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2 VIAJES AL PASADO » La mortal misión de Phineas Snodgrass

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La mortal misión de Phineas Snodgrass

Frederik Pohl

Este ingenioso relato tuvo su inspiración en las historias de viajes en el tiempo de Sprague de Camp, especialmente en la saga romana QUE NO DESCIENDAN LAS TINIEBLAS, que Fred Pohl leyó de adolescente y había recordado toda la vida como «una novela maravillosa». Sus propias contribuciones al género son novelas muy bien valoradas, incluyendo NAVE DE ESCLAVOS (1957), sobre el uso de animales para luchar en guerras, A PLAGUE OF PYTHONS (1965), que trata de la transferencia mental de cuerpo a cuerpo, y EL MUNDO AL FINAL DEL TIEMPO (1990), que muestra el encuentro de un grupo de humanos con un alienígena omnipotente. También fue coautor del clásico MERCADERES DEL ESPACIO (inicialmente serializado como Gravy Planet, 1952) con C. M. Kornbluth, de quien hablaré más tarde.

Frederik Pohl (1919), nacido en Nueva York, fue miembro de los Futurians, y fue en colaboración con otros entusiastas que pertenecían a ese grupo pionero de aficionados a la ciencia ficción con los que escribió algunas de sus primeras historias de ciencia ficción. Su carrera posterior incluye trabajar como director de Astounding Stories, Super Science Stories y Galaxy Science Fiction, seguido en los cincuenta y sesenta por un largo periodo como agente de un conjunto de importantes escritores del género. En la última década, Pohl ha vuelto a escribir novelas y cuentos cortos con su imaginación y brío intactos. Comentando cómo se le ocurrió escribir «La mortal misión de Phineas Snodgrass» (que se publicó originalmente en Galaxy en 1962 con el título «The Time Machine of Phineas Snodgrass»), Pohl dijo: «Es tanto una especie de réplica tardía a De Camp como un golpe en los pies de los pronatalistas y otras personas dulces y peligrosas que creen que hay alguna forma de tratar con los problemas del mundo que no incluye el control de la población.»

Ésta es la historia de Phineas Snodgrass, inventor. Construyó una máquina del tiempo.

Construyó una máquina del tiempo y a continuación retrocedió dos mil años, más o menos a la época del nacimiento de Cristo. Se dio a conocer al emperador Augusto, su dama Livia y a otros romanos ricos y poderosos de la época y, ganando amigos con rapidez, se aseguró su cooperación para producir una rápida transformación de las condiciones de vida del año 1. (Robó la idea de una novela de ciencia ficción de L. Sprague de Camp llamada Que no desciendan las tinieblas).

Su máquina del tiempo no era muy grande, pero su corazón sí, así que Snodgrass escogió su carga planeando ofrecer la mayor ayuda inmediata a la gente del mundo. Las características principales de la Roma antigua eran la suciedad y la enfermedad, el dolor y la muerte. Snodgrass decidió hacer que el mundo romano fuese más saludable y quiso mantener a su gente con vida por medio de la medicina del siglo XX. Lo demás podía resolverse por sí mismo, una vez que la especie humana se hubiese librado de las plagas terribles y las muertes tempranas.

Snodgrass introdujo la penicilina, la aureomicina y la odontología indolora. Talló lentes para gafas y explicó las técnicas quirúrgicas para eliminar las cataratas. Enseñó la anestesia y la teoría infecciosa de los gérmenes, y les mostró cómo purificar el agua para beber. Construyó fábricas de Kleenex y enseñó a los romanos a taparse la boca al toser. Exigió, y obtuvo, tapas para las alcantarillas abiertas de Roma y fue pionero en la práctica de una dieta equilibrada.

Snodgrass trajo salud al mundo antiguo y conservó también la suya. Vivió más de cien años. Murió, de hecho, en el año 100 d. C., como un hombre muy satisfecho.

Cuando Snodgrass llegó al gran palacio de Augusto en la colina Palatina, había como unos 250.000.000 de seres humanos en el mundo. Persuadió al principado para compartir sus bendiciones con todo el mundo, beneficiando no sólo al centenar de millones de súbditos del Imperio, sino al otro centenar de millones en Asia y a las decenas de millones en África, el hemisferio occidental y las islas del Pacífico.

Todo el mundo mejoró su salud.

La mortalidad infantil descendió de golpe, desde noventa muertes por cada cien a menos de dos. La esperanza de vida se dobló de inmediato. Todos estaban bien, y demostraron su buena salud teniendo más niños, que crecieron saludables hasta alcanzar la madurez y tener más niños.

Qué triste es la población que no puede duplicarse cada generación si lo intenta de veras.

Los romanos, godos y mongoles eran duros. Cada treinta años la población del mundo se incrementaba en un factor de dos. En el año 30 d. C., la población del mundo alcanzaba los quinientos millones. En el 60 d. C., era ya de mil millones. Pero cuando Snodgrass falleció, un hombre feliz, la población del mundo era tan grande como hoy en día.

