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1 REGRESO AL PRESENTE » La razón está con nosotros

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La razón está con nosotros

James E. Gunn

El viaje en el tiempo ha sido en los años recientes tema de muchas series de televisión: especialmente la longeva Doctor Who (iniciada en 1963) de la BBC, con ocho actores hasta la fecha interpretando al Time Lord; El túnel del tiempo (1966-1967), con James Darren y Robert Colbert en el papel de dos científicos atrapados en el tiempo debido a un fallo de la máquina temporal; y A través del tiempo (1989-1993), en la que Scott Bakula interpretaba a un viajero en el tiempo que contaba únicamente con el holograma de un colega algo excéntrico (interpretado por Dean Stockwell) para ayudarle en momentos de crisis. James Gunn, el autor de la siguiente historia, fue el creador de El inmortal, otra serie de TV, que se emitió desde 1969 hasta 1971 y que narraba las aventuras de Ben Richards (interpretado por Christopher George) en el papel de un hombre inmune a las enfermedades y al proceso de envejecimiento, que se trasladaba en el tiempo mientras se le perseguía incansablemente en busca del secreto de su longevidad. Se basaba en una de sus novelas más populares, THE INMORTALS, publicada en 1962.

James Edwin Gunn (1923) ha combinado una carrera como profesor de inglés y periodismo en la Universidad de Kansas con la escritura de historias cortas de ciencia ficción y ensayos críticos sobre el género. Su libro THE DISCOVERY OF THE FUTURE: THE WAYS SCIENCE FICTION DEVELOPED (1975) vino seguido de THE NEW ENCYCLOPEDIA OF SCIENCE FICTION en 1988. Entre sus mejores novelas tenemos EL MUNDO FORTALEZA (1955), THE JOY MAKERS (1961) y CRISIS! (1986). «La razón está con nosotros», escrita para la revista Satellite Science Ficción en 1958, es también la historia de una persecución a través del tiempo contada desde el punto de vista del perseguido: en este caso, un viajero del futuro que se ha establecido en el presente. Pero parece que ahora alguien ha dado con él…

Éstas son las cosas que haces: desnudo, llegas al interior de un almacén. Estás desnudo, porque no puedes llevar nada contigo, de la misma forma que no puedes dejar nada atrás. Tales son las dos reglas naturales del viaje en el tiempo.

Escoges el almacén en lugar del Centro porque ya no eres agente del Estado, aunque Ellos no lo saben todavía. Pronto Ellos lo sabrán, y la búsqueda dará comienzo. Te pones ropas que has dejado en el almacén. Te guardas los pocos dólares que has conseguido reunir, uno cada vez, en los viajes anteriores. Recorres con confianza las calles oscuras, hasta que llegas a la casa de huéspedes donde espera tu habitación.

De tal forma encuentras un lugar en el que ocultarte.

No es un lugar perfecto para ocultarse, porque no existe. No hay lugar en el que Ellos no puedan encontrarte si Ellos lo desean de veras. Ellos querrán encontrarte. Tu ejemplo es mortal, y tú eras Su mejor agente. Sabes demasiado sobre los fulcros, los puntos de equilibrio de la historia, sobre los que descansa el precario pasado —y, por tanto, el precario presente— del Estado. Ellos no saben que sólo te preocupa una cosa… tú mismo.

Así que encuentras un lugar en el que tendrán que buscar durante mucho tiempo, con la esperanza de que Ellos acaben cansándose de buscar antes de dar contigo.

Escoges el siglo veinte. Es una elección natural… es tu especialidad. Lo conoces como si hubieses nacido en él, en lugar de en el Estado. Has vivido en él, durante años, si se suma la duración de todas tus misiones. Te lo asignaron como hijo del Estado. Estudiaste sus lenguajes y costumbres junto con las tuyas. Protegiste los fulcros para evitar que los alterasen los enemigos del Estado. Diste clases sobre él a los Líderes, sin restricciones. Lo pervertiste en los libros de historia para las masas. Es tu segundo hogar.

