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2 VIAJES AL PASADO » Del tiempo y Kathy Benedict

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Del tiempo y Kathy Benedict

William F. Nolan

Esta contribución nos lleva a un pasado más reciente —el comienzo del siglo XX, para ser exactos— en un relato que combina un viaje a través del tiempo, una historia fascinante del automóvil y una historia de amor realmente memorable. El autor, William F. Nolan, es uno de los más versátiles literatos americanos: ha escrito historias en diversos géneros, incluyendo la ciencia ficción, el terror, la novela negra, la fantasía y el western, y sobre temas como la aviación, el deporte, las carreras de coches y el negocio del espectáculo. Ésta es sin embargo su única incursión ficcional en el romance, y quince años después de quedar registrada en el papel, esta historia y la misma Kathy Benedict siguen entre sus favoritas.

William Francis Nolan (1928) coescribió junto con George Clayton Johnson LA FUGA DE LOGAN (1967), que inspiró una película y una serie de televisión; posteriormente tuvo dos continuaciones, LOGAN’S WORLD (1977) y LOGAN’S SEARCH (1980), las dos escritas por Nolan en solitario. Antiguo artista comercial y conductor de carreras, ha escrito para el cine y la televisión y, recientemente, una serie de novelas de misterio en el que el trío de famosos escritores de novela negra Dashiell Hammet, Raymond Chandler y Erle Stanley Gardner aparecen como detectives privados resolviendo crímenes en lugar de escribir sobre ellos. «Del tiempo y Kathy Benedict» (1984) es especial no sólo dentro de la obra de Nolan sino entre las historias de viajes en el tiempo y nadie mejor para presentarla que el propio autor. «El trasfondo automovilístico de la historia es totalmente auténtico —dice—y la carrera primaria que se presenta en estas páginas es precisa hasta el último detalle. Realmente sucedió tal y como la he escrito… simplemente añadí a Kathy Benedict, una dama especial a la que tomé verdadero cariño mientras preparaba este relato de sus extrañas aventuras. Aquí hay oscuridad y fantasía, pero el ingrediente principal es la emoción, la unión profunda entre dos personas muy diferentes venidas de mundos muy diferentes.»

Ahora que se encontraba en el lago, con la orilla de Michigan perdida a la vista, y con el zumbido regular del motor fuera borda tranquilizando su mente, podía reflexionar sobre el año pasado, examinarlo hilo a hilo como si fuese un tenebroso tapiz.

Tenebroso. Ésa era la palabra adecuada para describirlo. Tres tenebrosas y horribles relaciones amorosas en doce meses tenebrosos y horribles. Primero, con Glenn, el pintor del Village obsesionado consigo mismo, que había venerado su cuerpo pero se había negado a considerar el hecho de que el cerebro venía incluido. Y Tony, el tipo zalamero que había conocido en la nueva discoteca de Park Avenue, con sus trajes italianos cuidadosamente cosidos y la necesidad neurótica de dominar a sus mujeres. Gran bailarín. Amante genial. Un desastre de ser humano. Y, finalmente, los meses malgastados con Rick, el regalo de Dios a la arquitectura, que prometió darle su nombre a un puente si se casaba con él y criaba a sus hijos: tres de su último matrimonio. Intentó hacerle comprender que una mujer independiente con una carrera periodística en marcha no estaba lista para la maternidad instantánea a los veintiún años. Y todavía queda la noche, a los tres meses de relación, cuando un Rick borracho admitió su bisexualidad y que en realidad prefería los hombres a las mujeres. Había disfrutado de un placer cruel explicándole sus preferencias, y ésa fue la última vez que se vieron. Que fue… ¿cuándo? Hacía dos meses. Ya estaban a principios de octubre y se habían separado a finales de julio.

Miró al frente, al amplio y plano horizonte del lago mientras el pequeño bote cortaba la reluciente superficie del agua.

Amplio. Intemporal. Sereno.

¿Cómo lo había descrito Hemingway? El último «lugar libre». El mar. Sonrió. El lago St. Clair no era exactamente a lo que Hemingway se refería, pero para ella, en ese momento, valía perfectamente. Allí fuera se sentía libre, sola sobre el agua, sin que el rugido cacofónico de Nueva York le asaltase mente y cuerpo. La paz mágica del lago la rodeaba como un útero palpitante, alimentando su ansia de soledad y silencio. Ese encargo en Michigan había sido toda una bendición, ofreciéndole la oportunidad de huir del rugido incesante de la ciudad.

—¿Dearborn? ¿Dónde está eso?

—Donde está el museo… en Detroit. Lo puedes comprobar todo en el museo. Allí tienen el coche.

Su jefe se refería al «999», el engorroso vehículo de carrocería plana y dirigido por una barra de metal diseñado por Henry Ford y la primera carrera allí, en Grosse Pointe, al este de Detroit, a finales de 1902. El periódico para el que trabajaba planeaba un número especial para celebrar el aniversario de ese acontecimiento histórico. El viejo 999 fue el coche que lanzó la Henry Ford Motor Company, lo que llevó a la producción en masa del automóvil americano.

—El personal del museo lo restauró, incluyendo la pintura original roja. Se supone que tiene exactamente el mismo aspecto que en 1902 —le había dicho el jefe de Kathy—. Puedes ir a verlo, sacar algunas fotos y descubrir alguna información fresca, y pasar luego unos días en Grosse Pointe… para tener una idea del lugar.

