Credo

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IV - Bajada a los Infiernos, Resurrección, Ascensión » 7. Lo que significa y lo que no significa «resurrección»

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7. Lo que significa y lo que no significa «resurrección»

Ya ha quedado claro que los testimonios más antiguos del Nuevo Testamento, que son pocos, no entienden la resurrección de Jesús como una vuelta a la vida terrenal, o sea, que no la entienden analógicamente a las revivificaciones que tienen lugar en el Antiguo Testamento por obra de los profetas. No, si se tiene en cuenta el trasfondo judío de las expectativas apocalípticas, se trataba de la exaltación del ajusticiado y enterrado Nazareno por Dios y a Dios, a un Dios, a quien él mismo llamó Abba, Padre.

¿Qué significa entonces «resurrección»? Ahora puedo dar una respuesta abreviada a esa pregunta:

Resurrección

no

significa

regreso a esta vida espacial y temporal

: la muerte no es anulada (no es la revivificación de un cadáver) sino definitivamente superada: es la entrada en una vida totalmente distinta, imperecedera, eterna, «celestial». La resurrección no es un «hecho público».

Resurrección

no

significa

continuación de esta vida espacio-temporal

: ya la expresión «después de» la muerte induce a error: la eternidad no está determinada por un «antes» ni por un «después» en el tiempo. Lo que quiere decir es, por el contrario, una vida nueva, que rompe las dimensiones de espacio y tiempo, en el invisible, inconcebible reino de Dios, llamado simbólicamente «cielo».

Resurrección significa, positivamente

: Jesús no entró en la nada al morir, sino que, en la muerte y desde la muerte, entró al morir en esa última y primera realidad inabarcable y abarcadora, fue acogido por la realidad más real, a la que damos el nombre de Dios. Cuando el hombre alcanza su

Ésjaton

, lo último de toda su vida, ¿qué le espera allí? No le espera la nada, sino ese todo que es Dios. El creyente sabe desde entonces que la muerte es tránsito a Dios, es entrada en el recogimiento de Dios, en ese ámbito que supera a toda imaginación, que jamás fue contemplado por el ojo humano, que escapa por tanto a nuestros sentidos, a nuestra inteligencia, reflexión y fantasía. Si alguna vez la palabra

mysterium

—de la que tanto abusa la teología tiene un empleo adecuado, por tratarse del dominio absolutamente primigenio de Dios, es en la resurrección a nueva vida.

Dicho de otro modo: sólo la fe de los discípulos es —al igual que la muerte de Jesús— un hecho histórico (que se puede captar con medios históricos); la resurrección, por obra de Dios, a la vida eterna no es un hecho histórico, concreto e imaginable, menos aún biológico, y sin embargo se trata de un suceso real en la esfera de Dios. ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué significa en este caso «vida»? La mirada al cuadro de la Resurrección de Grünewald es una advertencia: el Resucitado no es un ser diferente, puramente celestial, sino que sigue siendo, todavía cuerpo pero al mismo tiempo espíritu, aquel hombre, Jesús de Nazaret, que fue crucificado. Y ese hombre no se convierte, por la resurrección, en un fluido impreciso, fundido con Dios y el universo, sino que, estando en la vida de Dios, continúa siendo ese Él, determinado e inconfundible, que ya fuera: aunque, por otra parte, sin la limitación espacio-temporal de la forma terrenal. Por eso en Grünewald el rostro se va transformando en pura luz. Según los testimonios de la Escritura, la muerte y la resurrección no borran la identidad de la persona, sino que la conservan en una forma irrepresentable, transfigurada, en una dimensión totalmente distinta.

¿Qué resulta de todo ello? Nosotros, hombres de hoy, formados en las ciencias de la naturaleza, necesitamos que se nos hable un lenguaje claro: para que se conserve la identidad personal, Dios no necesita los restos mortales de la existencia terrena de Jesús. Se trata de una resurrección a una forma de existencia completamente distinta. Quizá pueda compararse ésta con la de la mariposa que levanta las alas y deja atrás lo que fue el capullo de la oruga. Así como el mismo ser vivo abandona la antigua forma de existencia (oruga) y toma una forma inconcebiblemente nueva, totalmente liberada, ligera y aérea (mariposa), así podemos imaginarnos nuestro propio proceso de transformación por obra de Dios. Es una imagen. No tenemos por qué vincular la resurrección a ningún hecho fisiológico.

¿Pero a qué queda vinculada entonces la resurrección? Ni al substrato, que cambia desde un principio constantemente, ni a los elementos de ese cuerpo determinado, pero sí a la identidad de esa persona inconfundible. La corporeidad de la resurrección no exige —ni entonces ni ahora— que el cuerpo muerto vuelva a la vida. Pues Dios resucita a una forma nueva, ya no concebible, como dice paradójicamente Pablo, como soma pneumatikón, como «cuerpo neumático», como «corporeidad espiritual». Con esa expresión, realmente paradójica, Pablo quería decir las dos cosas a la vez: continuidad, pues «corporeidad» quiere decir identidad de la misma persona que existió hasta ahora y que no se deshace sin más, como si la historia vivida y sufrida hasta ahora hubiese perdido toda relevancia. Y también discontinuidad: pues «espiritualidad» no quiere decir que el antiguo cuerpo continúe existiendo o vuelva a la vida, sino que hay una nueva dimensión, la dimensión «infinito», que se impone al transformar después de la muerte todo lo finito.

«¿Pero por qué aceptar con tan poco espíritu crítico la idea de que sólo se vive una vida?», pregunta, hoy día al menos, quien está influido por la espiritualidad india. «¿No hay en otras religiones, como en las de la India, otras ideas totalmente distintas, que se enfrentan, como gran alternativa, a la creencia judeo-cristiano-islámica? ¿No hay varias vidas para el hombre, de tal manera que podamos ir mejorando de un nivel a otro hasta entrar en la realidad última y superior, ya se la denomine nirvana o comoquiera que sea?». ¿Por qué no creemos, no en la resurrección, sino en un renacimiento en esta misma vida, en una reencarnación o transmigración del alma?

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