Lentamente, su libertad comienza a contrarrestar el veneno de un adoctrinamiento que había durado toda la vida. Lentamente, comienzas a pensar por ti mismo, a comparar, a temer el regreso al Estado. De pronto el equilibrio queda roto. Planificaste tu huida.

No es la mejor era para ocultarse. La reglamentación se ha iniciado. Es preciso certificar la identidad. Hay que presentar papeles, aquí y allá. Y, al tratarse de tu especialidad, Ellos lo recorrerán con más ahínco y paciencia.

Contra eso, dispones de tus conocimientos y tus deseos. De los dos, quizá tus deseos sean los que tienen más peso. La tecnología y el arte están lo suficientemente desarrollados para ofrecerte comodidades y entretenimiento. La libertad está interpretando su último gran papel sobre el escenario de las decisiones. El Estado acecha entre bambalinas. Tú debes ser el público.

Te estableces en una gran ciudad, en la mitad libre del mundo. Los foráneos son comunes en las grandes ciudades. Estableces una identidad. Consigues un trabajo como oficinista en un banco, realizando en una máquina sumas que podrías ejecutar más rápido de cabeza. Es monótono y desalentador, pero no te importa, porque eres completa y realmente libre, por primera vez en tu vida. La única sombra sobre tu libertad es saber que te persiguen. Ellos te persiguen por entre las edades del mundo. Es un pequeño precio a pagar.

Vives en la habitación durante unos meses, pero sabes que es temporal. Los hombres solteros y sin amigos son inadaptados evidentes. Debes completar el camuflaje. Buscas constantemente una mujer. La tarea es difícil, no sólo por ser foráneo, sino porque hay requerimientos estratégicos que deben cumplirse, problemas psicológicos a superar.

Finalmente, por accidente, vuelves a encontrarte con la mujer de la oficina gubernamental. Es amistosa, pero no excesivamente curiosa; bonita sin ser hermosa. Es humilde. Podría casarse con un oficinista de banca. Se llama Lynn.

Descubres que tus temores eran infundados. El contacto físico no es desagradable. La modestia necesaria de Lynn hace que sea difícil de excitar, pero, al fin, tienes éxito. Acepta. Os casáis. Has sido frugal. Puedes permitirte la entrada de una casa.

Después de unos días difíciles, Lynn parece feliz. Tú eres feliz. El acoplamiento biológico no es repulsivo. Al contrario, comienzas a comprender que el método del Estado que obliga a la exogénesis es parte de un complejo patrón para romper todos los lazos excepto aquellos que unen al ciudadano con el Estado.

«… Hijo del Estado —piensas—, nacido de una botella, criado en una guardería, has recorrido un largo y extraño camino, pero el destino se encuentra a la vista.»

Tan pronto como es posible, le dices a Lynn que quieres un hijo.

Te relajas, sólo un poco. Hasta ahora, no has cometido errores. En unos meses el camuflaje estará completo…

Éstas son las cosas que no haces: no permites que tu conocimiento del futuro te haga caer en las trampas más evidentes. Tú has seguido a otros, a través de perturbaciones políticas, económicas y sociales aparentemente diminutas. Eres un ciudadano normal de Estados Unidos del siglo XX. Actúas como un ciudadano normal, uno tímido.

No apuestas en las carreras de caballos, en los combates de boxeo, en los partidos de fútbol o las elecciones, aunque sabes quién ganará. No inventas aparatitos milagrosos. No plagias ficción o poesía usando un seudónimo. No escribes cartas anónimas a los políticos o los periódicos. Tu única fuente de dinero es tu trabajo. No deseas ni el dinero, ni el poder ni la fama. Tu único deseo es conservar la vida y la libertad.

No pareces extraño, ni foráneo, ni diferente. Te vistes como tus vecinos. Hablas como hablan ellos. Eres agradable, sin invitar a una amistad estrecha. Te ríes de los chistes de tus vecinos. Repites sus opiniones sobre la pesca, el golf o el béisbol, sobre los precios y el tiempo, sobre el presidente, la política exterior y la guerra fría. No tienes opiniones propias.