La idea le había encantado. Otoño en Michigan. Lagos, ríos y colinas… Árboles carmesíes y dorados… Sol y cielos azules y despejados… En Detroit, para ir al Museo Henry Ford en Dearborn, un vistazo al lugar de nacimiento de Ford, una larga charla con el conservador, algunas fotografías del ridículamente viejo 999 («… y le pusieron el nombre por la locomotora de vapor que había roto el récord en New York Central») y de allí a Grosse Pointe y ese encantado, solitario y tranquilizador paseo por el lago. Justo lo que necesitaba. Bálsamo para el alma.

De niña, había estado con sus padres, de vacaciones, en Missouri e Illinois, en un paisaje muy similar a ése, y el olor de las hojas aplastadas, el agua límpida, las colinas alteradas por los colores del otoño regresaron a su recuerdo perfectamente. Fue una reunión, un regreso a casa. Emocionalmente, ella pertenecía a ese lugar, no a la agitación y la crudeza de Nueva York. Quizá, se dijo, cuando haya ahorrado lo suficiente, pueda venir a vivir aquí, conocer a un hombre al que le gusten los lagos, las colinas y el aire del campo…

Algo iba mal. Súbita e inquietantemente mal.

Alrededor del bote el agua se oscurecía gradualmente; levantó la vista para ver una masa horrible e hinchada de nubes grises y oscuras que llenaban el cielo sobre el lago. Parecía como si se hubiesen materializado instantáneamente. E, igual de súbito, un viento frío la golpeaba.

Kathy recordó la advertencia del anciano en el embarcadero:

—Si fuese usted, no iría muy lejos, señorita. En el lago una tormenta se puede formar muy rápido. En esta época del año son muy desagradables. Un bote pequeño como éste no sirve de nada durante una tormenta… el motor se ahoga… pueden fallar muchas cosas.

Las nubes resonaron —un sonido ominoso— y la lluvia comenzó a clavarse en su rostro levantado. Al principio no más que un repiqueteo, pero luego con más fuerza. Las gotas frías llegaron a su piel atravesando la falda y el jersey ligero. Por suerte se había traído el impermeable «por si acaso». Kathy se lo puso con rapidez, abrochándose mientras se enfrentaba a la lluvia agitada por el viento.

Hora de volver, antes de que la tormenta llegase de verdad. Giró el bote hacia la orilla, ajustando el acelerador a la velocidad máxima.

De pronto el motor petardeó y murió. Demasiada gasolina. ¡Maldición! Tiró de la cuerda de arranque. No hubo suerte. Una vez más. Y otra. No arrancaba. Olvídalo; nunca había sido muy buena con los motores. Había remos y podía remar hasta la orilla. No estaba lejos, y el ejercicio le vendría bien. Le haría bien a su figura.

Así que rema. Rema, rema, rema el botecito…

De niña le había encantado remar. Ahora descubrió que era más difícil de lo que recordaba. El agua era pesada y espesa; parecía resistirse a los remos, y el bote se movía lentamente.

La tormenta ganaba en potencia. La lluvia la atravesaba, cortante sobre la cara, y el viento envolvía el bote en ráfagas heladas. ¡Dios, hacía frío! ¡Hacía frío de veras! El chubasquero no ofrecía ningún calor; sentía todo el cuerpo helado y pegajoso.

Ahora la superficie del lago saltaba bajo el incremento de potencia de la lluvia; el bote se agitaba y se inclinaba violentamente. Kathy todavía podía distinguir la orilla entrecortada a través de la cortina de lluvia mientras se esforzaba con los remos, pero a cada minuto que pasaba oscurecía más. Sus esfuerzos eran inútiles: remaba contra el viento y, en cuanto hacía una pausa para respirar, la orilla se alejaba, con el viento obligándole a dirigirse al corazón del lago.

Se sintió competida a levantar la cabeza para examinar el horizonte del lago. Allí había algo enorme. ¡Absolutamente monstruoso! Venía a por ella. Corría hacia el bote.

Una ola.

¿Cómo podía existir semejante montaña de agua? Aquel mastodonte voraz pertenecía al mar agitado de Melville, no a ese lago de Michigan. Imposible, se dijo; realmente no lo estoy viendo. Una ilusión, creada por las peculiares condiciones de la tormenta, tan irreal como un espejismo del desierto.

A continuación oyó el rugido. Real. Horrible e innegablemente real.

La ola explotó sobre ella, una bestia cubierta de espuma que la elevó y zarandeó entre sus mandíbulas acuosas, haciéndola saltar del bote, llevándosela a las profundidades arremolinadas del lago.

Hacia la oscuridad.

Y el silencio.

—¿Está usted bien, señorita?

—¿Qué… qué?

—Le he preguntado si está bien. ¿Está herida? ¿Una pierna rota o algo? Podría llamar a un médico.

Enfocó el rostro que se agitaba sobre el suyo.

Hombre. Joven. Ojos profundamente azules. Pelirrojo. Un buen rostro firme y guapo.

—Bien, señora, ¿debo hacerlo?

—¿Debe hacer qué? —Su propia voz le sonaba remota.

—¡Llamar a un médico! Es decir, estaba inconsciente cuando la encontré y yo…

—No. Nada de médicos. Estoy bien. Sólo estoy un poco… mareada.

Con ayuda del hombre, se puso en pie, inclinándose ligeramente contra él.

—¡Ay! ¡No estoy demasiado estable!

Él le agarró el brazo, sosteniéndola.

—La tengo, señorita.

Kathy miró a su alrededor. Una playa. Nada más que agua y playa. No había nubes en el cielo y el sol cabalgaba hacia el oeste, hacia el crepúsculo.

