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Misterio mayor

José Mallorquí

La revista Futuro fue una de las pioneras de la ciencia ficción en España. Publicada a mediados de los años cincuenta bajo la batuta de José Mallorquí, ofreció a los nuevos lectores hispanos diversos títulos de la ciencia ficción mundial, a veces en versión reelaborada por el mismo Mallorquí, conocido autor de EL COYOTE (1943) o de seriales como TRES HOMBRES BUENOS (1942) y otros de gran éxito popular.

Para Futuro, Mallorquí creó el personaje de Pablo Rido como un aventurero y explorador del espacio y, sobre todo, del tiempo. Con la máquina del tiempo que Rido pilotaba, sus acompañantes viajaron a todos los rincones de la historia con todo tipo de consecuencias, algunas trágicas, otras divertidas y otras simplemente curiosas…

En las narraciones sobre el viaje en el tiempo hay paradojas «abiertas» como la clásica de la persona que viaja al pasado para matar a su abuelo (o abuela, no hay que ser machistas…) y hacer así imposible su propio nacimiento. Pero también existe la paradoja del círculo cerrado en la que la información «circula» sin creador evidente. Este es el caso de «Misterio mayor» de José Mallorquí, quien, seguramente, encontró la idea en alguna obra estadounidense de los años cuarenta o cincuenta.

Un precedente posible es el relato «Fool’s Errand» (1951, Science Fiction Quaterly, noviembre de 1951) de Lester del Rey, donde un historiador del año 2211 viaja al año 1528 y, por accidente, deja en las manos de un Nostradamus joven un libro con las famosas profecías que, según esta versión, serían tan sólo la elaboración de un copista de… ¿quién? ¿De sí mismo?

Es muy posible que Mallorquí no conociera el precedente concreto al que remite «Misterio mayor». Se trata de «The panchromicon» (1904) de H. S. Mackaye, en el que un viajero del tiempo de 1898 susurra al oído del mismo Shakespeare las obras que el crononauta ha aprendido de memoria en un club literario del futuro del que forma parte.

El tipo era de lo más loco que se podía imaginar. Rido trató de convencerle.

—El viaje al pasado entraña demasiados riesgos —dijo—. No se lo aconsejo. No vale la pena.

—¡Capitán! —Rufus Tooth irguió, indignado, la cabeza—. Acaba usted de proferir una herejía. El misterio de la identidad de las obras de Shakespeare sigue apasionando al mundo.

—A mí no me apasiona —dijo Sánchez Planz.

Tooth le miró como a un gusano.

—Afortunadamente —dijo—. Shakespeare no sería Shakespeare si un idiota como usted hallara placer en su lectura.

—¡Oiga! —gritó Sánchez Planz—. ¡Me acaba usted de ofender!

—¡Cálmate! —rogó Pablo.

—La verdad no ofende —dijo Tooth.

—Ciertas verdades no son agradables —observó Rido—. Por tanto es mejor no pronunciarlas.

Mientras hablaba observaba, divertido, al hombrecillo que estaba ante él, vestido a la moda de la Reina Isabel I, allá por el año 1592. Se había presentado un momento antes con unos volúmenes bajo el brazo y en la mano libre el dinero necesario para un viaje a 1595, o sea, a mil cuatrocientos años antes, poco más o menos. Después de dejar el dinero ante Pablo Rido, el cascarón entregó su tarjeta.

RUFUS TOOTH

Presidente de la Asociación Shakespeariana

Catedrático de la Universidad de Collum

Su pretensión era trasladarse a los tiempos de la Reina Isabel y averiguar si las obras de Shakespeare fueron escritas por éste o por sir Francis Bacon, como opinaban muchos.

—¿Hará eso mejores las obras? —preguntó Rido.

—No se trata de mejorar las inmejorables obras —respondió Tooth—. Lo interesante es dar al César lo que es del César. Si Francis Bacon escribió las obras y Shakespeare las firmó para que su amo no se viera mezclado en la entonces poco noble condición de autor teatral, la posteridad debe rendirle el homenaje que merece. Hoy no se considera deshonroso escribir para el teatro. Si en tiempo de Shakespeare el teatro era innoble, hasta el punto de que un gran poeta se viera obligado a ocultarse tras una fachada llamada Shakespeare, es ya hora de que pongamos las cosas en claro. Y para saber la verdad, no veo otra solución que trasladarme al pasado y preguntar quién era el autor de Hamlet y todas las demás. He revisado todos los archivos y he estudiado todos los documentos. He leído todo lo que se ha escrito en mil trescientos años acerca de Shakespeare. Sin embargo, la duda subsiste. ¿Quién es el autor? ¿Quién puso el cerebro en Romeo y Julieta? ¿Quién puso el nombre nada más?

