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Un arma para un dinosaurio

L. Sprague de Camp

Después de LA MÁQUINA DEL TIEMPO de Wells, la mejor novela sobre viajes en el tiempo es posible que sea QUE NO DESCIENDAN LAS TINIEBLAS de L. Sprague de Camp, en la que un viajero del tiempo se encuentra en la Roma del siglo VI y una vez allí intenta evitar la llegada de la Edad Oscura. La historia se publicó por primera vez en la legendaria revista pulp Unknown, en 1939, y en la Encyclopedia of Science Fiction (1993) de Clute y Nicholls se la describe como «la mejor excursión temprana en la historia en una revista de ciencia ficción… considerada como un clásico». De Camp regresó a ese tema del viaje en el tiempo y la historia en un conjunto de historias cortas posteriores, incluyendo «The Glory that Was» (1952), «Aristotle and the Gun» (1958) y «Un arma para un dinosaurio».

Lyon Sprague de Camp (1907) tenía inicialmente la intención de mantener una carrera como ingeniero aeronáutico; se educó en el California Institute of Technology y posteriormente en el Stevens Institute of Technology, donde obtuvo un master en 1933. Durante varios años trabajó como ingeniero de patentes y escribió su primer libro sobre ese tema, antes de sentirse atraído por los ricos campos de la especulación científica en forma de ficción, haciéndose cada vez más popular en las revistas pulp como Super Science Stories, Astounding Science-Fiction y Unknown. Los múltiples trabajos posteriores de De Camp incluyen la serie de «Incomplete Enchanter» (en colaboración con Fletcher Pratt) que trata de Harold Shea y sus viajes a varios mundos alternativos, y la serie del «Bar de Gavagan» (también con Pratt), exageradas historias narradas por viajeros espaciales y del tiempo. En «Un arma para un dinosaurio», publicada en Galaxy Science Fiction en marzo de 1956, un grupo de viajeros temporales llegan hasta ese lejano periodo de la historia terrestre: esa era sangrienta y feroz cuando los pesos pesados reptilianos dominaban el mundo…

No, señor Seligman, no le llevaré a cazar dinosaurios de finales del mesozoico.

¿Por qué no? ¿Cuánto pesa usted? ¿Ciento treinta libras? Veamos, eso queda por debajo de los sesenta y cinco kilos que es mi límite inferior.

Le llevaré a cualquier periodo en el cenozoico. Conseguiré que le dispare a un entelodonte o un titanoterio o un uintaterio. Todos tienen bonitas cabezas.

Incluso me rendiré un poco y le llevaré al pleistoceno, donde puede probar con los mamuts o los mastodontes.

Le llevaré al triásico donde podrá dispararle a alguno de los pequeños antepasados de los dinosaurios.

Pero no —de ninguna forma no— le llevaré al jurásico o el cretáceo. Simplemente, es usted demasiado pequeño.

Pero no se ofenda.

¿Qué relación tiene su peso?

Vamos a ver, amigo, ¿con qué pensaba que iba a dispararles?

No lo había pensado, ¿eh?

Bien, siéntese aquí un minuto…

Aquí la tiene, mi propia arma personal para ese trabajo, una Continental 600. Parece una escopeta, ¿verdad? Pero es un rifle, como puede comprobar mirando por el cañón. Dispara un par de balas nitro express 600 del tamaño de plátanos; pesa siete kilos y produce un retroceso de unos mil kilográmetros. Cuesta mil cuatrocientos cincuenta dólares. Mucho dinero para un arma, ¿verdad?

Tengo algunas extras que le alquilo a los sahibs. Diseñadas para derribar elefantes. No sólo herirlos, sino hacerlos caer de lado: es por eso que no fabrican armas así en América, aunque supongo que lo acabarán haciendo si los grupos de caza siguen viajando al pasado a través de la máquina de Prochaska.

Llevo veinte años haciendo de guía de grupos de caza. Los guié por África hasta que desapareció la caza excepto en las reservas. Eso dio por finalizada la caza realmente mayor del mundo.

Lo que quiero decir es que en todo ese tiempo no he conocido a alguien de su tamaño que pudiese manejar una seis cero cero. Los tira hacia atrás. Incluso cuando consiguen mantenerse en pie, después de algunos disparos el maldito cañón los asusta tanto que se echan a temblar. No pueden ni acertarle a un elefante al que podrían escupir. Y el arma les resulta demasiado pesada para cargarla por el terreno desigual del mesozoico. Los agota.

Cierto, mucha gente ha matado elefantes con armas más ligeras: la 500,475 y 465 dobles, por ejemplo, o incluso una 375 magnum de repetición. La diferencia es que con una 375 hay que acertar en un punto vital, preferiblemente el corazón, y no se puede depender exclusivamente del impacto.

Un elefante pesa —veamos— cuatro o seis toneladas. Usted planea disparar a reptiles que pesan dos o tres veces más que un elefante y con mayor aprecio por sus vidas. Es por eso que el sindicato decidió no llevar a más gente a cazar dinosaurios a menos que pudiesen manejar la 600. Lo aprendimos por las malas, como dicen ustedes los americanos. Se produjeron algunos accidentes desafortunados.

Se lo contaré, señor Seligman. Ya son más de las cinco. Hora de cerrar la oficina. ¿Por qué no recalamos en un bar y le cuento la historia?

Se trataba del Rajá y mi quinto safari. ¿El Rajá? Oh, es la mitad Aiyar de Rivers & Aiyar. Le llamo el Rajá porque es el monarca hereditario de Janpur. Hoy en día, por supuesto, no significa nada. Le conocí en la India y me lo encontré en Nueva York dirigiendo la agencia turística india. El tipo de piel oscura en la fotografía que hay colgada de la pared de mi oficina, el que tiene un pie sobre un tigre dientes de sable muerto.

