Criminal

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Capítulo diecisiete

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Capítulo diecisiete

Lucy Bennett

15 de junio de 1975

Era el Día del Padre. En la radio no paraban de hablar sobre eso. Richway había organizado un día especial de ventas. Davis Brothers ofrecía un bufé libre. Los disc jockeys hablaban de sus regalos favoritos que habían recibido otros años: camisas, corbatas, palos de golf.

El padre de Lucy era muy fácil de complacer. Siempre le compraban una botella de whisky. Dos semanas después, si quedaba algo, se lo bebían el 4 de julio, mientras contemplaban los fuegos artificiales por encima de Lake Spivey.

El papá de Lucy.

No quería pensar en él. Ni en nadie de su vida anterior.

De repente, Patty Hearst[11] apareció de nuevo en las noticias. Aún quedaba un año para su juicio, pero su abogado decidió filtrar algunos detalles sobre su secuestro. Lucy ya sabía lo que había sucedido con aquella chica loca. Ya había pasado antes, cuando ella trabajaba en la calle. Entonces no tenía a nadie con quien hablar. Salvo Kitty, ninguna de las chicas sabía quién era Hearst. También era probable que Kitty estuviese mintiendo. Se le daba muy bien eso de mentir, de simular que sabía cosas, pues lo utilizaba como excusa para atraerte y luego darte una puñalada trapera. Era una zorra traidora.

Después de Hearts, secuestraron a un periodista del Atlanta Constitution. Pidieron un millón de dólares por su rescate. Dijeron pertenecer al SLA. Pero lo que realmente eran es un puñado de idiotas, ya que la policía los arrestó. No habían gastado ni un solo céntimo de ese dinero. Un millón de dólares. ¿Qué haría Lucy con toda esa pasta?

El único banco de la ciudad que disponía de la suma para el rescate era el C&S.

Su presidente era Mills Lane. Su fotografía solía verse en los periódicos. Era el mismo tipo que había ayudado al alcalde a construir el estadio. No el alcalde negro, sino el que se oponía a Lester Maddox.

Lucy soltó una carcajada ahogada.

El Pickrick. El restaurante de Maddox estaba en West Peachtree. Las paredes estaban decoradas con hachas. Corría el rumor de que aplastaría la cabeza de cualquier negro que se atreviese a poner los pies allí.

Lucy trató de imaginar a Juice cruzando la puerta, con un hacha atravesada en la cabeza y los sesos desparramados por todos lados.

Washington-Rawson era el suburbio que habían desalojado para construir el Atlanta Stadium. El padre de Lucy le había contado esa historia. Habían ido a ver un partido de béisbol de los Braves. Vieron al jefe Noc-a Homa, con su enorme cara de loco, corriendo con un hacha que tal vez hubiera robado del restaurante de Lester Maddox. El padre de Lucy le dijo que habían construido el estadio para revitalizar la zona. Había casi un millón y medio de personas residiendo en la periferia de la ciudad, la mayoría de ellos viviendo de las subvenciones del gobierno. Si Atlanta no podía echar por la fuerza a los nigras, entonces lo mejor era buscar la forma de ganárselos.

Eso es lo que había hecho el SLA con Patty Hearst. Eran una secta. Le lavaron el cerebro. O al menos eso es lo que dijo la doctora en la radio. La psiquiatra era una mujer, por eso Lucy se mostró un tanto escéptica cuando escuchó su opinión, pero afirmó que solo se tardaba dos semanas en lavarle el cerebro a una persona.

Dos semanas.

Lucy había tardado al menos dos meses. Y eso a pesar de que la heroína había desaparecido de su cuerpo, a pesar de haber dejado de desear un buen chute, a pesar de haber aprendido a no moverse, a no respirar profundamente, a no preocuparse por tener llagas en la espalda y en las piernas de tanto estar echada en sus propias heces, en su propia orina.

Lucy destilaba odio cada vez que le veía entrar en la habitación. Se estremecía cada vez que la tocaba. Emitía ruidos guturales, pronunciaba palabras apenas sin mover la boca, pero sabía que él las entendía.

Satán.

Demonio.

Te mataré.

Mamón.

Luego, de repente, dejó de venir. Fue solo unos días. Nadie puede vivir sin agua más de dos o tres días, como mucho. Quizás estuvo fuera tres días. Puede que cuando entró, ella se echara a llorar. Puede que cuando le cepilló el pelo, no se estremeciera. Puede que cuando la lavó, se dejara hacer. Y puede que cuando se subió encima de ella, y le hizo lo que había esperado desde el primer día, incluso le correspondiera.

Y luego, cuando lo vio marchar, lloró por él. Lo añoró. Lo echó de menos.

Igual que había hecho con Bobby, su primer amor. Igual que le había ocurrido con Fred, el chico que limpiaba aviones en el aeropuerto. Y luego con Chuck, que gestionaba el complejo de apartamentos. Al igual que otros muchos que la habían violado, apaleado, humillado y que después la habían dejado tirada.

El síndrome de Estocolmo.

Así es como lo había llamado la doctora en la CBS. Walter Cronkite la presentó como una autoridad destacada. Trabajaba con víctimas de las sectas y con personas que habían sido controladas mentalmente. Parecía saber de lo que hablaba, pero quizá no fueran más que cuentos, porque, a veces, lo que decía no tenía mucho sentido.

Al menos no para Lucy.

No para la chica que dormía sobre sus propios excrementos, ni para la que no podía mover sus extremidades, ni para la que no podía abrir la boca a menos que se la descosiese, ni para la que no podía parpadear sin que el agudo filo de la hoja le cortase los diminutos puntos.

La segunda Lucy vio una escapatoria; en cuanto tuviera la más mínima oportunidad, huiría. Huiría en busca de su libertad. Se arrastraría a gatas si hacía falta para llegar a casa. Se reuniría con sus padres. Encontraría a Henry. Irían a la policía. Lograría despegarse del colchón y regresar a casa.

Patty Hearts era una zorra estúpida. Estaba encerrada en un armario, pero nadie la retenía. Tuvo su oportunidad. Se presentó en el banco con un rifle, gritando tonterías acerca del SLA, cuando podía haber cogido la puerta y pedir ayuda.

Si ella tuviera un rifle, lo usaría para volarle la cabeza a ese tipo. Le machacaría el cráneo con la culata. Le metería el cañón por el culo. Y se reiría cuando viese cómo le saltaban los ojos y la sangre le salía de la boca.

Y luego buscaría a esa doctora que había salido en la radio y le diría que estaba completamente equivocada. Patty Hearst no estuvo indefensa. Podría haber escapado. Podría haber echado a correr en cualquier momento.

Pero puede que la doctora le respondiese que ella tenía algo de lo que carecía Patty Hearts.

Lucy ya había dejado de estar sola. No necesitaba ni a Bobby, ni a Fred, ni a Juice, ni a su padre, ni siquiera a Henry. Ella ya no medía el paso del tiempo por el tibio calor del sol sobre su cara ni por el cambio de temperatura que llegaba con la estación nueva. Ella no medía el paso del tiempo en días, sino en semanas, en meses y por la hinchazón de su barriga.

Podía ocurrir en cualquier momento.

Lucy iba a tener un hijo.

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