguido otra vez trabajar en el restaurante Haring’s y estuviese en 1885 riéndose de mí!

Yo dije:

—Inspector, está usted siendo extremadamente interesante, por no decir que totalmente entretenido. Tiene toda mi atención, créame, y no tengo prisa por ir a ninguna parte. Pero no acabo de…

—Bien, usted es profesor, ¿no? Y los profesores son listos, ¿no? Busco ayuda allí donde puedo encontrarla. Tenemos media docena de casos sin resolver como éste: ¡gente que debería haber sido localizada con facilidad! William Spangler Greeson es otro; ¿ha oído hablar de él?

—Claro. ¿Quién no en San Francisco?

—Exacto, un nombre importante en círculos sociales. ¿Pero sabe que no tenía ni un penique propio?

Me encogí de hombros.

—¿Cómo iba a saberlo? Siempre di por supuesto que era rico.

—Su esposa lo es; supongo que por eso se casó con ella, aunque me cuentan que ella le persiguió a él. Ella es mayor, por un buen margen. Una mujer desagradable; he hablado con ella. Él era un joven guapo y agradable, cuentan, pero vago; así que se casó con ella.

—Le he visto mencionado en la columna de Herb Caen. Tenía alguna relación con el teatro, ¿no?

—Toda la vida obsesionado con el escenario; intentó convertirse en actor, pero no lo logró. Cuando se casaron ella le dio el dinero para montar una obra en Nueva York, lo que lo mantuvo contento durante un tiempo; solía volar al este para los ensayos y las pruebas. A continuación empezó a forjar amistad con las actrices más jóvenes, las jóvenes de buen aspecto. Su mujer le castigó como a un niño. Le hizo volver aquí y sin un centavo para el teatro. Dinero para cualquier otra cosa, pero ya no podía ni comprarse una entrada para el teatro; había sido un chico malo. Así que desapareció con ciento setenta mil dólares, y no se sabe nada de él desde entonces, lo que no es natural. Pero él no puede… no sé si me entiende, no puede… mantenerse alejado del teatro. Hace tiempo que debería haber reaparecido en Nueva York; con nombre falso, pelo teñido, bigote y esas tonterías. Deberíamos haberle capturado hace meses; pero no fue así. —Ihren se puso en pie—. Espero que fuese en serio eso de que no tiene prisa, porque…

—Bien, de hecho…

—… porque he concertado una cita para los dos. En la calle Powell cerca del embarcadero. Vamos. —Salió de detrás de la mesa, recogiendo un sobre grande que había en una esquina de la misma. Vi que el sobre llevaba como dirección del remitente la del departamento de Policía de Nueva York, y estaba dirigido a él. Se dirigió a la puerta sin mirar atrás, como si supiese que iba a seguirle. Frente al edificio dijo—: Podemos coger un taxi; con usted puedo ponerlo como gasto. Cuando fui solo usé el tranvía.

—En un día como hoy, el que coge un taxi cuando puede ir en tranvía está lo suficientemente loco como para unirse al cuerpo de policía.

Ihren dijo:

—Vale, turista.

Y caminamos en silencio hasta la esquina de Market y Powell. Un tranvía acababa de girar sobre la plataforma, y cogimos asientos exteriores, sin nadie cerca de nosotros; en su momento el tranvía comenzó a arrastrarse y resonar subiendo lentamente por Powell. Uno se puede sentar fuera en los tranvías, y se está bien, con sol y cielo azul, un típico día de verano tardío en San Francisco. Pero Ihren podría haber estado en el metro de Nueva York.

—Bien, ¿dónde está William Spangler Greeson? —dijo tan pronto como hubo pagado por los billetes—. Bien, por una corazonada le escribí a la policía de Nueva York, y enviaron a un hombre durante unas horas al museo histórico de la ciudad. —Ihren abrió el sobre, sacó varias hojas dobladas de papel grisáceo, y me pasó la primera. La abrí; se trataba de una copia fotostática de un cartel al viejo estilo, estrecho y alargado—. ¿Ha oído hablar alguna vez de esa obra? —dijo Ihren leyendo por encima del hombro. La hoja decía: ¡HOY Y TODA LA SEMANA! ¡SIETE NOCHES DE GALA! Debajo, en letras grandes: ¡EL TÍO BISOÑO DE MABLE!

—Claro, ¿quién no? —dije—. Shakespeare, ¿no? —Justo en ese momento pasábamos frente a Union Square y el hotel St. Francis.

