Credo

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IV. Bajada a los infiernos, Resurrección, Ascensión a los cielos

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- IV -

Bajada a los infiernos,

Resurrección,

Ascensión a los cielos

El arte cristiano se inspira en la figura de Cristo. Durante siglos, sin embargo, la iconografía representó la pasión y muerte de Jesucristo sólo con símbolos. Aquel hecho histórico era demasiado ofensivo, demasiado cruel. ¿Y su resurrección a la vida eterna? Este hecho radicalmente distinto, que trascendía la historia, aparecía como excesivamente sutil, excesivamente espiritual. Por eso muchas veces sólo se hacían alusiones —por ejemplo, en los sarcófagos—, mediante símbolos y alegorías: la cruz con el monograma de Cristo y la corona de la victoria, el sol, el pez…, así como el profeta Jonás estuvo tres días en el vientre del pez, así también estuvo Jesús en la tumba: una breve alusión al sentido simbólico de los tres días que transcurrieron entre la muerte y la resurrección. ¿Pero el hecho como tal, el acto de la resurrección?

1. La imagen del Resucitado

El hecho concreto de la resurrección apenas se representó alguna vez en las artes plásticas del primer milenio, si se prescinde de excepciones como la ilustración del Salterio de Utrecht, del siglo IX. Sólo a partir del siglo XII, el siglo de las Cruzadas, se vuelve frecuente la representación de Cristo saliendo de la tumba: triunfante, con la herida del costado y la bandera con la cruz. Y sólo los artistas del Renacimiento de los siglos XIV y XV se atreven a pintar, alcanzando gran maestría en ello, a un resucitado que flota en el aire, por encima de la tumba, si bien el principal maestro de la escuela umbra, Perugino, es ampliamente superado por su genial discípulo Rafael Sanzio, con la Transfiguración de Cristo, que anticipa la resurrección.

Pero apenas hay artista que pueda parangonarse con la fuerza expresiva, religiosa y artística de quien, aunque influido por el Renacimiento italiano y por la pintura holandesa, representó de un modo enormemente personal no sólo al Crucificado sino sobre todo al Resucitado: Matthias Grünewald, a quien, una vez más, queremos mencionar aquí. En el reverso de su retablo de Isenheim, en la cara opuesta al Crucificado, pintó también al Resucitado. Sólo cabe adivinar lo que para los leprosos de Isenheim, cubiertos de llagas y úlceras, tuvo que significar ese retablo que era abierto en los días de fiesta: una imagen de la esperanza en un cuerpo limpio, sano. ¡Qué radiante luminosidad, luminosidad interior, de los colores! La resurrección está presentada como un acontecimiento cósmico, no sobre fondo dorado, sino sobre un negro cielo nocturno, en el que resplandecen pocas estrellas. Con poderoso impulso, el Resucitado se eleva alzando los brazos, arrastrando consigo la blanca mortaja, rodeado de una gigantesca corona de rayos de luz, que va tomando los colores del arco iris y transforma la sábana, primero en azul, luego en violeta, y en el centro en un flameante rojo-amarillo. ¡Qué sinfonía de colores!

Y lo extraordinario de este cuadro pascual es que, consiguiendo un extraordinario grado de espiritualización, deja plásticamente visible el cuerpo del Transfigurado; la persona del Cristo resucitado no se esfuma sino que sigue siendo una figura concreta e inconfundible: una persona determinada. Las llagas del cuerpo alabastrino y la roja boca recuerdan que no es otro que el Crucificado quien penetra —con el gesto de quien bendice y revela— en el espacio de pura luz. La faz del Resucitado, exactamente en el centro, resplandeciente como el sol, con un resplandor que viene de dentro, pasa al deslumbrante amarillo de una aureola igual al sol. Y mientras que, de ese modo, el rostro queda absorbido en sus contornos por el claro resplandor, un par de ojos, llenos de indulgente autoridad y conciliante bondad, se dirigen reposadamente al espectador. En verdad: si algún artista ha conseguido indicar, mediante el color, lo que en el fondo no es susceptible de ser pintado, o sea, el soma pneumatikón, como lo llama el apóstol Pablo, el «cuerpo neumático», el «cuerpo-espíritu» del Resucitado, ese artista es Matthias Grünewald.