Bien, el Rajá estaba harto de repartir folletos sobre el Taj Mahal y quería volver a cazar un poco. Yo estaba a dos velas cuando oímos hablar de la máquina del tiempo del profesor Prochaska en la Universidad de Washington.

¿Dónde está el Rajá? De safari a principios del oligoceno, en busca de un titanoterio mientras yo llevo la oficina. Ahora hacemos turnos, pero las primeras veces íbamos juntos.

En cualquier caso, tomamos el primer avión a St. Louis. Para nuestra vergüenza, descubrimos que no éramos los primeros.

¡Dios, no! Había otros guías de caza y un número infinito de científicos, cada uno con su idea propia del uso correcto de la máquina.

Perdimos de inmediato a los historiadores y arqueólogos.

Parece que la maldita máquina no funciona para periodos más recientes que hace cien mil años. Desde ahí hasta mil millones de años.

¿Por qué? Oh, no sé pensar en cuatro dimensiones, pero tal y como lo entiendo, si la gente pudiese regresar a periodos más recientes, sus acciones afectarían a nuestra propia historia, lo que crearía paradojas y contradicciones en los hechos. No se puede permitir en un universo bien dirigido. Pero antes de 100.000 a. C., más o menos, las acciones de las expediciones se pierden en el flujo del tiempo anterior al inicio de la historia humana. Ya que estamos, en cuando una franja del tiempo pasado se ha utilizado, digamos el mes de enero de 1.000.000 a. C., no la puedes volver a usar enviando otro grupo. Una vez más, las paradojas.

Pero el profesor no se muestra preocupado; con mil millones de años para explotar, no se va a quedar sin eras.

Otra limitación de la máquina es la cuestión del tamaño. Por razones técnicas, Prochaska tuvo que construir la cámara de transición del tamaño justo para contener a cuatro hombres con el equipo personal, además del tío de la cámara. Grupos más grandes deben viajar por relevos. Eso significa, como comprenderá, que no es práctico enviar jeeps, barcos, aviones o cualquier otro vehículo a motor.

Por otra parte, como viajas a un periodo sin seres humanos, no hay cientos de portadores nativos para cargar en la cabeza con el equipo. Así que normalmente llevamos un tren de burros. La mayoría de los periodos tienen suficiente forraje para permitirte ir a donde quieras.

Como digo, todo el mundo tenía su propia idea sobre el uso de la máquina. Los científicos nos miraron a los cazadores desde sus torres de cristal y declararon que sería un crimen malgastar el tiempo de la máquina complaciendo nuestras diversiones sádicas.

Nosotros ofrecimos otro punto de vista. La máquina cuesta treinta millones. Tengo entendido que los puso la Junta Rockefeller y gente similar, pero eso sólo cubre el coste original, no el coste de operación. Y esa cosa emplea una cantidad fantástica de energía. La mayoría de los proyectos científicos, siendo tan valiosos como pueden serlo, se administran con fondos limitados, desde el punto de vista financiero.

Ahora bien, nosotros los guías nos ofrecemos a gente con dinero, una especie de la que América parece estar bien dotada. No se ofenda, muchacho. La mayoría de ellos podrían ofrecer un pago sustancial por llevar la máquina hacia el pasado. De tal forma podríamos ayudar a financiar la operación de la máquina para fines científicos, siempre que obtuviésemos una fracción justa del tiempo.

No entraré en detalles, pero al final los guías formamos un sindicato de ocho miembros, siendo uno de los miembros la sociedad Rivers & Aiyar, para distribuir el tiempo de la máquina.

Desde el principio el negocio fue de maravilla. Nuestras esposas —la del Rajá y la mía— se cabrearon con nosotros. Tenían la esperanza de que, después de desaparecida la caza mayor, ya no tendrían que compartirnos con leones y esas cosas, pero ya sabe cómo son las mujeres. Son incapaces de comprender que la caza no entraña ningún peligro si mantienes la cabeza en su sitio y tomas precauciones.

Durante la quinta expedición, teníamos dos sahibs de los que cuidar: los dos americanos de unos treinta años, en buena forma física, y los dos solventes. En lo demás, eran tan diferentes como se puede ser diferente.

Courtney James era lo que ustedes llaman un playboy: un joven rico de Nueva York que siempre se salía con la suya y no veía razones para que esa situación tan conveniente no continuase en el futuro. Un tipo enorme, casi tan grande como yo; guapo con un estilo florido, pero que empezaba a engordar. Ya iba por la cuarta esposa, y cuando se presentó en la oficina con una rubia que tenía «modelo» escrito por encima asumí que se trataba de la cuarta señora James.

—Señorita Bartram —me corrigió, con una risita de vergüenza.

—No es mi esposa —explicó James—. Mi esposa está en Méjico, creo, obteniendo el divorcio. Pero a Bunny le gustaría venir…

—Lo lamento —dije—, no llevamos damas. Al menos, no a finales del mesozoico.

No era estrictamente cierto, pero ya opinaba que estábamos corriendo riesgos suficientes, persiguiendo fauna de la que se sabía poco, sin tener que arrastrar las relaciones domésticas de nadie. No tengo nada contra el sexo, compréndalo. Una institución maravillosa y todo eso, pero no cuando interfiere en mi vida.

—Oh, tonterías —dijo James—. Si quiere ir, irá. Hace esquí y pilota mi avión, así que por qué no…

—Va contra la política de la firma.

—Puede mantenerse apartada cuando nos encontremos con los peligros.

—No, lo lamento.

—Maldición —dijo, poniéndose rojo—. Después de todo, estoy pagándoles una suma desorbitada y tengo derecho a llevar a quien quiera.

—No puede contratarme para hacer nada en contra de mi buen juicio —dije—. Si eso es lo que cree, búsquese otro guía.

—Perfecto, lo haré. Y les contaré a todos mis amigos que es usted un maldito…

Bien, dijo muchas cosas que no voy a repetir. Todo acabó cuando le dije que se fuese de mi despacho o que le echaría yo mismo.