—Guárdese los chistes para los estudiantes y lea la lista de personajes.

La leí, una larga lista de nombres; en las obras de antaño había casi tanta gente en la obra como entre el público.

Al pie de la lista decía Miembros de la Multitud Callejera, seguido de una docena o más de nombres en medio de los cuales aparecía William Spangler Greeson.

Ihren dijo:

—Esa obra se representó en 1906. Aquí tiene otra del invierno de 1901. —Me pasó una segunda copia fotostática, señalando otra lista al pie del elenco. Espectadores en la Gran Carrera, decía, y estaba seguido por un centímetro de nombres en un tipo diminuto, el tercero de los cuales era William Spangler Greeson—. Tengo copias de dos carteles más —dijo Ihren—, uno de 1902, el otro de 1904, cada uno con su nombre en el elenco.

El tranvía giró en Powell, nos bajamos, y seguimos caminando hacia el norte. Devolviéndole las fotostáticas, dije:

—Es su abuelo. Probablemente Greeson heredó de él su interés por el teatro.

—Hoy está encontrando un montón de abuelos, ¿no, profesor? —Ihren volvía a meter las hojas en el sobre.

—¿Y qué está encontrando usted, inspector?

—Se lo mostraré en un minuto —dijo, y caminamos en silencio.

Al frente podíamos ver la Bahía, más allá de donde terminaba la calle Powell, y tenía un aspecto precioso bajo el sol, pero el inspector Ihren no la miraba. Estábamos junto a un edificio bajo de cemento, y me hizo un gesto con la barbilla; un cartel junto a la puerta decía: ESTUDIO DIECISÉIS: TV COMERCIAL. Entramos, atravesamos una pequeña oficina donde no había nadie y llegamos a una sala de suelo de cemento donde un carpintero estaba construyendo un decorado: la pared delantera de una pequeña casa de campo. Atravesamos la sala —era evidente que el inspector ya había estado allí— para abrir un par de puertas dobles, y llegamos a una pequeña sala de proyección. Una pantalla en blanco delante, una docena de asientos y una pequeña cabina de proyección. El hombre de la cabina gritó:

—¿Inspector?

—Sí. ¿Está listo?

—Tan pronto como inserte la película.

—Vale.

Ihren me indicó que me sentase y él tomó asiento a mi lado. En tono de conversación, me dijo:

—Solía haber un personaje en la ciudad llamado Tom Veeley, un fan de los deportes, un chalado. Iba a todas las peleas, todos los partidos de los Giants y los Forty-Niners, a todas las carreras de coches, el derbi, y toda exhibición de jai-alai que venía a la ciudad… y se quejaba de todo. Le conocíamos porque de vez en cuando abandonaba a su esposa. Ella odiaba los deportes, le amargaba la vida y él se largaba, y nosotros teníamos que ir a pillarlo por las denuncias de abandono y desamparo económico; nunca llegaba muy lejos. Incluso, cuando le arrestábamos, de lo único que hablaba era de cómo los deportes habían muerto, al público ya no le importaban y tampoco a los jugadores, y deseaba haber estado presente en los grandes días del deporte. ¿Sabe a qué me refiero?

Asentí, la pequeña sala se oscureció y un rayo de intensa luz blanca pasó sobre nuestras cabezas. A continuación apareció una película en la pantalla que teníamos delante. Era en blanco y negro, cuadrada, con movimientos algo más temblorosos y rápidos de lo que estamos acostumbrados, y muda. Ni siquiera había música, y era irreal observar los movimientos sin oír más sonido que el zumbido del proyector. La imagen mostraba el estadio de los Yanquis tomado desde detrás de la tercera base, mostrando las tarimas, un hombre con un bate, el pitcher preparándose. A continuación cambiaba a un primer plano: Babe Ruth en la base, con el bate sobre el hombro, una alambrada de fondo, fans detrás. Agitó el bate, le dio a la pelota y —levantando la barbilla mientras seguía su vuelo— echó a correr. Sonriendo, con los puños agitándose rítmicamente, recorrió las bases. Empezaron a aparecer letras sobre la pantalla: «¡Babe, vuelve a hacerlo!» Empezaba, y continuaba para decir que había sido su carrera completa número cincuenta y uno de la temporada de 1927, y que parecía que Ruth establecería un nuevo récord.