«Bueno, sí, de acuerdo», oigo decir a mi interlocutor, «pero ¿no habría tenido que mencionar usted antes, si quiere ir siguiendo el texto del credo, la bajada de Cristo a los infiernos, que no sólo pasan por alto muchos pintores cristianos sino que incluso muchos teólogos cristianos, en su perplejidad, ni siquiera mencionan? Un artículo de la fe un poco curioso, ¿no?».

2. ¿Bajada a los infiernos?

Descensus ad inferos, una «bajada a los del mundo subterráneo» o ad infera, al «mundo subterráneo»: un extraño artículo de la fe, en efecto, que fue incluido en el credo de la Iglesia relativamente tarde, en la segunda mitad del siglo IV (Sirmio, año 359, formulado por el sirio Marcos de Aretusa). Y lo admito: en ninguna parte se pone tan de manifiesto como en este artículo el hecho de que no todos los artículos de la fe tienen la misma importancia y la misma dignidad. Pues la cruz y la resurrección son —desde la perspectiva del Nuevo Testamento— absolutamente centrales; se hallan en el centro de los evangelios y asimismo de las epístolas de los apóstoles. ¿Pero la bajada de Jesucristo a los infiernos? Apenas hallamos una prueba inequívoca de ello en el Nuevo Testamento, y todavía Agustín, en su Enchiridion, su «pequeño manual» (escrito hacia el 423), no explica ese artículo de la fe, por no hallarse incluido aún, evidentemente, en el credo de su Iglesia. Hoy, casi 2000 años después del nacimiento de Cristo, seguramente no se le ocurriría a nadie la idea de introducir tal artículo en el credo si ya no estuviese incluido en él.

La falta de una base bíblica clara es, sin duda alguna, la razón principal de la ambigüedad, que persiste hasta hoy, de este artículo de la fe. En nuestros días esto se ha vuelto a ver claramente en el hecho de que las Iglesias católica y evangélica de Alemania, de manera oficial y sin dar mayor importancia a la cosa, han cambiado totalmente la traducción del descendit ad inferos en la nueva versión ecuménica del credo. Antes se decía «descendió a los infiernos», y ahora, «descendió al reino de la muerte». ¿Una traducción mejor, y nada más? No, en absoluto. Antes bien, un oscurecimiento tácito del sentido. Pues mediante esta reinterpretación el artículo adquiere un doble sentido que, por otra parte, ya iba unido desde la Edad Media a esta fórmula de fe.

Pues ¿adónde fue ese descenso, esa bajada?

Primer significado: de una manera muy general, a un «reino de la muerte», a un «reino de los muertos»: llamado en hebreo

sheol

, en griego

ᾍδης, hades

, el lugar donde están los que han muerto, los buenos y los malos. Así entendieron los cristianos, durante un milenio, ese descenso, y también la palabra alemana

Hölle

(«infierno»), y

Höllenfahrt

(«viaje al infierno») se interpretó en los orígenes de una manera, por así decir, neutra, como «mundo subterráneo» o «reino de los muertos».

Segundo significado: el descenso es a un infierno, al lugar de los no-bienaventurados: hebreo

gehenna

, latín

infernum

, el lugar, pues, de los eternamente condenados. Así se entiende el descenso a partir de la Edad Media. Pues entonces se creía que los que morían iban inmediatamente después de morir (con arreglo a sus buenas obras o a sus pecados) al cielo (el «paraíso»), o al purgatorio, o también al infierno; en la Edad Media se suponía que existían otras dos regiones subterráneas: un «anteinfierno», o —con mayor frecuencia según aumentaba el optimismo— un «antecielo», el lugar para los justos del Antiguo Testamento (

limbus patrum

), y un lugar para los niños muertos sin bautismo (

limbus puerorum

).

