Credo

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III. El sentido de la Cruz y de la muerte de Cristo

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y, por tanto, contra los sacerdotes encargados del templo y que se beneficiaban económicamente de él, fue considerada como una insolente arrogación.

La concepción,

anticasuística

y orientada totalmente en el hombre, que tenía Jesús de la Tora, de la ley, sobre todo del sábado, de los preceptos sobre el ayuno y la pureza legal, era una provocación.

La

solidaridad

de Jesús con el pueblo común, ignorante de la ley, y su trato con notorios transgresores de la ley constituían un escándalo.

La

crítica de Jesús a los círculos dominantes

, para los que él resultó ser, dado su gran número de seguidores entre la gente del pueblo, algo más que meramente molesto, fue masiva.

Pero, aparte de los detalles del proceso —prácticamente imposibles de reconstruir satisfactoriamente—, Jesús, en eso están de acuerdo todos los evangelios, fue entregado por las autoridades judías al gobernador romano Poncio Pilatos y crucificado conforme al uso romano: «crucifixus sub Poncio Pilato», como reza el credo, subrayando la historicidad del hecho. Para Pilatos, cuya gestión como gobernador de Judea (26 - 36 d. C.) fue juzgada muy negativamente por las fuentes de su época, tuvo un papel predominante, según todos las referencias evangélicas, el concepto político «rey de los judíos» (rex iudaeorum). Se da, pues, la ironía de que Jesús apareció como lo que no tenía que ser en modo alguno para las autoridades judías que protestaban: como el rey-Mesías. Pues el rótulo de la cruz indica, conforme al uso romano, la causa concreta de la condena (causa damnationis). Para los romanos, por su parte, «rey de los judíos» sólo podía tener un sentido político: la arrogación del título de rey. Lo cual constituía una ofensa a la majestad romana (crimen laesae maiestatis). Y efectivamente: aunque Jesús, el predicador de la no-violencia, jamás había formulado tal reclamación política, era natural que desde fuera se le viera con ese prisma.

¿Cuál fue, entonces, la acusación concreta? Si nos atenemos a las fuentes, lo de Jesús no fue insurrección política sino provocación religiosa. Ésta podría ser la explicación de que las instancias judías interviniesen desde un principio en el asunto: la acusación política implicaba en realidad una acusación religiosa. Y esa acusación religiosa sólo puede tener relación, según los evangelios, con la actitud crítica de Jesús para con la ley y el templo y para con sus representantes. Si Jesús sólo hubiese sido un insurrecto político, seguramente habría caído ya entonces, lo mismo que otros —a excepción del nombre—, en el olvido. Pero al ser figura religiosa, se acarreó el reproche de incitar al pueblo, con su mensaje y con su comportamiento libre, sincero y bondadoso, a rebelarse contra las instancias político-religiosas. Ya lo hemos dicho: desde la perspectiva de la interpretación usual de la ley y de la religión centrada en el templo, la jerarquía judía no tenía por qué tomar forzosamente medidas contra un pretendiente a Mesías o un pseudo-Mesías. La situación era diferente tratándose de un falso maestro, un profeta engañoso, un blasfemo y un embaucador del pueblo. Visto así, se podía considerar la muerte cruel de Jesús como merecido destino: ¡Han prevalecido la ley y el orden! Colgado del poste de la ignominia, Jesús aparecía como maldito de Dios.

No hay duda: en el proceso de Jesús se trataba de «transformar la acusación judía, por delito religioso, en acusación política por alta traición[30]». O sea:

La acusación política, según la cual Jesús aspiraba al poder político, exhortaba a no pagar el impuesto a las fuerzas de ocupación, incitaba a la rebelión y se consideraba por tanto como rey-Mesías político de los judíos, era, a juzgar por las fuentes, una acusación falsa.

Pero Jesús, el provocador religioso, fue presentado como pretendiente a Mesías político y como revolucionario, o sea, como adversario militante del poder romano. Para Pilatos, aquello era una acusación convincente, pues, en la situación de entonces, las turbulencias políticas, los revoltosos y los falsos Mesías no eran nada insólito. Es decir: el provocador religioso fue condenado como revolucionario político, aunque eso, justamente, no lo era Jesús.

