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3 HISTORIA DEL FUTURO » El hombre gris

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El hombre gris

H. G. Wells

El golpe de genio de H. G. Wells en LA MÁQUINA DEL TIEMPO fue precisamente concebir una máquina con la que el narrador tiene libertad de atravesar las fronteras del tiempo y aventurarse en el remoto futuro. Fue una idea que no tardó en ser imitada: la obra del francés Alfred Jarry «Cómo construir una máquina del tiempo» (1900) —curiosamente, todavía sin traducir al inglés—fue la primera, y, como demuestra esta recopilación, la idea ha seguido fascinando desde entonces a los escritores.

Herbert George Wells (1866-1946) se sintió absorbido por la ciencia desde sus días de colegial y en 1888 comenzó a escribir un serial titulado THE CHRONIC ARGONAUTS para una revista de estudiantes, The Science Schools Journal, publicada por el Royal College of Science. Ambientada en el pequeño poblado galés de Llyddwdd, contaba los experimentos de un tal doctor Nebogipfel que deseaba viajar en el tiempo y que pronto se ganó el calificativo, a ojos de los supersticiosos lugareños, de «nigromante». En ocasiones cómico e ingenioso —aunque bastante amateur— el serial se publicó durante tres meses de verano y acabó sin concluir con Nebogipfel desapareciendo de la escena en «un rugido atronador como el producido por una gran fuente de agua». Sin embargo, el tema siguió obsesionando al joven autor y, siete años más tarde, habiendo desarrollado su arte en el periodismo y los relatos cortos, lo convirtió en el fundamento de su primera novela, LA MÁQUINA DEL TIEMPO, que subtituló «Una invención». La carrera y la reputación de Wells nunca miraron atrás. La novela en sí jamás ha dejado de publicarse durante el siglo que ha pasado, y THE CHRONIC ARGONAUTS ha sido reimpresa varias veces en antologías.

Sin embargo, no es habitual saber que antes de que LA MÁQUINA DEL TIEMPO se publicase en forma de libro por William Heinemann Ltd. fue serializada en la propia revista mensual de Heinemann, la New Review, dirigida por W. E. Henley. Y en el número de mayo de 1895 sucedió algo muy curioso. Lo que era entonces el capítulo 11, titulado «La visión más distante», contenía un episodio en el que el viajero a través del tiempo sufría una brutal confrontación con un «monstruo grotesco» del futuro que se parecía a un ciempiés. Cuando, varios meses después, se publicó el libro completo, ese episodio había desaparecido, y nunca volvió a aparecer. ¿Por qué desapareció de LA MÁQUINA DEL TIEMPO la historia de «El hombre gris» (mi título)? ¿Decidió Wells o su editor que era demasiado desagradable para los sensibles lectores victorianos? Puede que nunca se resuelva el misterio, pero aquí está el relato. El primer párrafo aparece en cualquier edición de la novela, pero luego la narración continúa sin el relato que se presenta aquí…

Ya he hablado de la náusea y la confusión producidas por el viaje en el tiempo. En esta ocasión no me había sentado adecuadamente, sino que estaba de lado en una posición muy inestable. Durante un periodo indefinido me agarré a la máquina mientras ésta se agitaba y vibraba, sin saber adonde iba y, cuando me forcé a volver a mirar los indicadores, me sorprendió comprobar adonde había llegado. Un indicador marca los días, otro miles de días, otro millones de días, y otro miles de millones. Ahora, en lugar de invertir las palancas, las había empujado, y cuando miré esos indicadores descubrí que la manecilla de los millares daba vueltas tan rápido como la manecilla de los segundos en un reloj: hacia el futuro. Con cuidado, porque recordaba mi anterior caída de cabeza, empecé a invertir el movimiento de la máquina. Las manecillas giratorias comenzaron a ir más y más lentas hasta que la de los millares parecía inmóvil y la de los días ya no era una simple neblina sobre la escala. Todavía más lenta, hasta que la neblina gris que me rodeaba se volvió más clara y se fueron haciendo visibles los tenues contornos de una extensión ondulante.

Me detuve. Era un páramo desolado, cubierto por una vegetación dispersa y gris debido a una fina escarcha. Era mediodía, el sol naranja, despojado de su refulgencia, colgaba cerca del meridiano de un cielo de un gris apagado. Sólo algunos arbustos negros rompían la monotonía de la escena. Los grandes edificios de los hombres decadentes entre los que, me parecía a mí, había aterrizado tan recientemente, se habían desvanecido sin dejar rastro: ni siquiera un montículo señalaba dónde habían estado. Colina y valle, mar y río… todo, sometido al desgaste y la labor de la lluvia y el hielo, se había transformado en nuevas formas. Tampoco tenía dudas de que la lluvia y la nieve hacía tiempo que habrían destruido los túneles de los Morlock. Una brisa me pellizcaba las manos y la cara. Hasta donde podía ver, no había ni colinas, ni árboles, ni ríos; sólo la extensión desigual de una meseta triste.

