Criminal

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Capítulo dieciséis

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Capítulo dieciséis

En la actualidad. Martes

Las rodillas de Sara protestaron mientras daba la vuelta al salón, humedeciendo un paño en un recipiente con vinagre y agua caliente, y limpiando los zócalos con fervor.

A algunas mujeres, cuando se sentían disgustadas, les daba por sentarse a ver la televisión; otras preferían irse de compras o atiborrarse de chocolate. A Sara, sin embargo, le daba por limpiar. Culpaba a su madre de ello. La respuesta de Cathy Linton a cualquier dolencia era el trabajo duro.

—Uff.

Sara se puso en cuclillas. No estaba acostumbrada a limpiar su apartamento. Estaba sudando, a pesar de la baja temperatura de su termostato. El aire acondicionado no parecía agradecerlo nadie. Sus dos galgos estaban enroscados en el sofá, como si estuvieran en medio de un invierno glacial.

Técnicamente se suponía que debía estar en el trabajo, pero en la sala de urgencias tenían una regla no escrita que decía que, si a alguien le sucedían tres cosas horribles durante su turno, podía marcharse. Ese día, un vagabundo le había dado una patada en la pierna, una madre casi le propina un puñetazo al intentar separarla de su hijo, que estaba tan colgado que se había cagado encima, y uno de los nuevos internos le había vomitado en la mano. Y todo eso antes de la hora de comer.

Si su supervisor no le hubiera dicho que se marchara, ella lo habría hecho por sí misma, seguro. Esa era la principal razón por la que el Grady tenía esa norma.

Terminó la última sección de los rodapiés y se puso en pie. Tenía las rodillas entumecidas de tanto estar agachada. Estiró las corvas antes de dirigirse hacia la cocina con el trapo y el recipiente. Tiró la solución de vinagre por el desagüe, se lavó las manos, cogió un trapo seco y una lata de Pledge para empezar la siguiente fase.

Miró el reloj del microondas. Will seguía sin llamarla. Pensó que estaría sentado en la taza de un váter en el aeropuerto Hartfield-Jackson, esperando que algún viajero de negocios le diera un golpecito en el pie por debajo de la puerta. Eso significaba que tenía tiempo de sobra para llamarla. Puede que le estuviese enviando un mensaje. Tal vez estuviera intentando decirle que lo que había entre ellos se había acabado.

También era posible que todo fuesen imaginaciones suyas, al ver su silencio. A ella nunca se le había dado bien jugar con las relaciones. Prefería ser directa, lo cual era la raíz de sus problemas.

Lo que necesitaba desesperadamente era una segunda opinión. Cathy Linton estaba en su casa, pero Sara tuvo la sensación de que su madre reaccionaría de la misma manera que cuando ella se puso enferma por comerse un paquete entero de Oreos. Con toda seguridad, le recogería el pelo por detrás y le daría algunos golpecitos en la espalda, pero no sin antes decirle: «¿Y qué esperabas que sucediera?».

Eso era justamente lo que ella se preguntaba a todas horas. Lo peor de todo es que se estaba convirtiendo en una de esas personas tan molestas que le daban tantas vueltas a una mala situación que se olvidaban de lo que podían hacer al respecto.

Quitó los objetos de la repisa de la chimenea para limpiar el polvo. Con delicadeza sostuvo la pequeña caja de madera de cerezo que había pertenecido a su abuela. La bisagra se estaba saliendo. Abrió la tapadera con cuidado. Había dos anillos de boda apoyados en un cojín de satén.

Su esposo había sido policía, pero ahí terminaba el parecido entre Jeffrey y Will. O puede que no. Ambos eran divertidos. Y los dos tenían ese carácter moral y fuerte que a ella siempre la había seducido. Ambos tenían un fuerte sentido del deber. Y ambos se habían sentido atraídos por ella.

Sin embargo, había una cosa en la que Jeffrey era completamente distinto a Will. No se anduvo con evasivas en lo que respecta a querer estar con ella. Desde el principio resultó obvio que la iba a hacer suya. En una ocasión la había engañado, pero se esforzó al máximo por recuperarla. Sara no esperaba un gesto tan dramático por parte de Will, pero sí una muestra de compromiso más sólida que presentarse en su cama todas las noches.

Sara se había enamorado de su marido por su hermosa letra. Había visto sus notas escritas en el margen de un libro. El trazo era suave y fluido, inusual para alguien cuyo trabajo exigía llevar un arma y ocasionalmente utilizar los puños. Sara nunca había visto la escritura de Will, salvo su firma, que era apenas un garabato. Le dejaba notas adhesivas con caras sonrientes dibujadas en ellas. En ocasiones, le había enviado un mensaje con eso mismo. Sara sabía que, de vez en cuando, leía algún libro, pero prefería las grabaciones de audio. Y, al igual que con otras muchas cosas, no le gustaba hablar de su dislexia.

¿Podía amar a ese hombre? ¿Podía formar parte de su vida, o al menos de esa vida que le dejaba ver?

No estaba segura.

Cerró la caja y la colocó de nuevo sobre la repisa.

