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IV - Bajada a los Infiernos, Resurrección, Ascensión » 6. ¿Creer en la resurrección de Jesucristo?

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6. ¿Creer en la resurrección de Jesucristo?

Lo primero aquí es tomar, simplemente, nota de lo siguiente: según todos los testimonios, los primeros discípulos y discípulas de Jesús declaran que el motivo de la fe que ha nacido en ellos es el Dios de Israel y el propio Jesús. Y para explicarlo no acuden a reflexiones sobre la impresionante personalidad de Jesús, que «no podía morir, sino que vive» (como se cantaba en otro tiempo sobre Lenin), ni tampoco a determinados modelos históricos (los justos que sufren, y los mártires), sino a apariciones, a todas luces impresionantes, que les llevaban a dar testimonio público y que tuvieron lugar durante los días, semanas y meses posteriores a la muerte de Jesús, unas apariciones de las que Pablo nombra toda una serie de testigos que aún viven (1 Cor 15,5 - 8); también aducen experiencias con el Jesús vivo, cosas inesperadas que les han ocurrido. No cabe duda de que nuestros conocimientos relativos a las experiencias de orden espiritual, visiones, audiciones, dilatación de la conciencia, éxtasis, vivencias «místicas», son todavía muy limitados como para poder dilucidar lo que, en último término, había de real en todos esos relatos. Y también es seguro que los discípulos se sirvieron de los modelos interpretativos que se conocían entonces. Pero no se pueden rechazar como alucinaciones tales vivencias ni tampoco se querrá aplicar inversamente un esquema supranaturalista, y explicarlas como una intervención, desde arriba o desde fuera, de Dios. Probablemente se trató de visiones que tuvieron lugar en el interior, no en la realidad exterior. Pues la actividad «subjetiva», psíquica, de los discípulos y el obrar «objetivo» de Dios no se excluyen en absoluto mutuamente; Dios puede actuar también a través de la psique del hombre.

En cualquier caso, Jesús no apareció públicamente como el glorioso triunfador, con la bandera de la cruz en la mano, como se le representa desde la época de las Cruzadas. Esas «visiones» y «audiciones», ese «ver» y ese «oír» no implican un conocimiento neutro, histórico, sino un acto de confianza: una aceptación confiada que no excluye las dudas: se trata de experiencias de fe, cuya más adecuada comparación serían las experiencias vocacionales de los profetas de Israel. Al igual que ellos, los discípulos y discípulas empiezan ahora a sentirse llamados, a anunciar el mensaje, en calidad de «enviados (apóstoles) del Mesías Jesús», y a exponer su vida por ese mensaje, sin preocuparse de eventuales peligros.

«¿Pero no se puede probar que en la Antigüedad hay testimonios de otras resurrecciones?» En efecto, se ha aducido sobre todo, muchas veces, la aparición después de su muerte de Apolonio de Tiana, tal y como nos la cuenta Filóstrato. «¿Y no pierde así la resurrección de Jesús su carácter extraordinario?». Respuesta: Nótese la diferencia con la resurrección de Jesús: De la experiencia de la resurrección de Apolonio ¿ha llegado alguna persona alguna vez a la convicción —una convicción que transforma toda su vida y que será proclamada por todas partes y por encima de todo— de que a través de ese hombre Dios ha hablado y obrado de manera decisiva? Esto es lo extraordinario de la resurrección de Jesús, no la forma del relato.

Hasta qué punto Jesús —quien posiblemente esperaba que, todavía viviendo él, sucediera un dramático cambio escatológico— había preparado a sus discípulos para tan dramático acontecimiento, es algo que no sabemos; las profecías sobre la muerte y la resurrección que nos refieren los evangelios, en la forma en que allí aparecen, probablemente fueron formuladas posteriormente. Lo único seguro es lo siguiente: los discípulos, que esperaban para dentro de poco el reino de Dios, vieron, de momento, cumplidas sus esperanzas: cumplidas con la resurrección de Jesús a una nueva vida. Esa resurrección fue considerada como el comienzo de la salvación final. También este concepto era, por lo menos en aquel entonces, «de auténtica raigambre judía»: no sólo los judíos que seguían a Jesús, sino muchos judíos esperaban entonces la resurrección de los muertos, una vez que, según hemos visto, la fe en la resurrección general de los muertos, o por lo menos de los justos, había aparecido por primera vez en el libro de Daniel y en la literatura apocalíptica. Por otra parte: lo que muchos judíos esperaban en un futuro para todos los hombres, para la joven comunidad cristiana ya había sucedido anticipadamente, a causa de sus experiencias pascuales, en la persona de Uno solo: la resurrección de Jesús fue el comienzo de la resurrección general de los muertos, el inicio del fin de los tiempos, con un último plazo de gracia hasta la aparición del esperado «Hijo del hombre» (según Dan 7,13). Esto tenía una base sólida en la fe judía de aquella época.