—Comprendo el interés que para usted y los de su clase tiene el averiguar quién escribió esas obras; pero actualmente ya no se representan…

—¡Protesto! —gritó Tooth—. Se representan semanalmente en la Universidad de Collum. Nosotros no permitimos que Shakespeare muera. Sigue viviendo en nuestro escenario. Y seguirá viviendo mientras exista la «Shakespeariana».

—¿Qué más quieren, pues?

—La verdad. Si es necesario ir a buscarla al pasado, yo iré.

—Pero su descubrimiento no despertará ningún entusiasmo. Aunque todas las semanas representen ustedes una obra de Shakespeare, en el año dos mil novecientos cincuenta y cuatro Hamlet ya no interesa a las masas. Y si cambia el nombre del autor y en vez de decir que es de Shakespeare demuestra usted que es de sir Francis Bacon, el interés no aumentará, pues el cambio de autor no querrá decir cambio de argumento.

Rufus Tooth estaba rojo de ira.

—Usted es propietario de una agencia de viajes, capitán Rido. Agencia T.E.T., Tiempo, Espacio, Tiempo. Para conservar el permiso de explotación tiene usted que aceptar a todos los viajeros que se presenten para ir al Pasado o al Futuro, siempre y cuando sus propósitos no sean peligrosos para la seguridad del Estado. Recháceme como viajero al Pasado y le prometo que haré anular su permiso.

—Como usted quiera —suspiró Rido—. Le llevaré a la Inglaterra de mil quinientos noventa; pero recuerde que no debe usted alterar en nada el curso de los acontecimientos. Eso es muy peligroso. Podría usted crear una desviación del Tiempo y entonces le sería imposible regresar al presente. Aquí tiene un folleto que explica todo lo que puede y no puede hacer un viajero al pasado.

Rido tendió a Tooth el folleto y mientras el catedrático lo leía, el capitán examinó los lomos de los libros que Tooth había dejado sobre la mesa. Eran varias ediciones antiguas de las obras completas de Guillermo Shakespeare, escritas en inglés.

—¿Para qué las quiere? —preguntó Rido.

Tooth las cogió como si fueran un tesoro.

—Necesito confrontar algunos pasajes que han dado origen a largas controversias.

Rido sonrió, comprensivamente y volviéndose hacia su amigo, pidió:

—¿Te importa acompañar al Profesor? No estoy muy seguro de que sepa manejarse bien en el pasado. No es fácil cuando no se tiene experiencia. Ponte un traje por el estilo del que lleva el Profesor. No puedes presentarte en el siglo XVI vistiendo como ahora.

La puerta de la cabina de la máquina del tiempo se abrió. Ante los viajeros extendíase una campiña verde, sobre la cual caía una fina llovizna.

—Por lo visto siempre ha llovido en Inglaterra —comentó Sánchez Planz, muy incómodo dentro de su traje.

—Estamos en Londres —dijo Rido—. Volveré a buscarle dentro de una semana. Buena suerte.

Tooth saltó fuera de la cabina con sus libros y comenzó a mirarlo todo como si fuese el Conde de Montecristo y acabara de encontrar su tesoro. Sánchez Planz le siguió de mala gana, refunfuñando:

—¡Ni se nos ha ocurrido traer un paraguas, por lo menos!

—Hasta dentro de siete días —se despidió Rido.

Cerró la puerta de la cabina y ésta desapareció del prado junto al Támesis, quedando Sánchez Planz y Tooth en la Inglaterra de fines del siglo XVI.

Se dirigieron a la ciudad y no encontraron mucha gente por el camino.

Preguntaron a algunos de los que iban por la carretera, acerca de dónde podían encontrar a «míster» Shakespeare.

Los interrogados movían la cabeza.

—No lo conozco. Nunca he oído hablar de él.

Ésta era la respuesta infinitas veces repetida.

Londres decepcionó a Tooth.

—Es una ciudad asquerosamente sucia.

Planz, que tenía experiencia en esas cosas, explicó:

—En este siglo, todas las ciudades del mundo son asquerosas.

—Tiene razón —suspiró Tooth—. Olvidaba el siglo en que estamos.

Se alojaron en La Vieja Posada del Caballero Negro y pagaron por anticipado con monedas de la época, suministradas por Rido, que las adquiría de un acuñador de moneda antigua para uso de los viajeros del Tiempo. Una simple moneda de oro parecía tener, en aquellos tiempos, poder adquisitivo suficiente, para quedarse con Londres entero, incluyendo el Palacio Real, y recibir aún varias moneditas para completar el cambio.