¿Quién tiene la culpa de la muerte de Jesús? La respuesta exacta, desde el punto de vista histórico, sólo puede ser ésta: ni «los» judíos ni «los» romanos, sino que, concretamente y cada una a su manera, estuvieron implicadas en el caso determinadas autoridades judías y romanas. Por eso, teniendo en cuenta las terribles consecuencias de todo ello para el antijudaísmo, hay que decir:

Como «pueblo», «los» judíos no rechazaron, ni siquiera entonces, a Jesús; de una culpa colectiva del pueblo judío de entonces (¿por qué no del pueblo romano?) no habría tenido que hablarse jamás.

A mayor abundamiento, es absurda la inculpación colectiva del pueblo judío actual.

Hacer reproches, relacionados con la muerte de Jesús, a la nación judía actual ha sido y es abstruso; tales reproches han hecho sufrir inmensamente a ese pueblo en los pasados siglos y han sido una de las causas de Auschwitz.

Ante esa historia monstruosa y cargada de culpa, de los cristianos, una historia basada precisamente en el reproche de que «los judíos» eran asesinos de Cristo, o incluso asesinos de Dios, el concilio Vaticano II puso por fin las cosas en claro: «Aunque las autoridades judías, con sus partidarios, exigieron la muerte de Cristo, no se puede, sin embargo, imputar indiferenciadamente los hechos de su Pasión ni a todos los judíos de entonces ni a los judíos de hoy[31]». O, dicho positivamente: quien está a favor de Jesús no puede estar, precisamente por razones teológicas, contra su pueblo, los judíos.

Para entender hoy la Pasión de Jesús es decisiva no la mirada retrospectiva a un pasado lejano, sino la mirada de cada individuo a sí mismo, como sucede, por ejemplo, hasta el día de hoy, con la insuperable música de la Pasión de Juan Sebastián Bach. Entonces, la muerte de Jesús ya no es una pregunta al pueblo judío de entonces, sino una pregunta a cada uno de los cristianos de hoy, para saber si él, con su comportamiento, no seguirá crucificando hoy a Cristo y dónde habría estado él en aquella ocasión:

del lado del político Pilatos, que negó la verdad por oportunismo;

del lado de los jerarcas Anás y Caifás, quienes, por una ley o por un artículo religioso, sacrificaron a un individuo;

del lado de Pedro, quien, a la hora del peligro, negó a su amigo y maestro, o incluso del lado de Judas, que le traicionó;

del lado de la cohorte romana, que —órdenes son órdenes estaba dispuesta a cometer cualquier monstruosidad y cualquier infamia;

o, tal vez, del lado de las mujeres, que —empezando por la de Pilatos y terminando por María Magdalena— estuvieron de su parte y se mantuvieron fieles.

Después de todo lo que ahora sabemos, ¿es posible entonces «devolver» hoy a Jesús al judaísmo, como quieren autores judíos? Sí y no. No a la ley religiosa, la halaká, que, relativizada por Jesús, devolvió el golpe, y que tampoco fue considerada forzosamente necesaria en su totalidad para la salvación por quienes después creyeron que Jesús era el Cristo, una actitud que comparten hoy día muchos judíos. Pero sí al pueblo judío, que sigue siendo el pueblo elegido y que durante largo tiempo ha rechazado, ha tenido que rechazar —y no en pequeña medida debido a los cristianos—, al Rabbí de Nazaret. Por otra parte, muchos judíos de hoy ven en el Nazareno a un «hermano» (Martin Buber), más aún, la figura arquetípica del pueblo judío, perseguido en el mundo y condenado a padecer inmenso sufrimiento. Y si regresara hoy, como en el «Gran Inquisidor» de Dostoiewski, ¿a quién habría de temer más? ¿Quién le depararía hoy mejor acogida: la Sinagoga o la Iglesia?