Puede que Will no la quisiera, que solo se estuviera divirtiendo. Aún conservaba su anillo de bodas en el bolsillo delantero de sus pantalones. Sara se alegró cuando le mostró los dedos desnudos, pero no era estúpida. Ni Will tampoco. Eso resultaba desconcertante, ya que guardaba el anillo donde normalmente ella le metía las manos.

Sara no se había percatado de que se estaba enamorando de Jeffrey cuando abrió aquel libro y vio su letra. Fue más tarde cuando se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Había recuerdos de Will que le causaban esa misma sensación: verlo lavar los platos en la cocina de su madre; la forma tan atenta en que la escuchaba cuando ella le hablaba de su familia; su rostro la primera vez que le había hecho el amor.

Sara apoyó la cabeza en la repisa. Si dispusiera de tiempo y un poco de inactividad, podría pensar en si debía amar u odiar a ese hombre. Por eso deseaba que hiciera de tripas corazón y la llamase.

Sonó el teléfono. Sara dio un respingo. El corazón empezó a latirle con fuerza mientras iba hacia el teléfono, lo cual era una completa estupidez. Ella había ido a la Facultad de Medicina, por el amor de Dios. No debía dejarse dominar por tales coincidencias.

—¿Dígame?

—¿Cómo está mi estudiante favorita? —preguntó Pete Hanson. Era uno de los mejores médicos forenses del estado. Sara había asistido a algunos de sus cursos cuando trabajó de forense para el condado de Grant—. Me he enterado de que has hecho novillos.

—Un día para recuperar la salud mental —admitió, intentando ocultar su decepción al ver que no era Will quien la llamaba. Luego, al darse cuenta de que Pete nunca la llamaba sin razón alguna, preguntó—: ¿Qué sucede?

—Tengo que decirte algo, cariño, pero es privado y prefiero hacerlo en persona.

Sara miró a su alrededor. El apartamento estaba completamente revuelto. Había cojines por el suelo, alfombras enrolladas, juguetes de los perros tirados por todos lados y suficientes pelos como para hacer un galgo nuevo.

—¿Estás en City Hall East?

—Como de costumbre.

—Ahora voy.

Sara terminó la llamada y tiró el teléfono encima del sofá. Se miró en el espejo. Tenía el pelo empapado de sudor. La piel, llena de manchas. Llevaba unos pantalones vaqueros rasgados a la altura de las rodillas y una camiseta de Lady Rebels que le hubiera sentado muy bien cuando estaba en secundaria. Will trabajaba en el mismo edificio que Pete, pero estaba en el Southside todo el día, por lo que no había posibilidad de encontrarse con él. Cogió las llaves y salió del apartamento. Bajó las escaleras hasta la entrada y no se detuvo hasta que vio el coche.

Había otra nota debajo del parabrisas. Angie Trent había cambiado de estrategia. Además de escribirle «Zorra», como de costumbre, había besado la nota y le había dejado la huella de los labios.

Sara dobló la nota y se subió al coche. Bajó la ventanilla y tiró el papel en la papelera que había al lado de la puerta automática. Sara supuso que Angie aparcaba en la calle y se metía por debajo de la puerta para dejarle esas notas. Hasta hace pocos años había sido policía. Al parecer había sido una de las mejores agentes encubiertas que había tenido la Brigada Antivicio. Como muchos policías de antaño, no se preocupaba por pequeños delitos como allanamientos de morada o amenazas.

Una bocina sonó a su espalda. No se había percatado de que la puerta se había levantado. Hizo un gesto con la mano para disculparse y salió a la calle. Si pensar en Will era un esfuerzo inútil, pensar en su mujer era uno de autoodio. Había una razón por la que Angie pasaba por una prostituta de clase alta. Era una mujer esbelta y con curvas, y tenía esa feromona secreta que hacía que todos los hombres —o mujeres, si era verdad lo que contaban— supieran que estaba disponible. Por esa razón, Will utilizaba un condón hasta que recibiera los resultados de su último análisis de sangre.

Si es que estaban juntos para entonces.

El edificio City Hall East estaba a menos de una milla del apartamento de Sara. Ubicado en el antiguo centro comercial Sears en Ponce de León Avenue, el lugar estaba tan despatarrado como ruinoso. Las ventanas metálicas y los agrietados ladrillos habían estado inmaculados en su época, pero la ciudad no tenía bastante dinero para mantener un edificio tan enorme. Era uno de los edificios más grandes del sur de Estados Unidos, lo que explicaba, en parte, por qué la mitad del complejo estaba vacío.

La oficina de Will estaba en una de las plantas superiores que habían sido ocupadas por la Oficina de Investigación de Georgia. El hecho de que jamás la hubiera visto fue una de las muchas cosas que trató de quitarse de la cabeza mientras tomaba la amplia curva que llevaba hasta el aparcamiento.

A pesar de que no hacía mucho calor, el garaje no estaba tan frío como era de esperar, considerando que estaba bajo tierra. El depósito estaba incluso más abajo, pero, al igual que en el aparcamiento, hacía más calor de lo esperado. El aire no debía circular bien, o quizás el edificio era tan viejo que hacía todo lo posible para que sus residentes lo dejasen morir.