—Supongo que la tormenta ha pasado.

—¿Perdone, señorita?

—La ola… realmente grande… debe haberme traído hasta aquí.

Por primera vez miró directamente al joven… la camisa almidonada con cuello y puños de quita y pon, y los pantalones a rayas y el canotié.

—¿Están rodando una película?

—No la comprendo, señorita.

Se quitó la arena del pelo. Tenía rota una manga del chubasquero y le faltaba el bolso. Había desaparecido junto con el bote.

—Guau, estoy en una buena. ¿Tengo un aspecto horroroso?

—Oh… en absoluto —dijo él tartamudeando—. De hecho, es usted tan bonita como una Gibson Girl.

Ella rió.

—Bien, veo que sus requiebros encajan con su atuendo. ¿Cómo se llama?

—McGuire, señora —dijo, quitándose el sombrero—. William Patrick McGuire. La gente me llama Willy.

—Bien, yo soy Katherine Louise Benedict… y me rindo. Si no es actor en una película, ¿qué hace con esa facha?

—¿Facha? —Se miró confundido—. No…

Ella chasqueó los dedos.

—¡Ja! ¡Comprendo! ¡Una fiesta de hotel! ¡Lleva un disfraz! —Lo observó cuidadosamente—. Déjeme intentar adivinar el año. Mm… principios de siglo… ah, 1902¿¿tengo razón?

El joven McGuire fruncía el ceño.

—No pretendo ofenderla, señorita Benedict, pero ¿qué tiene que ver el año actual con mi forma de vestir?

—¿Año actual?

—Ha dicho 1902, y estamos en 1902.

Ella lo miró durante un largo rato. Después habló lenta y claramente:

Estamos en la playa del lago St. Clair, Grosse Pointe, Michigan, Estados Unidos de América, ¿no?

—Vaya si lo estamos.

—¿Y cuál es exactamente el mes y el año?

—Octubre, 1902 —dijo Willy McGuire.

Durante otro buen rato Kathy no dijo nada. Luego, lentamente, volvió la cabeza hacia el agua, observando el lago tranquilo. La superficie estaba completamente en calma.

Volvió a mirar a Willy.

—La ola, la que golpeó el bote, ¿la vio?

—Me temo que no, señora.

—¿Y la tormenta? ¿Pilló a alguien más?

—El lago lleva tranquilo todo el día —dijo Willy suavemente—. La última tormenta fue hace dos semanas.

Kathy parpadeó.

—¿Está completamente segura de estar bien, señora? Es decir, cuando se cayó en la playa puede que se hiciese daño en la cabeza… la caída pudo marearla y eso.

Kathy suspiró.

—Me siento un poco mareada. Quizá sea mejor que me lleve de vuelta al hotel.

Lo que Kathy Benedict encontró al llegar a la entrada del hotel Grosse Pointe fue emocionalmente traumático e imposible de negar. Allí estaba la verdad de su situación en una realidad tridimensional: el ruido de cascos del tráfico en carros de caballos; mujeres con grandes sombreros de pluma y faldas hasta el suelo que apretaban la cintura; hombres con bombín, bastón y zapatos de botones altos; un llamativo cartelón que anunciaba la próxima aparición en Detroit de la señorita Lillian Russel, y el mismo hotel de principios de siglo, con sus escupideras pulidas, elaborados espejos biselados, mobiliario de vestíbulo en terciopelo y, en una pared, el enorme retrato de un caballero de sonrisa dentuda y bigote de morsa identificado en una placa rodeada por la bandera como «Theodore Roosevelt, presidente de Estados Unidos».

Sabía que no era el decorado de una película, ni un baile de disfraces.

Ya no tenía ninguna duda; la ola en el lago St. Clair la había hecho retroceder ochenta años a través de un mar de tiempo, hasta la playa de Grosse Pointe en 1902.

La gente la miraba. Sus ropas eran alienígenas.

Si no hubiese llevado el chubasquero largo la hubiesen considerado totalmente indecente. Tal como estaba, era definitivamente una curiosidad de pie junto a Willy McGuire en el vestíbulo del hotel.

Tocó el hombro de Willy.

—Necesito… echarme. Estoy muy cansada.

—Hay un médico en el hotel. Está segura de que no quiere que…

—Sí, estoy segura —dijo con firmeza—. Pero puede hacer otra cosa por mí.

—Simplemente dígalo, señorita Benedict.

—En el agua… perdí el bolso. No tengo dinero, señor McGuire. Me gustaría pedirle prestado un poco. Hasta que… me recupere.

—Sí, por supuesto. Comprendo por completo su situación. —Sacó la cartera, vacilando—. Eh… ¿cuánto precisaría?

—Lo que pueda darme. Se lo devolveré tan pronto como pueda.

Kathy sabía que tendría que conseguir trabajo, ¿pero dónde encontraría trabajo en 1902 una especialista en investigación de 1982?

Willy le pasó un billete doblado.

—Espero que sea suficiente. Soy ayudante de mecánico, así que no gano mucho… y todavía falta casi una semana para el día de paga.

Kathy comprobó la cantidad. ¡Diez dólares! ¿Cómo podría hacer nada con diez dólares? Tenía que pagar una habitación de hotel, comprar ropa nueva, comida… A continuación empezó a reír, llevándose una mano a la boca para contener la risa.

—¿He dicho algo gracioso? —Willy parecía confuso.

—Oh no. No, simplemente… estaba pensando en el precio de las cosas.