El «Gran Inquisidor» de Dostoiewski o, mejor, su capítulo sobre Jesús, es, por otra parte, una acusación no sólo contra la Iglesia sino, en su núcleo central, contra el mismo Dios: lo que es bien comprensible en vista del sufrimiento, en vista de las catástrofes naturales, de tanta aberración como hay en la vida, de las orgías del mal, de los ríos de sangre y de lágrimas, de tantos inocentes asesinados. Una acusación que clama al cielo contra ese Primer Principio divino, que es responsable, en definitiva, del orden y la armonía de este mundo, ya se le dé el nombre de Cielo, Tao, Señor de las Alturas, Gran último, Divinidad o Dios; ese Dios que Leibniz, a la vista del mal, esperaba justificar en su «Teodicea» o «Justificación de Dios». Una acusación o una rebeldía contra Dios, como la ha formulado el Iván Karamazov de Dostoiewski con más nitidez y radicalismo que ningún otro, desde el paciente Job hasta el frívolo Voltaire, para, finalmente, invocando a los niños torturados sin culpa, devolver a su creador su «billete de entrada» en este mundo tan falto de armonía. ¿Punto final?

No, responde Aliocha a su hermano Iván: «Le has olvidado a él». Y a continuación viene el grandioso relato de Iván sobre el «Gran Inquisidor»: acaso la acusación más terrible contra una Iglesia que reprime la libertad, pero, como observa lúcidamente Aliocha, en realidad un maravilloso «elogio de Jesús», que ha traído la libertad. Pero precisamente desde la perspectiva del Crucificado se plantea una vez más con toda radicalidad la pregunta sobre Dios. Justamente desde su perspectiva, la del Nazareno, que vivió en una inconcebible relación de confianza con Dios, justamente desde su perspectiva hay que preguntar: ¿qué clase de Dios es ése, que permite tales cruces, desde el Gólgota hasta Auschwitz? ¿Y también mi cruz, la mía propia?

«¿Cuándo va a hablar usted por fin de Dios y del sufrimiento?», me preguntó un contemporáneo, en la persona esta vez de una estudiante conocida mía, inmediatamente después de mi clase sobre el primer artículo de la fe, la fe en Dios, Padre todopoderoso. Y confieso que desde entonces, esa pregunta me persigue constantemente: ¿cuánto sufrimiento puede esconder una pregunta así?, ¿y qué respuesta habrá que dar? En cualquier caso, hay una cosa clara: la pregunta por las causas históricas de la crucifixión que hemos estado dilucidando hasta ahora lleva aparejada esta otra pregunta: ¿hay también, además del brutum factum de la cruz, un «sentido» de la cruz? ¿Cabe quizás hablar, se puede hablar —como respuesta consoladora— de un «Dios crucificado»?

9. ¿Un Dios crucificado?

Hay teólogos cristianos que, tras la Segunda Guerra Mundial y basándose en una frase de Dietrich Bonhoeffer, no pocas veces han querido superar la problemática de la cruz con la hipótesis de un «Dios sufriente». Según ellos, Dios «es débil y falto de poder en el mundo», y así, y sólo así, está con nosotros y nos ayuda; sólo el «Dios que sufre» puede ayudarnos [32]. Ciertos teólogos, a la vista del Holocausto, han sacado la conclusión de que «el indecible sufrimiento de esos seis millones es también la voz del Dios sufriente[33]». Otros teólogos han creído poder superar la problemática del sufrimiento de modo altamente especulativo, partiendo, intelectualmente, de una Pasión que tiene lugar dialécticamente dentro de la Trinidad, entre Dios y Dios, o incluso de Dios contra Dios.

Pero, prudencia: aleccionados por la gran tradición judeo-cristiana y conscientes del problemático modelo mental de Hegel, es aconsejable tener una actitud reservada frente a esas especulaciones, inspiradas más por Hegel que por la Biblia, sobre un «Dios que sufre», un «Dios crucificado[34]», o incluso una «muerte de Dios[35]». Para judíos y musulmanes, esas especulaciones siempre fueron inaceptables, pero también lo son hoy para no pocos cristianos críticos. ¡Como si el sufrimiento inmenso, y sobre todo inocente y absurdo, de la vida humana, de esta historia humana y, finalmente, del Holocausto, pudiera superarse insertándolo en un «orden superior» mediante especulaciones cristológicas y manipulaciones conceptuales del concepto de Dios! La teología judía actual, en cualquier caso, trata de dar una respuesta teológica al reto del Holocausto, sin esas operaciones de reflexión cristológica. Y los teólogos cristianos —pese a toda la «humanidad», o más exactamente «amor al hombre» (philanthropia, Tit 3,4) de Dios que aparece en Cristo Jesús— tampoco deben nivelar hacia abajo la trascendencia, y hacer una almoneda de la divinidad de Dios, ni siquiera a la vista de tanto y tan inconcebible sufrimiento y dolor.