Fue una pena que Snodgrass no tuviese sitio en su máquina del tiempo para los planos de naves de transporte, los textos de metalurgia para fabricar las herramientas para fabricar las cosechadoras que recogerían los campos —para las turbinas de vapor de triple expansión que generarían la electricidad que haría mover las máquinas que permitirían organizar las ciudades—, para toda la tecnología que los 2000 años posteriores habían producido.

Pero no lo tenía.

En consecuencia, en el momento de su muerte las condiciones ya no eran tan perfectas. Muchas personas apenas tenían dónde vivir.

En general, Snodgrass estaba satisfecho, porque seguro que todos aquellos detalles podían resolverse por sí mismos. Con una población mundial saludable, el incremento en número espolearía la investigación. La infinita naturaleza, una vez que se la hubiese estudiado, proveería con seguridad las necesidades de cualquier número de seres humanos.

Así fue. Motores a vapor según el diseño de Newcomen elevaban agua para irrigar los campos y hacer crecer comida mucho antes de su muerte. El Nilo tuvo una presa en Asuán en el año 55. Los coches eléctricos urbanos reemplazaron a los carros de bueyes en Roma y Alejandría antes del 75 d. C., y pocos años después los galeotes recibieron la libertad de mano de enormes y pesadas turbinas diesel que impulsaban los barcos de alimentos por el Mediterráneo.

En el año 200 d. C. el mundo tenía unos veinte mil millones de almas, y la tecnología iba empatada con la expansión. Arados impulsados por energía nuclear habían limpiado el bosque de Teutoburgo, donde todavía se descomponían los huesos de Varus, y fertilizantes fabricados por medio de minería de intercambio de iones produjeron en el mar cosechas fantásticas de cereales híbridos. En el 300 d. C., la población mundial era de un cuarto de billón. La fusión de hidrógeno producía fabulosas cantidades de energía a partir del mar; la transmutación atómica convertía cualquier materia en comida. Tal cosa era necesaria, porque ya no había espacio para granjas. La Tierra empezaba a estar abarrotada. A mediados del siglo VI los 150 millones de kilómetros cuadrados de superficie terrestre estaban tan bien cubiertos que ningún ser humano de pie sobre la tierra seca podía extender los brazos en cualquier dirección sin tocar a otro ser humano situado a su lado.

Pero todo el mundo disfrutaba de buena salud y la ciencia seguía avanzando. Se secaron los mares, lo que de inmediato triplicó la tierra disponible. (En cincuenta años los fondos marinos también estaban llenos.) La energía que antes provenía de la fusión del hidrógeno marino ahora venía del aprovechamiento de toda la emisión energética del sol, por medio de gigantescos «espejos» compuestos de energía pura. Claro está, los otros planetas se congelaron; pero tal cosa no importó, porque en las décadas posteriores fueron desintegrados para obtener la energía de sus núcleos. Lo mismo le sucedió al sol. Mantener la vida en la Tierra siguiendo estándares tan artificiales exigía grandes cantidades de energía; con el tiempo hasta la última estrella de la galaxia transmitía toda su emisión energética a la Tierra, y había planes para aprovechar Andrómeda, lo que compensaría toda la expansión de… treinta años.

En este punto se hizo un cálculo.

Tomando el peso de un hombre medio como unos sesenta kilos —es decir, 6 × 104 gramos— y permitiendo una duplicación continua de la población cada treinta años (aunque ya no existía el «año», porque el sol había sido desintegrado; ahora una Tierra solitaria flotaba vagamente en dirección a Vega), se descubrió que para el año 1970 la masa total de carne, huesos y sangre humana sería de 6 × 1027 gramos.

Lo que planteaba un problema. La masa total de la Tierra era de sólo 5,98 × 1027 gramos. La humanidad ya vivía en madrigueras que penetraban en la corteza y en el basalto y se acercaban al núcleo de níquel y hierro solidificado; en 1970 todo el núcleo habría sido transformado en hombres y mujeres vivos, y sus galerías tendrían que abrirse a través de las masas de sus propios cuerpos, una esfera apretada y palpitante de cadáveres vivientes vagando por el espacio.

Más aún, la aritmética simple demostraba que ahí no terminaba todo. En un tiempo finito la masa de seres humanos sería igual a la masa total de la galaxia; y en algún tiempo posterior igualaría y superaría a la masa total de todas las galaxias.

No podía seguir tolerándose tal situación, así que se puso en marcha un proyecto.

Con algo de dificultad se desviaron recursos para permitir la construcción de un pequeño pero importante dispositivo. Se trataba de una máquina del tiempo. Con un voluntario a bordo (escogido de entre los 900 billones que se ofrecieron) regresó al año 1. Su carga consistía exclusivamente en un rifle de caza con una bala, y con esa bala el voluntario asesinó a Snodgrass mientras subía por la Palatina.

Para gran (aunque sólo potencial) alegría de algunos quintillones que nunca nacerían, las Tinieblas, bienaventuradamente, descendieron.

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