Estaba allí sentado reflexionando tristemente en todo ese maravilloso dinero que James me habría pagado si yo no hubiese sido tan inflexible cuando entró el otro corderito, August Holtzinger. Se trataba de un tipo pequeño y delgado, de tez pálida y con gafas, amable y formal donde el otro se había mostrado absolutamente lleno de confianza hasta el punto de lo repelente.

Holtzinger se sentó en el borde de la silla y dijo:

—Eh… señor Rivers, no quiero que piense que estoy aquí presa de un delirio. Realmente no soy un hombre de campo y probablemente me muera de miedo cuando vea un dinosaurio de verdad. Pero estoy decidido a colgar la cabeza de un dinosaurio sobre la chimenea o morir en el intento.

—La primera vez la mayoría de nosotros siente miedo —le tranquilicé y poco a poco le fui sonsacando su historia.

Mientras que James había nadado siempre en dinero, Holtzinger era un producto local que sólo muy recientemente lo había adquirido. Tenía un pequeño negocio aquí en St. Louis y apenas conseguía mantenerse a flote cuando un tío suyo estiró la pata y dejó un montón de pasta al pequeño Augie.

No se había casado nunca, pero tenía una prometida. Se estaba construyendo una casa enorme y cuando estuviese terminada se casarían y se trasladarían. Y un elemento que había exigido era una cabeza de ceratopsia sobre la chimenea. Ésos son los que tienen las grandes cabezas con cuernos con pico de loro y volantes en el cuello, ya sabe. Hay que pensárselo dos veces antes de cortárselas, porque si pones la cabeza de siete pies de un triceratops en un salón pequeño es probable que no quede sitio para nada más.

De eso hablábamos cuando entró una muchacha, una muchacha pequeña de unos veinte años, de aspecto bastante normal, que lloraba.

—¡Augie! —sollozó—. ¡No puedes! ¡No debes! ¡Te matarás! —Lo abrazó y me dijo—: ¡Señor Rivers, no debe llevarle! ¡Es todo lo que tengo! ¡No soportará las condiciones de la naturaleza!

—Mi joven dama —dije—. Odiaría causarle incomodidad, pero es el señor Holtzinger el que debe decidir si desea contratar mis servicios.

—No te molestes, Claire —dijo Holtzinger—. Iré, aunque probablemente odiaré hasta el último minuto de la experiencia.

—¿Y eso por qué, viejo? —pregunté—. Si lo odia, ¿a qué ir? ¿Perdió una apuesta o algo así?

—No —dijo Holtzinger—. Vamos a ver. Eh… soy un tipo totalmente anodino. No soy brillante, grande, fuerte ni guapo. No soy más que un pequeño empresario del Medio Oeste. Ni siquiera me miraría dos veces en los almuerzos del Rotary. Encajo tan perfectamente… Pero eso no implica que esté satisfecho. Siempre he ansiado ir a lugares lejanos y hacer cosas importantes. Me gustaría ser un tipo aventurero lleno de glamour. Como usted, señor Rivers.

—Oh, venga —protesté—. Puede que la caza profesional le parezca llena de glamour, pero para mí es una forma de ganarme la vida.

Negó con la cabeza.

—No. Sabe a qué me refiero. Bien, ahora tengo una herencia. Podría quedarme en casa jugando al bridge ó al golf durante el resto de mi vida e intentar aparentar que no me aburre. Pero por una vez estoy decidido a hacer algo grande. Como ya no queda más caza mayor de verdad, voy a dispararle a un dinosaurio y colgar su cabeza sobre la chimenea. En caso contrario jamás seré feliz.

Bien, Holtzinger y su chica, que se llamaba Roche, discutieron, pero él no cedió. Ella me hizo prometerle que cuidaría de su Augie y se fue, sollozando.

Cuando Holtzinger se hubo ido, quién volvió si no mi malhumorado amigo Courtney James. Se disculpó por insultarme, aunque apenas podría decir que se humillase.

—En realidad no tengo mal humor —dijo—, excepto cuando la gente no coopera conmigo. Entonces a veces me enfurezco. Pero siempre que cooperen no es difícil llevarse bien conmigo.

Sabía que por «cooperar» quería decir hacer lo que Courtney James quisiese, pero no seguí por ahí.

—¿Qué hay de la señorita Bartram? —pregunté.

—Tuvimos una discusión —dijo—. He acabado con las mujeres. Así que si no hay problemas entre nosotros, sigamos donde lo dejamos.

—Por supuesto —acepté, el negocio es el negocio.

El Rajá y yo decidimos realizar un safari conjunto a ochenta y cinco millones de años: principios del cretácico superior, o el cretácico medio, como lo llaman algunos geólogos americanos. Es básicamente el mejor periodo para dinosaurios en Missouri. Puedes encontrar algunas especies individuales un poco mayores a finales del cretácico superior, pero el periodo al que íbamos ofrece una variedad más amplia.

Bien, en cuanto a nuestro equipo, el Rajá y yo teníamos una Continental 600 como la que le mostré y algunas armas más pequeñas. En aquella época no habíamos reunido mucho capital y no teníamos 600 extras para alquilar.

August Holtzinger dijo que alquilaría un arma, ya que esperaba que aquel fuese su único safari y no tenía sentido gastar mil dólares en un arma que no dispararía más que algunas veces. Pero ya que no teníamos ninguna 600, no le quedaba más opción que comprar una o alquilar alguna de las piezas más pequeñas.

Fuimos al campo a dejarle probar la 600. Situamos un blanco. Holtzinger levantó el arma como si pesase una tonelada y disparó. Falló por completo y el retroceso lo dejó tendido en el suelo con las piernas al aire.

Se puso en pie, con aspecto más pálido que nunca, y me entregó el arma, diciendo:

—Eh… creo que será mejor que pruebe con algo más pequeño.