Una mirada a la Escritura puede frenar tales osadías especulativas. En el Antiguo Testamento, los hombres claman repetidas veces a Dios confiando en que Dios oirá sus clamores y sus súplicas, pero su clamor, su sufrimiento y su muerte no se convierte sin más en el clamor, sufrimiento y muerte de Dios. Es cierto, por otra parte, que a veces la Biblia hebrea atribuye a Dios, en discurso antropomorfo, toda la gama de sentimientos y comportamientos humanos: ira, lamentos y dolor por el comportamiento de su pueblo, y también, una y otra vez, paciencia y contención de la ira. Pero nunca se suprime la diferencia entre Dios y hombre, ni el sufrimiento y dolor del hombre son transformados en sufrimiento y dolor de Dios. Nunca se convierte la divinidad de Dios en a-divinidad, su fidelidad en infidelidad, su fiabilidad en falta de fiabilidad, su misericordia divina en humana miseria. En la Biblia hebrea rige lo siguiente: si el hombre falla, no falla Dios; si el hombre muere, no muere Dios con él. Pues «Dios soy yo, y no hombre, santo en medio de ti», se lee en Os 11,9, contra toda humanización de Dios, aunque precisamente allí se hable, con un mayor antropomorfismo que en otras ocasiones, de la «compasión» que siente Dios por su pueblo.

También según el Nuevo Testamento clama Jesús, el Hijo de Dios, a Dios, su Padre, porque se siente abandonado en la profundidad de su dolor. Pero en ningún momento clama Dios a Dios, en ningún momento Dios es débil o carente de poder, ni sufre, ni es crucificado ni, menos aún, muere. Si el sufrimiento de los hombres se identifica con Dios hasta tal punto que también es sufrimiento de Dios, si el clamor de los hombres se convierte en clamor de Dios, ¿no se convierte también el pecado del hombre —tal sería la consecuencia— (los crímenes de los esbirros de las SS y de otros) en pecado de Dios?

No: el teólogo cristiano, que tiene a la Biblia como base de pensamiento, no puede sino constatar desapasionadamente: según Pablo, el mensaje, la palabra de la cruz, es debilidad y necedad solamente para los no creyentes; para los creyentes es fuerza de Dios, es sabiduría de Dios (cf. 1 Cor 1,18 - 31). Paradoja, pero no contradicción, e importante para el diálogo judeo-cristiano: en la cruz de Jesucristo —éste es el testimonio del Nuevo Testamento en la misma línea del Antiguo, contra todas las especulaciones gnóstico-cabalísticas— no fue crucificado Dios, simplemente, ho theós, Deus Pater omnipotens (y, naturalmente, menos aún, el Santo Espíritu de Dios). ¿Cómo, si no, habría podido clamar el Crucificado, al sentirse abandonado por Dios: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34)

Dicho de otro modo: la cruz no es el símbolo del «Dios que sufre», «que clama», ni, en modo alguno, «el símbolo del Dios que sufre angustia mortal», sino el símbolo del hombre que sufre angustia mortal. Y la Biblia hebrea aportó ulteriormente modelos de interpretación para asimilar el monstruoso hecho: allí se encuentra como modelo no Dios que sufre, sino:

el profeta, enviado por Dios, pero perseguido por los hombres;

el siervo de Dios, que sufre, sin culpa y en representación de otros, por los pecados de muchos;

el cordero pascual, que quita, simbólicamente, los pecados de los hombres.

No, en la cruz, así lo entiende en todos los casos el Nuevo Testamento, no murió Dios mismo (ho theós), el Padre, sino el «Mesías» y el «Cristo» de Dios, la «imagen», la «palabra» y el «Hijo» de Dios. Ese «patripasianismo», la idea de que sufrió Dios Padre, no es bíblico y fue condenado por la Iglesia, con razón, ya muy pronto [36]. La teología judía protesta con razón contra una imagen de Dios sádica y cruel según la cual un Dios sediento de sangre exigió el sacrificio de su Hijo. Pero la teología cristiana protesta —esperamos que con no menos firmeza— contra una concepción resignada y masoquista de Dios según la cual un Dios débil tuvo que pasar por atroces sufrimientos y por la muerte para luego resucitar, pudiendo incluso sufrir eternamente.