No posees coche, ni pistola ni perro. Inmediatamente después de cada nevada, limpias cuidadosamente tu entrada. No das fiestas, ni ves la televisión con el volumen alto, ni cantas en la bañera. Eres el último en entrar o salir del metro; si el vagón está repleto esperas al siguiente. Aguardas escrupulosamente en los semáforos, sólo cruzas cuando la calle está libre.

No te arriesgas. No caminas junto a edificios en construcción. No discutes. No entras en los bares. No bebes. No haces nada que pueda ponerte en contacto con la policía.

No bajas la guardia ni un momento, con nadie, ni siquiera con Lynn. No das a entender, ni siquiera moviendo una ceja, que eres más listo de lo que pareces, que sabes más de lo que debieras, que podrías cambiar el curso de la historia. Eres un oficinista medio, con una educación media y opiniones medias, viviendo en una casa media con una familia media. Nadie podría ser más medio.

No confías en nadie.

Lees los periódicos y ves pasar los fulcros, uno a uno, fulcros que sin duda llevan al Estado del que has huido, pero no levantas ni un dedo para interferir. No temes que tu existencia dependa de la del Estado, porque estás firmemente fijado al siglo XX. Pero sabes que hay agentes ocultos alrededor de cada fulcro. En algunas ocasiones, tú eras uno de ellos. La paradoja no te afecta, no es más que superficial. Podrías tener éxito, pero no te arriesgas.

No visitas ni a un cirujano plástico ni a un artista del tatuaje. Nunca te desvistes frente a nadie, ni siquiera ante Lynn, con la luz encendida. Te vistes y desvistes tras la puerta cerrada del baño.

Nadie ve jamás la inscripción indeleble bajo tu axila: TA:1-4537-A. La modestia de Lynn adopta una forma similar y no ve nada extraño en tus acciones.

Siempre alerta, eternamente vigilante, no te preguntas si lo que tienes vale lo que debes pagar. Lo sabes, vale la pena.

Y esto es lo que te sucede: una tarde en el trabajo, mientras golpeas distraídamente las teclas del tabulador, dejan caer un sobre frente a ti. Miras por encima del hombro. Colbert con cara de comadreja, supervisor del departamento, está allí de pie, frunciendo el ceño. Se supone que no debes recibir correo en el banco. Te encoges de hombros en su dirección, y él se va, murmurando entre dientes.

Es un sobre normal sin remitente. Por alguna razón, un temblor, rápidamente evitado, recorre tus brazos al cogerlo. Tu rostro, sin embargo, sólo manifiesta curiosidad. Rompes un extremo del sobre con calma y sacas la carta. La desdoblas. Está escrita a máquina. No hay firma. Dice:

TA:1-4537-A:

Se le conoce. Prepárese para regresar. No intente escapar de ninguna forma, o el castigo que le espera será aún mayor.

Gruñes.

—¡Que me aspen! —dices. Vaya que sí.

Alguien te respira junto a la oreja. Miras a tu izquierda hacia Julie Friedman, que lee la carta por encima de tu hombro. Su rostro bonito y oscuro está lleno de interés. Tú te encoges de hombros, confundido.

—¿No es gracioso? —dice ella.

A tu derecha, Ted Hamm levanta la vista, preocupado.

—¿Qué pasa?

—Una especie de broma —dices, y le lanzas la carta.

Mientras la lee, miras a tu alrededor. Colbert observa, mirándote con furia. Vuelves a encogerte de hombros y regresas al trabajo, pero tienes la espalda helada, desde la base del cuello hasta el final de la columna.

Pero interpretas el papel. Siempre debes interpretarlo, como has decidido, hasta el mismo final. Te sorprende estar tan calmado. Ha llegado, y no tienes miedo.