La criada que les ensuciaba la habitación, tirando al suelo todo el polvo acumulado en las mesas y estanterías, y agitándolo luego con la escoba y los zorros, fue la primera persona que les dio noticias de un tal Shakespeare.

—Sí, sí, le conozco. Antes de venir aquí yo, trabajaba en la Taberna del Cisne de Avon…

Al oír lo de Avon, Tooth arqueó las cejas. ¡El bardo de Avon! Éste era uno de los nombres de Shakespeare. Tal vez existiera alguna relación.

—Allí va siempre el señor Shakespeare. Es muy buen caballero; pero no tiene mucha suerte. Ha pedido varios empleos a la Reina; pero la Reina tiene a otros a quienes regalar los empleos.

La criada se echó a reír como un caballo. Se daba manotazos contra las piernas y hacía caer hacia el suelo del cuarto un poco más de mugre.

—¿Saben que un día me pidió que me casara con él? —preguntó luego.

—Si tuvieses tres décimas de sentido común le habrías aceptado —dijo Tooth—. Es un genio.

—Tiene muy mal genio y quería que yo trabajase para él —dijo la criada—. Lo que a mí me interesa es encontrar a un hombre que trabaje para mí. Estoy harta de limpiar habitaciones.

—Con un aspirador… —empezó Sánchez Planz, y, en seguida tosió para ocultar su turbación. ¡Cómo se le iba a uno la lengua cuando estaba en el Pasado!

El Cisne de Avon era una taberna sucia y maloliente como todas las tabernas de aquella época. La humedad, el humo de las chimeneas y el de la cocina se mezclaban nauseabundamente, formando un conjunto odioso. El tabernero tenía aspecto de verdugo, Sánchez Planz estaba seguro de haberlo visto aquella mañana en el tablado donde se descuartizaba a unos cuantos delincuentes por el delito de haber robado tres pañuelos y siete gallinas. El verdugo parecía disfrutar sinceramente con su trabajo, y si el tabernero no era el mismo verdugo, era, por lo menos, su hermano gemelo.

—Conozco a Shakespeare —contestó el dueño del Cisne de Avon.

—¿El autor teatral? —preguntó Tooth, temblando de gozo.

—¿Ése? ¿Autor teatral? —El tabernero se echó a reír como un ogro a punto de devorar a un pulgarcito—. No. Nada de eso. Por ahora bebedor de cerveza y de aguardiente. Una calamidad, aunque no para mi taberna. Algún día le veremos ahorcado…

Esto convenció a Sánchez Planz de que el tabernero mataba el tiempo libre ahorcando o descuartizando reos.

—Sí, mis señores, sí. Tomen nota de mis palabras. Veremos a Guillermo Shakespeare colgando de una horca.

—¿Entiende usted mucho de eso? —preguntó Sánchez Planz.

—¡Claro que sí! —rió el tabernero—. Es uno de mis oficios.

—¿Es usted verdugo? —preguntó Tooth.

—Ejecutor Real —replicó el tabernero—. Tengo el título en pergamino sellado. Nadie es mejor ejecutor de las sentencias de Su Majestad que yo. Hace poco le dije a un cliente: «Usted acabará mal, amigo. Acabará en mis manos. ¿Se apuesta algo?» Y él apostó un soberano de oro. Pues bien, al cabo de tres meses, cuando estaba a punto de empujar a un condenado desde lo alto de la escalera, el hombre me dijo: «Un momento, por favor.» Yo le dije que el público se impacientaba y que había otros reos esperando; pero él respondió: «Tengo que pagarte una deuda. Tuviste razón al decir que yo acabaría mal. Toma, tu soberano. Está en el bolsillo.» Como él no me lo podía dar, porque tenía las manos atadas, yo mismo saqué el soberano, le di las gracias y le empujé. Murió como un pájaro.

—¿Y eso de ser verdugo no le quita clientela? —preguntó Tooth.

—¡Al contrario! ¡Si ustedes supieran la cantidad de cuerda de ahorcado que vendo! A juzgar por ella, todo Londres y algunos condados más han sido ya ahorcados.

—¿Hace trampa? —preguntó Sánchez Planz.

—Sí —rió el tabernero—. Les vendo cuerda normal por cuerda de ahorcado.

—Eso es una estafa —dijo Tooth—. Daré parte a la policía.

