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2 VIAJES AL PASADO » Los hombres que asesinaron a Mahoma

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Los hombres que asesinaron a Mahoma

Alfred Bester

El historiador de la ciencia ficción Peter Nicholls ha descrito la siguiente historia como «quizás el giro de tuerca más concentradamente ingenioso de las historias de paradojas temporales jamás escrito». Trata de un matemático genial, el profesor Henry Hassel, que vuelve a casa un día para encontrarse a su esposa en los brazos de otro hombre y que se decide por un castigo de lo más inusual: construirá una máquina del tiempo y se aventurará en el pasado para vengarse en los antepasados de su esposa incestuosa. Pero, como descubrirá, la naturaleza peculiar del tiempo le guarda algunas sorpresas al profesor.

Alfred Bester (1913-1987), nació en Nueva York y pasó allí gran parte de su vida, no produjo una obra de ciencia ficción abundante, concentrándose más en los guiones de televisión y en su trabajo como miembro del equipo editorial de la revista Holiday. Dicho esto, su novela EL HOMBRE DEMOLIDO (1953), una genial historia de crímenes ambientada en un mundo en el que la clase dominante posee habilidades telepáticas, ganó el premio Hugo y se la considera ahora como un clásico, mientras que sus cuentos cortos influyeron en talentos emergentes como James Blish, Samuel R. Delany y Michael Moorcock. «Los hombres que asesinaron a Mahoma» (1958) se encuentra entre las mejores de esas obras cortas; una idea inteligente y, como esperarían los admiradores de Alfred Bester, muy diferente de cualquier otra historia sobre viajes en el tiempo que puedan leer en esta antología.

Hubo un hombre que mutiló la historia. Derribó imperios, desenraizó dinastías. Por su causa, Monte Vernon no sería un monumento nacional, y Columbus, Ohio, se llamaría Cabot, Ohio. Por su causa, el nombre Marie Curie sería maldito en Francia y nadie juraría por las barbas del Profeta. De hecho, esas realidades no llegaron a suceder, porque se trataba de un científico loco; o, por decirlo de otra forma, sólo consiguió volverlas irreales para sí mismo.

Bien, el paciente lector estará más que familiarizado con el científico loco convencional, de pequeño tamaño y extensa frente, que en su laboratorio crea monstruos que invariablemente se vuelven contra su creador y amenazan a su encantadora hija. Esta historia no va realmente sobre ese tipo de hombre de fantasía. Trata de Henry Hassel, un científico loco de verdad que pertenecía al grupo de hombres más conocidos como Ludwig Boltzmann (véase Ley de los Gases Ideales), Jacques Charles y André Marie Ampère (1775-1836).

Todo el mundo debería saber que el amperio eléctrico recibe su nombre en honor a Ampère. Ludwig Boltzmann fue un distinguido físico austríaco, tan famoso por sus investigaciones sobre la radiación del cuerpo negro como por los Gases Ideales. Pueden consultarlo en el volumen tres de la Encyclopaedia Britannica, BALT a BRAI. Jacques Alexandre César Charles fue el primer matemático en interesarse por el vuelo, e inventó el globo de hidrógeno. Fueron hombres reales.

También eran científicos locos de verdad. Ampère, por ejemplo, iba de camino a una importante reunión de científicos en París. En el taxi se le ocurrió una idea genial (asumo que de naturaleza eléctrica) y se sacó un lápiz y apuntó la ecuación en la pared del carruaje. Aproximadamente, era: dH=ipdl/r2, en la que p es la distancia perpendicular desde P hasta la línea del elemento di; o dH=i seno ø dl/r2. A menudo se la conoce como ley de Laplace, a pesar de que él no asistió a la reunión.

En cualquier caso, el taxi llegó a la Académie. Ampère bajó de un salto, le pagó al conductor y corrió a la reunión para contarle la idea a todo el mundo. De inmediato se dio cuenta de que no tenía la nota, recordó dónde la había dejado y tuvo que correr por las calles de París persiguiendo al taxi para recuperar la ecuación fugitiva. En ocasiones me imagino que fue así como Fermat perdió su famoso «Último Teorema», aunque Fermat tampoco asistió a la reunión, porque había muerto unos doscientos años antes.