Él movió la cabeza con tristeza.

—Le pido perdón, señorita Benedict, pero no veo cómo alguien podría reírse de los precios actuales. ¿Sabe que el filete de solomillo ha llegado a los veinticuatro centavos por libra? ¡Y el bacon a doce y medio! ¡Los periódicos los califican como «Los Precios que Pasman a la Humanidad»!

Kathy asintió, conteniendo otra risita.

—Lo sé. Es absolutamente terrible.

Preparándose para el artículo sobre Henry Ford, había estudiado concienzudamente este período de Estados Unidos, y ahora comprendía que los diez dólares de Willy le servirían de mucho en un año en que el café costaba cinco centavos la taza, cuando una cena de pavo costaba veinte centavos y se podía conseguir una buena habitación de hotel por menos de un dólar la noche.

Con alivio, le dio las gracias, añadiendo:

—¡Y se lo devolveré muy pronto, señor McGuire!

—Oh, no hay prisa. Pero… pero ahora que le he hecho un favor, me gustaría pedirle uno.

—Claro.

Retorció el sombrero de paja entre las manos nerviosas.

—Apreciaría inmensamente… que me llamase Willy.

Esa noche le llevó mucho tiempo quedarse dormida. Se repetía continuamente: «Créelo… es real… no es un sueño… realmente estás aquí… estamos en 1902… créelo, créelo, créelo…»

Hasta que se hundió en un sueño de agotamiento.

A la mañana siguiente Kathy salió de compras. En unas rebajas «Venga a conocernos» en una nueva mercería para damas adquirió un sombrero de plumas de avestruz, una falda, una camisa de señora, zapatos, una blusa y un corsé por un total de seis dólares y veintiún centavos.

De regreso a la habitación del hotel se sintió ridícula (aparte de fallarle la respiración) mientras la asistenta del hotel le ataba el corsé. Pero toda mujer decente lo llevaba, ¡y de ninguna forma podría librarse de la maldita prenda!

Finalmente, de pie frente al espejo, completamente vestida desde los tacones al sombrero, Kathy comenzó a apreciar el estilo y la gracia femenina de este periodo temprano de Estados Unidos. Había convertido su reluciente pelo castaño en un moño, sujetándolo con un alfiler bajo el sombrero ancho y emplumado y ahora se giraba de un lado a otro, bajo el crujido de la falda, maravillándose de la cintura chupada y el pecho sobresaliente.

—Kathy, niña —dijo, sonriéndose a su propia imagen—, con toda modestia, ¡eres una joven dama elegante!

Esa misma tarde, respondiendo a un anuncio de trabajo que no requería experiencia en el centro de Detroit, se encontró en las oficinas de Dodd, Stitchley, Hanneford y Leach, abogados.

Kathy sabía que no podía permitirse elegir; ahora mismo, cualquier trabajo le valdría hasta que pudiese hacerse al nuevo mundo. Más tarde, con su inteligencia superior y sus talentos naturales, podría buscar una profesión adecuada.

—¿Conoce nuestras necesidades, joven? —preguntó la mujer madura y recia sentada tras la mesa.

—En realidad no —dijo Kathy—. El anuncio decía «Ayuda femenina de oficina».

La mujer asintió.

—Necesitamos typewriters.

—¡Oh! —Kathy se encogió de hombros—. Quizá copié la dirección equivocada. No las vendo.

—¿No vende qué? —La mujer se inclinó, mirando a Kathy a través de pequeñas lentes cuadradas.

—Máquinas de escribir —dijo Kathy. De pronto recordó que en 1902 a las mecanógrafas se las llamaba «damas typewriters». ¡Había tantas cosas a recordar de ese período!

—Francamente, señorita, no comprendo a qué se refiere. —La mujer pechugona frunció el ceño tras las gafas—. ¿Puede operar o no una máquina para teclear cartas?

—Sí, puedo —asintió Kathy—. Realmente puedo. —Sonrió con calidez—. ¡Y deseo el trabajo!

De tal forma, Kathy Benedict, una periodista de investigación de la ciudad de Nueva York se convirtió en una oficinista a 8 dólares por semana de la firma Dodd, Stitchley, Hanneford y Leach en Detroit, Michigan, en octubre de 1902.

Con la primera semana de paga en la mano, Kathy se dirigió a los escalones de la casa de huéspedes de la señora O’Grady en la calle Elm y pidió ver al señor William McGuire.

—¡Vaya, señorita Benedict! —Willy parecía asombrado de verla en el pasillo frente a su habitación. Permaneció en pie con la puerta abierta, parpadeando. Tenía la mitad izquierda de la cara cubierta de crema para el afeitado.

—Hola, Willy —dijo—. ¿Puedo pasar?

—No creo que fuese apropiado. No después de oscurecer y eso. Es decir, ¡es usted una dama soltera y ésta es una habitación de soltero y ni siquiera está ordenada!

Kathy suspiró. Una vez más había omitido tener en cuenta las estrictas reglas de conducta pública para una mujer sola. No quería causarle vergüenza a Willy.

—Entonces, ¿podríamos vernos abajo… en el vestíbulo?

—Claro. —Se tocó la mejilla enjabonada—. Tan pronto como termine de afeitarme. Lo hago dos veces al día. Si no lo hago me crece una barba espesa.

—Bien —dijo—. Le veré abajo.

Esperando a Willy McGuire en el vestíbulo de la casa de huéspedes de la calle Elm, Kathy repasó la semana. En su vida había penetrado una sensación de paz; se sentía cómoda y tranquila en su nueva existencia.