De pronto, una masa oscura se elevó del páramo, algo que relució como una fila dentada de placas de hierro y se desvaneció casi de inmediato en una depresión. Y fui consciente de algunas cosas de un gris tenue, con un color casi exactamente igual al de la tierra comida por la helada, que pacían sobre la hierba escasa, y corrían de un lado a otro. Vi a una saltar de repente, y luego mi vista detectó quizás una veintena más. Al principio creí que eran conejos, o alguna especie pequeña de canguros. Luego, cuando uno se me acercó saltando, percibí que no pertenecía a ninguno de esos grupos. Era plantígrado, con las patas traseras más bien largas; no tenía cola, y estaba cubierto de un pelo gris y recto que se espesaba alrededor de la cabeza como la melena de un terrier Skye. Como era mi entendimiento que durante la Edad Dorada la humanidad había matado a casi todos los otros animales, perdonando sólo a algunos de los más ornamentales, sentía natural curiosidad por las criaturas. No parecían tenerme miedo, sino que seguían pastando, como harían los conejos en un lugar que los hombres no frecuentasen; y se me ocurrió que quizá pudiese conseguir un espécimen.

Bajé de la máquina y agarré una piedra grande. Apenas lo había hecho cuando una de las pequeñas criaturas se colocó a una distancia adecuada. Tuve la suerte de darle en la cabeza y de inmediato cayó y quedó tendida inmóvil. Corrí hacia ella de inmediato. Seguía inmóvil, casi como si estuviese muerta. Me sorprendió comprobar que el animal tenía cinco dedos débiles en las patas traseras y delanteras; de hecho, las patas traseras eran casi tan humanas como las ancas traseras de una rana. Tenía, además, una cabeza redondeada, con una frente sobresaliente y ojos que miraban al frente, tapados por pelo lacio. Un temor desagradable me pasó por la mente. Al inclinarme y levantar la presa, con la intención de examinarle los dientes y otros puntos anatómicos que podrían mostrar características humanas, el objeto de aspecto metálico, al que ya he aludido, reapareció sobre una cresta del páramo, dirigiéndose hacia mí y emitiendo extraños sonidos de traqueteo. De inmediato los animales grises que me rodeaban comenzaron a responder con cortos y débiles gañidos —como si estuviesen aterrorizados— y salieron corriendo en dirección opuesta a la de aproximación de la nueva criatura. Debieron ocultarse en madrigueras o tras los arbustos y matas de hierba, porque en un momento ya no eran visibles.

Me puse en pie y miré al monstruo. Sólo puedo describirlo comparándolo con un ciempiés. Se alzaba como un metro, y tenía un largo cuerpo segmentado, de unos diez metros de largo, con unas curiosas láminas superpuestas negro verdoso. Parecía arrastrarse sobre una multitud de pies, doblando el cuerpo al avanzar. La embotada cabeza redonda, con una disposición poligonal de puntos oculares negros, portaba dos antenas flexibles que tenían el aspecto de cuernos y se agitaban. Se acercaba, estimé, a una velocidad de unos doce o quince kilómetros por hora, y me dejaba poco tiempo para pensar. Abandonando a mi animal gris, u hombre gris, lo que fuese, sobre el suelo, corrí hacia la máquina. A medio camino hice una pausa, lamentando aquel abandono, pero una mirada por encima del hombro destruyó ese lamento. Cuando llegué a la máquina, el monstruo apenas se encontraba a cincuenta metros de distancia. Ciertamente no se trataba de un animal vertebrado. No tenía hocico y la boca estaba rodeada de láminas unidas de color oscuro. Pero no me apetecía mirarlo más de cerca.

Me adelanté un día y volví a detenerme, con la esperanza de que el coloso hubiese desaparecido y quedase algún vestigio de mi víctima; pero, estimo, al gigantesco ciempiés no le importan los huesos. En cualquier caso, los dos habían desaparecido. El ligero toque humano de esas pequeñas criaturas me dejaba profundamente perplejo. Si uno medita, no hay ninguna razón que impida a una humanidad degenerada diferenciarse en tantas especies como los descendientes del pez del lodo que fue progenitor de todos los vertebrados terrestres. No vi a ningún otro insecto colosal, que era lo que mi reflexión había considerado a la criatura segmentada. Evidentemente, las dificultades fisiológicas que en el momento presente mantienen a los insectos en un tamaño pequeño habían sido superadas al fin, y esta división del reino animal había alcanzado la largamente esperada supremacía que su enorme energía y vitalidad merecen. Realicé varios intentos por matar o capturar a otra de las alimañas grises, pero ninguno de mis lanzamientos tuvo el éxito del primero; y, después de quizás una docena de intentos, que me dejaron el brazo dolorido, sentí un ataque de irritación ante mi estupidez por haberme adelantado tanto en el futuro sin armas ni equipo. Decidí adelantarme más para dar un vistazo a un futuro aún más remoto —un vistazo a los profundos abismos del tiempo— y luego regresar a vuestra época. Una vez más volví a montar en la máquina, y una vez más el mundo se tornó nebuloso y gris…

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