O hablemos de Boltzmann. Impartiendo un curso sobre Gases Ideales Avanzados, salpicaba las clases con cálculos abstrusos, que se sacaba con rapidez y sin molestia de la cabeza. Tenía ese tipo de cabeza. Sus estudiantes tenían tantos problemas para comprender la matemática de oído que no podían seguir el ritmo de las clases y le rogaron a Boltzmann que desarrollase las ecuaciones en la pizarra.

Boltzmann se disculpó y les prometió ser más comedido en el futuro. Al comienzo de la siguiente clase empezó diciendo: «Caballeros, combinando la Ley de Boyle con la Ley de Charles, llegamos a la ecuación pv=p0v0(l+at). Bien, evidentemente, si aSb=f(x)dx ø(a), entonces pv=RT y vS f(x,y,x) dV=0. Es tan simple como dos y dos igual a cuatro.» En ese punto Boltzmann recordó su promesa. Se volvió hacia su pizarra, concienzudamente escribió con la tiza 2+2=4 y siguió con la clase, desarrollando sin problemas las complejas ecuaciones de cabeza.

Jacques Charles, el brillante matemático que descubrió la Ley de Charles (en ocasiones conocida como Ley de Gay-Lussac), a quien Boltzmann mencionó en su clase, abrigaba la loca pasión de convertirse en un famoso paleógrafo, es decir, un descubridor de manuscritos antiguos. Creo que el verse obligado a compartir el crédito con Gay-Lussac lo trastornó.

Le pagó a un evidente estafador llamado Vrain-Lucas 200.000 francos por cartas hológrafas supuestamente escritas por Julio César, Alejandro Magno y Poncio Pilato. Charles, un hombre que podía ver a través de cualquier gas, ideal o no, creía realmente en esas falsificaciones a pesar del hecho de que el torpe Vrain-Lucas las había escrito en francés moderno sobre papel de cartas moderno que llevaba marca de agua. Charles incluso intentó donarlas al Louvre.

Bien, esos hombres no eran idiotas. Eran genios que pagaron un alto precio por su genialidad porque el resto de sus procesos mentales pertenecían a otro mundo. Un genio es alguien que alcanza la verdad por un camino inesperado. Por desgracia, los caminos inesperados llevan, en la vida ordinaria, al desastre. Eso es lo que le sucedió a Henry Hassel, profesor de Compulsión Aplicada en la Universidad Desconocida en el año 1980.

Nadie sabe dónde está situada la Universidad Desconocida o qué enseñan en ella. El profesorado está compuesto por unos doscientos excéntricos, y los estudiantes son unos dos mil inadaptados, del tipo que permanece anónimo hasta que gana un premio Nobel o se convierte en el primer hombre en Marte. Es fácil identificar a un graduado de la UD preguntándoles dónde estudió. Si recibes una respuesta evasiva como: «Estatal», o «Oh, una institución remota de la que no habrás oído hablar», puedes apostar a que fueron a la Desconocida. Algún día espero contarles más sobre esa universidad, que es un centro de conocimiento sólo en el sentido pickwickiano.

En cualquier caso, Henry Hassel se dirigió a su casa desde su despacho en el Psicocentro Psicótico a primera hora de una tarde, atravesando el pabellón de Cultura Física. No es cierto que lo hiciese para mirar con lascivia a las alumnas practicando desnudas Euritmia Arcana; más bien, Hassel disfrutaba admirando los trofeos expuestos en el pabellón en recuerdo de los grandes equipos de Desconocida que habían ganado el tipo de competiciones que ganan los equipos de Desconocida; en deportes como Estrabismo, Oclusión y Botulismo (Hassel había sido campeón individual de Frambesia tres años seguidos). Llegó a casa de buen humor, y entró de improviso para encontrarse a su esposa en los brazos de otro hombre.