Sara bajó las desvencijadas escaleras de cemento hasta el sótano. Notó los olores familiares del depósito, los productos cáusticos que se utilizaban para limpiar el suelo y los químicos que se usaban para desinfectar los cuerpos. Cuando regresó al condado de Grant, había trabajado a media jornada como forense para poder comprarle a su compañera jubilada la clínica infantil. A veces, el trabajo en el depósito era tedioso, pero, por lo general, más fascinante que los dolores de barriga y los resfriados que trataba en la clínica. No obstante, en ese momento tampoco quería pensar que, a veces, le resultaba muy difícil trabajar en el hospital Grady.

La oficina de Pete Hanson se encontraba al lado del depósito. Lo vio a través de la puerta abierta, inclinado sobre su escritorio, que estaba atestado de papeles. Su sistema de archivar no era el que hubiese escogido Sara, pero en muchas ocasiones le había visto encontrar sin ninguna dificultad lo que deseaba.

Llamó a la puerta antes de entrar. Su mano se detuvo a medio camino. Pete había adelgazado hacía poco. Había perdido demasiado peso.

—Sara —dijo Pete esbozando una sonrisa y mostrando sus dientes amarillentos.

Pete era un hippie viejo que se negaba a cortarse sus largas trenzas, a pesar de que empezaba a escasearle el pelo. Llevaba camisas hawaianas y le gustaba escuchar Grateful Dead mientras realizaba su trabajo. Como suele ocurrir con los forenses, era bastante poco original, y, en tono de broma, en una estantería de su escritorio, guardaba en un bote el corazón de un hombre de dieciocho años que había muerto de un ataque.

Ella fue la primera que habló:

—¿Cómo estás, Pete?

En lugar de decirle que tenía el corazón de un chico de dieciocho años, frunció el ceño.

—Gracias por venir, Sara —dijo señalándole una silla. Obviamente, se había preparado para su visita, ya que los papeles y los gráficos que solían estar sobre la silla los había puesto en el suelo.

Sara se sentó.

—¿Qué sucede?

Pete se giró de nuevo hacia su ordenador y tecleó la barra espaciadora. Una radiografía digital apareció en la pantalla. Una placa de rayos X de la parte frontal del pecho mostraba una masa larga y blanca en el pulmón izquierdo. Sara miró el nombre que aparecía en la parte superior: Peter Wayne Hanson.

—CPCP —dijo—. Cáncer de pulmón de células pequeñas, las más mortales.

Sara sintió como si le hubieran dado un puñetazo en el estómago.

—El nuevo protocolo…

—No sirve para mí —interrumpió cerrando el archivo—. Ya se ha diseminado en mi cerebro y en mi hígado.

Sara estaba acostumbrada a dar malas noticias a sus pacientes a diario, pero rara vez se veía en el lado contrario.

—Lo lamento mucho, Pete.

—Bueno, no es la mejor manera de morir, pero es mejor que escurrirse en la bañera. —Se echó sobre el respaldo de la silla. Ella vio claramente los síntomas de la enfermedad: sus demacradas mejillas, el aspecto cetrino de sus ojos. Pete señaló el bote que había en la estantería y añadió—: Demasiado para mi corazón de dieciocho.

Sara se rio de la broma, a pesar de lo inapropiada que era. Pete era un gran médico, pero su mejor característica era su generosidad. Era el profesor más paciente y entregado que había tenido. Le encantaba que un estudiante se percatara de un detalle que a él se le había pasado por alto, un rasgo muy inusual entre los médicos.

—Al menos —dijo—, me da una buena excusa para volver a fumar de nuevo. —Simuló darle una calada a un cigarrillo—. Camels sin filtro. Mi segunda esposa los odiaba. Tú conoces a Deena, ¿verdad?

—Solo por su reputación —respondió Sara. La doctora Coolidge dirigía el laboratorio forense del cuartel del GBI—. ¿Tienes algún plan?

—¿Te refieres a una lista de cosas que quiera hacer antes de morir? —Negó con la cabeza—. He visto mundo, al menos las partes que quería ver. Prefiero aprovechar y ser útil el poco tiempo que me queda. Quizá plante algunos árboles en la granja para que mis bisnietos puedan subirse a ellos. Pasar el tiempo con mis amigos. Espero que eso te incluya a ti.

Sara hizo un esfuerzo por no echarse a llorar. Miró las losetas rotas del suelo. Había mucho amianto en el edificio, por eso no le sorprendería que el cáncer de Pete se debiera a algo más que el tabaco. Observó el montón de papeles que había al lado de la silla. Había un sobre color manila encima, cerrado por una cinta roja descolorida. Era una prueba antigua. Las profundas arrugas mantenían el plisado. Las zonas que no estaban amarillentas por el paso del tiempo estaban manchadas de negro.

Pete vio que lo estaba mirando.

—Un caso antiguo.

Sara vio la fecha y observó que era de más de treinta años atrás.

—Un caso muy antiguo.

—Tuvimos suerte de encontrarlo en el Departamento de Pruebas, aunque no estoy seguro de que lo necesitemos después de todo. —Cogió el sobre y lo puso encima del escritorio. Se manchó los dedos de polvo negro—. El Ayuntamiento solía tirar los casos cerrados cada cinco años. Hacíamos cosas muy estúpidas en aquel entonces.