Ante tan variada tradición, el predicador actual se encuentra en una situación poco envidiable: puede elegir libremente, eso sí, pero entre interpretaciones totalmente contrapuestas del mismo artículo de la fe. Pues es realmente muy distinto que un predicador les presente a sus oyentes el «infierno», el lugar definitivo de la condenación eterna, o «solamente» un reino de los muertos, un lugar intermedio para todos hasta el juicio final. Muy distinto teológica y psicológicamente. Pero hasta ahora ningún papa se ha atrevido a decidir, falible o infaliblemente, lo que significa en último término este artículo de la fe. Y también los reformadores añadieron a las viejas explicaciones una nueva interpretación psicológica: «Descendió a los infiernos» quiere decir, para ellos, que, en la cruz, Jesús pasó tormentos infernales, al experimentar a la hora de la muerte la ira de Dios y la tentación de la desesperación definitiva. ¿Pero de dónde saben todo eso Lutero y Calvino? ¡De eso sí que no hay prueba ninguna en la Escritura! Los escritos neotestamentarios no se interesan por la psicología de Jesús. ¿Y el artículo sobre la «bajada»? ¿Lo encontramos en la Escritura?

La única cita de la Escritura que tiene relación con el descenso a los infiernos y que desde Clemente de Alejandría (siglo III) se pone en vinculación con él, es un pasaje de la primera carta de Pedro. Se habla en él de Cristo, que fue matado y que marchó «en el espíritu» a predicar «en la prisión» a los espíritus que fueron desobedientes en tiempos del Diluvio (cf. 1 Pe 3,18 - 20). Pero ese texto también ha sido interpretado en diferentes épocas por diferentes autores de forma totalmente contradictoria. La interpretación más probable, hoy por hoy, es seguramente la siguiente: este texto —como otros textos similares de la literatura apócrifa, en especial el libro de Enoc— habla del Cristo resucitado y transfigurado por el Espíritu, y, como nuevo Enoc, Cristo anunció a los ángeles prisioneros en las regiones inferiores del cielo (allí estaba la «prisión») su definitiva condenación (!). Pero en la primera carta de Pedro no se habla de un viaje a los infiernos o al reino de los muertos. Si se quiere hablar espacialmente, se trata aquí más bien de la primera parte de una ascensión a los cielos, de las regiones inferiores a las superiores del cielo. A ello se añade que la primera carta de Pedro es un texto muy tardío del Nuevo Testamento y hoy ya no se la puede considerar escrita por un apóstol como Pedro. ¿En qué quedamos, entonces?

Si queremos aclarar las cosas, tenemos que admitir, sin más rodeos, que para el lector actual de la Biblia las antiguas concepciones del universo ya no pueden ser vinculantes: ni la cosmovisión de la Biblia hebrea, con un universo a tres niveles (cielo, tierra, mundo subterráneo), ni la cosmovisión del helenismo, con una tierra que se mueve libremente en el espacio, rodeada de esferas planetarias, estando reservada la región situada más arriba de la luna a los dioses y la inferior a la luna a los espíritus de los hombres y a las potencias demónicas que luchan contra el hombre.

Y por eso no debe extrañar que este artículo de la fe, que tuvo antaño gran importancia en la historia de la Iglesia, haya perdido en gran medida su importancia existencial para los hombres de hoy. «Descendió al reino de la muerte», como dice hoy el texto oficial alemán, se entenderá hoy, en cualquier caso, no tanto a la manera de los reformadores, como una mirada psicologizante a la angustia de conciencia de Jesús, sino como expresión simbólica, no en el sentido de los reformadores ni de la Edad Media, sino de la Iglesia antigua: que el Cristo resucitado predicó a los muertos, ante todo a los patriarcas de Israel, para llevárselos con él al reino de los cielos, al reino de Dios.

El viaje al reino de los muertos lo entendemos, pues, simbólicamente, no como un viaje en el sufrimiento, como un último acto del rebajamiento, sino como un viaje triunfal y primer acto de la exaltación. Es decir, el descenso al mundo inferior se puede seguir entendiendo hoy como símbolo de la posibilidad de salvación de la humanidad precristiana y, por tanto, no-cristiana: de la posibilidad de salvación de los hombres piadosos del Antiguo Testamento, de aquellos a los que no ha llegado el mensaje cristiano, de todos los muertos, finalmente.