Allí estaba, una mujer encantadora de treinta y cinco años, de llameante pelo rojo y ojos almendrados, abrazada ardorosamente por una persona que llevaba los bolsillos llenos de panfletos, aparatos microquímicos y un martillo para los reflejos de la rótula; de hecho, un típico personaje del campus de la UD. Estaban tan concentrados en el abrazo que ninguno de los dos se dio cuenta de que Hassel los miraba con furia desde la entrada.

Bien, recuerden a Ampère, Charles y Boltzmann. Hassel pesaba ochenta kilos. Era un hombre musculoso y desinhibido. Para él hubiese sido un juego de niños desmembrar a su esposa y a su amante, y de tal suerte conseguir simple y directamente los fines que deseaba: el final de la vida de su esposa. Pero Henry Hassel pertenecía al grupo de los genios; su mente, es así de simple, no operaba de tal forma.

Hassel respiró profundamente, se volvió y cargó contra su laboratorio privado como si fuese un tren de mercancías. Abrió un cajón que decía DUODENUM y sacó un revolver del 45. Abrió otros cajones, con etiquetas más interesantes, y montó aparatos. En exactamente 7 minutos y medio (tal era su furia), montó una máquina del tiempo (tal era su genio).

El profesor Hassel montó la máquina del tiempo a su alrededor, ajustó el indicador al año 1902, cogió el revolver y apretó un botón. La máquina emitió el sonido de una tubería defectuosa y Hassel desapareció. Reapareció en Filadelfia, el 3 de junio de 1902, fue directamente al 1218 de la calle Walnut, una casita de ladrillo rojo con escalones de mármol, e hizo sonar la campanilla. Un hombre que podría haber pasado por el tercer hermano Smith abrió la puerta y miró a Henry Hassel.

—¿Señor Jessup? —preguntó Hassel con voz ahogada.

—¿Sí?

—¿Es usted el señor Jessup?

—Lo soy.

—¿Tiene un hijo, Edgar? ¿Edgar Allan Jessup… así bautizado debido a su lamentable pasión por Poe?

El tercer hermano Smith se mostró sorprendido.

—No que yo sepa —dijo—. Todavía no me he casado.

—Se casará —dijo Hassel con furia—. Tengo la mala fortuna de estar casado con la hija de su hijo, Greta. Discúlpeme. —Levantó el revolver y le disparó al que debía haber sido el abuelo de su esposa.

—Ella dejará de existir —murmuró Hassel, soplando el humo que salía del revolver—. Estaré soltero. Puede que incluso esté casado con otra persona… ¡Buen Dios! ¿Con quién?

Hassel aguardó impacientemente a que el regreso automático de la máquina del tiempo le llevase de vuelta al laboratorio. Corrió a su salón. Allí estaba su esposa pelirroja, todavía en los brazos de un hombre.

Hassel se quedó estupefacto.

—Vaya, así que es eso —gruñó—. Una tradición familiar de infidelidad. Bien, ya veremos. Disponemos de métodos y medios. —Se permitió una risa hueca, regresó al laboratorio y se envió al año 1901, donde disparó y mató a Emma Hotchkiss, la que hubiese sido abuela materna de su esposa. Regresó a su propio hogar en su propio tiempo. Allí estaba su esposa pelirroja, todavía en brazos de otro hombre.

—Pero que la vieja bruja es su abuela —murmuró Hassel—. El parecido era innegable. ¿Qué demonios ha fallado?

Hassel estaba confundido y consternado, pero no se había quedado sin recursos. Fue a su estudio, tuvo dificultades para coger el teléfono, pero finalmente consiguió llamar al Laboratorio de Negligencia. Su dedo se escapaba continuamente de los agujeros del marcador.

—¿Sam? —dijo—. Soy Henry.

—¿Quién?

—Henry.

—Tendrá que hablar más alto.

—¡Henry Hassel!