Sara se dio cuenta de que el caso era importante para Pete. Conocía esa sensación. Había víctimas de su época en el condado de Grant que estarían en su recuerdo hasta que muriera.

—¿Cómo van las cosas en el Grady? —preguntó Pete.

—Bueno, ya sabes. —No sabía qué decir. La llamaban «zorra» con tanta frecuencia que giraba la cabeza cada vez que oía esa palabra—. Hay de todo.

—En casi cuarenta años, no he tenido ningún paciente que me responda o se queje de mí —dijo enarcando una ceja—. Ya sabes que necesitarán a alguien que ocupe mi lugar cuando me vaya.

Sara se rio, pero luego se dio cuenta de que no estaba bromeando.

—Es solo una idea. Pero eso me recuerda que necesito pedirte un favor.

—¿Cuál?

—Tengo un caso que acaba de entrar. Es muy importante.

—¿Tiene algo que ver con eso? —preguntó Sara señalando el sobre sucio que había encima del escritorio.

—Sí —admitió—. Yo puedo hacer todo el trabajo, pero necesito saber que, dentro de seis meses o un año, haya una persona que testifique.

—Tienes a mucha gente trabajando para ti.

—Solo cuatro —corrigió—. Pero, por desgracia, ninguno tiene tu experiencia.

—Yo no…

—Tú aún tienes tu licencia. Lo comprobé. —Se inclinó hacia delante—. No soy un hombre astuto en el mal sentido, Sara, ya me conoces. Por eso entenderás que soy muy sincero cuando te digo que es la última voluntad de un moribundo. Necesito que hagas eso por mí. Necesito que vayas al juzgado, que hables directamente con el jurado y que este hombre vuelva al lugar que le corresponde.

Por un momento, Sara se sintió desconcertada. Aquello era lo que menos esperaba. Su apartamento tenía el aspecto de haber sido arrasado por un tornado. Aún tenía que solucionar sus problemas con Will, y llevaba una indumentaria más apropiada para un partido de béisbol que para trabajar. Aun así, supo que no le quedaba más remedio.

—¿Hay ya algún sospechoso?

—Sí —respondió Pete.

Rebuscó entre los papeles y encontró una carpeta amarilla.

Sara miró el informe preliminar. No decía gran cosa. A una tal Jane Doe la habían encontrado muerta en un contenedor en una parte de la ciudad bastante acomodada. La habían matado a golpes. Su cartera no contenía dinero. Las marcas de sus tobillos y de sus muñecas indicaban que la habían atado, posiblemente la habían secuestrado.

Sara miró a Pete. La invadió una horrible sensación.

—¿Es la estudiante que ha desaparecido del Georgia Tech?

—Aún no disponemos de una identificación positiva, pero me temo que sí.

—¿Un caso de pena de muerte?

Pete asintió.

—¿El cuerpo está aquí?

—Lo trajeron hace media hora.

Pete miró hacia la entrada.

—Hola, Mandy.

—Pete. —Amanda Wagner tenía un brazo en cabestrillo. No tenía muy buen aspecto, pero, aun así, mantuvo las formalidades—. Doctora Linton.

—Doctora Wagner —respondió Sara devolviéndole el saludo.

No pudo evitar mirar por encima del hombro de Amanda, buscando a Will.

—¿Ha venido Vanessa? —le preguntó Amanda a Pete.

—A primera hora de la mañana. —Se dirigió a Sara y añadió—: La cuarta señora Hanson.

—Doctora Linton, espero que podamos contar con su experiencia —dijo Amanda.

Sara se sintió un tanto manipulada. Hizo la pregunta más obvia.

—¿Está Will investigando este caso?

—No. El agente Trent no puede investigar este caso. Aunque eso no explica por qué he pasado las tres últimas horas recorriendo todos los pasillos de un edificio de doce plantas hablando con personas que tienen cosas mejores en las que pensar. —Se detuvo para respirar—. Pete, ¿cuándo nos hicimos tan viejos?

—Habla por ti. Yo siempre te he dicho que moriría joven.

Ella se rio, pero se palpaba un tono triste en su forma de hacerlo.

—Aún recuerdo la primera vez que entraste en el depósito.

—Por favor, no lloriquees. Trata de marcharte con dignidad.

Pete sonrió como un gato. Hubo un momento de complicidad entre ellos. Sara se preguntó si Amanda Wagner también había formado parte de las muchas señoras Hansons.

El momento pasó muy rápido. Pete se levantó del escritorio. Se tambaleó y tuvo que apoyarse en la silla. Sara dio un salto para ayudarle, pero él la detuvo amablemente.

—Aún no he llegado a ese punto, cariño. —Luego se dirigió a Amanda y añadió—: Puedes usar mi oficina. Nosotros vamos a empezar.

Pete hizo un gesto para que Sara fuese delante. Ella abrió las puertas del depósito, pero contuvo su deseo de sujetarlas para que Pete pasara. En aquella sala llena de azulejos, parecía tener aún peor aspecto. La oficina había impedido que se viese lo demacrado de su aspecto. Ahora, bajo las luces de la sala de autopsias, no podía ocultar lo obvio.

—Hace un poco de frío aquí —farfulló Pete cogiendo de la percha su bata de laboratorio.