Los teólogos tampoco tenemos que llamarnos a engaño: la cruz, como tal, es un claro fracaso, no hay por qué ocultarlo. Un inconcebible abandono, por parte de los hombres y de Dios, del enviado de Dios. En este sentido habría que dar la razón al filósofo Hans Blumenberg, cuando interpreta el lamento de Jesús sobre el abandono que sufre por parte de Dios como «fracaso de Dios» respecto de su obra, su «autoeliminación». Si nos concentramos exclusivamente en la muerte de cruz de Jesús, será ciertamente difícil contradecir a Blumenberg. Pero la Pasión según san Mateo, de Juan Sebastián Bach, de la que él se sirve para su interpretación, termina, como los evangelios, con la seguridad en la resurrección y la redención y, asimismo, en «el pacto de paz» entre los hombres y Dios [37]. Sólo después, a la luz de la resurrección de Jesús, puede suponerse, con fe, que Dios, en su evidente ausencia, se hallaba ocultamente presente. Eso no se puede comprender especulativamente como una autorresurrección de Dios. Pues, otra vez según el testimonio unánime del Nuevo Testamento: lo que se anuncia no es la resurrección de Dios a una nueva vida sino sólo la de Jesús, el Hijo. ¿Pero quién es el autor de la resurrección? Dios, evidentemente (ho theós), que es un Dios de vivos y no de muertos: el «Padre». «Es cierto que él, en su debilidad —Pablo se refiere no a Dios, sino a “Cristo”, el Hijo de Dios—, fue crucificado, pero vive gracias al poder de Dios» (2 Cor 13,4).

Sí, solamente así, llevando a ese Hijo a la vida eterna de Dios, muestra Dios a los creyentes su solidaridad con ese Hijo único (y al mismo tiempo con todos sus hijos e hijas), solidario incluso en el máximo dolor, en el abandono y la muerte: un Dios que se une a nuestro dolor y toma parte en nuestro sufrimiento (tengamos o no la culpa de él), que se ve afectado por nuestras miserias y por todas las injusticias, que «sufre con nosotros» ocultamente, siendo sin embargo, finalmente, infinitamente bueno y poderoso.

Esto es lo más que, basándome en la Escritura, puedo decir, debo decir, sobre el tema de Dios y el sufrimiento. Pero, desde esta convicción basada en la fe, ¿será posible también hablar del caso más difícil, la piedra de toque que concierne hondamente a ambos, a judíos y cristianos? Pues todo hombre que reflexione preguntará hoy: «¿También está Dios en el infierno de Auschwitz?».

10. La piedra de toque de la teodicea: ¿Dios en Auschwitz?

Quien lleva décadas ocupándose repetidamente con los intentos de la teodicea, podrá seguramente decirlo de forma directa: No hay, a mi parecer, una respuesta teórica al problema de la teodicea. Desde la posición del creyente sólo se puede decir lo siguiente:

Si Dios existe, también estuvo Dios en Auschwitz. Creyentes de distintas religiones y confesiones perseveraron en su convicción: Dios, a pesar de todo, existe.

Pero, al mismo tiempo, el creyente tiene que admitir que no es posible responder a la siguiente pregunta: ¿Cómo pudo estar Dios en Auschwitz sin impedir Auschwitz?

A despecho de todas las piadosas apologéticas hay que admitir escuetamente: el teólogo que quiera dar aquí con el secreto, con el secreto de Dios, encontrará todo lo más su propio teologúmenon, su propio y pequeño hallazgo teológico. Ni la Biblia hebrea ni el Nuevo Testamento nos explican cómo el Dios bueno, justo y poderoso —al fin y al cabo no se pueden tirar por la borda todos estos atributos, si todavía hablamos de Dios—, cómo Dios pudo permitir que en este su mundo hubiera tan desmesurado sufrimiento en lo pequeño (mas ¿qué significa aquí «pequeño»?) y en lo grande (sí, en lo enormemente grande). ¿Cómo pudo Dios «ver» cómo surgía Auschwitz? ¿Cómo pudo «mirar» cuando salía el gas y ardían los hornos crematorios?