Esta interpretación se ve confirmada por la iconografía de la Iglesia oriental: en el arte bizantino, el descenso de Jesucristo al reino de la muerte fue representado desde los siglos VII-VIII, aproximadamente: pero —esto es importante— claramente como anástasis, como «resurrección». Y esa representación, muy extendida también en Occidente desde el siglo XI, se convierte en la Iglesia oriental en la verdadera representación de la resurrección: Cristo, frente al abismo infernal y frente a Satán cargado de cadenas, atrae hacia él a los antepasados. En la época de Grünewald, que, en una tabla lateral de su retablo pintó la tentación del monje san Antonio (era el monasterio de los antonitas) a la manera del Occidente medieval, con horribles y monstruosos demonios y (en inconsciente helenismo) con un combate aéreo de los espíritus, en la época de Grünewald, casi solamente Durero y Tintoretto, entre los grandes artistas, siguieron atreviéndose a pintar el viaje de Jesús a los infiernos, de manera que a partir de entonces esa representación es cada vez menos frecuente.

Si este artículo de la fe se entiende simbólicamente vinculado a la resurrección, no tiene, pues, por qué ofrecer dificultades al hombre de hoy. Y sin embargo es innegable que precisamente con este artículo de la fe se pone de manifiesto que el símbolo de los apóstoles está vinculado a una época, aunque en la liturgia pascual de la Iglesia oriental este artículo, por las razones mencionadas, siga ocupando un lugar destacado.

La pregunta con que, llegados a este punto, interrumpe mi explicación el hombre contemporáneo no puede pasar inadvertida: «Pues si a este artículo de la fe sobre la bajada de Jesucristo a los infiernos no le corresponde una importancia capital, ¿no se puede decir lo mismo de su ascensión a los cielos?». Respuesta: No, la cosa no es tan fácil.

3. ¿Ascensión a los cielos?

A diferencia del descenso de Jesús a los infiernos, sobre la ascensión a los cielos habla ya el Nuevo Testamento: el evangelista Lucas, exactamente. Su relato es la base de nuestro artículo de la fe. Pero con ello se anuncia al mismo tiempo la dificultad: de la ascensión de Cristo a los cielos informa Lucas, pero sólo Lucas. No leemos una sola palabra al respecto ni en los otros dos sinópticos (Mateo y Marcos), ni en Juan, ni en Pablo ni en los escritos deuteropaulinos. En la Iglesia primitiva no existía la tradición de una ascensión visible de Jesús, ante la mirada de los discípulos.

Sólo Lucas, el tercer evangelista, que desde un principio mostró más interés que otros por la realidad corporal, palpable, del Resucitado y por el testimonio ocular de los apóstoles, separa en el tiempo, contrariamente a los otros testigos, resurrección y exaltación. Es decir: sólo Lucas sabe de una ascensión a los cielos en Betania, ascensión que clausura el tiempo de las apariciones de Jesús en la tierra e inaugura con énfasis el tiempo de la misión universal de la Iglesia hasta el retorno de Jesús. Esto se ve con mayor claridad en los Hechos de los Apóstoles (escritos entre los años 80 y 90), que Lucas pone a continuación de su evangelio, escrito éste seguramente en los años 70. Esa ascensión a los cielos, concebida como un suceso independiente, es trasplantada después al evangelio de Marcos, a la parte final, y puesta en vinculación con la historia de la ascensión del profeta Elías y con el salmo sobre el Señor sentado a la derecha del Padre. Pero ese «final de Marcos», como se le llama, es del siglo II.

¿Cómo hay que entender esa ascensión a los cielos? Hoy no harán falta largas explicaciones sobre el hecho de que tal «ascensión» al «cielo» —demostrada ad oculos el día de la Ascensión en algunas iglesias mediante la elevación mecánica de una estatua de Cristo hasta el techo de la iglesia— está basada en la concepción antigua —que ya no compartimos hoy— del universo según la cual éste consta de tres niveles. ¡Como si Jesús hubiera emprendido una especie de viaje cosmonáutico! Sería absurdo afirmar hoy algo así. Pero en aquel entonces esa idea, hoy inaceptable, era normal. No sólo Elías y Enoc subieron al cielo, según la Biblia hebrea, sino que existen relatos sobre la subida al cielo de otros grandes personajes de la Antigüedad: Heracles, Empédocles, Rómulo, Alejandro Magno y Apolonio de Tiana. Esas ascensiones son propiamente un «alejamiento» del gran héroe, un desaparecer de la tierra, o sea, no una «subida al cielo», ya que no se describen ni el camino ni la llegada al cielo: casi siempre hay una nube que pronto cubre al «arrebatado», lo que es un signo de la proximidad y, a la vez, de la inaccesibilidad de Dios.