Cuando dejó de dolerle el hombro, le hice probar uno de los rifles más pequeños. Le gustó mi Winchester 70, con recámara para magnum 375. En general es un arma excelente.

¿Cómo es? Un rifle convencional con cargador y percutor tipo mauser. Es perfecto para los grandes felinos y los osos, pero un poco ligero para elefantes y definitivamente ligero para los dinosaurios. Nunca debí haberlo permitido, pero tenía prisa y podría haber llevado meses conseguirle una 600. Las fabrican bajo pedido, ¿sabe?, y James se estaba impacientando. James ya tenía un arma, una Holland & Holland 500 doble express. Con una potencia de 780 kilográmetros está casi a la altura de la 600.

Los dos sahibs habían disparado un poco, así que no me preocupó su precisión. Dispararle a un dinosaurio no es cuestión de precisión extrema sino de juicio correcto y buena coordinación para que no entren ramitas en el mecanismo del arma, o te caigas en un agujero, o te subas a un árbol pequeño del que el dinosaurio pueda arrancarte o le vueles la cabeza al guía.

La gente acostumbrada a cazar mamíferos en ocasiones intenta disparar al cerebro del dinosaurio. Es de lo más estúpido, porque los dinosaurios no tienen. Para ser exactos, tienen una pequeña masa de tejidos del tamaño de una pelota de tenis en el extremo de la columna, ¿y cómo vas a acertarle cuando el contenedor es un cráneo de dos metros en movimiento?

La única regla segura con un dinosaurio es: apunta siempre al corazón. Tienen corazones enormes, de más de cincuenta kilos en las especies más grandes, y un par de 600 a través del corazón los dejará tan muertos como a una bestia más pequeña. El problema es conseguir que el proyectil atraviese la montaña de músculos y armadura que lo rodea.

Bien, una mañana lluviosa nos presentamos en el laboratorio de Prochaska: James y Holtzinger, el Rajá y yo, nuestro cuidador Beauregard Black, tres asistentes, un cocinero y doce asnos. Burros, digo.

La cámara de transición es un chiribitil del tamaño de un ascensor pequeño. Mi rutina consiste en que los hombres armados vayan primero por si un terópodo se encuentra frente a la máquina cuando ésta llegue. Así que los dos sahibs, el Rajá y yo nos metimos en la cámara con las armas y las mochilas. El operador se metió tras nosotros, cerró la puerta y ajustó los controles. La fijó para el 24 de abril de 85.000.000 a. C., y apretó el botón rojo.

Las luces se apagaron, dejando a la cámara iluminada por una pequeña lámpara a baterías. James y Holtzinger parecían mareados, pero podría ser efecto de la falta de luz. El Rajá y yo ya habíamos pasado por aquello, así que la vibración y el vértigo no nos molestaban.

Podía ver cómo daban vueltas las pequeñas manecillas negras de los indicadores, algunas muy despacio y otras muy rápido. Después redujeron la velocidad y se detuvieron. El operador miró el indicador de nivel cero y giró la rueda manual que levantaba la cámara de forma que no se materializase bajo tierra. A continuación apretó otro botón y la puerta se abrió.

No importa las veces que lo haga, me emociono siempre que penetro en una era pretérita. El operador había elevado la cámara a un pie por encima del suelo, así que salté, con el arma lista. Los otros me siguieron. Miraron la cámara, un enorme cubo reluciente que flotaba en el aire a un pie del suelo, con su pequeña puertecilla.

—Adelante —le grité al tío de la cámara, y cerró la puerta. La cámara desapareció y miramos a nuestro alrededor. La escena no había cambiado desde mi última expedición a esa era, que había terminado, en tiempo del cretácico, cinco días antes del comienzo de la expedición actual. No había ningún dinosaurio a la vista, nada excepto lagartos.

En ese periodo, la cámara se materializa sobre una elevación rocosa desde la que puedes ver en todas direcciones hasta que la neblina te lo impida.

Al oeste, se ve el brazo del mar de Kansas que atraviesa Missouri y el gran pantano que rodea la bahía donde viven los saurópodos. Se creía que los saurópodos se habían extinguido antes del cretácico, pero no fue así. Estaban más limitados porque los pantanos y las lagunas no cubrían tanta superficie del mundo, pero los había de sobra si sabías dónde mirar.

Al norte hay una cordillera baja que el Rajá había bautizado como las colinas Janpur por el diminuto reino indio que sus antepasados habían gobernado. Al este, la tierra sube hacia una meseta, buena para los ceratopsias, mientras que al sur se encuentra la zona plana con más pantanos de saurópodos y muchos ornitópodos: picos de pato e iguanodontes.

Lo mejor del cretácico es el clima: suave, como las islas de los mares del sur, con pocos cambios estacionales, pero no tan bochornoso como muchos climas del jurásico. Nos encontrábamos allí, en primavera, con magnolias enanas en flor por todas partes, pero el ambiente es básicamente primaveral durante todo el año.

Un aspecto de esa zona es que combina una precipitación razonablemente alta con una cubierta vegetal abierta. Es decir, las hierbas todavía no habían evolucionado hasta el punto de formar una alfombra sólida sobre todo el suelo, así que éste está cubierto de laurel, sasafrás y otros arbustos con espacio descubierto entre ellos. Hay espesos grupos de palmitos y helechos. Los árboles que rodean la colina son en su mayoría cicadáceas, tanto solitarias como en arboledas. La mayoría de la gente los llama palmeras, aunque mis amigos científicos me dicen que en realidad no lo son.

Hacia el mar de Kansas hay más cicadáceas y sauces, mientras que las zonas altas están cubiertas de pándanos y ginkgos.