—¡Por Dios, señor! —exclamó, asustado, el tabernero—. ¡Que me pierde! Me ahorcarían de cualquier manera… Piense que soy el mejor verdugo… y que los demás…

—No diremos nada —prometió Sánchez Planz—. Pero pónganos en contacto con ese Shakespeare.

El tabernero les guió, temeroso, hasta una habitación donde dormía a pierna suelta un hombrecillo desgarbado y borracho como una cuba.

—No volverá en sí antes de un par de días —dijo el tabernero—. Cuando las pilla así, le duran mucho.

No quedaba más remedio que esperar, y esperaron. Tooth se quedó en la taberna. Sánchez Planz se fue a la posada.

Cuando se repuso del efecto del alcohol, Shakespeare escuchó la asombrosa historia que acerca de él contaba Tooth.

—Si no fuese usted un caballero respetable, creería que miente, señor —dijo Shakespeare—. Alguna vez se me ha ocurrido escribir alguna comedia; pero no tengo cabeza para eso.

—¿Las escribe sir Francis Bacon? —preguntó Tooth, seguro de haber llegado ya a la solución del problema.

—No sé de qué me habla…

—¿No conoce Romeo y Julieta?

Shakespeare le miraba aterrado.

—Ni sé quienes son. Le aseguro…

—Es una de sus obras más geniales —cortó Tooth—. Romeo y Julieta, Hamlet, La fierecilla domada, Otelo… ¡Hemos llegado demasiado pronto! ¡Imbécil de mí! Debí haber venido en mil seiscientos diez o doce. No importa. Volveré. Volveré dentro de veinte años… Bueno, volveré en mil seiscientos doce. Eso es. Para entonces usted ya será famoso y podrá decirme quién es el autor de las obras de Shakespeare.

—¿Mis obras?

—Sí, sí. Ya lo sabrá entonces y me dirá la verdad. Le prometo no hacer mal uso de ella. Mañana volveremos al Futuro y regresaremos enseguida.

—¿Es eso posible realmente? —preguntó Shakespeare.

—Existen unas máquinas que en un minuto le llevan a uno al tiempo que prefiere. Lo mismo da que sea pasado que futuro.

—Me gustaría verlo —dijo Shakespeare—. ¡Qué máquina tan rara!

—Capitán Rido, le presento a Guillermo Shakespeare —dijo Tooth cuando Rido acudió a la cita en el prado junto al Támesis, siete días después de haberles dejado en el Pasado.

—Encantado de conocerle —dijo Rido, estrechando la mano del nerviosísimo Shakespeare—No tenga miedo. No somos diablos. Procedemos de otra época situada a mil cuatrocientos años de ésta. Una época que le admira profundamente, señor Shakespeare.

—El pobre aún no sabe que va a escribir obras de teatro —dijo Planz.

Shakespeare miraba la máquina del tiempo.

—¡Qué interesante! —comentó.

Rido entró en la cabina para explicar a Shakespeare algunos de los detalles técnicos de la máquina, Tooth le siguió, complacido con el asombro del futuro dramaturgo. Fuera, sentado sobre el paquete de las obras de Shakespeare, que se habían ocultado a éste, Planz echaba una última mirada a Londres y dirigió un último pensamiento a la criada de la posada.

Shakespeare señalaba una palanca de la cabina.

—¿Es posible que tirando así, de esto, se traslade uno al Futuro…?

El aturdido y futuro vate había acompañado la acción a la palabra y la máquina del tiempo desapareció ante los ojos de Sánchez Planz, que quedó naufragado en el Pasado.

—¡Dios mío! —gritó Rido—. ¿Qué ha hecho usted?

—¿Qué he hecho? —preguntó Shakespeare—. ¡Déjenme salir de aquí!

—¡Nos ha lanzado usted al Futuro! —gritó Rido—. ¡Al año siete mil!

La puerta de la cabina se abrió ante un horrible paisaje surcado por máquinas guerreras que se lanzaban chorros de fuego mutuamente.

—La Séptima Guerra con Marte —explicó Rido, moviendo uno de los mandos y regresando a un futuro más apacible.

—Debemos volver al mil quinientos noventa y dos —dijo Tooth.

—Es imposible volver a la misma fecha exacta —explicó Rido—. Hemos de escoger una fecha posterior en cinco o diez años, por lo menos.

Graduó a 1597 y tirando de la palanca se lanzó al Pasado. Un minuto después abrióse la puerta de la cabina y ante los tres viajeros apareció Sánchez Planz, elegantemente vestido y sentado sobre un paquete.

—Hola —saludó—. ¿Cómo ha ido el viaje?

—Bien —sonrió Rido—. Estaba seguro de que hoy estarías aquí.

