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Oigo tu llamada

Eric Frank Russell

Las teorías que Charles Fort desarrolló a principios del siglo XX a partir de su inmensa colección de recortes sobre sucesos inexplicables acontecidos por todo el mundo, y que le llevaron a la conclusión de que la humanidad podría ser «propiedad» de alienígenas, fue una de las influencias formativas de Eric Frank Russell. El renovado interés en los libros y teorías de Fort ha sido muy decisivo para generar la fascinación actual por los fenómenos extraños, tipificado por el enorme éxito de series de televisión como Expediente X, y que de nuevo ha despertado el interés por los cuentos de Russell que hacen uso de un material similar. Su novela BARRERA SINIESTRA (1943), por ejemplo, sobre entidades alienígenas que se han estado «alimentando» de las emociones humanas y que por tanto producen gran parte de los conflictos humanos, fue la principal responsable en la creación de su reputación, junto con la serie de «Jay Score» sobre una tripulación interplanetaria de exploradores y su heroico robot, que recientemente ha sido señalada como antecesora de Star Trek.

Eric Frank Russell (1905-1978) era hijo de un instructor del ejército y pasó gran parte de su infancia viajando por todo el mundo. Él mismo sirvió brevemente en el ejército, probando a continuación toda una serie de trabajos antes de dejar su marca como escritor de ciencia ficción. Su peculiar imaginación lo popularizó entre los lectores americanos, y el suyo fue uno de los mas importantes nombres británicos en aparecer en las revistas de ciencia ficción de Estados Unidos durante los años cincuenta y sesenta. «The Waitabits», escrita en 1955, y que trata de un grupo de alienígenas para los que el tiempo pasa extremadamente despacio, es quizá la más conocida de las historias de Russell que trata sobre el viaje en el tiempo. La cómica «The Courtship of 53 Shotl 9 G», sobre un hombre del futuro que descubre el amor en la apartada Ballykilljoy de Irlanda, se publicó un año antes. «Oigo tu llamada», que apareció en Science Fantasy en diciembre de 1954, es una vez más diferente: una viñeta lúgubre sobre los peligros de invocar inadvertidamente a un viajero del lejano futuro…

Una ciudad asustada, oscura y peligrosa. Un nombre sin importancia sobre un vasto mapa. Anteriormente conocida por nada excepto el ocioso rumor de que un platillo volante había aterrizado en sus inmediaciones. Eso había sucedido un mes antes y resultó no ser cierto. La policía y la prensa recorrieron los alrededores. No había platillo.

El suceso acabó olvidado, perdiendo importancia a medida que los cazadores se iban en busca de otra cosa, algo más material y más inmediato que vaciaba las calles por la noche. En la calle principal algunas señales de neón polvorientas y descuidadas brillaban sobre bares vacíos mientras la policía vigilaba desde los portales oscuros, mirando cómo los gatos jugaban a saltar y caer.

Widgey Bullock no sabía nada de eso. Para él la ciudad tenía sus virtudes. Por eso acababa de llegar. Se encontraba a cuarenta millas de puerto, y carecía de patrullas navales, oficiales, rateros y las mismas viejas marranas pintarrajeadas. Una nueva recalada. Un lugar donde un fogonero naval de primera clase podía volcar el barco sin acabar en el calabozo.

Entrando en un bar prometedor, se echó la gorra hacia atrás y dijo:

—Estoy de humor, amigo. Dame una bomba atómica.

—¿Qué es eso? —preguntó el barman. Era un gordo simple, de rostro redondo que había disfrutado de poco sol, y muy poco sueño.

—¿Tengo que explicártelo? —Widgey acomodó su cuerpo en un taburete y se frotó los carrillos azules—. Partes iguales de ron, tequila y vodka. Se añade un pellizco de pimienta y se agita.

—¡Dios! —dijo el otro. Lo juntó todo, lo agitó y se lo lanzó. Luego lo observó cauteloso como si esperase la nube en forma de hongo.

Widgey bebió un poco. Frunció el ceño y la gorra se agitó con él.

—Vaya un sitio —comentó, mirando a su alrededor—. No hay máquina de discos, ni señoras, ni compañía, nadie excepto tú y yo. ¿Dónde está la gente?