Bien, no soy un jodido poeta —el Rajá escribe esas cosas, no yo— pero puedo apreciar una bonita escena. Uno de los auxiliares había salido de la máquina con dos de los asnos y los estaba atando, mientras yo miraba por entre la neblina y olisqueaba el aire, cuando oí dispararse un arma a mi espalda… ¡bang!, ¡bang!

Me volví y allí estaba Courtney James con su 500 y un ornithomimus corriendo a ocultarse a unos cincuenta metros. Los ornithomimus son dinosaurios corredores de tamaño medio, animales esbeltos de patas y cuellos largos, como un cruce entre un lagarto y un avestruz. La especie mide unos siete pies de alto y pesa tanto como un hombre. El tipo había salido bamboleándose de una arboleda cercana y James le había descerrajado los dos cañones. Falló.

Yo estaba un poco disgustado, porque los sahibs con el gatillo fácil son tan peligrosos como los que se asustan y se quedan paralizados o salen corriendo. Grité:

—Maldición, idiota, ¡creí que no iba a disparar sin que se lo dijese yo!

—¿Y quién demonios es usted para decirme cuándo debo disparar mi propia arma? —respondió.

Discutimos hasta que Holtzinger y el Rajá nos calmaron.

Le expliqué:

—Mire, señor James, tengo razones. Si dispara toda la munición antes de que termine el viaje, su arma no estará disponible durante un tiempo y es la única de su calibre. Segundo, si vacía los dos cañones en un blanco sin importancia, ¿qué pasa si un enorme terópodo carga contra usted antes de que pueda recargar? Por último, no es muy deportivo dispararle a todo. Yo dispararía para conseguir carne, por los trofeos o para defenderme, pero no sólo para oír el disparo. Si la mayoría de la gente se hubiese moderado un poco a la hora de matar, todavía habría caza decente en nuestra propia época. ¿Comprende?

—Sí, supongo —dijo. Un tipo voluble.

El resto del grupo llegó por la máquina y montamos el campamento a una distancia segura del lugar de materialización. Nuestra primera tarea consistía en obtener carne fresca. Para un safari de veintiún días como ése, calculamos con cuidado los requerimientos de comida de forma que podamos pasar con material enlatado y concentrados si es necesario, pero contamos con cazar al menos una buena provisión de carne. Cuando la hemos despedazado, damos un pequeño viaje, deteniéndonos en cuatro o cinco lugares de acampada para cazar y regresamos a la base pocos días antes de que reaparezca la cámara.

Holtzinger, como dije, quería una cabeza de ceratopsia, a cualquier precio. James insistió en una única cabeza: un tiranosaurio. De esa forma todo el mundo pensaría que había matado al animal más peligroso de todos los tiempos.

En realidad, el tiranosaurio está sobrevalorado. Es más un carroñero que un depredador activo, aunque te devorará si le das la oportunidad. Es mucho menos peligroso que algunos de los otros terópodos —los carnívoros— como el enorme saurophagus del Jurásico e incluso el más pequeño gorgosaurus del período en que nos encontrábamos. Pero todo el mundo ha leído sobre el lagarto rey y tiene la cabeza más grande de entre los terópodos.

El de nuestro periodo no es el rex, que es posterior, un poco mayor y especializado. Es el trionyches, que no tiene los miembros anteriores reducidos a unos vestigios tan pequeños, aunque son demasiado pequeños para cualquier cosa que no sea limpiar los dientes de la bestia después de la comida.

Una vez montado el campamento, todavía nos quedaba toda la tarde, así que el Rajá y yo llevamos a los sahibs a su primera cacería. De viajes anteriores, ya teníamos un mapa del territorio local.

El Rajá y yo hemos desarrollado un sistema para la caza de dinosaurios. Nos dividimos en dos grupos de dos hombres y caminamos en paralelo a veinte o cuarenta metros de distancia. Cada grupo consiste en un sahib delante y un guía detrás diciéndole al sahib hacia dónde ir.

Les decimos a los sahibs que los ponemos delante para que puedan disparar primero, lo que es cierto, pero otra razón es que continuamente tropiezan y caen con las armas amartilladas y si el guía estuviese delante le pegarían un tiro.

La razón de los dos grupos es que si un dinosaurio va hacia uno, el otro tiene un buen blanco lateral.

Al caminar, se produjo el crujido habitual de lagartos apartándose de nuestro camino; animales pequeños, rápidos como el rayo y de todos los colores de las joyas de Tiffany, algunos grandes y grises que sisean y andan lentamente. Había tortugas y algunas serpientes pequeñas. Pájaros con picos llenos de dientes volaban lanzando graznidos. Y como siempre, el maravilloso aire suave del cretácico. Hace que uno desee quitarse la ropa y bailar con hojas de parra en el pelo, si sabe a qué me refiero. Compréndame, no es que yo haga esas cosas.

Nuestros sahibs descubrieron pronto que el territorio mesozoico está dividido en millones de nullahs… barrancos los llaman ustedes. Caminar es una larga lucha, arriba y abajo, arriba y abajo.

Habíamos estado caminando durante una hora y los sahibs estaban cubiertos de sudor y las lenguas les colgaban hasta la cintura, cuando el Rajá silbó. Había avistado un grupo de pachycephalosaurus alimentándose de brotes de cicadácea.

Son los trodóntidos, pequeños ornitópodos de aproximadamente el tamaño de un hombre con una protuberancia en la cabeza que les da un aspecto muy inteligente. No significa nada, porque la protuberancia es hueso sólido y el cerebro es tan pequeño como el de cualquier otro dinosaurio, de ahí el nombre. Los machos entrechocan las cabezas unos con otros cuando pelean por las hembras. Mascan ruidosamente un brote, y luego se levantan y miran a su alrededor. Son más cautelosos que la mayoría de los dinosaurios porque son la comida favorita de los grandes terópodos.

