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3 HISTORIA DEL FUTURO » El mayor espectáculo televisivo del planeta

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El mayor espectáculo televisivo del planeta

J. G. Ballard

La idea de que los medios de comunicación empleen el viaje en el tiempo para registrar la historia tal como sucedió ha sido tema de muchas historias. Estas incluyen «History in Reverse» de Lee Laurence (1939), que trata de un equipo de cine que viaja en el pasado para filmar los acontecimientos descritos en la famosa obra de H. G. Wells, THE OUT-LINE OF HISTORY; «What We Learned from this Mornings Newspaper» (1972) de Robert Silverberg trata de la capacidad de la prensa para cambiar el curso de los acontecimientos; y la siguiente historia de J. G. Ballard, que se centra en el poder de la televisión, y especialmente en el deleite de ese medio por la controversia y el desastre, facetas de la vida que son muy familiares para Ballard y quien a menudo se ha visto implicado en discusiones sobre su obra: la más reciente, la versión de David Cronenberg de su novela CRASH sobre un grupo de personas para la que los accidentes de tráfico y las heridas resultantes son sexualmente excitantes.

James Graham Ballard (1930) nació en Shangai y pasó varios de sus años formativos en un campo de prisioneros de guerra japonés durante la Segunda Guerra Mundial Al final de las hostilidades llegó a Inglaterra y trabajó en publicidad y cine antes de empezar a escribir para New Worlds, editado entonces por su amigo Michael Moorcock. Las historias de desintegración física y mental de Ballard le señalaron como una voz única, y su popularidad ha crecido con el paso de cada año. Ha escrito varias historias sobre viajes en el tiempo, incluyendo «Las voces del tiempo» (1960), «The Garden of Time» (1962) y «The Gentle Assassin» (1967), en el que un hombre del futuro interfiere de forma fatal en el intento de asesinato de un monarca. «El mayor espectáculo televisivo del mundo», escrita para Ambit en 1976, puede que sea incluso más provocativa que cualquiera de ésas, y también muy estremecedoramente posible.

El descubrimiento en el año 2001 de un sistema efectivo de viaje en el tiempo tuvo muchas repercusiones importantes, en ningún lugar mayores que en el campo de la televisión. El último cuarto del siglo veinte había presenciado un espectacular crecimiento de la televisión a lo largo de todos los continentes del globo, y los programas emitidos por las enormes redes americanas, europeas y afro-asiáticas registraban audiencias de miles de millones. Pero a pesar de sus enormes recursos financieros las empresas de televisión se enfrentaban a una escasez crónica de noticias y entretenimiento. Vietnam, la primera guerra televisiva, había ofrecido a los espectadores toda la emoción de una transmisión en directo desde el campo de batalla, pero las guerras en general, por no mencionar actividades de cualquier tipo dignas de convertirse en noticia, habían muerto a medida que el mundo en general se dedicaba casi exclusivamente a ver la televisión.

En este punto hizo su afortunada aparición el descubrimiento del viaje en el tiempo.

Tan pronto como se resolvió la primera avalancha de demandas de patentes (un empresario japonés casi consiguió poseer el copyright de la historia; entonces se declaró el tiempo territorio «abierto») quedó claro que el mayor obstáculo para el viaje en el tiempo no eran las leyes del universo físico sino las vastas sumas de dinero necesarias para construir y alimentar las instalaciones. Esos safaris al pasado costaban aproximadamente un millón de dólares por minuto. Después de unos breves viajes para verificar la Crucifixión, la firma de la Carta Magna y el descubrimiento de América por parte de Colón, el Einstein Memorial Time Center en Princeton financiado por el Gobierno se vio obligado a suspender sus actividades.

Estaba claro que sólo otro grupo podría financiar posteriores exploraciones al pasado: las corporaciones televisivas mundiales. Sus ansiosas garantías de que no habría sensacionalismo innecesario convencieron a los líderes gubernamentales de que los beneficios educativos de esos documentales a través del tiempo superaban cualquier posible desliz de mal gusto.