La pantalla quedó en blanco excepto por unos números incomprensibles y perforaciones que pasaban volando, e Ihren dijo:

—Un estudio de Hollywood me ayudó a montar esta demostración, sin coste. En ocasiones filman películas de policías y ladrones aquí y les gusta que cooperemos con ellos.

Jack Dempsey apareció de pronto en la pantalla, sentado en un taburete en una esquina del ring, con hombres afanándose con él. La imagen era mala; el ring estaba en el exterior y había demasiado sol. Pero se trataba de Dempsey, de eso no había duda, quizá con unos veinticuatro años, sin afeitar y con el ceño fruncido. Alrededor del borde del ring, con la cámara moviéndose sobre ellos ahora que estaban en un periodo entre asaltos, había hombres sentados con sombreros de paja y cuellos duros; algunos tenían pañuelos metidos en los cuellos y otros se estaban secando la cara. Luego, en medio de un extraño silencio, Dempsey saltó al ring, agachándose, y comenzó a boxear con un enorme oponente que se movía a cámara lenta: Jess Willard, imaginé. De pronto la película terminó, y la pantalla quedó iluminada sólo por un parpadeo de luz blanca. Ihren dijo:

—Examiné casi seis horas de material como éste; todo desde Red Grange hasta Gertrude Ederle. Entresaqué tres escenas; aquí está la última.

En la pantalla, la película rayada mostraba a un golfista intentando elegir un putt; los espectadores se encontraban formado tres o cuatro filas en los bordes del green. El golfista sonrió simpático y comenzó a agitar el palo; llevaba pantalones que le llegaban justo bajo las rodillas y tenía el pelo peinado con raya en medio y directamente hacia atrás. Era Bobby Jones, uno de los grandes golfistas del mundo, en la cima de su carrera en los años veinte. Golpeó la bola, que echó a rodar y cayó en el hoyo y Jones corrió tras ella mientras la multitud se apresuraba a seguirle… todos excepto un hombre. Sonriendo, el hombre caminó directamente hacia la cámara, luego se detuvo, se quitó la gorra de tela en una especie de saludo y se dobló por la cintura. La cámara lo dejó atrás girando para seguir a Jones que se inclinaba para recoger la pelota. A continuación Jones siguió avanzando, y el hombre que se había inclinado frente a nosotros corrió tras él junto a la multitud, atravesando la pantalla y desapareciendo para siempre. La película terminó de pronto, y las luces del techo se encendieron.

Ihren se volvió hacia mí.

—Ése era Veeley —dijo—, y no tiene sentido que intente convencerme de que era su abuelo, así que no lo intente. Ni siquiera había nacido cuando Bobby Jones ganaba campeonatos de golf, pero es igual, era indiscutible y absolutamente Tom Veeley, el fan de los deportes que desapareció de San Francisco hace seis meses. —Se quedó sentado, pero no le respondí; ¿qué podía decir a eso? Ihren siguió hablando—: También está sentado justo tras la barrera cuando Ruth consiguió la carrera, aunque su rostro está en sombras. Y creo que es uno de los hombres que se limpia la cara durante la pelea de Dempsey, aunque no estoy del todo seguro.

La puerta de la cabina de proyección se abrió y el proyeccionista salió diciendo:

—¿Es todo por hoy, inspector? —E Ihren dijo que sí. El proyeccionista me miró y dijo—: Hola, profesor —y se fue.

Ihren asintió.

—Sí, le conoce, profesor. Le recuerda. La semana pasada, cuando estábamos repasando el material, llegamos hasta la película de Bobby Jones. Comentó que se la había puesto a alguien más hacía sólo unos días. Pregunté quién era, y me dijo que era un profesor de la universidad llamado Weygand. Profesor, nosotros dos debemos ser las únicas personas del mundo interesadas en ese fragmento de película. Así que hice algunas comprobaciones; era usted profesor asistente de física, brillante y con buena reputación, pero eso no me ayudaba. No tenía antecedentes criminales, al menos no con nosotros, pero eso tampoco me dice nada; la mayoría de la gente no tiene antecedentes pero la mitad debería. Luego comprobé los periódicos, y el Chronicle tiene un recorte sobre usted guardado en sus archivos. Vamos —Ihren se puso en pie—, salgamos de aquí.

En el exterior, nos dirigimos hacia la Bahía; y caminamos hasta el final de la calle y luego hasta un embarcadero de madera. Un enorme buque cisterna, pintado de rojo, medio fuera del agua, pasaba al lado, pero Ihren ni lo miró. Se sentó en un atraque, indicándome otro a su lado, y sacó el recorte de periódico del bolsillo.