La gente asume a veces que, como los dinosaurios son tan estúpidos, deben tener sentidos muy malos. Pero no es así. Algunos, como el saurópodo, son bastante torpes, pero la mayoría tienen un buen olfato, una buena vista y un oído razonable. Su debilidad consiste en que, al no tener inteligencia, no tienen recuerdos; por tanto, ojos que no ven corazón que no siente. Cuando un enorme terópodo viene a por ti, tu mejor defensa es ocultarte en un nullah o tras un arbusto, y si no puede ni verte ni olerte, se olvidará de ti e irá a otra cosa.

Nos situamos tras un grupo de palmitos a contraviento de los pachycephalosaurus. Le susurré a James:

—Usted ya ha disparado hoy. No lo haga hasta que Holtzinger no dispare y en todo caso sólo dispare si falla o la bestia se aleja herida.

—Ajá —dijo James y nos separamos, él con el Rajá y Holtzinger conmigo. Eso se convirtió en nuestra situación habitual. James y yo nos volvíamos locos mutuamente, pero el Rajá, una vez que olvidas esa tontería de potentado oriental es un tipo amistoso y sentimental que cae bien a todo el mundo.

Bien, nos arrastramos alrededor de los palmitos uno por cada lado y Holtzinger se puso en pie para disparar. No te atreverías a disparar un rifle de gran calibre estando boca abajo. No hay espacio suficiente y el retroceso podría romperte el hombro.

Holtzinger miró alrededor de los últimos palmitos. Vi su cañón levantarse para apuntar y en ese momento se disparó el arma de James, una vez más los dos cañones. El más grande de los pachycephalosaurus cayó al suelo, agitándose y rodando, y los otros corrieron sobre las patas traseras dando grandes saltos, con las cabezas en alto y las colas sobresaliendo por detrás.

—Póngale el seguro al arma —le dije a Holtzinger, que había empezado a avanzar. Para cuando llegamos al pachycephalosaurus, James estaba encima, abriendo el arma y dejando enfriar los cañones. Tenía un aspecto tan satisfecho como si hubiese heredado otro millón y le estaba pidiendo al Rajá que le sacase una foto con el pie sobre la pieza. Su primer disparo había sido excelente, justo en el corazón. El segundo había fallado porque el primero había derribado a la bestia. James no pudo resistirse a ese segundo disparo incluso cuando no había nada a lo que disparar.

Dije:

—Pensé que le iba a dar a Holtzinger la primera oportunidad.

—Demonios, esperé —dijo—, y le llevó una eternidad. Pensé que algo había ido mal. Si nos quedamos aquí demasiado tiempo nos acabarán oliendo u oyendo.

Lo que decía tenía algo de sentido, pero la forma de decirlo me enfureció. Dije:

—Si algo así vuelve a suceder una sola vez, le dejaremos en el campamento la próxima vez que salgamos.

—Bien, caballeros —dijo el Rajá—. Después de todo, Reggie, estos cazadores no tienen experiencia.

—¿Y ahora qué? —preguntó Holtzinger—. ¿Cargamos nosotros mismos con la bestia o enviamos a los hombres?

—Creo que podemos ponerlos bajo la barra —dije—. Pesa menos de cien kilos. —La barra era una barra telescópica de carga fabricada en aluminio que siempre llevaba en la mochila, con apoyos acolchados a los extremos. La había traído porque en estas eras nunca puedes contar con encontrar en el sitio plántulas lo suficientemente fuertes para cargar.

El Rajá y yo limpiamos el pachycephalosaurus, para aligerarlo, y lo atamos a la barra. Las moscas empezaron a volar por millares sobre los menudillos. Los científicos dicen que no son moscas de verdad en el sentido moderno, pero tienen el aspecto y actúan como ellas. Son una especie de mosca carroñera muy visible, un insecto enorme de cuatro alas que emite una nota grave muy característica al volar.

El resto de la tarde sudamos bajo la barra. Hicimos turnos, un par cargando la bestia mientras el otro llevaba las armas. Los lagartos se apartaban de nuestro camino mientras las moscas zumbaban alrededor del cuerpo.

Cuando llegamos al campamento, casi estábamos en la puesta de sol. Nos sentíamos como si nos pudiésemos comer todo el pachycephalosaurus de una tacada. Los chicos ya tenían el campamento funcionando a la perfección, así que nos sentamos a disfrutar de tragos de güisqui como si fuésemos los señores de la creación mientras el cocinero asaba filetes de pachycephalosaurus.

Holtzinger dijo:

—Eh… si mato un ceratopsia, ¿cómo traeremos su cabeza?

Se lo expliqué.

—Si el terreno lo permite, lo atamos a la estructura patentada de aluminio y lo empujamos.

—¿Cuánto pesa una cabeza así? —preguntó.

—Depende de la edad y la especie —le dije—. Las mayores pesan más de una tonelada, pero la mayoría se encuentran entre los doscientos cincuenta y los quinientos kilos.

—¿Y todo el terreno es tan accidentado como el de hoy?

—La mayoría. Se trata de la combinación de la cubierta vegetal abierta y las grandes precipitaciones. La erosión es terriblemente rápida.

—¿Y quién empuja la cabeza sobre el trineo?

—Todo el que tenga manos. Una cabeza grande necesitaría hasta el último gramo de músculo de este grupo e incluso puede que ni así podamos. En semejante trabajo no hay sitio para mirones.

—Oh —dijo Holtzinger.

Veía que se estaba preguntando si una cabeza de ceratopsia compensaría el esfuerzo.

El par de días siguientes los dedicamos a recorrer el vecindario. Nada a lo que valiese la pena disparar; sólo una manada de unos cincuenta ornithomimus que iban saltando como malditos bailarines de ballet. Por lo demás, teníamos las lagartijas habituales y los pterosauros, pájaros e insectos. Había una enorme mosca de alas de encaje que muerde a los dinosaurios, así que ya puede imaginarse que no tiene en demasiada consideración la piel humana. Una hizo que Holtzinger diese un salto en el aire cuando le picó a través de la camisa. James se burló de él diciendo:

—¿Por qué tanto alboroto por un insecto de nada?