—Oh, buenas tardes, Henry.

—Cuéntamelo todo sobre el tiempo.

—¿El tiempo? Mm… —El Computador Simplex-And-Multiplex se aclaró la garganta mientras esperaba a que se activasen los circuitos de enlace—. ¡Ejem! Tiempo. (1) Absoluto. (2) Relativo. (3) Recurrente. (1) Absoluto: periodo, contingente, duración, diurnidad, perpetuidad…

—Lo lamento, Sam. Petición equivocada. Atrás. Quiero saber sobre el tiempo, en referencia a sucesión de, viaje en.

Sam cambió de engranajes y empezó de nuevo. Hassel escuchó pacientemente. Asintió. Gruñó.

—Ajá. Ajá. Bien. Comprendo. Eso creía. Un continuo, ¿eh? Los actos realizados en el pasado deben alterar el futuro. Por tanto voy por buen camino. Pero los actos deben ser importantes, ¿eh? Efectos en masa. Las trivialidades no pueden alterar los flujos existentes de fenómenos. Mm. ¿Pero hasta qué punto es trivial una abuela?

—¿Qué intentas hacer, Henry?

—Matar a mi esposa —respondió Hassel. Colgó. Regresó al laboratorio. Meditó, todavía muerto de furia.

—Debo hacer algo importante —murmuró—. Borrar a Greta. Borrarlo todo. ¡Vale, por Dios! Ya les enseñaré.

Hassel regresó al año 1775, visitó una granja de Virginia y disparó a un joven coronel en el pecho. El nombre del coronel era George Washington, y Hassel se aseguró de que estuviese muerto. Regresó a su propio tiempo y a su propia casa. Allí estaba su esposa pelirroja, todavía en brazos de otro.

—¡Maldición! —dijo Hassel. Se le estaba agotando la munición. Abrió otra caja de balas, viajó en el tiempo y masacró a Cristóbal Colón, Napoleón, Mahoma y a otra media docena de celebridades—. ¡Eso debería bastar, por Dios! —dijo Hassel.

Regresó a su propio tiempo, y se encontró a su mujer como antes.

Las rodillas se le volvieron de agua; los pies parecieron fundirse en el suelo.

Regresó al laboratorio, caminando por entre arenas movedizas de pesadilla.

—¿Qué demonios es importante? —se preguntó un dolorido Hassel—. ¿Qué hace falta para cambiar el futuro? Por Dios, realmente voy a cambiar el tiempo. Esta vez iré a por todas.

Viajó a París a comienzos del siglo XX y visitó a Madame Curie en su laboratorio del desván cerca de la Sorbona.

—Madame —dijo en un francés espantoso—, para usted soy un completo extraño, pero también un científico. Sabiendo de sus experimentos con el radio… ¿Oh? ¿Todavía no tiene el radio? No importa. Estoy aquí para enseñárselo todo sobre la fisión nuclear.

Así lo hizo. Tuvo la satisfacción de ver desaparecer París en un hongo de humo antes de que el regreso automático le llevase a casa.

—Eso enseñará a las mujeres a ser infieles —gruñó—. ¡Guhhh!

—Eso último escapó de sus labios al ver a su mujer pelirroja… Pero no tiene sentido recalcar lo evidente.

Hassel nadó entre nieblas hasta su estudio y se sentó a pensar. Mientras piensa debo advertirles que ésta no es una historia convencional de viajes en el tiempo. Si imaginan por un momento que Henry va a descubrir que el hombre que toquetea a su mujer es él mismo, están equivocados. La víbora no es Henry Hassel, su hijo, un pariente o incluso Ludwig Boltzmann (1844-1906). Hassel no realiza una vuelta en el tiempo, acabando en el comienzo de la historia —para satisfacción de nadie y furia de todos— por la simple razón de que el tiempo no es circular, ni lineal, ni tándem, ni discoide, ni sicigio, ni alargado, ni paniculado. El tiempo es un asunto privado, como descubrió Hassel.