Fue a la taquilla y sacó una de las suyas para Sara. Tenía el nombre de Pete cosido en el bolsillo. Sara podía haberse envuelto dos veces en ella, al igual que Pete en ese momento.

—Nuestra víctima.

Señaló un cuerpo cubierto en el centro de la sala. La sangre había empapado la sábana, lo que resultaba bastante extraño. La circulación se detenía cuando el corazón se paraba. La sangre se coagulaba. Sara no pudo evitar sentir un entusiasmo culpable. A ella le encantaban los casos difíciles. Trabajar en el Grady y tratar siempre las mismas lesiones y dolencias resultaba un tanto tedioso.

—Ya la hemos fotografiado y le hemos hecho radiografías. Hemos enviado su ropa al laboratorio. ¿Sabías que antes solíamos cortarlas y meterlas en una bolsa? Incluso en los casos de violación. —Se rio—. Dios santo, cuántos errores ha cometido la ciencia desde el principio. La víctima no nos decía nada. Si no encontrábamos semen en la ropa interior del agresor, no podíamos acusarle de violación.

Sara no supo qué responder. No podía imaginar lo horrible que eran entonces las cosas. Por suerte, no tenía que hacerlo.

Pete hizo un moño con su trenza y se puso una gorra de béisbol de los Atlanta Braves. En el depósito se encontraba en su salsa, visiblemente más animado.

—Recuerdo la primera vez que hablé con un odontólogo sobre las marcas de los dientes. Estaba seguro de que eso serviría para resolver crímenes en el futuro. Al igual que las fibras de pelo. O las fibras de moqueta. —Se rio entre dientes—. Si lamento algo sobre mi inminente destino, es que no viviré para ver el día en que tengamos el ADN de todo el mundo en un iPad y lo único que tengamos que hacer es buscar un poco de sangre o un trozo de tejido para localizar al criminal. Eso pondrá fin al crimen tal y como lo conocemos.

Sara no quería hablar sobre el inminente destino de Pete. Se ocupó de su pelo, sujetándolo con una goma y metiéndoselo bajo una gorra de cirujano para no contaminar nada.

—¿Desde cuándo conoces a Amanda?

—Desde el tiempo de los dinosaurios —bromeó él. Luego, con un tono más serio, añadió—: La conocí cuando empezó a trabajar con Evelyn. Eran un par de pistoleras.

A Sara le resultó extraña esa descripción, como si Amanda y Evelyn hubieran andado por Atlanta como dos Calamity Janes[10].

—¿Cómo era?

—Una mujer interesante —respondió con uno de sus mejores cumplidos.

Miró el reflejo de Sara en el espejo mientras ella se lavaba las manos—. Ya sé que a ti tampoco te resultó fácil cuando entraste en la Facultad de Medicina… ¿Cuántas mujeres había? Pocas, ¿no?

—Sí, más o menos. Pero en el último curso éramos más del sesenta por ciento. —No mencionó que las que no interrumpían su actividad para tener hijos se dedicaban casi siempre a la pediatría o la ginecología, lo mismo que cuando ella era una interna—. ¿Cuántas mujeres había en el cuerpo cuando ingresó Amanda?

Pete bizqueó mientras reflexionaba.

—Menos de doscientas, y eran más de mil. —Pete se echó hacia atrás para que Sara pudiese lavarse las manos—. Nadie creía que las mujeres pudiesen desempeñar ese trabajo. Se consideraba cosa de hombres. No paraban de hacer comentarios sobre su incapacidad para protegerse a sí mismas, decían que no tenían bastantes «cojones» para apretar el gatillo. La verdad es que todos temían que fuesen mejores que ellos. No puedo culparlos. —Pete le guiñó—. La última vez que estuvieron al mando, prohibieron el alcohol.

Sara le devolvió una sonrisa.

—Creo que se nos debe perdonar el haber cometido un error en casi cien años.

—Quizá. ¿Sabes?, si escuchas a los de mi generación hoy en día, todos te dirán que éramos hippies partidarios del amor libre, pero la verdad es que había más Amanda Wagners que Timothy Learys, especialmente en esta parte del país. —Esbozó una sonrisa fugaz—. Además, eran mucho más liberales. Yo vivía en un glorioso complejo a las afueras de Chattahoochee, en River Bend. ¿Has oído hablar de él?

Sara negó con la cabeza. Estaba disfrutando de los recuerdos de Pete. Obviamente, el cáncer le estaba haciendo ver su vida desde una nueva perspectiva.

—Muchos pilotos de aerolíneas vivían allí. Azafatas, abogados, doctores y enfermeras, y yo. —Sus ojos brillaron al recordarlo—. Tenía un negociete vendiendo penicilina a los refinados hombres y mujeres republicanos que gobiernan actualmente nuestro país.

Sara utilizó el codo para cerrar el grifo.

—Una época muy loca. —Ella alcanzó la pubertad durante la epidemia de sida, cuando el amor libre empezó a pasar factura.

—La verdad es que sí —dijo Pete dándole algunas toallas de papel—. ¿Cuándo fue el caso de Brown contra el Consejo Educativo?

—¿Te refieres al caso de la segregación? —Sara se encogió de hombros. Hacía mucho tiempo que no asistía a clase de Historia—. ¿En el 54 o 55?