No había televisión. Ni conciertos de rock. Ni discotecas. La vida tenía el aroma de un vino viejo. El pánico y la confusión del primer día se habían convertido en una tranquila aceptación. Estaba enfrentándose en sus propios términos con este período pintoresco y encantador.

Willy se reunió con ella y se sentaron en un sofá de terciopelo rojo y alto respaldo. Willy parecía recién afeitado y contento de verla.

—Aquí tienes la primera mitad de lo que te debo —le dijo, pasándole el dinero—. Tendré el resto la próxima semana.

—No esperaba que me lo devolviese tan pronto —dijo.

—Fue muy amable por tu parte confiar en una extraña. —Kathy le sonrió.

—Me gustaría conocerla mejor, señorita Benedict. Espero que podamos ser amigos.

—No si sigues llamándome señorita Benedict.

—Vale, entonces… —Sonrió—. Kate.

—¿Kate?

—Sí —dijo Willy—. ¿O preferirías Katherine?

—No. Kate es perfecto. Es que… nadie me ha llamado así desde que tenía seis años. Mm… —Asintió—. Willy y Kate. ¡Suena bien!

Y en ese preciso instante comprendió que había conocido a un ser humano totalmente decente, lleno de calor humano, honradez y virtudes varoniles.

Decidió investigar la posibilidad de enamorarse de él.

Ese domingo recorrieron los suburbios tranquilos de Detroit en el carruaje de Willy, saboreando la energía del aire de otoño y la madera del color del fuego. La luz del sol se rizaba siguiendo los laterales oscuros del caballo lento, y los sonidos ligeros de un piano llegaban hasta ellos desde una granja junto a la que pasaban.

—Me encantan los caballos —dijo Kathy—. En Missouri cabalgaba continuamente.

—Para mi gusto son demasiado lentos —declaró Willy—. Me gusta trabajar con máquinas… Bicicletas, por ejemplo. Fue así como empecé en el negocio. Me compré una moto el año pasado. Limé los cilindros, elevé la compresión, luego dirigí los escapes del carburador. ¡Corría como los Billy Blue Blazes!

—No me interesan mucho las motocicletas. La gente se hace daño.

—¡También te puedes caer de un caballo! Jolín, admito que me he caído un par de veces de una dos-ruedas, pero nada importante. Eh… ¿te gustaría ver dónde trabajo?

—Me encantaría —dijo.

—¡Apresúrate, Teddy! —ordenó Willy, chasqueando las riendas. Sonrió a Kathy—. ¡Se llama como el presidente!

Willy detuvo el carruaje frente a un taller pequeño en el 81 de Park Place, donde le presentaron a un hombre demacrado y de rostro serio llamado Ed «Spider» Huff.

—Spider es nuestro mecánico jefe, y yo soy su ayudante —le explicó Willy—. Trabajamos juntos en el taller.

—¿Con motocicletas?

—En absoluto, señora —dijo Huff con voz áspera y seria—. Aquí ha llegado la era de los carros sin caballos. ¿Sabe que ya casi tenemos doscientas millas de carretera asfaltada en el país? Sólo en el estado de Nueva York ya hay casi mil automóviles registrados.

—¿Debo asumir entonces que trabajan con automóviles?

—Pues vaya que sí—replicó Huff—. Pero la pura verdad es que no hay ningún otro automóvil en ningún lugar del mundo que pueda igualarse a lo que tenemos dentro… ¡una verdadera máquina de carreras de pura raza!

—¡Spider tiene toda la razón! —asintió Willy.

De pronto Kathy sentía mucha curiosidad.

—¿Podría verlo?

Huff inclinó la cabeza mirándola. Se frotó lentamente la barbilla con una mano demacrada.

—Las mujeres y los automóviles de carreras no se llevan bien. Demasiado ruido. Humo. El vestido se mancha de grasa.

—De verdad, me gustaría verlo.

Willy agarró a Huff por el hombro.

—Vamos, Spider… realmente está interesada. Muéstraselo.

—Vale —se rindió Huff—, pero apuesto a que no le gustará.

Llevaron a Kathy a través de la oficina hasta el garaje interior. Una larga forma rechoncha dominaba el área cubierta por una manta manchada de grasa.

—Lo mantenemos acurrucado como un bebé cuando no estamos trabajando —declaró Huff.

—Eso veo —dijo Kathy.

—¡Bien, maldición, Willy! —gruñó Huff—. Si vas a mostrárselo, muéstraselo.

Willy retiró la manta.

—¡Aquí está! —dijo con evidente orgullo en la voz.

Kathy observó la enorme máquina de carreras cuadrada y pintada de rojo, con su radiador delantero, un motor expuesto y unas altas ruedas de radios. En lugar de un volante, una barra de hierro con un agarre servía para controlarlo… y el conductor se sentaba en un asiento abierto. No había parabrisas ni carrocería.

—¡Es el 999! —murmuró Kathy.

Los dos hombres parpadearon debido a la sorpresa.

—¿Cómo sabe que lo llamamos así? —exigió Huff.

—Eh… los rumores dicen que en Detroit hay un coche de carreras que tiene el nombre de la locomotora de New York Central. Algunas de las compañeras hablaban de él en el trabajo.

—Qué bien que esté casi a punto para correr —declaró Willy—. Supongo que cuando tienes una máquina así de rápida los rumores vuelan.

—En cualquier caso, el nombre es maravilloso. ¿Quién es el propietario?