Quizá sea porque sabes que Ellos no están seguros. La carta fue un error. Te indicó que Ellos sospechan, y te indicó que Ellos no están seguros. Un error. No vas a saltar ni a salir corriendo. No ratificarás Sus sospechas. Ellos no se atreven a cometer un error. El Estado es intolerante con los errores, y la estructura del tiempo es frágil. Tú, si eres inocente, podrías ser un fulcro. Las limitaciones de los agentes temporales están bien definidas.

Has pensado en Ellos como Ellos, pero sólo hay uno. Lo sabes. Los agentes no trabajan juntos: estarían demasiado ocupados vigilándose el uno al otro. Y es poco probable que el agente que sospecha de ti haya informado a sus superiores. Informar es una tarea difícil, en el mejor de los casos, y no es muy inteligente informar sobre la posibilidad de éxito cuando queda la posibilidad de fracasar. El fracaso es el peor crimen en el Estado.

Una persona se interpone entre tú y la seguridad: y ha cometido un error. Sabes que está vigilándote. Si puedes deshacerte de él, es probable que no te vuelvan a molestar. Pero primero debes localizarlo. Debes estar absolutamente seguro.

Tus dedos golpean automáticamente las teclas. Había tres personas cerca cuando recibiste la carta: Colbert, Julie, Ted. Hay muchas posibilidades de que el agente sea uno de ellos. Una mirada casual no hubiese podido atravesar tu disfraz. Debe de ser alguien con contacto frecuente. No tienes amigos. Colbert, Julie, Ted

Colbert: amargado, sin amigos, siempre fisgoneando. Has conocido a muchos como él al servicio del Estado. Pero es de mediana edad, y ha pasado años en el banco. Es un argumento a favor de su inocencia, pero no del todo. El Estado no equilibra esfuerzos frente a resultados. El Estado sacrificaría veinte agentes leales para recuperar a uno extraviado, y un agente adecuadamente adoctrinado no dudaría en poner el bien del Estado por encima de sus deseos, sus aversiones, su vida.

Julie: el Estado tiene mujeres agentes. Has oído hablar de ellas, aunque jamás te has encontrado con una. Julie no se parece a las mujeres asexuadas del Estado que has conocido, pero ellas no valdrían nada como agentes. Desde el principio no pudiste comprender a Julie. En ocasiones se mostraba amigable, otras distante y fría. Habías considerado a Julie como posible compañera, pero eso hubiese despertado demasiado interés en la oficina. Todos se hubiesen mostrado demasiado amables. Pensándolo, te estremeces. Quizás estuviste así de cerca de declararte a una agente.

Ted: después de considerarlo un momento lo rechazas. Es demasiado sincero, demasiado ingenioso. Te ha mostrado fotografías de su mujer y sus tres hijos, fotos de periódico de él en el campo de fútbol.

Automáticamente las comprobaste. No podía ser Ted. Su esposa e hijos eran una prueba positiva.

La tarde termina. Recoges la carta y regresas a casa. Al llegar a la acera, notas las casas de tus vecinos, casi idénticas a la tuya, a cada lado. Tus vecinos, próximos pero no íntimos. Los descartas, los Miller al norte, los Brent al sur. Las dos son parejas jóvenes como tú y Lynn. Posiblemente el Estado podría asignar dos agentes para trabajar juntos, pero nunca un hombre y una mujer. No para vivir en la misma casa; no con hijos.

Le muestras la carta a Lynn como una curiosidad. Ella la lee, ríe y la tira a un lado. Te sientas a cenar. Piensas.

—No estás comiendo, querido —dice Lynn.

—Oh —dices—. Debo haberme quedado meditando.

Comes. Intentas actuar con naturalidad, pero tu mente se niega a descansar. Colbert o Julie, Julie o Colbert.

Después de la cena, te sientas y finges leer. Piensas en todas las demás personas que conoces, pero ninguna encaja. Ellos deben estar en un lugar donde puedan observarte. Colbert o Julie. Julie o Colbert.

La noche avanza. Lynn bosteza y se levanta, estirándose. El vientre se le está poniendo muy redondeado.

—Hoy en día me entra sueño pronto —dice encantada.