—Fue durante esa época en que el estado exigía a los profesores blancos que firmaran un compromiso para renegar de la integración. Perdían su trabajo si se negaban.

Sara jamás había oído hablar de tal compromiso, pero no le sorprendía.

—Duke, el padre de Amanda, estaba fuera cuando circuló el compromiso. —Pete sopló dentro de unos guantes de cirujano empolvados antes de ponérselos—. Miriam, la madre de Amanda, se negó a firmar el compromiso. Su abuelo era un hombre muy poderoso, un alto cargo de la compañía Southern Bell, y la envió a Milledgeville.

Sara notó que la boca se le abría por la sorpresa.

—¿Encerró a su hija en un hospital de salud mental?

—Entonces era más bien un almacén, especialmente para los veteranos y los delincuentes que estaban mal de la cabeza. Y para las mujeres que no obedecían a sus padres. —Pete movió la cabeza—. Eso la dejó hecha polvo. Dejó hecha polvo a mucha gente.

Sara intentó hacer sus cálculos.

—¿Había nacido Amanda?

—Tenía cuatro o cinco años, creo. Duke estaba en Corea, por eso su suegro tenía la tutoría. Creo que nadie le dijo a Duke lo que estaba pasando realmente. Nada más llegar a Georgia, cogió a Amanda y sacó a su esposa de Milledgeville. Jamás volvió a dirigirle la palabra a su suegro. —Pete le dio un par de guantes a Sara—. Todo parecía ir bien, pero, un día, Miriam salió al jardín trasero y se colgó de un árbol.

—Es terrible —dijo Sara poniéndose los guantes quirúrgicos. Por eso Amanda era tan introvertida. Era peor incluso que Will.

—No dejes que eso te conmueva —le advirtió Pete—. Te mintió cuando estábamos en mi oficina. Ella te quería aquí por un motivo.

En lugar de preguntarle sobre aquel motivo, siguió su mirada hasta la puerta. Will estaba allí. Miró a Sara completamente consternado. Jamás le había visto con tan mal aspecto. Tenía los ojos enrojecidos. Estaba ajado y sin afeitar. Se tambaleaba por el cansancio. Su dolor era tal que a Sara se le desgarró el corazón.

Su primer impulso fue acercarse a él, pero también estaba Faith, Amanda y Leo Donnelly. Sabía que manifestar sus sentimientos en público solo serviría para empeorar las cosas. Lo vio en su rostro. Se había quedado completamente perplejo al verla allí.

Sara miró a Pete, para que viera que se sentía furiosa. Amanda podía haberle engañado diciendo que no era un caso de Will, pero él era quien le había convencido para ir al depósito. Se quitó los guantes y se dirigió hacia donde estaba Will. Obviamente, no quería que ella lo viese en ese estado. Sara pensó en llevarlo a la oficina de Pete y explicarle lo que había pasado, además de disculparse, pero la expresión de Will la detuvo.

De cerca tenía incluso peor aspecto. Sara tuvo que contenerse para no ponerle las manos en el rostro y dejar que él apoyara la cabeza en su hombro. Su cuerpo emanaba agotamiento. Sus ojos reflejaban tanto dolor que sintió que, de nuevo, se le desgarraba el corazón.

Habló en voz baja.

—Dime qué quieres que haga. Puedo marcharme o quedarme. Lo que sea mejor para ti.

Will respiraba con dificultad. Tenía tal mirada de desesperación que Sara tuvo que contenerse para no echarse a llorar.

—Dime qué hago —rogó ella—. Qué necesitas que haga.

Sus ojos se posaron en la camilla, en la víctima que había sobre la mesa.

—Quédate —farfulló.

Sara soltó un suspiró interrumpido antes de darse la vuelta. Faith no podía mirarla, pero Amanda observó. Sara jamás había comprendido la relación tan voluble que Will mantenía con su jefa, pero, en aquel momento, no le preocupó lo más mínimo. Despreciaba a Amanda Wagner por encima de todo. Obviamente, estaba jugando algún tipo de juego con Will. Y resultaba evidente que él iba perdiendo.

—Empecemos —sugirió Pete.

Sara se colocó al lado de Pete, enfrente de Will y de Faith, con los brazos cruzados. Trató de contener su rabia. Will le había pedido que se quedase. No sabía por qué, pero ella no necesitaba incrementar la tensión que reinaba en la sala. Una mujer había sido asesinada. Eso era lo principal.

—De acuerdo, damas y caballeros. —Pete utilizó el pie para encender el dictáfono y grabar todo el procedimiento. Enumeró la información de costumbre: hora, personas presentes y la supuesta identidad de la víctima—. La identificación aún tiene que confirmarla la familia, aunque también comprobaremos su historial dental, que ya ha sido digitalizado y enviado al laboratorio de Panthersville Road. —Se dirigió a Leo Donnelly—: ¿Viene su padre de camino?

—Un coche patrulla ha ido a recogerlo al aeropuerto. Estará aquí en cualquier momento.

—Muy bien, detective. —Le lanzó una mirada severa y añadió—: Espero que se guarde cualquier comentario desagradable o racista.

Leo levantó las manos.