—Quizá me he equivocado en algo —murmuró Hassel—. Será mejor que lo descubra.

Se peleó con el teléfono, que parecía pesar cien toneladas, y al fin pudo llamar a la biblioteca.

—¿Hola, Biblioteca? Soy Henry.

—¿Quién?

—¡Henry Hassel!

—Por favor, hable más alto.

—¡HENRY HASSEL!

—Oh. Buenas tardes, Henry.

—¿Qué tienes sobre George Washington?

La biblioteca cloqueó mientras sus escáneres buscaban en el catálogo.

—George Washington, primer presidente de Estados Unidos, nació…

—¿Primer presidente? ¿No murió asesinado en 1775?

—Vaya, Henry. Vaya una pregunta absurda. Todo el mundo sabe que George Wash…

—¿Nadie sabe que le dispararon?

—¿Quién?

—Yo.

—¿Cuándo?

—En 1775.

—¿Cómo te las arreglaste para hacerlo?

—Tengo un revólver.

—No, quiero decir: ¿cómo lo hiciste hace doscientos años?

—Tengo una máquina del tiempo.

—Bien, aquí no tenemos ningún registro —dijo la biblioteca—. Según mis archivos está perfectamente. Debiste fallar.

—No fallé. ¿Qué hay de Cristóbal Colón? ¿Algún registro de su muerte en 1489?

—Pero descubrió el Nuevo Mundo en 1492.

—No. Fue asesinado en 1489.

—¿Cómo?

—Con un tiro de cuarenta y cinco en la molleja.

—¿Tú otra vez, Henry?

—Sí.

—Aquí no hay ningún registro —insistió la biblioteca—. Debes ser un tirador malísimo.

—No voy a perder los estribos —dijo Hassel con un estremecimiento en la voz.

—¿Por qué no, Henry?

—Porque ya los he perdido —gritó—. ¡Vale! ¿Qué hay de Marie Curie? ¿Descubrió o no la bomba de fisión que destruyó París a principios del siglo XX?

—No fue ella. Enrico Fermi…

—Fue ella.

—No fue ella.

—Se lo enseñé personalmente. Yo. Henry Hassel.

—Todo el mundo comenta que eres un teórico maravilloso pero un terrible profesor, Henry. Tú…

—Vete al infierno, vieja carca. Tiene que haber una explicación.

—¿Por qué?

—Lo olvidé. Tenía algo en mente, pero ya no importa. ¿Qué sugieres tú?

—¿Realmente tienes una máquina del tiempo?

—Claro que tengo una máquina del tiempo.

—Entonces vuelve y compruébalo.

Hassel regresó al año 1775, visitó Monte Vernon e interrumpió la siembra de primavera.

—Perdóneme, coronel —dijo.

El hombre alto le miró con curiosidad.

—Habla raro, extraño —dijo—. ¿De dónde es?

—Oh, de una institución remota de la que no ha oído hablar.

—También tiene un aspecto extraño. Algo nebuloso, digamos.

—Dígame, coronel, ¿qué sabe de Cristóbal Colón?

—No mucho —respondió George Washington—. Lleva muerto doscientos, trescientos años.

—¿Cuándo murió?

—En el año mil quinientos y algo, por lo que puedo recordar.

—No. Murió en 1489.

—Se equivoca de fecha, amigo. Descubrió América en 1492.

—Cabot descubrió América. Sebastian Cabot.

—No. Cabot llegó un poco después.

—¡Tengo la prueba infalible! —empezó a decir Hassel, pero se detuvo cuando un hombre fornido y bastante robusto, con el rostro horriblemente enrojecido por la furia, se acercó.

Vestía unos pantalones amplios de color gris, una chaqueta de tweed dos tallas más pequeña. Llevaba un revólver del 45. Sólo después de mirar un momento, Henry Hassel se dio cuenta de que estaba mirándose a sí mismo y no le gustaba nada lo que veía.