Las compañías televisivas, por su parte, veían en el pasado un suministro inagotable de noticias y entretenimiento de primera clase, y encima, todo gratis. Se pusieron a trabajar de inmediato, invirtiendo miles de millones de dólares, rupias, rublos y yenes para duplicar el gran cronotrón del Princeton Time Center. Se contrató a grupos de trabajo compuestos de físicos y matemáticos como asistentes de producción. Se enviaron equipos de cámaras a lugares clave —Londres, Washington y Beijing— y poco después se transmitió el programa piloto a un mundo ansioso.

Aquellas escenas borrosas, como noticiarios antiguos, de la coronación de la reina Isabel II, el juramento de Franklin Delano Roosevelt y el funeral de Mao Tse-tung demostraron triunfalmente la viabilidad de Cronovisión. Después de esa solemne presentación —un gesto para beneficio de los comités de vigilancia gubernamentales— las empresas de televisión se pusieron a planificar en serio. Los programas de invierno del año 2002 ofrecieron a los espectadores el asesinato del presidente Kennedy («en directo», como manifestó con muy poco tacto la compañía norteamericana), el desembarco del día D y la batalla de Stalingrado. Los espectadores asiáticos pudieron ver Pearl Harbor y la caída de Corregidor.

Ese énfasis en la muerte y la destrucción fijó el ritmo de lo que vino a continuación. El éxito de los programas superó todos los sueños disparatados de los planificadores. Aquellas visiones rápidas de campos de batalla cubiertos de humo, con tanques quemados y naves de desembarco, habían despertado un enorme apetito. Se prepararon más y más equipos de cámaras y un ejército de historiadores militares se desplegó para establecer el momento exacto en que se liberó Bastogne, la bandera de la victoria alzada sobre el monte Suribachi y el Reichtag.

En un año, una docena de programas semanales llevaban a tres mil millones de espectadores los momentos más importantes de la Segunda Guerra Mundial y las décadas subsecuentes, todo transmitido tal como ocurrió. Noche tras noche, en algún lugar del mundo, John F. Kennedy era asesinado en Deley Plaza, bombas atómicas estallaban sobre Hiroshima y Nagasaki, Adolf Hitler se suicidaba en las ruinas de su búnker de Berlín.

Después de estos éxitos, las compañías de televisión retrocedieron a la guerra de 1914-1918, dispuestas a extraer índices de audiencia todavía mayores de los campos de muerte de Passchendaele y Verdún. Sin embargo, para su sorpresa, las visiones de ese universo lleno de barro y proyectiles fueron un fracaso abismal comparado con las grandes batallas tecnológicas de la Segunda Guerra Mundial que simultáneamente transmitían en directo los canales rivales desde las cubiertas de los portaaviones en el mar de Filipinas y los bombardeos sobre Essen y Düsseldorf.

Sólo una secuencia de la Primera Guerra Mundial despertó los apagados paladares de los espectadores: una carga de caballería de los Uhlans del Ejército Imperial Alemán. Cabalgando sobre alambre de espinos a lomos de sus espléndidas monturas, plumas blancas agitándose sobre el barro, esos jinetes con lanza llevaron a mil millones de pantallas de televisión la magia de la pompa y el disfraz. En el momento en que podía haber fracasado, Cronovisión fue salvada por las charreteras y las protecciones.

De inmediato, los equipos de cámara comenzaron a ir al siglo XIX. La Primera Guerra Mundial y la Segunda se desvanecieron en la pantalla. En unos pocos meses los espectadores vieron la coronación de la reina Victoria, el asesinato de Lincoln y el asedio del Álamo.

Como clímax de esta temporada de historia instantánea, las grandes corporaciones de Cronovisión de Europa y Norteamérica colaboraron en la primera retransmisión espectacular hasta la fecha: una retransmisión en directo de la derrota de Napoleón Bonaparte en la batalla de Waterloo.