—Solo estoy aquí para la identificación, así puedo asignar el caso.

—Gracias.

Sin preámbulos, Pete cogió la parte superior de la sábana y la retiró. Faith soltó un grito ahogado y se puso la mano en la boca. Igual de rápido, se giró hacia un lado. Le dio una arcada, pero no parpadeó. Nunca había tenido estómago para esas cosas, pero parecía decidida a contenerse.

Inusualmente, Sara compartió su incomodidad. Después de tantos años, pensaba que estaba hecha a todos los horrores de la violencia, pero el cuerpo de la mujer estaba en tal estado que se le revolvieron las tripas. No solo la habían asesinado. La habían mutilado. Tenía moratones en el torso, y diminutos edemas en la piel. Una de las costillas le había atravesado la piel y los intestinos le colgaban entre las piernas.

Sin embargo, eso no era lo peor.

Sara jamás había creído en el demonio. Siempre pensó que era una excusa, una forma de explicar una enfermedad mental o la depravación. Una palabra que servía para ocultar, en lugar de para afrontar la realidad de que los seres humanos son capaces de cometer los actos más deplorables, que somos capaces de actuar siguiendo nuestros impulsos más básicos.

Sin embargo, «demonio» fue la única palabra que se le vino a la cabeza cuando miró a la víctima. No eran los moratones ni los pinchazos, ni las marcas de mordiscos lo que la dejó perpleja. Eran los cortes que le había hecho en las partes internas de sus piernas y de sus brazos. Era el dibujo de una cruz que le había hecho en las caderas y en el torso, tan perfecto que parecía haber utilizado una regla. El agresor le había rasgado la carne de la misma forma que se rasga un descosido en un traje.

Y además estaba su rostro. Sara aún no entendía qué le había hecho en la cara.

—Los rayos X muestran que le han fracturado el hioides —dijo Pete.

Sara reconoció el moratón peculiar alrededor del cuello de la mujer.

—¿La tiraron de un edificio después de estrangularla?

—No —respondió Pete—. La encontraron fuera de un edificio de una planta. El prolapso intestinal se debe, probablemente, al trauma externo pre mortem. Un objeto romo o una mano. ¿Te parecen esas estrías señales de dedos, quizás un puño cerrado?

—Sí.

Sara apretó los labios. Los golpes que le habían propinado a la víctima debieron de ser tremendos. El asesino era obviamente un hombre fuerte, probablemente corpulento, y sin duda lleno de rabia. A pesar de que el mundo había cambiado, seguía habiendo hombres que aún odiaban a las mujeres.

—Doctor Hanson —preguntó Amanda—, ¿puede darnos una estimación de la hora de la muerte?

Pete sonrió al escuchar la pregunta.

—Creo que entre las tres y las cinco de la mañana.

Faith intervino:

—El corredor que vio la furgoneta verde salió sobre las cuatro y media. No sabe el modelo ni la marca. —Seguía sin poder mirar a Sara—. Hemos dado una orden de busca, pero probablemente no sirva de nada.

—Las cuatro y media se ajusta a la hora de la muerte —dijo Pete—. Pero, como todos sabéis, la hora de la muerte no es una ciencia exacta.

—Como en los viejos tiempos —dijo enfurruñada Amanda.

—¿Doctora Linton? —la animó Pete, haciendo un gesto para que Sara participase—. ¿Por qué no mira el lado izquierdo mientras yo observo el derecho?

Sara se puso unos guantes nuevos. Will se apartó para dejarla pasar. Estaba demasiado callado, y no respondía a sus miradas inquisitivas. Sara aún sentía la necesidad de hacer algo por él, pero también sabía que, en aquel momento, debía poner su atención en la víctima. Algo le dijo que dedicarse a ella le resultaría de más ayuda a Will. Era su caso, no importaban las mentiras que le había dicho Amanda. No había duda de que existía un vínculo emocional. Sara jamás había visto a nadie tan desolado.

Comprendió que Pete le hubiese pedido que alguien de confianza testificase. El cuerpo de aquella víctima, cada centímetro de él, reclamaba justicia. Quien la hubiera agredido y asesinado no solo quiso hacerle daño, sino destruirla.

Sara notó un sutil cambio en su cerebro mientras se preparaba para la autopsia. Los jurados habían visto suficientes episodios de CSI para comprender los principios básicos de una autopsia, pero el trabajo del forense consistía en mostrarles científicamente cada descubrimiento. La cadena de custodia era algo sagrado. Todos los números de diapositivas, las muestras de tejidos, las pruebas se catalogaban en el ordenador. El conjunto se cerraba con una cinta precintada que solo se podía abrir dentro del laboratorio del GBI. Las pruebas y los tejidos se analizaban en busca de ADN. Se esperaba que este coincidiera con un sospechoso, y que lo detuvieran basándose en las pruebas irrefutables.

—¿Empezamos? —le preguntó Pete a Sara.

Había dos bandejas metálicas preparadas con el mismo instrumental: sondas de madera, pinzas, reglas flexibles, frascos y portaobjetos. Pete tenía una lupa, que acercó a su ojo mientras se inclinaba sobre el cuerpo. En lugar de empezar por la cabeza, examinó la mano de la víctima. Al igual que sucedía con las piernas y el torso, la carne del brazo, desde la muñeca hasta el antebrazo, estaba abierta en línea recta. Continuaba formando una U debajo del brazo, y luego bajaba hasta las caderas.