—¡Por Dios! —murmuró Hassel—. Soy yo, viniendo a matar a Washington por primera vez. Si hubiese realizado este segundo viaje una hora más tarde, me hubiese encontrado a Washington muerto. ¡Eh! —gritó—. Todavía no. Aguarda un minuto. Primero tengo que aclarar una cosa.

Hassel no se prestó atención a sí mismo; es más, ni siquiera parecía ser consciente de sí mismo. Se dirigió directamente al coronel Washington y le disparó en la molleja. El coronel Washington cayó al suelo, evidentemente muerto. El primer asesino examinó el cuerpo, y luego, ignorando los intentos de Hassel por detenerlo y discutir con él, se volvió alejándose, murmurando veneno para sí.

—No me oyó —se sorprendió Hassel—. Ni siquiera me sintió. ¿Y por qué no recuerdo haber intentado detenerme a mí mismo la primera vez que le disparé al coronel? ¿Qué demonios está pasando?

Considerablemente alterado, Henry Hassel visitó Chicago y se dejó caer en las pistas de squash de la Universidad de Chicago a principios de los años cuarenta. Allí, entre un amasijo de bloques de grafito y polvo de grafito que le cubría, localizó a un científico italiano llamado Fermi.

—Veo que repite el trabajo de Marie Curie, ¿eh, dottore? —dijo Hassel.

Fermi levantó la vista como si hubiese oído un ruido débil.

—¿Repite el trabajo de Marie Curie, dottore? —rugió Hassel.

Fermi lo miró extrañado.

—¿De dónde viene, amico?

—Estatal.

—¿Departamento Estatal?

—Sólo Estatal. ¿No es cierto, verdad dottore, que Marie Curie descubrió la fisión nuclear en el año 1900?

—¡No! ¡No! ¡No! —gritó Fermi—. Somos los primeros, y todavía no lo hemos conseguido. ¡Policía! ¡Policía! ¡Espía!

—Esta vez quedaré registrado —gruñó Hassel. Sacó la leal 45 y la vació en el pecho del doctor Fermi, dispuesto a aguardar el arresto y la inmolación en los periódicos. Para su asombro, el doctor Fermi no se desplomó. El doctor Fermi se limitó a palparse el pecho con ternura y, a los dos hombres que respondieron a su llamada, les dijo:

—No es nada. Sentí en mi interior una sensación súbita de ardor que podría ser una neuralgia del nervio cardíaco, pero que probablemente sean gases.

Hassel estaba tan agitado que no esperó la recuperación automática de la máquina del tiempo. En su lugar, regresó de inmediato a la Universidad Desconocida usando su propio poder. Eso debía haberle hecho sospechar, pero estaba demasiado endemoniado para darse cuenta. Fue en ese momento que yo (1913-1975) le vi por primera vez; una figura tenue atravesando coches aparcados, puertas cerradas y muros de ladrillo, con la luz de la decisión enloquecida en el rostro.

Rezumó en la biblioteca, listo para una exhaustiva discusión, pero no pudo hacer que los catálogos le prestasen atención. Fue al Laboratorio de Negligencia donde Sam, el Computador Simplex-And-Multiplex, disponía de instalaciones sensibles hasta los 10.700 ángstrom. Sam no pudo ver a Henry, pero pudo oírle por medio de una especie de fenómeno de interferencia de ondas.

—Sam —dijo Hassel—. He hecho un descubrimiento asombroso.

—Siempre estás haciendo descubrimientos, Henry —se quejó Sam—. Tu almacenamiento de datos está lleno. ¿Tengo que empezar otra cinta para ti?

—Pero necesito consejo. ¿Quién es la autoridad más importante con respecto al tiempo, en referencia a sucesión de, viaje en?

—Ése sería Israel Lennox, mecánica espacial, profesor de, Yale.

—¿Cómo me pongo en contacto con él?

—No puedes, Henry. Está muerto. Murió en 1975.

—¿Que autoridad viva tienes con respecto al tiempo, viaje en?

—Wiley Murphy.