La segunda noche, durante la guardia del Rajá, James lanzó un chillido que nos hizo salir a todos de las tiendas con los rifles en las manos. Lo único que había pasado era que una garrapata de dinosaurio se le había subido encima y había empezado a excavarle bajo la axila. Como es tan grande como un pulgar incluso cuando no ha comido, comprensiblemente estaba impresionado. Por suerte se la quitamos antes de que tomase su ración de sangre. Como se había burlado bastante de Holtzinger por lo de la mosca, ahora le tocó el turno a éste:

—¿Por qué tanto alboroto por un insecto de nada, amigo?

James aplastó la garrapata con el talón y lanzó un gruñido. No le gustó que le trataran de imbécil con sus propias palabras.

Recogimos las cosas e iniciamos el circuito. Teníamos la intención de llevarlos primero a los límites del pantano de saurópodos, más para ver la vida salvaje del lugar que para cazar nada.

Desde el punto donde se materializa la cámara de transición, el pantano de saurópodos parece estar a un par de horas de marcha, pero la verdad es que lleva todo el día. La primera parte es fácil, ya que es cuesta abajo y la maleza no es densa. Pero al acercarse al pantano, las cicadáceas y los sauces se van haciendo cada vez más espesos y hay que moverse entre ellos.

Había un promontorio arenoso en el límite del pantano hacia el que dirigí el grupo, porque carecía casi por completo de vegetación y ofrecía una buena vista. Cuando llegamos al promontorio, el sol estaba a punto de ponerse. Un par de cocodrilos se metieron en el agua. Los sahibs estaban tan agotados, seguían estando blandos, que se derrumbaron sobre la arena como si estuviesen muertos.

La neblina es muy espesa alrededor del pantano, así que el sol se mostraba de un rojo profundo y deformado por las capas atmosféricas, dividido en varios niveles. También había una capa alta de nubes que reflejaba el rojo y oro, así que en general era una escena para que el Rajá escribiese uno de sus poemas. Sólo que los poetas modernos prefieren escribir sobre los días de lluvia y los estercoleros. Algunos pterosauros daban vueltas en el aire como murciélagos, sólo que no aletean como murciélagos. Descienden y planean en busca de los grandes insectos voladores nocturnos.

Beauregard Black recogió madera y encendió un fuego. Comenzamos a comernos los filetes, y ese sol en forma de pagoda estaba hundiéndose tras el horizonte y algo entre los árboles estaba emitiendo un ruido como una bisagra oxidada, cuando un saurópodo sacó la cabeza del agua. Si la Madre Tierra suspirase algún día por las travesuras de sus hijos, sonaría exactamente igual.

Los sahibs dieron un salto, agitando los brazos y gritando.

—¿Dónde está? ¿Dónde está?

Dije:

—Ese punto negro en el agua, justo a la izquierda.

Gimotearon mientras el saurópodo se llenaba los pulmones y desaparecía.

—¿Eso es todo? —aulló James—. ¿No lo veremos más?

Holtzinger dijo:

—Leí que nunca salen del agua porque pesan demasiado.

—No —expliqué—. Pueden caminar perfectamente bien y a menudo lo hacen, para depositar los huevos y para trasladarse de un pantano a otro. Pero la mayor parte del tiempo lo pasan en el agua, como hipopótamos. Comen cuatrocientos kilos de plantas de los pantanos cada día, todo eso con las pequeñas cabecitas. Así que se mueven por el fondo de lagos y pantanos, mordisqueando, y sacan la cabeza para respirar más o menos cada cuarto de hora. Está oscureciendo, así que ese ejemplar saldrá y se tenderá en las zonas poco profundas para dormir.

—¿Podemos dispararle? —preguntó James.

—Yo no lo haría —dije.

—¿Por qué no?

Dije:

—No tiene sentido y no hay deportividad. Primero, son más difíciles de acertarles en el cerebro que los otros dinosaurios por la forma en que agitan la cabeza sobre esos largos cuellos y tienen el corazón demasiado profundamente enterrado bajo tejido para alcanzarlo a menos que tenga mucha suerte. Luego, si lo mata en el agua, se hundirá y no podremos recuperarlo. Si lo mata en el suelo, el único trofeo es esa cabecita. No puede llevarse toda la bestia de vuelta porque pesa treinta toneladas. No necesitamos treinta toneladas de carne.

Holtzinger dijo:

—Ese museo de Nueva York tiene uno.

—Sí —admití—. El Museo Americano de Historia Natural envió un grupo de cuarenta y ocho personas a principios del cretácico, con una ametralladora del calibre cincuenta. Montaron el arma en el borde del pantano, mataron al saurópodo… y pasaron dos meses completos despellejándolo, desmontando el cuerpo y arrastrándolo hasta la máquina del tiempo. Conozco al tipo encargado del proyecto y todavía tiene pesadillas con el olor del dinosaurio en descomposición. También tuvieron que matar a una docena de terópodos que se sintieron atraídos por el pestazo y se negaron a asustarse, así que también los tenían tirados por ahí descomponiéndose. Y los terópodos se comieron a tres miembros de la expedición a pesar de la ametralladora.

A la mañana siguiente, estábamos terminando el desayuno cuando uno de los auxiliares gritó:

—¡Mire, señor Rivers! ¡Allá arriba!

Apuntó a la línea del agua. Había seis picos de pato enormes alimentándose en las zonas poco profundas. Eran de la especie llamada parasaurolophus, con una cresta que consistía en un largo pincho de hueso que sobresale de la parte de atrás de la cabeza, como el cuerno de un orix, y una malla de piel que lo conecta con la parte posterior de la cabeza.