—Nuestro jefe, Tom Cooper —dijo Huff—. El viejo Hank tuvo muchos problemas con el 999 corriendo las pruebas, y se cansó y se lo vendió a Tom. Empezaron como socios, pero ahora Hank se ha ido.

—¿Hank?

—Sí —dijo Willy—. Hank Ford. Él y Tom lo diseñaron juntos.

—Y no tiene ni un gramo extra de peso —dijo Huff—. Es por eso que el motor está montado sobre un chasis abierto. Las paredes de los cilindros son especiales, de siete pulgadas. ¡Y eso, señora, es potencial.

—Sí—le aseguró Willy—. Es el mayor vehículo de cuatro cilindros en Estados Unidos. Con tubos de escape separados para cada cilindro. ¡Podemos sacar hasta setenta caballos! Eso significa que, con el acelerador a tope, sobre una pista preparada, puede llegar cerca de la milla por minuto… ¡por encima de cincuenta millas por hora!

Kathy estaba emocionada; su misión de investigar una carrera a ochenta años en el pasado se había convertido en una realidad presente.

—¡Y lo han inscrito contra Alex Winton por la Manufacturers’ Challenge Cup en Grosse Pointe el 25 de octubre!

Los dos la miraron fijamente.

—¿Cómo…? —empezó a decir Willy.

—Rumores —añadió Kathy con rapidez—. Ése es el rumor que he oído.

—Bien, pues oyó perfectamente —declaró Huff—. El viejo Alex Winton cree que nadie puede ganar a su Bala. Con todo su dinero y su gran reputación. ¡Va a recibir toda una sorpresa!

Kathy sonrió.

—Ciertamente, señor Huff. Ciertamente.

Cada tarde, después del trabajo, Kathy empezó a dejarse caer por el taller en Park Place para observar la preparación del 999. Le presentaron al dueño del coche, Tom Cooper, y a un joven ostentoso de pelo negro venido de Ohio y llamado Barney, un antiguo corredor de bicicletas al que habían contratado para dominar la enorme máquina roja de carreras.

Evidentemente, Kathy lo reconoció de inmediato, ya que estaba destinado a volverse tan legendario como el propio 999. Su nombre completo era Berna Eli «Barney» Oldfield, el temerario rural cuyas hazañas en las pistas de tierra de Estados Unidos le ganarían más fama y gloria que a cualquier otro conductor de su época. En marzo de 1910, en Daytona Beach, se convertiría oficialmente en el «Rey mundial de la velocidad» conduciendo un «Lightning» Benz para obtener el nuevo récord de velocidad terrestre de 131 millas por hora. Pero allí, en ese momento del tiempo, no era más que un joven de veinticuatro años a punto de participar en su primera carrera automovilística.

Kathy le preguntó si fumaba puros.

—No, señora, no los fumo —respondió Oldfield.

Y al día siguiente le llevó uno. El chico parecía confundido; las damas no ofrecían puros a los caballeros.

—Barney —le dijo Kathy—. Quiero darte esto para la carrera. Es importante.

—¡Pero ya le dije señora que no fumo puros!

—No tienes que fumarlo, basta con que lo uses.

—Estoy confundido, señora.

—Las pistas para caballos están llenas de baches y surcos. Un puro entre los dientes actuará para amortiguar los impactos del camino. Hazme un favor personal… ¡pruébalo!

Oldfield se guardó el puro de cinco centavos en el bolsillo del mono.

—Lo probaré, señorita Benedict, porque cuando una dama hermosa me pide un favor no digo que no.

Kathy sintió una corriente de emoción recorriendo su cuerpo. Cuando había estado investigando sobre Oldfield, como parte del reportaje sobre el 999, había tenido dificultades para seguir el origen del puro de Barney, su famosa marca durante su carrera como corredor. Finalmente, había encontrado una entrevista que Oldfield había concedido un mes antes de su muerte en 1946, en la que el periodista le preguntaba: «¿De dónde sacó aquel primer puro?»

Y Barney había respondido: «De una dama que conocí justo antes de mi primera carrera. Pero le voy a decir la verdad, hijo… no recuerdo su nombre.»

Kathy comprendía ahora que ella era la mujer cuyo nombre Barney había olvidado hacía tanto tiempo. La imagen única de Barney Oldfield, inclinado sobre el volante, con un puro apretado entre los dientes, tenía su origen en Kathy Benedict.

Llegaron a la pista de Grosse Pointe el viernes 24 de octubre, todo un día antes de la carrera, para hacer unas pruebas: Willy, Spider Huff, Cooper y Oldfield. Kathy había dicho en la oficina que estaba enferma para poder acompañarles.

—Necesitaremos todo el tiempo de prueba que podamos —le dijo Willy—. Todavía hay algunos problemas a resolver.

—¡McGuire! —gritó Tom Cooper—. ¿Te vas a quedar ahí todo el día parloteando hasta que se te caiga la cabeza o vas a venir a darle a la manivela? ¡Ahora mismo, salta!

Y Willy saltó.

Cooper era un hombre de cuerpo cuadrado y aspecto áspero que vestía una chaqueta de lana sobre una camisa de vaquero a cuadros, y que había dejado claro que opinaba que las mujeres no tenían nada que hacer cerca de una pista de carreras. En privado, Cooper le había dicho a Willy que creía que Kate Benedict les traería mala suerte durante la carrera, pero la había dejado venir siempre que se quedase en su sitio y no molestase.