¿O he de consolarme de todo el sufrimiento del Holocausto, sin ahondar más, con la fórmula teológica clásica: Dios no «quiere» el sufrimiento; pero tampoco no lo quiere, sino que deja que exista: permittit, lo permite? ¿Pero soluciona esto todos los enigmas? No, soluciona hoy tan poco como solucionaba ayer. Pero he aquí una pregunta a la pregunta: ¿Es que somos nosotros quienes hemos de resolver este antiquísimo problema del hombre? ¿En razón de qué nuevos conocimientos, en razón de qué experiencias propias? No es necesario acudir al Holocausto. A veces basta ya un revés profesional, una enfermedad, la pérdida, la traición o la muerte de una sola persona, para hacernos caer en la desesperación. Eso le ocurrió al rabino americano Harold S. Kushner. Habiendo perdido por trágica enfermedad a su hijo, escribió un libro que fue un best-seller: When Bad Things Happen to Good People («Cuando les ocurren cosas malas a las personas buenas»[38]) La solución que él propone: hay que eliminar la idea de que Dios es omnipotente. Otros sienten no menos dudas ante la idea de When Good Things Happen to Bad People («Cuando les ocurren cosas buenas a las personas malas»), y les gustaría negar la bondad y la justicia de Dios. Pero ninguna de las dos propuestas constituye una salida del dilema. Ya hemos visto nosotros que la «omnipotencia» es un atributo equívoco de Dios. Mas un Dios despojado de todo su poder dejaría de ser Dios. Y la idea de que el Dios de la Biblia, en lugar de bueno y justo, sea cruel y despótico es aún más insoportable.

Nos guste o no, hemos de conformarnos con el hecho de que ni esas negaciones tan precipitadas ni esas afirmaciones altamente especulativas solucionan el problema. ¡Qué audacia del humano espíritu, ya venga revestida de escepticismo teológico, de metafísica filosófica, de filosofía idealista de la historia o de especulación trinitaria! Visto así, quizá se aprenda a entender los argumentos que Epicuro, Bayle, Feuerbach o Nietzsche aducen a su vez contra esa teodicea, menos como blasfemia contra Dios que como sarcasmo contra las desmedidas pretensiones de los hombres y sobre todo de los teólogos. A mí me parecería mejor, en este punto extremo, en esta la más difícil de las preguntas, una teología del silencio. «Si yo le conociese, yo sería él», reza una vieja sentencia judía. Y algunos teólogos judíos, que ante todo ese sufrimiento prefieren prescindir de una última justificación de Dios, sólo citan la lapidaria frase de la Escritura que sigue al relato de la muerte de los dos hijos de Aarón, muertos por el fuego de Dios: «Y Aarón guardó silencio[39]».

Sí, los ateos y los escépticos tienen razón: ninguno de los grandes ingenios de la humanidad —ni san Agustín ni santo Tomás, ni Calvino ni Leibniz ni Hegel— resolvieron el problema original: «Sobre el fracaso de todos los intentos filosóficos de una teodicea»: Immanuel Kant escribe esto en 1791, cuando en París se pensaba en destronar a Dios y se intentaba sustituirle por la diosa Razón.

Pero yo tengo que hacer la misma pregunta a los escépticos hombres de nuestro tiempo: ¿Es el ateísmo la solución? ¿Un ateísmo que viera en Auschwitz su máximo justificante? ¿Auschwitz: la roca sobre la que descansa el ateísmo? ¿Explica mejor el mundo el ateísmo? ¿Su miseria y su grandeza? ¿Explica el mundo tal y como es? ¿Acaso la falta de fe es capaz de consolar del dolor inocente, incomprensible, absurdo? ¡Como si la razón sin fe no tuviese también su límite en un tal dolor! ¡Como si Auschwitz no hubiese sido, en gran medida, la obra justamente de criminales sin Dios! No, en este punto el antiteólogo no está en mejor situación que el teólogo. «Entonces» —no quisiera dejar sin respuesta esta pregunta—, «¿qué actitud adoptar ante el sufrimiento?».