—Sí—gruñó Sánchez Planz—. Conozco las limitaciones de la Máquina. Cinco años en esta Inglaterra, esperando el día de mi regreso al hogar.

—No parece haberle ido mal —comentó Tooth—. Tiene usted muy buen aspecto.

—No me quejo —sonrió Planz—. Las cosas han ido bastante bien; pero eso de carecer de agua corriente, de telerradiovisión, «átomoviles»… En fin, que me gustan más mis tiempos.

—¿Se puede saber de qué has vivido durante estos cinco años? —preguntó Rido, mientras Shakespeare, con las piernas vacilantes, salía de nuevo a su época.

—Pues… la verdad… no ha sido fácil. De momento fue muy difícil. Se me terminó el dinero, me echaron de la posada, y me tiraron los libros a la cabeza. Eso me dio la idea. Busqué cuál había sido la primera obra teatral de Shakespeare, y la copié, yendo a ofrecerla a los actores del Teatro del Globo. La aceptaron, la representaron y me dieron veinte libras.

—¡No! —gimió Tooth—. ¡No me diga que hizo eso!

—¿Por qué no iba a hacerlo? Estaba en un mundo del cual no sabía nada. Me moría de hambre teniendo en mis manos las obras completas de Shakespeare; pero Shakespeare estaba vagando en el Futuro y no podía escribirlas. Tuve que hacerlo para no alterar el curso de los acontecimientos.

—¿Cuántas ha escrito y representado? —preguntó Tooth, llorando como un niño.

—En los libros están señaladas con todos los datos necesarios. Me he atenido a las fechas que se citaban. No he alterado nada. He tenido mucho éxito y todos los actores me piden colaboración. Yo me limito a darles lo que les corresponde. Y ahora, amigo Shakespeare, aquí tiene usted sus obras completas. Siga copiándolas por el orden que ya le he señalado y no se preocupe. Tiene usted la vida y la fortuna aseguradas hasta mil seiscientos dieciséis.

—¿Por qué esa fecha? —preguntó Shakespeare, contemplando los libros que le tendía Planz.

—Es la de su muerte. No se lo oculto, porque lo dice en los libros. Procure atenerse en todo a la reseña biográfica. Y no altere el orden en que fueron estrenadas las obras. Aún le quedan muchas por escribir. No se precipite. Y si le dicen que ha cambiado algo, atribúyalo a cualquier enfermedad. Puede usted estar enfermo durante un mes, pues su biografía dice que por estas fechas estuvo muy enfermo. Adiós, y tome…

Planz entregó a Shakespeare dinero, un manuscrito con todos los detalles de su vida en aquellos cinco años y de los lugares donde estaban guardados sus ahorros, luego entró en la cabina y Rido cerró la puerta.

Tooth no intentó quedarse en el Pasado para averiguar quién había escrito en realidad las obras de Shakespeare.

—Ha armado usted el lío más grande que se recuerda en la Historia de la Literatura —dijo tristemente a Planz.

—Así parece —admitió el compañero de Rido—. Ahora ya nunca se podrá saber quién escribió Hamlet, Romeo y Julieta y Otelo. Yo copié palabra por palabra los textos que tenía a mano. Procuré no cambiar nada. Supongo que el amigo Shakespeare hará lo mismo.

—No puede hacer otra cosa —dijo Tooth—. Copiar sus dramas de las obras completas de Guillermo Shakespeare; pero ¿quién fue el autor?

—Eso no se sabrá nunca —murmuró Rido.

Abrióse la puerta de la cabina y apareció ante ellos la sala de la agencia de viajes T.E.T., año 2954.

—Ya hemos llegado —siguió el capitán—. Si quiere una bonificación se la haré muy a gusto. Lamento que haya gastado en balde su dinero.

—No es necesario —sollozó Tooth—. ¿Quién iba a imaginar que Shakespeare copió todas sus obras? No sabía versificar, ni tenía ideas…

—No se preocupe —le calmó Sánchez Planz, imponente dentro de su isabelino traje—. Aprenderá. Con la práctica de copiar se aprende mucho. Varias veces estuve a punto de mejorar el verso de Shakespeare. Ya componía casi mejor que él.

Tooth lo miró, esperanzado.

—Por favor… ¿Fue usted quien compuso?

—No, no—interrumpió Sánchez Planz—. Yo sólo copié. Nada más. No puse nada de mi cosecha; pero le aseguro una cosa, que quienquiera que fuese el que escribió todas esas obras, era un tío muy listo. ¡Lo que debía de saber!

—Sí… sí. Pero ¿quién escribió las obras de Shakespeare?

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