—¿Murphy? ¿De nuestro departamento de Trauma? Qué suerte. ¿Dónde está ahora?

—De hecho, Henry, fue hasta tu casa para preguntarte algo.

Hassel fue a casa sin caminar, buscó por su laboratorio y rebuscó sin encontrar a nadie y al final flotó hasta el salón donde su mujer pelirroja seguía en brazos de otro hombre. (Todo esto, comprendan, había sucedido en el espacio de unos pocos momentos después de la construcción de la máquina del tiempo; tal es la naturaleza del tiempo y del viaje en el tiempo). Hassel se aclaró la garganta una vez, otra, e intentó tocar a su mujer en el hombro. Sus dedos la atravesaron.

—Perdóname, querida —dijo—. ¿Ha venido a verme Wiley Murphy?

Luego prestó más atención y vio que el hombre que abrazaba a su mujer era el propio Murphy.

—¡Murphy! —exclamó Hassel—. El hombre al que buscaba. He tenido una experiencia extraordinaria. —Hassel se lanzó de inmediato a una lúcida descripción de su extraordinaria experiencia, que fue más o menos—: Murphy, u-v=(u1/2-v1/4) (ua+uxvy+vb), pero cuando George Washington F(x)y2ødx y Enrico Fermi F(u1/2)dxdt un medio de Marie Curie, ¿entonces qué hay de Cristóbal Colón por la raíz cuadrada de menos uno?

Murphy no hizo caso de Hassel, al igual que la señora Hassel. Yo apunté las ecuaciones de Hassel en la capota de un taxi que pasaba por allí.

—Escúcheme, Murphy —dijo Hassel—. Greta, querida, ¿te importaría dejarnos durante un momento? Yo… Por amor de Dios, ¿no pueden dejar esa tontería? Esto es serio.

Hassel intentó separar a la pareja. No podía tocarlos, de la misma forma que no podía hacer que le oyesen. Su rostro volvió a enrojecer, y se puso muy colérico al golpear a la señora Hassel y a Murphy. Fue como golpear a Gas Ideal.

Pensé que lo mejor era interferir.

—¡Hassel!

—¿Quiénes?

—Salga un momento. Quiero hablar con usted.

Atravesó la pared.

—¿Dónde está?

—Aquí mismo.

—Tiene un aspecto un poco tenue.

—Usted también.

—¿Quién es?

—Me llamo Lennox. Israel Lennox.

—¿Israel Lennox, mecánica espacial, profesor de, Yale?

—El mismo.

—Pero usted murió en el año 1975.

—Desaparecí en el año 1975.

—¿A qué se refiere?

—Inventé una máquina del tiempo.

—¡Por Dios! Yo también —dijo Hassel—. Esta tarde. La idea me llegó de súbito, no sé por qué, y he tenido una experiencia de lo más extraordinaria. Lennox, el tiempo no es un continuo.

—¿No?

—Es una serie de partículas discretas… como perlas en un collar.

—¿Sí?

—Cada perla es un «Ahora». Cada «Ahora» tiene su propio pasado y futuro. Pero ninguno de ellos guarda relación con los otros. ¿Comprende? Si a=a1 + a2ji + øax(b1)…

—La matemática no importa, Henry.

—Es una forma de transferencia cuántica de energía. El tiempo se emite en corpúsculos discretos o cuantos. Podemos visitar cada cuanto individual y cambiarlo, pero ningún cambio en ninguno de los corpúsculos afecta a los demás corpúsculos. ¿Cierto?

—Falso —dije afligido.

—¿Qué quiere decir con… «Falso»? —dijo él, realizando gestos de furia a través del escote de una alumna que pasaba—. Se toman las ecuaciones trocoides y…

—Falso —repetí firmemente—. ¿Va a escucharme, Henry?

—Oh, adelante —dijo.

—¿Se ha dado cuenta de que se ha vuelto bastante insustancial? ¿Tenue? ¿Espectral? ¿Que el espacio y el tiempo ya no le afectan? —Sí.