—Según esto, dio una conferencia para la Sociedad Américo-Canadiense de Física en el Hotel Fairmont en junio de 1961.

—¿Es un delito?

—Quizá; no asistí. Habló sobre «Algunos aspectos físicos del tiempo», dice el recorte. Pero no digo que entienda el resto.

—Fue una charla bastante técnica.

—Pero me hago la idea de que usted opina que realmente podría ser posible enviar a un hombre a un tiempo anterior.

Sonreí.

—Mucha gente ha pensado tal cosa, incluyendo a Einstein. Muchos sostienen esa teoría. Pero eso es todo, inspector, una teoría.

—Entonces hablemos sobre algo que es más que una teoría. Durante más de un año San Francisco ha sido un buen mercado para moneda antigua; acabo de descubrirlo. Cada numismático y filatélico de la ciudad ha tenido un cliente nuevo, tipos extraños que no daban nombres y a los que no les importaba en qué condiciones se encontraba el dinero antiguo.

De hecho, cuanto más gastado, sucio y doblado, y por tanto más barato, más les gustaba. Uno de esos clientes, como hace un año, fue un hombre de una cara asombrosamente larga y delgada. Compró billetes y algunas monedas; cualquiera le valía siempre que no fuese posterior a 1885. Otro cliente fue un joven amistoso de buen aspecto que no quería billetes posteriores a principios del siglo XX. Y así más. ¿Sabe por qué le he traído hasta aquí?

—No.

Hizo un gesto en dirección a una larga franja de embarcaderos vacíos detrás de nosotros.

—Porque no hay nadie a nuestro alrededor; no hay testigos. Así que dígame, profesor… no puedo usar lo que me diga, sin corroboración, como prueba… ¿cómo demonios lo hizo? Creo que le gustaría contárselo a alguien; bien puedo ser yo.

Asombrosamente, tenía razón; deseaba, mucho, contárselo a alguien. Rápidamente, antes de poder cambiar de opinión, dije:

—Uso una pequeña caja negra con botones, botones de latón. —Me detuve, miré durante unos segundos el bote blanco de la guardia costera que salía de detrás de Angel Island y luego me encogí de hombros y me volví hacia Ihren—. Pero usted no es físico; ¿cómo puedo explicárselo? Sólo puedo decirle que es realmente posible enviar a un hombre a un tiempo anterior. Mucho más fácil, de hecho, de lo que supone cualquier teórico. Ajusto los botones, los indicadores, apunto la caja negra sobre el sujeto como si fuese una cámara. Luego —volví a encogerme de hombros—, bien, conecto una versión muy tenue de una corriente o rayo eléctrico especializado y bien dirigido. Y mientras la corriente está activa… ¿cómo puedo explicarlo? Está flotando, digamos; está libre del tiempo, que sigue avanzando sin él. He calculado que está a la deriva, con el pasado acercándose a él a un ritmo de veintitrés años y once semanas por cada segundo que la corriente está activada. Empleando un cronómetro, puedo enviar a un hombre al pasado que desee con un margen de unas tres semanas. Sé que funciona porque… bien, Tom Veeley no es más que un ejemplo. Todos intentan hacer algo para demostrarme que han llegado sanos y salvos, y Veeley dijo que haría lo posible por aparecer en una toma del noticiario cuando Jones ganase el Open de Golf. Comprobé el noticiario la semana pasada para asegurarme de que así había sido.

El inspector asintió.

—Vale; bien, ¿por qué lo hizo? Son criminales, ya lo sabe; y les ayudó a escapar.

Yo dije:

—No, no sabía que eran criminales, inspector. Y no me lo contaron. Parecían buenas personas con más problemas de los que podían resolver. Y lo hice porque necesitaba lo que necesita un médico cuando descubre una nueva vacuna: ¡voluntarios para probarla! Y los conseguí; usted no es el único que lee ese recorte de prensa.

—¿Dónde lo hace?

—En la playa, no lejos de Cliff House. De noche, cuando no hay nadie.

—¿Por qué allí?