Va al dormitorio a prepararse. Por acuerdo tácito, esperas a que esté en la cama.

Un poco más tarde, la sigues, te desvistes en el baño y te pones el pijama. Cuando entras en el dormitorio, está a oscuras. Apenas puedes distinguir el rostro pálido de Lynn contra su pelo oscuro, abierto como un abanico sobre la almohada. Te metes en la cama.

—Buenas noches —dice Lynn medio dormida.

—Buenas noches —dices tú.

Pronto sabes, por la respiración constante, que está dormida. Pero tú no puedes dormir. Tu vida depende de la delgada hebra del reconocimiento.

Colbert o Julie. ¡Julie o Colbert! Giran y giran, los dos rostros, la comadreja y la lagartija, difuminándose al ir cada vez más rápido…

Te obligas a despertarte. No puedes permitirte dormir, todavía no.

Esperas que sea Colbert. Nunca has matado a una mujer. No crees que te gustase. Y sin embargo, Colbert es viejo para el papel.

No emplearás tus poderes cuidadosamente adiestrados. Con un agente cerca, sería fatal con casi total seguridad. Pero siempre está la identificación bajo la axila. Si puedes engañar a uno de ellos para que te deje verla.

¿Colbert? ¡Imposible! Pero podrías seducir a Julie, o quizá no tengas que llegar tan lejos. Si es una agente… Si no, entonces es Colbert. Colbert o Julie. Julie o Colbert. Uno de los dos es el extraño.

Ahora que te has decidido por un plan, te sientes más tranquilo. Puedes dormir. Te apoyas sobre un codo y lentamente tiras de la persiana para poder leer el reloj. Es medianoche. La luz de la luna entra con fuerza. Cae suavemente sobre el rostro de Lynn.

La miras. Te has acabado encariñando de Lynn. De todas las cosas que echarías de menos, si te atrapan y te hacen regresar, sientes que Lynn sería la que más echarías de menos.

Tiene un brazo blanco por encima de la cabeza. El rostro está tranquilo. Su cuerpo trabaja, ahora mismo, para construir el hijo que ofrecerá el camuflaje perfecto. Ellos nunca sospecharían de un hombre con un hijo.

Te inclinas un poco más. La manga corta del fino camisón se ha desplazado dejando el brazo desnudo.

Tiene una axila suave. Pero sólo un poco más abajo… ¿es una sombra? No, es una letra, y otra letra, luego un número. Los descifras: TA:1-…

Te quedas sin aliento. Miras rápidamente su rostro. Tiene los ojos abiertos, mirando a los tuyos, amplios y azules, llenos de un conocimiento terrible.

¡Tú! —dices con voz ronca, y comprendes que acabas de delatarte. Pero no importa. Has encontrado al agente y ahora es entre vosotros dos.

—Yo —dice Lynn.

Te levantas. Te pones una bata, vas al salón y te sientas. Te sientes frío por dentro. Te habías encariñado de Lynn.

Un momento después, ella te sigue, deslizando los brazos en una bata. Se la ata alta, sobre la barriga. Tú miras, desdeñoso.

—Ningún sacrificio es demasiado grande —dices con dificultad. Quieres hacerle daño, como ella te ha hecho daño a ti.

Sus ojos relampaguean.

—No para el Estado.

—¿Cómo me encontraste?

Ella ríe burlona.

—¡El gran agente! ¡Tan inteligente… tan estúpido! Debías tener ropa y dinero. Debías regresar al periodo de tu última misión. Lo único necesario fue conseguir un trabajo en la oficina de la Seguridad Social, donde es fácil ocultarse y comprobar los registros. Pero ni siquiera tuve que hacerlo. Viniste solito a mis brazos.

¡Papeles! Mueve la cabeza. Son lo que has temido desde el principio.

—Pero no estabas segura. No podías estar segura.

—No.

—¡Ah, el sacrificio! —dices—. Debió de ser un tormento soportar que te hiciese el amor… todo por el Estado.

Sus ojos arden.