Tom Cooper siempre había tenido ideas muy definidas sobre cómo debía ser una «buena mujer»:

—Debe ser una cocinera de primera, saber cantar y tocar el piano, cómo criar a los hijos y ocuparse de la casa, comportarse con educación, vestirse con limpieza, capaz de ordeñar una vaca, dar de comer a las gallinas, cuidar del jardín… que sepa cómo comprar, que sepa remendar y bordar, fabricar mantequilla, hacer queso, agriar los pepinillos y conducir ganado.

Había dado fin a esa lista increíble con una pregunta:

—¿Y cuántos de esos talentos posee usted, señorita Benedict?

Kathy levantó la barbilla mirándole fijamente a los ojos.

—Lo único que se me da realmente bien, señor Cooper, es tener ideas propias.

A continuación se había dado vuelta para alejarse de aquel hombre.

Durante las prácticas alrededor del óvalo de una milla, Barney descubrió que el 999 era una bestia salvaje difícil de controlar en cuanto pisaba el acelerador a fondo.

—Tiene potencia, la verdad, pero es salvaje —dijo después de varias carreras—. Si se escapa, va a por la valla. No sé si lo podré mantener en la pista.

—¿Estás dispuesto a intentarlo? —preguntó Cooper—. Tendrás que alcanzar algo mejor que cincuenta para derrotar mañana a la Bala de Winton. ¿Podrás controlarlo a esa velocidad?

Oldfield miró desde la barra con los ojos entrecerrados.

—Bien —sonrió—, puede que este maldito carruaje me mate… ¡pero después tendrán que decir que corría como el demonio cuando me hizo atravesar la barrera! —Miró intimidado en dirección a Kathy—. Y le pido perdón por mi cruda forma de expresarme.

La mañana del 25 de octubre, 1902, amaneció fresca y gris, y al mediodía las ráfagas de lluvia impulsada por el viento habían humedecido el óvalo de Grosse Pointe.

La popular pista de carreras de caballos había sido situada originalmente sobre una franja de pantanal bajo que seguía el río Detroit, y muchos pura sangres vigorosos habían galopado sobre su polvorienta superficie. Esa tarde en particular, sin embargo, la multitud formada por dos mil ciudadanos emocionados había venido a ver caballos de vapor en lugar de caballos, ya que un grupo de máquinas de aspecto extraño formaban una línea tras la cinta de salida. Alexander Winton, el millonario fundador de Winton Motor Carriage Company y el hombre al que se acreditaba la primera venta comercial de un automóvil en Estados Unidos en 1898, era el favorito casi seguro con su rápido y de estructura plana Bala Winton. Pulcro y de cuidado bigote, agitó una mano cubierta con un guante blanco en dirección a la multitud. Ésta le respondió con ánimos y vítores:

—¡A por ellos, Alex!

Se suponía que el principal competidor de Winton sería el potente Geneva Steamer, el coche más grande de Detroit, con su amplia distancia entre ejes, cuatro enormes quemadores y una chimenea alta que tenía más aspecto de un barco terrestre que de un coche de carreras. Un Winton Pup, un White Steamer y el joven Oldfield tras la barra del 999 ocupaban el espacio de los cinco coches.

Kathy descubrió a Henry Ford entre los espectadores en la tarima principal, con aspecto tenso y receloso; Ford ya no era el dueño legal del 999, pero el coche se había construido siguiendo sus diseños, y esperaba ansiosamente verlo ganar.

En 1902, Ford tenía treinta y nueve años, con toda su legendaria carrera como el rey nacional del automóvil por delante de él. Su imperio era todavía un sueño.

El corazón de Kathy martilleaba; se sintió enrojecer y casi marearse por la emoción. La carrera, sobre la que había leído durante semanas, estaba a punto de producirse frente a sus ojos; era una parte vital y viva de la historia que había investigado tan cuidadosamente. En la línea de salida, escuchó las palabras finales de Tom Cooper a Oldfield.

—Todos apuestan por Winton —decía—. ¡Pero nosotros apostamos que tú puedes ganarle! ¿Qué dices, muchacho?

—Digo que se coma mi polvo. Nadie va a poder alcanzarme en la pista.

—¿Crees que puede hacerlo, Kate? —preguntó Willy, agarrándole el codo al situarse a su lado—. ¿Crees que Barney puede derrotar a Winton? ¡La Bala ha ganado muchas carreras!

—Tendremos que esperar y ver —le dijo con un centelleo en los ojos—. Pero te garantizo una cosa… ¡esta carrera pasará a la historia!

Al caer la bandera de inicio los cinco coches se lanzaron a la pista, el agudo y silbante rugido como una tetera de los coches a vapor ahogados por el trueno de los pistones del 999 y la Bala Winton.

Deslizándose con buen espacio mientras aceleraba el robusto infierno rojo alrededor de la primera vuelta, Barney se colocó de inmediato por delante de Winton. ¿Pero podría mantener la primera posición?

—¡Winton es un zorro! —declaró Willy mientras observaban cómo los coches rugían para situarse por detrás—. Le ha dejado espacio a Barney para descubrir qué puede hacer el 999. ¡Ves! ¡Ahora empieza a moverse!

Lo que era cierto. Era una carrera de cinco millas, y al terminar la primera milla Alex Winton tenía bien a la vista a Oldfield, y se le aproximaba a buen ritmo con la Bala mientras los dos vapores y el Pup quedaban atrás.

Se trataba de una carrera de dos coches.