—Hay cierto peligro de que un hombre pueda aparecer en un momento y lugar ya ocupado por otra cosa, una pared de piedra o un edificio, con sus moléculas ocupando el mismo espacio. Quedaría entremezclado con las otras moléculas ocupando el mismo espacio, lo que sería desagradable y grave. Pero nunca ha habido ningún edificio en la playa. Evidentemente, la playa podría haber estado un poco más alta en un momento que en otro, así que no dejo nada al azar. Les hago situarse en la torre del salvavidas, con la ropa adecuada para el periodo en que planean entrar y con el dinero adecuado en el bolsillo. Enfoco cuidadosamente para excluir la torre, activo la corriente para el tiempo adecuado y cae en la playa cincuenta, sesenta, setenta u ochenta años en el pasado.

Durante un rato el inspector se quedó sentado asintiendo, mirando ausente las tablas rugosas del embarcadero. Luego volvió a mirarme, frotándose vigorosamente las palmas.

—Vale, profesor, ¡y ahora va a traerlos a todos de vuelta! —Empecé a negar con la cabeza y él sonrió con severidad y dijo—: Oh, sí va a hacerlo, ¡o acabaré con su carrera! Puedo hacerlo, ya sabe. Sacaré a la luz todo lo que le he dicho, y mostraré las conexiones. Cada una de las personas desaparecidas le visitó más de una vez. Sin duda, alguien vio a alguno de ellos. Puede que incluso les viesen en la playa. Para cuando haya terminado no volverá a dar clase. —Yo seguía negando y él dijo con tono amenazador—: ¿Quiere decir que no va a hacerlo?

—¡Quiero decir que no puedo, idiota! ¿Cómo demonios voy a llegar hasta ellos? Están en 1885,1906,1927 o cuando sea; es absolutamente imposible traerlos de vuelta. Han escapado de usted, inspector… para siempre.

Se puso blanco de verdad.

—¡No! —gritó—. No; son criminales y hay que castigarlos, ¡debe hacerse!

Yo estaba asombrado.

—¿Por qué? Ninguno de ellos causó mucho daño. Y en lo que a nosotros respecta, no existen. Olvídelos.

Me enseñó los dientes.

—Nunca —susurró, luego rugió—: ¡Nunca olvido a un hombre buscado!

—Vale, Javert.

—¿Quién?

—Un policía ficticio de un libro llamado Les Misérables. Pasa media vida persiguiendo a un hombre al que ya nadie quería capturar.

—Buen hombre; me gustaría tenerlo en mi departamento.

—En general no se le tiene en mucha estima.

—¡Yo sí! —El inspector Ihren empezó a golpear lentamente el puño contra la palma de la mano—. Hay que castigarlos, hay que castigarlos. —Luego me miró—. Váyase de aquí —me gritó—, ¡rápido! —Cosa que deseaba y así lo hice. A una manzana de distancia miré atrás y le vi que seguía sentado en el muelle golpeando lentamente el puño contra la palma.

Pensé que le había visto por última vez, pero no era así; vi al inspector Ihren una vez más. Una noche, como diez días más tarde, me telefoneó al apartamento y me pidió —me ordenó— que fuese de inmediato con la pequeña caja negra, y así lo hice aunque me estaba preparando para meterme en la cama; simplemente era uno de esos hombres a los que no se desobedece a la ligera. Cuando llegué al enorme y oscuro Palacio de Justicia él estaba de pie en la entrada, y sin una palabra me indicó que subiese al coche. Así lo hicimos, y nos dirigimos en silencio hasta un tranquilo distrito residencial.

Las calles estaban vacías, las casas a oscuras; era cerca de medianoche. Aparcamos cerca de una farola en una esquina e Ihren dijo:

—Desde que le vi por última vez he estado pensando, y he estado investigando. —Señaló a un buzón junto a la farola a unos tres metros—. Ése es uno de los tres buzones de la ciudad de San Francisco que lleva en el mismo sitio casi noventa años. No ése en particular, claro, pero siempre en el mismo sitio. Y ahora vamos a enviar algunas cartas. —Del bolsillo del abrigo el inspector Ihren se sacó un fajo de sobres, con la dirección escrita con tinta, y sellados para enviar. Me mostró el primero de todos, metiéndose los demás en el bolsillo—. ¿Ve para quién es?

—El jefe de policía.

—Exacto; el jefe de policía de San Francisco… ¡en 1885! Ése es su nombre y dirección, y el sello que usaban entonces. Voy a dirigirme a ese buzón de la esquina y voy a sostenerlo sobre la boca. Enfocará su cajita negra sobre el sobre y activará la corriente cuando lo suelte, ¡y caerá en el buzón que estaba en ese sitio en 1885!