—Sí. —Pero le falla la voz—. Eso fue lo que me hizo estar insegura. Sabía… y sin embargo…

—¡Ah! —dices.

Su rostro enrojece para ajustarse a su cara.

—No es lo que piensas, animal. Parecía imposible que alguien nacido del Estado, criado por el Estado, pudiese convertirse en una bestia con tanta facilidad.

—Y nunca sospeché de ti —dices—. Eres una actriz consumada. —Disfrutas de la expresión de su rostro al intentar decidir si estás siendo sarcástico—. No podías actuar, claro, antes de estar segura.

—Naturalmente —dice—. Pero ahora estoy segura. Pensé que eliminarías mis dudas destruyendo la carta, pero es mejor así. Basta de charla ociosa. Vienes conmigo.

Ríes, pero la risa se apaga cuando ella saca una pistola de la bata. Dispara perdigones sólidos, pero es mortal.

—Increíble —dices. Ella te mira como si disfrutase de la expresión de su cara—. Podría haberte ahogado en la cama —dices—, pero no pude. Ahora, quizá tú puedas dispararme. Será mejor que lo hagas. No voy contigo.

—No te preocupes —dice con tono grave—. Dispararé.

—Entonces, dispárame ahora. Porque si no lo haces, voy a abandonar esta era. Adiós, cariño.

—¡No seas tonto! —dice ella—. Te seguiré a donde vayas. Ahora no tienes oportunidad. Sólo pondrás las cosas peor para ti.

Tú sonríes. Empiezas a reír.

—Cariño —dices, riendo—, has olvidado una de las reglas cardinales del viaje en el tiempo. No te puedes llevar contigo nada de esta era.

—Bien —dijo ella desafiante, pero con expresión confusa.

—Lynn, cariño —dices con amabilidad—. Tienes algo que ahora siempre está contigo, que seguirá contigo durante varios meses.

Ella baja la vista, asombrada. Deja caer la pistola. Tú la coges.

—Adiós otra vez —dices. Pero es difícil irse. Aquí has disfrutado de ocasionales momentos de felicidad. Los recuerdos se aferran a ti, te retienen. ¿Dónde si no podrás ser feliz?

Lentamente la expresión de Lynn cambia. Ahora le toca a ella reír.

—Adelante —te desafía—. Vete. ¡Adelante, inténtalo!

Te envaras. Lo intentas. Te concentras en el flujo del tiempo ayudado de tu afinado sentido temporal. Sudas. Pero no puedes variar tu posición temporal ni en una fracción de segundo.

—¡El gran TA: 1-4537-A! Decían que eras el más hábil, el agente más inteligente que hubiese trabajado para el Estado. Pero tú también puedes olvidar. Recuerda, cariño, la otra regla cardinal del viaje en el tiempo. Tú tampoco puedes dejar nada atrás. —Se sienta complacida alisándose la bata sobre el regazo.

Tú empiezas a sonreír… ríes. Es cierto. Estáis atrapados aquí, los dos, durante el resto de vuestras vidas.

—Ahora —dice ella alargando la mano para coger el teléfono— no tengo más que realizar una llamada…

—Yo no lo haría —dices, todavía sonriendo, haciendo un gesto con la pistola—. Puedes asumir, quizá, mi renuencia a matarte. Pero no asumas que el Estado aceptará tu heterodoxa condición. Esta vez ha ido un poco demasiado lejos en lo que al Estado respecta. Incluso si Ellos no se muestran horrorizados, no te dejarán aquí… viva. Y nunca podrás irte.

Ella aparta la mano del teléfono. Tú ríes. En un momento, lo sabes, ella también empezará a reír. Después de todo, es una situación de lo más divertida. Tú, Lynn y el pequeño extraño. Has sido demasiado tímido. Ahora que tienes ayuda puedes ser un poco más atrevido. De alguna forma, vosotros tres, trabajando juntos, desplazaréis un fulcro y podréis eliminar la amenaza a vuestra existencia.

—¿Cómo vamos a llamarlo? —pregunta, suspirando.

—Llamarle —dice ella indignada.

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