Todo esto nos enseña que esa ascensión contada por Lucas no es un invento cristiano, no es un «prodigio» inaudito, exorbitante, sino una idea, una imagen familiar al oyente de aquella época. Lucas disponía de ese esquema del alejamiento súbito, como imagen y como género narrativo. Probablemente fue el propio evangelista quien dio la forma de ascensión al cielo al relato tradicional sobre la exaltación de Jesús a Dios; para dar esa nueva forma, el evangelista tenía a su disposición, en los viejos relatos sobre la tumba vacía y las apariciones, todos los elementos esenciales. Pero la cuestión es saber por qué lo hizo. Dos motivos pueden haber sido decisivos:

Primer motivo: Lucas pudo haber tenido interés, ante todo, en hacer comprender lo incomprensible con un ejemplo palpable: el Cristo resucitado «va» a Dios, penetra definitivamente en la realidad de Dios. Es decir: la ascensión de Jesús no debe comprenderse ni celebrarse como un segundo «hecho salvífico» posterior a la resurrección, sino como un aspecto, puesto especialmente de relieve, del solo y único hecho pascual. Esto se ve subrayado por el hecho de que en el evangelio de Lucas (y por eso también en el final de Marcos) la ascensión tiene lugar el mismo día que la resurrección. Sólo en los Hechos de los Apóstoles, la ulterior obra de Lucas, existe entre la resurrección y la ascensión un período de 40 días, que alude, evidentemente, al número bíblico sagrado de 40: Israel caminó 40 años por el desierto, Elías ayunó 40 días, Jesús también. Si hoy la fiesta de la Ascensión ha perdido claramente importancia, ello no debe considerarse como algo negativo, sino que corresponde a su grado de importancia en el Nuevo Testamento.

Segundo motivo: Si se leen atentamente esos textos, llama la atención el hecho de que la fe, muy difundida en aquellos tiempos, en la «parusía», o sea, la creencia de que Jesús volvería pronto, en vida de la primera generación, experimenta una enérgica corrección: «Hombres de Galilea», así se ven interpelados los discípulos que quedan abajo, «¿qué hacéis ahí mirando al cielo?» (Hch 1,11). En lugar de esa espera ociosa, Lucas apuesta por la misión en el mundo. Quien ahora ha de venir no es Jesús, que se va alejando en el cielo después de haber encargado una misión a los discípulos, sino el Espíritu Santo, que fortalecerá a los discípulos para los tiempos de misión que se aproximan, hasta que finalmente —al final de los tiempos— Jesús regrese de una manera tan clara y concreta como se marchó. Así, pues, con el relato de la ascensión, Lucas quiere decirnos lo siguiente: la resurrección sólo la han comprendido quienes no se quedan mirando al cielo sino que van al mundo y dan testimonio de Jesús.

Pero ahora algunos preguntarán con razón, ya impacientes: «¿No hay que explicar por fin lo que significa ese “acontecimiento pascual”? ¿No es una milagrería completamente absurda el creer en pleno siglo XX en esa historia de la tumba vacía?». Efectivamente, la vieja palabra germánica Ostern («Pascua»), que tiene que ver con Osten («aurora»), aparece tarde vinculada a la festividad de la resurrección. Y ésta ya se celebró pronto el «primer día» después de la Pascua (judía), conforme al relato de Marcos: «El primer día de la semana llegaron (las mujeres) muy temprano a la tumba, a la salida del sol» (Mc 16,2). ¿Quiere esto decir entonces que el cristiano ha de creer en la tumba vacía?

4. ¿Creer en la tumba vacía?