Mientras realizaban los preparativos, las dos compañías realizaron un descubrimiento que tendría grandes consecuencias para toda la historia de Cronovisión. Durante sus visitas a la batalla (aislados de los disparos y la furia por las paredes invisibles de sus cápsulas temporales) los productores descubrieron que había menos combatientes presentes que los descritos por los historiadores de la época. Independientemente de las inmensas consecuencias políticas de la derrota de las fuerzas napoleónicas francesas, la batalla en sí era decepcionante, apenas unos miles de soldados cansados por la marcha enfrentados en duelos esporádicos de fusiles y artillería.

Una conferencia de emergencia entre los jefes de programación discutió esa incapacidad de Waterloo de estar a la altura de su reputación. Productores de mayor nivel revisitaron el campo de batalla, dejando que las cápsulas vagasen ocultas entre los soldados agotados. La posibilidad de los peores índices de audiencia de la historia de Cronovisión parecía más inminente a cada hora que pasaba.

En ese momento de crisis un asistente de producción anónimo tuvo una asombrosa idea. En lugar de quedar sentados tras las cámaras, las compañías de Cronovisión deberían intervenir, sugirió, ofreciendo sus vastas experiencias y recursos para incrementar el drama de la batalla. Más extras —es decir, mercenarios reclutados de entre las comunidades agrícolas cercanas— podrían intervenir en la lucha, se podría suministrar pólvora y perdigones a las armas vacías, y los consultores militares del departamento editorial podrían renovar toda la coreografía de la batalla.

—La historia —concluyó— no es más que un borrador del guión final.

Se aceptó esa sugerencia de rehacer la historia para aumentar su atractivo ante la audiencia. Equipados con un gran suministro de oro acuñado, agentes de las compañías de televisión recorrieron los valles belgas y del norte de Alemania, contratando a miles de mercenarios (según la tarifa estándar para los extras televisivos de cincuenta dólares por día en exteriores, sin que importase la graduación, y setenta y cinco para los extras con diálogo). La columna de auxilio del general prusiano Blücher, que muchos historiadores consideraban que estaba compuesta por miles de hombres fuertes y que había sido decisiva en volver la batalla contra Napoleón, se descubrió que era una fuerza limitada con la capacidad de una brigada. En unos pocos días, miles de ansiosos reclutas ocuparon sus colores, con antibióticos administrados en secreto a los suministros de agua contaminada curaron a un escuadrón de caballería que sufría de ántrax, y una dosis masiva de cloromicetina colocó de pie a toda una brigada de artillería que sufría de tifus.

La batalla de Waterloo, cuando fue finalmente transmitida a una audiencia de más de mil millones de espectadores, fue un espectáculo brillante que igualaba con creces la publicidad de los últimos doscientos años. Los miles de mercenarios lucharon con furia salvaje, el aire quedó resquebrajado por disparos continuos de artillería, la caballería cargaba y volvía a cargar. El propio Napoleón quedó completamente perplejo por el desarrollo de los acontecimientos, pasando los últimos años en un exilio desconcertado.

Después del éxito de Waterloo, las compañías de Cronovisión comprendieron las ventajas de preparar el terreno. Desde entonces casi todos los acontecimientos históricos importantes fueron reescritos por los departamentos editoriales. Resultó que el ejército de Aníbal que atravesaba los Alpes contenía simplemente media docena de elefantes; se incluyeron doscientos más para aplastar a los pasmados romanos. Los asesinos de César resultaron no ser más que dos: se contrataron a cinco conspiradores adicionales. Famosos discursos históricos, como el de Gettysburg, se recortaron y corrigieron para hacerlos más emocionantes. Mientras tanto, no se olvidó Waterloo. Para recuperar la inversión original, la batalla fue alquilada a contratistas televisivos más pequeños, algunos de los cuales llevaron la batalla a una escala que se asemejaba al Armagedón. Sin embargo, esos espectáculos al estilo De Mille, en el que compañías rivales aparecían en el mismo campo de batalla, metiendo extras, armas y animales, eran despreciados por los televidentes más sofisticados.