Dentro de tal tradición apocalíptica se encuentran los adeptos del crucificado Nazareno. Ellos nunca se imaginaron la resurrección de Jesús como el milagro de una resurrección a esta vida, semejante a los tres casos de que informa la Biblia hebrea, sino siempre como una resurrección a la vida celestial y definitivamente transfigurada. Aquella primera comunidad cristiana estaba firmísimamente convencida de que el Crucificado no había caído en la nada, sino que dejando atrás la realidad provisional, perecedera, inestable, había entrado en la verdadera y eterna vida de Dios. Dios no había abandonado a aquel justo, le había hecho justicia a través de la muerte, le había «justificado», más aún, exaltado como a Hijo.

Pues ¿dónde está ahora el Resucitado? Ya hemos oído la respuesta a esta pregunta, que en aquel entonces era de una urgencia extraordinaria: los primeros cristianos la hallaron sobre todo en el pasaje de un salmo que ha penetrado en el credo: «Está sentado a la derecha del Padre». Y en efecto: no hay frase de la Biblia hebrea que se cite, literalmente o con variaciones, tantas veces en el Nuevo Testamento como el versículo 1 del salmo 110: «Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha». Esto no implica una «comunidad de esencia», pero sí —lo más que podía decir un judío en tanto que monoteísta— una «comunidad de trono» del Jesús resucitado con Dios, su Padre, en el «trono de la gloria», en el «trono» del mismo Dios[44].. Y la imagen del «trono», tomada del mundo de la realeza, ha de ser entendida, evidentemente, como símbolo de dominación, de manera que el reino de Dios y el reino del Mesías se vuelven prácticamente idénticos. «Jesús es el Señor» (en hebreo, el maran; en griego, el κύριος, kyrios): ésta es la más antigua profesión de fe —dirigida contra todos los otros señores de este mundo— de la comunidad cristiana.

Como hemos visto, el mensaje de la resurrección del Crucificado no ha sido trasmitido sin imágenes ni adornos legendarios, propios de su época, no ha sido trasmitido sin amplificaciones y configuraciones condicionadas por la situación. Y, sin embargo, lo que ese mensaje contiene es, en el fondo, sencillo, es algo que, a través de todas las discrepancias, o incluso contradicciones, de la tradición, aparece de modo inequívoco, desde un principio, en todos los testigos: El Crucificado vive y reina para siempre en Dios, una exigencia y una esperanza para nosotros. Los cristianos —ya procedan del judaísmo o, más tarde, del paganismo— de las comunidades del Nuevo Testamento están sostenidos, es más, fascinados y entusiasmados por la seguridad de que Aquel a quien se había dado muerte no había permanecido en la muerte sino que vivía, y de que quien le siguiera y le fuese fiel también viviría. La muerte no es la última palabra de Dios relativa al hombre. La vida nueva y eterna de Jesús es desafío y esperanza real para todos.

Con ello queda claro lo siguiente: ya desde el principio no fue un hecho histórico comprobado sino siempre una convicción basada en la fe la afirmación de que con la muerte de Jesús no había acabado todo, y de que Jesús no había permanecido en la muerte sino entrado en la vida eterna de Dios. Pero esa fe no le pide hoy en día a nadie que crea en una intervención «sobrenatural» de un Deus ex machina, contraria a las leyes de la naturaleza. Esa fe descansa en la convicción de una muerte «natural» y de una acogida en la verdadera, auténtica, divina realidad: entendida como el estado final del hombre, libre de todo sufrimiento. Del mismo modo que la exclamación de Jesús al morir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34), ya ha tomado un giro positivo en el evangelio de Lucas con la cita del salmo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Sal 31,6; Lc 23,46), y después en Juan: «Todo está consumado» (19,30).

Pero ya tenemos la objeción: «¿No quiere usted entonces entender literalmente el dogma relativo a Dios que da vida a los muertos? ¿No tiene que creer el cristiano en el regreso de un muerto a la vida, en una resurrección corporal en sentido fisiológico?». La pregunta del hombre de hoy está plenamente justificada, y tenemos que explicar directamente:

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