11. El sufrimiento absurdo: no comprenderlo teóricamente sino soportarlo confiadamente

No es posible dejar de admitir, escuetamente, lo siguiente: si una «teoría», ya sea teológica o antiteológica, no explica el dolor, entonces hace falta otra actitud de principio. Mi convicción, que se ha ido afirmando durante décadas y para la que no he hallado hasta hoy una alternativa aceptable, es que el sufrimiento, el sufrimiento desmedido, inocente, absurdo —tanto en el terreno individual como en el social— no se puede comprender teóricamente, sino soportar prácticamente. Para cristianos y judíos sólo hay una respuesta práctica al problema de la teodicea. ¿Cuál? Judíos y cristianos recurren, en esta cuestión, a tradiciones diferentes pero relacionadas entre sí:

En el dolor extremo y absurdo, los judíos, pero también los cristianos, tienen ante ellos la imagen de Job, que permite ver dos cosas: Dios es y, en último término, será siempre incomprensible para el hombre, y sin embargo se le ha dado al hombre la posibilidad de, en lugar de resignarse o desesperar ante ese Dios incomprensible, confiar incondicionalmente en él. Contemplando a Job, los hombres pueden confiar en que Dios también respeta la protesta del hombre contra el sufrimiento y finalmente se manifiesta como su creador que le libera del sufrimiento.

Para los cristianos —¿y por qué no también para los judíos?—, en el máximo sufrimiento, aparece, además de la figura (ficticia, al fin y al cabo) de Job, la en verdad histórica figura del «siervo de Dios» que sufre y muere (cf. Is 52,13 - 53,12), el varón de dolores de Nazaret. De nuevo aparece ante nosotros el cuadro de Grünewald: los azotes y los sarcasmos, la lenta muerte colgado de la cruz. Está anticipada allí la terrible triple experiencia de las víctimas del Holocausto, la experiencia de que es posible verse abandonado de todos los hombres, perder la misma condición de hombre, y sufrir el definitivo abandono del mismo Dios.

¿Tuvo un sentido la muerte de Jesús? Respondo una vez más: Sólo desde la perspectiva de la fe en la resurrección de Jesús a nueva vida, con Dios y por Dios, puede adquirir un «sentido» ese morir exteriormente absurdo, en el abandono de Dios. Sólo en razón de esa fe, el Crucificado, resucitado a la vida eterna de Dios, invita a confiar en que incluso el sufrimiento aparentemente absurdo está provisto de sentido, y, por lo que concierne a mi vida personal, a perseverar hasta el final. O sea, no nos hace esperar un happy end en la tierra, como sucede en el marco narrativo del libro de Job, quien al final hasta puede engendrar otra vez —en compensación por los que perdió— siete hijos y tres hijas. Sino que nos propone, con toda radicalidad, aceptar que incluso el sufrimiento más absurdo (soportado, si es necesario, hasta sus últimas consecuencias) está provisto de sentido. Un sentido oculto, que el hombre no puede descubrir por sí solo, pero que puede serle regalado a la luz de aquel que, abandonado por Dios y los hombres, fue, sin embargo, justificado. Sufrir y esperar forman un conjunto indisoluble, según la Escritura. Esperanza en un Dios que, pese a todo, será finalmente no un Dios despótico, caprichoso y apático, sino el Dios de la esperanza salvadora.

Así, pues, sin trivializar, reinterpretar ni glorificar el sufrimiento, y sin aceptarlo tampoco con simple estoicismo, apatía e insensibilidad, es posible, desde la perspectiva de Jesús, el siervo sufriente de Dios, reconocer y confesar, con una esperanza muchas veces casi desesperada, entre protestas y en oración,

que Dios, aun cuando el sufrimiento carezca aparentemente de sentido, permanece ocultamente presente;

que Dios, si no nos preserva de todo sufrimiento, sí nos preserva en todo sufrimiento;

que nosotros, dondequiera que ello sea posible, debemos tratar de mostrarnos solidarios en el dolor y ayudar a soportarlo;

más aún: que no solamente hemos de soportar el sufrimiento sino, siempre que sea posible, combatirlo, y no tanto a nivel individual cuanto en las estructuras y condicionamientos generadores de sufrimiento.