Barney sabía que tenía problemas. Estaba recibiendo una ducha continua de aceite cortesía del cigüeñal expuesto, y casi perdió el control al llenársele las gafas protectoras de aceite. Se las puso en la frente, sabiendo que le eran inútiles. Pero había un problema aún mayor: al saltar sobre los surcos y los baches, la estructura rígida de madera y acero del coche estaba castigando terriblemente a Oldfield, y estaba perdiendo el estado de perfecta concentración que necesitaba para ganar. En algunas de las peores secciones de la pista todo el coche saltó en el aire.

Observando el progreso imparable de la Bala, mientras Winton acortaba el espacio que le separaba de Oldfield, Kathy experimentó una terrible sensación de frustración. A ese ritmo, en otra milla más la Bala superaría al 999 y se colocaría en cabeza.

Pero eso no debía suceder, se dijo. No podía suceder. ¡La estructura de la carrera ya se había fijado en la historia!

De pronto, tuvo la respuesta.

—¡Lo olvidó! —le gritó a Willy.

—¿Olvidó qué?

—¡No importa! Espera aquí. Volveré.

Y se abrió paso a empujones entre los espectadores, tirando el bombín de un gordo y soltando varios canotiés; tenía un destino y no tenía tiempo para malgastarlo en llegar a él.

Cuando Oldfield se acercó a la curva final, en el extremo de la pista, cada nuevo agujero en la superficie destrozándole los dientes, vio a Kathy Benedict sentada sobre la valla.

Le indicaba que se acercase más, señalando algo que tenía en la mano, gritándole, una voz sin sonido bajo el rugido como un cañón Gatling del motor del 999.

Más cerca. Más aún. ¿Qué demonios quería esa chica de él?

Entonces le lanzó algo, y él lo cogió. ¡Maldición! ¡El puro!

Era justo lo que necesitaba, y se metió entre los dientes el puro cortado por ambos lados, hizo descender el cuerpo sobre la barra de control y abrió el acelerador. Seguido por un penacho de polvo amarillo, el 999 se lanzó hacia delante.

¡Que el viejo Winton intentase pillarle!

—¡Mira eso! —le gritó Willy a Kathy cuando ésta se unió a él—. ¡Está alejándose!

Ahora Oldfield conducía genialmente, lanzando el enorme vagón rojo a cada vuelta con valiente energía, deslizándose, casi comiéndose la barrera, y sin embargo manteniendo el preciso control de la barra. La ráfaga de los cuatro tubos de escape del coche rojo era casi ensordecedora, y la multitud vitoreó cuando el 999 pasó frente a la tarima principal convertido en una mancha carmesí.

A la tercera milla, Alex Winton estaba acabado, con su motor demasiado forzado fallando mientras la Bala iba perdiendo velocidad tras el polvo de Barney.

Y cuando Oldfield pasó como una exhalación bajo la bandera, para recibir un mar de vítores de las tarimas, incluso superando por segunda vez al Geneva Steamer, que iba en segunda posición, y había dejado a los otros competidores muy atrás.

Willy saltó, abrazó a Kathy, levantándola del suelo y haciéndola girar en un círculo, aullando de placer.

Sí, efectivamente, como ella le había prometido, aquella sería una carrera para los libros de historia.

Los periódicos matutinos proclamaron el triunfo del 999 en gruesos titulares negros: ¡WINTON PIERDE! ¡OLDFIELD GANA! Y el texto florido describía a Barney como «sin sombrero, con el pelo leonado flotando al viento tras la velocidad de su montura, pareciendo en una docena de ocasiones encontrarse al borde de la zozobra, convertido en un cometa humano tras la barra de su máquina increíble».

¡Los periodistas le preguntaron a Barney cómo era viajar a unas asombrosas cincuenta millas por hora! ¿Cómo podía un mortal soportar la velocidad de una bala?

A Oldfield se le citaba completamente: «Tienes la sensación de que te arrastran por el espacio. La máquina palpita con los cilindros marcando el ritmo de una retreta militar, y el aire se divide ante ti convertido en un vendaval. Durante su camino enloquecido a través del polvo la máquina adopta los atributos de un ser consciente… ¡Se lo digo, caballeros, ningún hombre puede ir más rápido y sobrevivir!»

Henry Ford se apresuró a reclamar el mérito del diseño y la fabricación del 999, y los periódicos nacionales colocaron su nombre en los titulares junto al de Oldfield, declarando que la victoria de Grosse Pointe era «el verdadero comienzo de la era del automóvil».

En un mes, cabalgando en la cresta del elogio popular, Hank Ford estableció los cimientos de su Ford Motor Company, planeado ya el momento en que sus «tin lizzies» (los modelo T) cubriesen las autopistas de América.

La victoria del 999 también benefició a Willy McGuire.

—Quiero que desde ahora tú y Spider trabajéis para mí, Willy —le había dicho Hank Ford—. Cooper simplemente nos os aprecia. Y, para empezar, ¡doblaré tu salario!

Durante los días posteriores a la carrera de Grosse Pointe, Kathy se enamoró profundamente del feliz irlandés pelirrojo. Era totalmente diferente a cualquier hombre que hubiese conocido: honrado, amable, fuerte, bueno y atento. Y él la amaba como a una mujer completa: cuerpo y mente. Por primera vez en su vida había encontrado la plenitud emocional real.

La pregunta de Willy era inevitable:

—¿Te casarás conmigo, Kate?

Y la respuesta fue instantánea:

—¡Sí, sí, sí! ¡Oh, sí, Willy, me casaré contigo!

Y mientras se abrazaban con fuerza, Kathy supo que ya no tenía miedo de nada.

La vieja vida había desaparecido.

—Nada me da miedo ahora que estoy contigo.

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