Moví la cabeza en gesto de admiración; era ingenioso.

—¿Qué dice la carta?

Sonrió diabólico.

—¡Le diré lo que dice! Todo el tiempo libre que he tenido desde la última vez que nos vimos lo he pasado leyendo viejos periódicos en la biblioteca. En diciembre de 1884 se cometió un robo, varios miles de dólares; meses después no se dice nada en el periódico de que lo resolviesen. —Levantó el sobre—. Bien, esta carta sugiere al jefe de policía que investigue a un hombre con una cara inusualmente larga que trabaja en el restaurante Haring’s, y que si registran su habitación, probablemente encuentren varios miles de dólares que no puede explicar. ¡Y que de ninguna forma tendrá coartada para el robo de 1884! —El inspector sonrió, si se le podía llamar sonrisa—. Es todo lo que necesitarán para enviarle a San Quintín y cerrar el caso; ¡en aquellos días no mimaban a los criminales!

A mí me colgaba la mandíbula.

—¡Pero no es culpable! ¡No de ese crimen!

—¡Es culpable de otro igual! Y debe ser castigado; ¡no le permitiré escapar, ni siquiera a 1885!

—¿Y las otras cartas?

—Puede suponerlo. Hay una para cada hombre que ayudó a escapar, dirigidas a la policía del momento adecuado. Y va usted a ayudarme a enviarlas, una a una. Si no lo hace, le arruinaré la vida, y eso es una promesa, profesor. —Abrió la portezuela, salió y caminó hasta la esquina sin mirar atrás.

Supongo que habrá quienes digan que tendría que haberme negado a usar la cajita negra sin que me importasen las consecuencias para mí. Bien, quizá debería haberme negado, pero no lo hice. El inspector hablaba en serio y yo lo sabía, y no iba a permitir que arruinase la única carrera que había tenido o deseaba. Hice todo lo que pude; rogué y supliqué. Salí del coche con la caja; el inspector estaba de pie junto al buzón.

Por favor, no me obligue a hacerlo —dije—. ¡Por favor! ¡No es necesario! No le ha contado este plan a nadie, ¿verdad?

—Claro que no; me echarían del cuerpo riéndose de mí.

—¡Entonces olvídelo! ¿Por qué perseguir a esas pobres personas? En realidad no han hecho nada; en realidad no han hecho nada a nadie. ¡Sea humano! ¡Perdóneles! ¡Sus ideas se oponen frontalmente a las ideas modernas de la rehabilitación de los criminales!

Me paré para respirar y él dijo:

—¿Ha terminado, profesor? Espero que sí, porque nada me va a hacer cambiar de idea. Ahora, ¡use la maldita caja!

Desesperado me encogí de hombros y empecé a ajustar los indicadores.

Estoy seguro de que el caso más enigmático de la oficina de personas desaparecidas de San Francisco no se resolverá jamás. Sólo dos personas —el inspector Ihren y yo— conocen la respuesta, y no vamos a desvelarla. Durante un breve periodo de tiempo hubo una pista que alguien podría haber encontrado, pero yo llegué primero. Se encontraba en la sección de fotografías curiosas de la biblioteca pública; tienen cientos de fotografías del viejo San Francisco, y yo las repasé todas hasta encontrarla. Luego la robé; apenas importaba un crimen más en la lista de aquellos de los que ya era culpable.

De vez en cuando la saco y la miro; muestra una fila de hombres uniformados formando frente a la comisaría de policía de San Francisco. En cierta forma me recuerda a una vieja comedia porque cada uno de ellos lleva un casco alto de fieltro con una amplia ala hacia abajo, y largos abrigos hasta las rodillas. Casi todos llevan largos bigotes, y sostienen una porra apoyada en el hombro como si estuviesen dispuestos a golpear en la cabeza de Chester Conklin. A primera vista parecen los Keystone Kops pero, si examinas los rostros cuidadosamente, pronto cambiarás de opinión. Mira especialmente de cerca el rostro de un hombre en el extremo de la fila, con galones de sargento. Tiene un aspecto evidente de ferocidad permanente, mirando con furia (o eso siempre me parece) directamente hacia mí. Es el rostro implacable de Martin O. Ihren de la fuerza de policía de San Francisco, allí donde realmente pertenece, allí donde le envié con mi cajita negra, al año 1893.

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