—En casa —dijo el barman. Hizo un gesto en dirección al reloj de pared—. Diez y media y es de noche.

—¿Quieres decir que la ciudad está cerrada? —Widgey se ajustó la gorra sobre los ojos y miró incrédulo—. Diez y media es la hora en que las cosas empiezan a animarse. La policía debería ponerse en marcha a medianoche.

—Aquí no —dijo el barman. Deslizó la mirada hacia la puerta, y la trajo de vuelta. Parecía no saber lo que podría entrar a continuación pero era evidente que no lo deseaba, a ningún precio.

—¿Qué pasa aquí? —exigió Widgey, no haciendo caso a la puerta.

—La gente está muriendo.

—¿Cómo es eso? ¿Peleas?

—Simplemente caen muertos —dijo el barman—. Muertos y vacíos.

—¿Vacíos?

—Sin sangre —dijo el barman.

—Dame otro —pidió Widgey, tocando el vaso. Lo recibió, tomó un gran sorbo, tosiendo por el fuego—. Ahora vamos a ver si nos aclaramos. ¿Quién muere?

—Uno aquí. Otro allá —dijo el otro—. En su mayoría gente de fuera.

—Yo vengo de fuera —señaló Widgey—. ¿Eso me pone en la lista?

—No me sorprendería.

—¡Vaya un poblacho! —se quejó Widgey—. Recorro cuarenta millas en busca de luces brillantes y libertad. ¿Qué encuentro? Una ciudad de catetos y un barman que toma las medidas de mi cadáver.

—Lo lamento —dijo el otro—. Pero bien puede saberlo. —Agitó una mano para remarcar la vacuidad del local—. Así ha estado cada noche durante las últimas tres semanas. Cuando voy a casa me pego a las paredes y llevo los ojos a la espalda durante todo el camino. Tengo dos cerraduras en la puerta.

—¿Qué está haciendo la policía?

—Buscando —dijo el barman—. ¿Qué otra cosa pueden hacer?

—Me suena a cuento de viejas —señaló Widgey receloso—. ¿Intentas librarte de mí y cerrar antes?

—Se equivoca del todo—le dijo el barman—. Ha salido en los periódicos. Un cadáver seco cada dos noches. —Volvió a mirar la puerta—. Además, no puedo cerrar cuando me de la gana y necesito compañía.

—Vaya si la necesitas —le aseguró Widgey—. Un tipo de tu tamaño debe contener cubos enteros de sangre. Eres todo un blanco.

—¡Cállese! —dijo el barman con cara de desagrado.

—No me preocupa —siguió diciendo Widgey—. Una sola noche aquí y mañana de vuelta al barco. Después, puedes quedarte con esta ciudad piojosa. —Dio un trago largo, chasqueó los labios—. ¿Sabes de algún otro sitio donde haya más de dos personas?

—No. No a esta hora.

—Bien, ¿sabes de una dirección donde pueda llamar tres veces y preguntar por Mabel?

—¿Cree que soy un chulo? —preguntó el barman frunciendo el ceño.

—Creo que deberías saber cómo van las cosas por aquí viendo que es tu territorio.

—No es mío. Sólo llevo aquí un par de meses. —Se limpió la parte de atrás del cuello, mirando hacia la calle—. Eso es lo que me asusta. Yo también pertenezco al grupo de los de fuera.

—Tómatelo con calma —le aconsejó Widgey—. Cuando estés muerto y vacío no lo sabrás aunque tengas el aspecto de un saco doblado. —Volvió a darle al vaso—. Que sea doble. Si no puedes darme una dirección tendré que pasarme sin eso. Quizá pueda beber hasta que desaparezca lo que tengo en mente.

El barman dijo:

—Cualquier otra se la tendrá que llevar. Ahora es cuando cierro el quiosco.

Widgey señaló una botella amarilla.

—Me llevaré esa. —Buscó con torpeza en el bolsillo, sacó dinero y pagó. Un par de monedas cayeron al suelo. Se agachó y las recogió.

—Ya le está haciendo efecto —dijo el barman.