Para disgusto de las empresas de televisión, el tema más fascinante de toda la historia les seguía vedado. Por firme insistencia de las iglesias cristianas todos los acontecimientos que rodeaban la vida de Cristo se mantenían fuera de la pantalla.

Independientemente de cuáles fuesen los beneficios espirituales de oír en directo el sermón de la montaña, quedaban atenuados por la idea de que esa experiencia sublime quedase interrumpida entre bienaventuranzas para pasar a publicidad.

Escollados en ese punto, los programadores retrocedieron aún más en el tiempo. Para celebrar el quinto aniversario de Cronovisión, comenzaron a preparar una asombrosa empresa común: la salida de los israelitas de Egipto y el cruce del mar Rojo. Un centenar de unidades y varios miles de productores y técnicos tomaron posiciones en la península del Sinaí. Dos meses antes de la transmisión quedó claro que había más de dos bandos en esta confrontación clásica entre los ejércitos de Egipto y los hijos del Señor. No sólo los cámaras superaban a las fuerzas de ambos bandos, sino que la contratación de extras egipcios adicionales, el equipo para producir olas y las plataformas prefabricadas usadas para sostener las cámaras bien podrían evitar que los israelitas llegasen a pasar. Estaba claro que los poderes del Todopoderoso iban a sufrir un tremendo examen en su primer enfrentamiento importante con los índices de audiencia.

Algunos de los clérigos más a la antigua expresaron algunos presentimientos, impresos bajo titulares irónicos como «¿Guerra contra el Cielo?», «El sindicato de productores de televisión rechaza la oferta de tregua en el Sinaí». En los locales de apuestas de Europa y Estados Unidos las posibilidades crecían contra los israelitas. El día de la transmisión, 1 de enero de 2006, los índices de audiencia mostraron que el noventa y ocho por ciento de los televidentes adultos del mundo occidental se encontraban frente a los aparatos.

Las primeras imágenes se manifestaron en pantalla. Bajo un cielo irregular los israelitas aparecieron, avanzando hacia cámaras invisibles montadas sobre el agua. Aunque originalmente no habían sido más que trescientos, los israelitas formaban ahora una vasta muchedumbre que se extendía acompañada del equipaje durante varios kilómetros de desierto. Confundidos por la gran presión de sus seguidores, los líderes israelitas se detuvieron en la orilla, sin saber del todo cómo atravesar la masa agitada de aguas inestables. En el horizonte se veían correr hacia ellos los carros del ejército del Faraón.

Los espectadores contemplaban embelesados, muchos preguntándose si esta vez las compañías de televisión no habrían ido demasiado lejos.

Entonces, sin explicación, mil millones de pantallas quedaron en blanco.

Se desató el pandemonio. En todas partes las centralitas quedaron bloqueadas. Llamadas prioritarias gubernamentales bloquearon los satélites de comunicación, los estudios de Cronovisión en Europa y América fueron sitiados.

No llegaba nada. Se había roto todo contacto con los equipos de cámaras en el pasado. Finalmente, dos horas más tarde, apareció una breve imagen de aguas furiosas enjuagando los restos de las cámaras de televisión y el equipo de transmisión. En la orilla cercana, las fuerzas egipcias se volvieron para regresar a casa. Al otro lado de las aguas, el pequeño grupo de israelitas se alejaba hacia la seguridad del Sinaí.

Lo que más sorprendió a los espectadores fue la luz fantasmal que iluminaba la escena, como si para transmitirla se estuviese empleando algún método arcaico pero extraordinario.

No tuvo éxito ningún otro intento por recuperar el contacto. Casi todo el equipo de Cronovisión del mundo había quedado destruido, habiéndose perdido para siempre a sus más importantes productores y técnicos, quizás ahora vagando por las rocas del Sinaí como una segunda tribu perdida. Poco después de esta debacle, los safaris en el tiempo se eliminaron de los programas de televisión del mundo. Como comentó un sacerdote, poseedor de cierto humor irónico, a su congregación escarmentada de la televisión:

—El gran canal de los cielos tiene también su índice de audiencia.

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