—Henry, tuve la desgracia de construir una máquina del tiempo en el año 75.

—Eso dice. Escuche, ¿qué hay de la fuente de energía? Calculo que estoy usando unos 7’3 kilovatios por…

—No importa la fuente de energía, Henry. Durante mi primer viaje al pasado visité el pleistoceno. Tenía deseos de fotografiar un mastodonte, el gigantesco perezoso de tierra, y el tigre dientes de sable. Mientras retrocedía para poder encuadrar a un mastodonte en el campo de visión a f/6.3 y 1/100 de segundo, o en la escala LVS…

—No importa la escala LVS —dijo él.

—Mientras retrocedía, inadvertidamente pisé y maté un pequeño insecto del pleistoceno.

—¡Ajá! —dijo Hassel.

—El incidente me aterrorizó. Tuve visiones de regresar a mi mundo para encontrarlo completamente transformado como resultado de esa única muerte. Imagine mi sorpresa cuando regresé a mi mundo para encontrarme con que nada había cambiado.

—¡Ajá! —dijo Hassel.

—Sentí curiosidad. Regresé al pleistoceno y maté al mastodonte. Nada cambió en 1975. Regresé al pleistoceno y maté toda forma de vida… no hubo efecto. Recorrí el tiempo, matando y destruyendo, en un intento de alterar el presente.

—Entonces hizo como yo —exclamó Hassel—. Es curioso que no nos encontrásemos.

—No es curioso en absoluto.

—Yo maté a Colón.

—Yo a Marco Polo.

—Yo a Napoleón.

—Pensé que Einstein era más importante.

—Mahoma no cambió mucho la cosas… esperaba más de él.

—Lo sé. Yo lo maté.

—¿Qué quiere decir con «yo lo maté»? —exigió Hassel.

—Lo maté el 16 de septiembre, 599. Estilo antiguo.

—Vaya, yo lo maté el 5 de enero de 598.

—Le creo.

—¿Pero cómo pudo matarlo después de que yo le matase?

—Los dos le matamos.

—Eso es imposible.

—Muchacho —dije—, el tiempo es por completo subjetivo. Es un asunto privado… una experiencia personal. No existe el tiempo objetivo, de la misma forma que no existe el amor objetivo o un alma objetiva.

—¿Quiere decir que el viaje en el tiempo es imposible? Pero nosotros lo hemos hecho.

—Claro, y muchos otros, por lo que sé. Pero cada uno viaja a su propio pasado y no al de otra persona. No existe un continuo universal, Henry. Sólo hay miles de millones de individuos, cada uno con su propio continuo; y un continuo no puede afectar a otro. Somos como millones de hebras de espagueti en el mismo recipiente. Ningún viajero en el tiempo puede encontrarse con otro viajero en el tiempo en el pasado o el futuro. Cada uno debe recorrer su propia hebra en soledad.

—Pero nosotros nos hemos encontrado ahora.

—Ya no somos viajeros del tiempo, Henry. Nos hemos convertido en la salsa de los espaguetis.

—¿Salsa de los espaguetis?

—Sí. Usted y yo podemos visitar la hebra que queramos, porque nos hemos destruido a nosotros mismos.

—No comprendo.

—Cuando un hombre cambia el pasado sólo afecta a su propio pasado… no al de nadie más. El pasado es como la memoria. Cuando se borra la memoria de un hombre, se le borra a él, pero no se borra a nadie más. Usted y yo hemos borrado nuestro pasado. Los mundos individuales de los demás siguen existiendo, pero nosotros hemos dejado de existir. —Hice una pausa dramática.

—¿Qué quiere decir con… «dejado de existir»?

—Con cada acto de destrucción nos disolvimos un poco. Ahora hemos desaparecido. Hemos cometido cronocidio. Somos fantasmas. Espero que la señora Hassel sea muy feliz con el señor Murphy… Ahora, vayamos a la Académie. Ampère está contando una anécdota genial sobre Ludwig Boltzmann.

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