—Guarden silencio —dije. Los picos de pato, como los otros ornitópodos, son bestias cautelosas porque no disponen de armadura o armas contra los terópodos. Los picos de pato se alimentan en los márgenes de lagos y pantanos, y cuando un gorgosaurus sale corriendo de entre los árboles, se meten en el agua profunda y se alejan nadando. Cuando el phobosuchus, el supercocodrilo, va a por ellos en el agua, huyen a tierra. Una vida algo ajetreada, ¿no?

Holtzinger dijo:

—Eh… Reggie, he estado pensando en lo que dijo sobre la cabeza de ceratopsia. Si pudiese conseguir una de ésas me sentiría satisfecho. En mi casa quedaría bien grande, ¿no?

—De eso puede estar seguro, viejo —dije—. Bien, veamos. Podría llevarle por un desvío para salir cerca de la orilla, pero tendríamos que atravesar medio kilómetro de barro y maleza, metiéndonos en el agua hasta las rodillas, y nos oirían llegar. O podríamos arrastrarnos al extremo norte de la zona arenosa, desde donde los tendríamos a cuatrocientos o quinientos metros… un tiro largo, pero no imposible. ¿Cree que podría hacerlo?

—Con la mira telescópica y sentado… sí, lo intentaré.

—Usted se queda aquí —le dije a James—. Es la cabeza de Augie y no quiero discusiones porque se le ocurra a usted disparar primero.

James lanzó un gruñido mientras Holtzinger fijaba la mira al rifle. Nos agachamos para abrirnos camino hacia el banco, manteniendo el promontorio de arena entre nosotros y los picos de pato. Cuando llegamos al extremo donde ya no podíamos seguir ocultándonos, nos arrastramos sobre manos y rodillas, moviéndonos lentamente. Si te mueves lentamente hacia un dinosaurio, o te alejas de él, es muy probable que no te vea.

Los picos de pato seguían comiendo a cuatro patas, levantándose cada pocos segundos para dar un vistazo. Holtzinger se sentó, amartilló el arma y apuntó con la mira. Y entonces…

¡Bang! ¡Bang! Un rifle desde el campamento.

Holtzinger dio un salto. Los picos de pato levantaron la cabeza y saltaron en busca del agua profunda, chapoteando como locos. Holtzinger disparó una vez y falló. Yo lo intenté con el último pico de pato antes de que desapareciese. También falla: la 600 no está diseñada para largo alcance. Holtzinger y yo iniciamos el regreso al campamento, porque se nos había ocurrido que nuestro grupo podría tener problemas con un terópodo y necesitaría refuerzos.

Lo que sucedió es que un gran saurópodo, probablemente el que habíamos oído la noche antes, había pasado junto al campamento bajo el agua, alimentándose. Había un banco de arena como a unos cien metros de nuestra posición, a medio camino de la orilla del pantano al otro lado.

El saurópodo se había subido a la pendiente hasta que casi todo el cuerpo estaba fuera del agua, agitando la cabeza de un lado a otro y buscando cualquier cosa verde para tragársela. Esa especie se parece al bien conocido brontosauro, pero un poco mayor. Los científicos discuten si debería incluirse en el género camarasaurus o en un género diferente que no tiene ni nombre.

Cuando pude ver lo que pasaba en el campamento, el saurópodo estaba dándose la vuelta para volver por donde había venido, emitiendo gruñidos horribles. Desapareció en el agua profunda, todo excepto la cabeza y tres o seis metros de cuello, que se agitaron un poco antes de perderse en la neblina.

Cuando llegamos al campamento, James discutía con el Rajá. Holtzinger soltó:

—¡Cabrón! ¡Es la segunda vez que me arruina el tiro! —Lenguaje duro para el pequeño August.

—No sea estúpido —dijo James—. No podía permitir que entrase en el campamento y lo aplastase todo.

—No había peligro de que sucediese tal cosa —objetó el Rajá con amabilidad—. Puede ver que el agua en la orilla es profunda. Lo que pasa es que nuestro gatillo fácil, el señor James, no puede ver un animal sin dispararle.

Yo dije:

—Si se acercaba, bastaba con lanzarle un palo. Son perfectamente inofensivos. —Lo que no era estrictamente cierto. Cuando el Comte de Lautrec corrió tras uno para dispararle de cerca, el saurópodo lo miró, dio un golpe con la cola y le arrancó la cabeza tan rápido como un hacha de la Torre.

—¿Cómo iba a saberlo yo? —gritó James poniéndose colorado—. Todos están contra mí. ¿Para qué demonios estamos en este maldito viaje si no es para disparar a los animales? Todos dicen ser cazadores, ¡pero yo soy el único que le ha acertado a algo!

Yo me enfadé mucho y le dije que era un jovenzuelo excitable con más dinero que cerebro, al que no debería haber traído de safari.

—Si eso es lo que opina —dijo—, denme un burro y algo de comida y yo mismo volveré al campamento base. ¡No contaminaré el aire con mi desagradable presencia!

—No sea todavía más tonto —le respondí—. Eso es imposible.

—¡Entonces iré solo! —agarró la mochila, metió un par de latas y un abridor, y se puso en marcha con el rifle.

Beauregard Black habló:

—Señor Rivers, no podemos permitirle que se vaya solo. Se perderá y se morirá de hambre o se lo comerá un terópodo.

—Lo traeré de vuelta —dijo el Rajá y corrió tras el fugitivo. Lo atrapó cuando James desaparecía entre las cicadáceas. Podíamos verles discutir y agitar los brazos, pero no podíamos entender lo que decían. Después de un rato, iniciaron el regreso con los brazos alrededor del cuello como si fuesen viejos amigos de instituto. De verdad que no sé cómo se las arregla el Rajá.

Eso demuestra los problemas en que podemos metemos si nos equivocamos en la planificación. Una vez que estás en el pasado, debes arreglártelas lo mejor que puedas con lo que tienes. Es lo que hacemos siempre.

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