—¿No la has lavado? —preguntó Sara. Parecía que le hubiesen frotado la piel. Y olía levemente a jabón.

—No —respondió Pete.

—Parece limpia —señaló Sara, para que quedase grabado en la cinta—. Le han afeitado el vello púbico. Tampoco tiene vello en las piernas. —Utilizó el pulgar para presionar la piel alrededor de los ojos—. Tiene las cejas depiladas en forma de arco. Y pestañas postizas.

Se concentró en el cuero cabelludo. Las raíces del pelo eran oscuras, mientras que el resto era una mezcla de amarillo y blanco.

—Tiene extensiones rubias. Las lleva muy cerca del cuero cabelludo, por lo que deben de ser nuevas.

Utilizó un peine de dientes delgados para extraer cualquier partícula del pelo. El papel que había colocado debajo de la cabeza de la chica mostraba restos de caspa y asfalto. Sara apartó las muestras para procesarlas más tarde.

Luego examinó el nacimiento del pelo, buscando huellas de agujas u otras marcas. Utilizó un otoscopio para las fosas nasales.

—Hay corrosión nasal. La membrana está desgarrada, aunque no perforada.

—Metanfetaminas —dedujo Pete, lo cual era lo más probable, teniendo en cuenta la edad de la víctima. Alzó la voz, puede que porque el dictáfono estuviese viejo o porque no estaba acostumbrado a utilizarlo—. Un profesional le ha hecho la manicura. Tiene las uñas pintadas de rojo brillante. —Luego se dirigió a Sara—: Doctora Linton, ¿puede comprobar su lado?

Sara cogió la mano de la mujer. El cuerpo estaba en la fase inicial del rigor mortis.

—Lo mismo en esta mano. Le han hecho la manicura.

Sara no sabía por qué le prestaba tanta atención a las uñas. En Atlanta había salones para hacerse la manicura por todos lados.

—El color de la pedicura es distinto —señaló Pete.

Sara miró los dedos de los pies de la chica. Las uñas estaban pintadas de negro.

—¿Es normal pintarse las uñas de los pies de diferente color? —preguntó Pete.

Ella se encogió de hombros, al igual que Faith y Amanda.

—Bueno —dijo Pete, pero el inicio de la canción Brick House le interrumpió.

—Disculpen —se disculpó Leo Donnelly sacando el móvil del bolsillo. Leyó la identificación de la persona que le llamaba—. Es el agente que he enviado al aeropuerto. Probablemente, el padre de Snyder esté fuera. —Respondió a la llamada mientras se dirigía hacia la puerta—: Donnelly.

La sala estaba en silencio, salvo por el zumbido del motor de la nevera. Sara intentó captar la atención de Will, pero él miraba al suelo.

—Maldita sea —exclamó Faith, que no maldecía a Donnelly. Lo dijo mirando el rostro de la víctima—. ¿Qué demonios le ha hecho?

Se oyó un ruido cuando Pete apagó el dictáfono con el pie. Se dirigió a Sara, como si fuese ella la que hubiese hecho la pregunta.

—Le ha cosido la boca y los ojos. —Pete tuvo que utilizar ambas manos para mantener abierto uno de los desgarrados párpados. Los tenía cortados en gruesas tiras, como la cortina de plástico de la nevera de un carnicero—. Se puede ver por dónde el hilo le atravesó la piel.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó Sara.

Pete no respondió a su pregunta.

—Las líneas en el torso, en los brazos y las piernas muestran que utilizó un hilo muy grueso para impedir que se moviera. Creo que utilizó una aguja de tapizar, probablemente un hilo encerado o uno de seda gruesa. Seguro que encontramos muchas fibras para analizar.

Pete le pasó la lupa a Sara, que examinó las laceraciones. Al igual que con la boca y los ojos, le habían desgarrado la piel, por lo que la carne le colgaba a intervalos uniformes. Podía ver las marcas rojas por donde había pasado el hilo. Unas cuantas veces. Los círculos eran como los agujeros que se había hecho de pequeña en los lóbulos de las orejas.

—Probablemente, ella misma se separó del colchón o de donde la hubiera cosido cuando empezó a golpearla.

Pete expuso su hipótesis.

—Sí, sería una respuesta descontrolada. Le golpea en el estómago y ella se enrosca como una pelota. Abre la boca y los ojos. Y él la golpea una y otra vez.

Sara negó con la cabeza. Pete estaba sacando unas conclusiones muy precipitadas.

—¿Qué se me está escapando?

Pete se metió las manos en los bolsillos vacíos de su bata, observando silenciosamente a Sara con la misma intensidad que cuando enseñaba un nuevo procedimiento.

—No es la primera víctima de nuestro asesino —dijo Amanda.

Sara seguía sin entender nada. Se dirigió a Pete y le preguntó:

—¿Cómo lo sabes?

Will se aclaró la garganta. Sara casi se había olvidado de que estaba en la sala.

—Porque le hizo lo mismo a mi madre —respondió.

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