¿Se puede «vivir» esta respuesta, que no ayuda a olvidar sino a asimilar el sufrimiento? Cada uno de nosotros, cada una de nosotras tiene que decidirlo en su caso personal. A mí me emocionó y me infundió ánimos el hecho de que incluso en Auschwitz innumerables judíos y también algunos cristianos creían en Dios, ocultamente presente pese a todas las enormidades, en un Dios que no sólo padecía con ellos sino que también se compadecía de ellos. Ellos confiaron, y también —esto muchas veces se pasa por alto— rezaron en el infierno de Auschwitz. Desde entonces se han reunido muchos testimonios sobrecogedores que demuestran que en los campos de concentración no sólo se recitaba en secreto el Talmud y se santificaban las fiestas, sino que, en presencia de la muerte, se oraba y se confiaba en Dios[40]. Así, el rabino Zvi Hirsch Meisels cuenta cómo en el Rosch Haschana, la fiesta judía de Año Nuevo, tocó una última vez, en secreto y arriesgando la vida, el sofar («trompeta de asta de carnero») a petición de 1400 adolescentes condenados a muerte, y cómo, cuando él abandonó el bloque de aquellos muchachos, uno de ellos exclamó: «El rabí ha fortalecido nuestro espíritu al decirnos que “aunque una afilada espada esté tocando la garganta de una persona, ésta no debe perder la esperanza en la misericordia de Dios”. Os digo que podemos confiar en que las cosas vayan a mejor, pero tenemos que estar preparados a lo peor. Por Dios, no olvidemos recitar con fervor en el último momento la profesión de fe de Israel[41]». O sea, que infinidad de judíos de hoy (y también algunos cristianos) confiaban en los campos de concentración en que tenía un sentido aceptar el propio sufrimiento, invocar al Dios oculto y ayudar, en la medida en que eso era posible aún, a otras personas. Y como hay personas que han llegado a rezar en Auschwitz, la oración no se ha vuelto más fácil después de Auschwitz, pero no se puede decir que por eso haya perdido su sentido, no, la oración no ha perdido su sentido.

En suma: la pregunta concreta de por qué Dios «no intervino» y por qué «no impidió», no he podido resolverla teóricamente, porque no puedo resolverla, con esta respuesta. Pero he tratado de relativizarla. Hay un camino intermedio —en mi opinión— que se nos abre teológicamente a judíos y cristianos, ante la enorme negatividad de que está llena la propia vida y la historia universal: de un lado, la negación de Dios por parte de aquellos que creen encontrar en un hecho como el de Auschwitz su más poderoso argumento contra Dios, y que sin embargo no aclaran nada. De otro lado, la fe en Dios de aquellos que asimilan especulativamente, con la teología de la Trinidad, lugares como Auschwitz, lo superan integrándolos en una dialéctica intradivina del dolor y así tampoco explican la causa última del sufrimiento. El modesto camino intermedio es el camino de la inquebrantable —no irracional, sino perfectamente racional— confianza ilimitada en Dios, pese a todo: la fe en un Dios que sigue siendo luz a pesar de la oscuridad, en medio de la más tenebrosa oscuridad. «Si Dios está con nosotros, ¿quién está contra nosotros? Pues de ello estoy seguro: ni muerte ni vida, ni ángeles ni potestades, ni lo presente ni lo futuro, ni potencias de las alturas o de lo profundo ni ninguna otra creatura pueden apartarnos del amor de Dios que está en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rom 8,31.38 s.). Son palabras del apóstol Pablo, quien escribió estas frases, no llevado de desbordante entusiasmo, sino de amarga experiencia del dolor.

Pero sólo al final se verá claramente lo que el filósofo agnóstico judío Max Horkheimer tanto esperaba del «totalmente otro»: «que el asesino no puede triunfar sobre la víctima inocente[42]» Y también nuestros hermanos y hermanas judíos estarán de acuerdo con lo que, enlazando con los profetas, se lee, como testimonio de esperanza, en las últimas páginas del Nuevo Testamento acerca del Esjaton, de las postrimerías: «Y él, Dios, estará con ellos. Él enjugará todas las lágrimas de sus ojos: la muerte ya no existirá, ni la tristeza, ni los lamentos, ni las fatigas. Pues lo que antes había, ha pasado» (Ap 21,3 s.).

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