—Que por el momento es lo único que me satisface —dijo Widgey.

Salió metiéndose la botella en el bolsillo y claramente escorado a estribor. La calle era una confusión de grises y negros, habiéndose apagado los neones. Una delgada luna plateada cabalgaba sobre nubes gruesas.

Se dirigió indeciso hacia el horrible hotel donde había tomado una habitación. Un gato lascivo se le cruzó en el camino, buscando lo mismo que él. Oculto en la entrada a oscuras de un callejón, un policía que le observaba no hizo ningún ruido que traicionase su presencia. Al otro lado de la calle, una mujer se apresuraba, recelosa y temerosa.

—¡Hola muñeca! —gritó con voz ronca, sin importarle si la mujer se sentía con ganas o no, si era joven o vieja.

La mujer medio se puso a correr, con los tacones traqueteando con rapidez e intensidad. Widgey se quedó mirándola y maldiciendo por lo bajo. El policía salió del callejón, observándolos a los dos. La mujer se detuvo a unos doscientos metros, con la llave apuñaló frenéticamente una puerta y entró en una casa. El golpe de la puerta sonó como el trueno del juicio final.

—Apuesto a que también dicen sus plegarias —se mofó Widgey.

Alcohólicamente dañado, siguió avanzando, encontró el hotel y subió las escaleras. Con furia lanzó la gorra al otro extremo de la habitación, se quitó la chaqueta y la arrojó de la misma forma, metió de una patada los zapatos bajo la cama. Pasó un minuto examinándose en el espejo que había sobre el lavabo, agarrándose las orejas con las manos y haciendo muecas. Después se acercó a la ventana y miró a la noche.

Había otra mujer en la calle. Se movía de una extraña forma tranquila, un balanceo ondulante como el de una columna de humo gris llevada por una brisa suave. Se la veía difuminada, como si estuviese tapada por algo o llevase un velo. Muchas cosas tenían un aspecto difuminado cuando un hombre llevaba mucha carga bajo las escotillas.

Pero una mujer es una mujer. Una que viaja tarde y sin prisa es siempre una buena posibilidad, pensó Widgey. Le dio al cierre, abrió la ventana y sacó medio cuerpo. No había policías a la vista. Nadie excepto la borrosa figura.

—¡Yuju!

No logró nada. Quizá no le había oído.

—¡Yuju!

La figura se detuvo. La luz de la luna no era lo suficientemente intensa para ver hacia dónde miraba la mujer, pero era buena señal el que se hubiese detenido.

—¡YUJU! —aulló Widgey, inclinándose aún más y lanzando la discreción por la ventana. Agitó con fuerza un brazo.

La figura realizó un gesto impreciso, atravesó la calle en dirección al hotel. Cerrando la ventana, un Widgey encantado intentó dar unos pasos de baile pero el sentido del equilibrio le había abandonado. Esa noche los mares estaban turbulentos.

Dejó la puerta entreabierta un par de pulgadas para que la mujer supiese cuál era la habitación. Apresuradamente limpió un par de vasos enjuagándolos con agua, los puso sobre la mesilla de noche junto con la botella amarilla.

Se produjo una tímida llamada.

—¡Pase! —Escupió en las manos y las usó para echarse el pelo hacia atrás mientras instalaba una sonrisa de bienvenida en el rostro.

Entró.

Widgey se echó rápidamente hacia atrás, luego más lentamente a medida que sus piernas perdían fuerza. La sonrisa había desaparecido y la borrachera se había esfumado en un quinto de segundo. Quería gritar como un condenado pero no era capaz ni de emitir un quejido.

El borde de la cama pilló las rodillas en retirada. Cayó hacia atrás, quedándose tendido en la cama con el pecho y la garganta al descubierto. No podía hacer nada por salvarse, absolutamente nada.

Se deslizó sin hacer ruido hacia la cama, se inclinó y le miró con ojos que eran dos tachones oscuros encajados en pelusa verde. La larga boca elástica salió y adoptó la posición de una boquilla de manguera. Lo último que Widgey oyó fue un susurro que provenía de una distancia de millones de millas.

Soy Yuju. Me llamaste.

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