Podemos llegar muy pronto al núcleo del problema si nos planteamos la pregunta siguiente: ¿A quién se le ocurriría suponer, ante una tumba vacía, que quienquiera que sea ha resucitado de entre los muertos? La mera tumba vacía no dice absolutamente nada. Pues el hecho de que una tumba esté vacía puede tener, notoriamente, muchas explicaciones. Esto es válido hoy y era válido también entonces. Y son los propios evangelistas quienes, probablemente para hacer frente a los rumores de los judíos en esa dirección, nos informan ya sobre las posibles explicaciones: ¿Estaba la tumba vacía? Entonces sólo puede ser que han robado el cuerpo, o que lo han confundido con otro, o que la muerte fue sólo aparente. O peor aún: la historia de la resurrección es sólo una ficción, una estafa de los discípulos. Aún hoy sigue habiendo personas que, contra los testimonios inequívocos de las fuentes auténticas, creen en la tesis de la muerte aparente de Jesús y difunden esas tesis poco serias en libros provistos de títulos tan efectistas como Jesús, el primer hombre nuevo: una idea abstrusa, si se tienen en cuenta los testimonios históricos.

Dicho sin rodeos: con la tumba vacía, en sí, no se puede probar la verdad de la resurrección de Jesús de entre los muertos. Eso sería una clara petición de principio: se presupone lo que habría que demostrar. Pues, por sí misma, la tumba vacía sólo dice lo siguiente: «Él no está aquí» (Mc 16,6). Y hay que añadir expresamente, por no ser en modo alguno evidente: «Ha resucitado» (Mc 16,6). Pero esto también se le puede decir a cualquiera, sin necesidad de enseñarle una tumba vacía.

Todo esto quiere decir lo siguiente: según el Nuevo Testamento, no fue la tumba vacía, de por sí, lo que hizo creer en el Resucitado (en el evangelio de Juan tampoco cree Pedro cuando ve la tumba vacía, sólo el discípulo amado, lo que hace pensar en un saber que procede de Dios). Y así como en todo el Nuevo Testamento no hay nadie que afirme haber estado presente —como Grünewald, por así decir— durante el hecho mismo de la resurrección, ni que diga que conoce testigos oculares de la resurrección, así tampoco hay nadie que asegure que su fe en el Resucitado proviene de la tumba vacía.

En ningún momento recurren los discípulos a la tumba vacía para fortalecer la fe de la joven comunidad cristiana, o para refutar o convencer a los adversarios. No puede sorprender, por tanto,

que el texto más antiguo sobre apariciones de Jesús (1 Cor 14,4) no vincule la fe en la resurrección a la existencia de una tumba vacía;

que Pablo no mencione en ninguna de sus cartas la «tumba vacía» ni acuda a testigos autorizados de la «tumba vacía», con el fin de reforzar su mensaje de la resurrección;

que, por último, los demás textos neotestamentarios, fuera de los evangelios, no digan nada sobre la tumba vacía.

Para el hombre contemporáneo, esto significa: la tumba de Jesús puede haber estado o no vacía, históricamente, pero la fe en la nueva vida, junto a Dios, del Resucitado no depende de la tumba vacía. El acontecimiento pascual no está condicionado sino, todo lo más, ilustrado por la tumba vacía. O sea, la «tumba vacía» no es un artículo de fe, es decir, no es base u objeto de la fe en la resurrección, y por tanto no tiene por qué ser mencionada en el Símbolo de los Apóstoles. Quien se atiene a la Biblia, no tiene que creer ni a causa de la tumba vacía ni, menos aún, «en» la tumba vacía. La fe cristiana no llama a una tumba vacía sino al encuentro con el Cristo viviente, como dice el evangelio: «¿Por qué buscáis entre los muertos al que está vivo?» (Lc 24,5).

A ello se añade que, en el propio Nuevo Testamento, los relatos sobre la tumba vacía divergen fuertemente en los detalles: los soldados que vigilan la tumba, y que en el retablo de Grünewald aparecen como cegados por los rayos de luz y cayendo al suelo aturdidos por la fuerza de éstos, sólo aparecen en Mateo. El hecho de que Pedro acuda a la tumba sólo lo mencionan Lucas y Juan; la aparición a las mujeres, sólo Mateo, y a María Magdalena, sólo Juan. Por todo ello, la mayor parte de quienes se adhieren a la exégesis crítica de la Biblia llegan a la convicción de que las historias en torno a la tumba son ilustraciones legendarias del mensaje de la resurrección, al estilo de las epifanías del Antiguo Testamento, y que fueron escritas muchas décadas después de la muerte de Jesús. Pues, si se observa bien, en el centro del relato sobre la tumba no está la tumba vacía sino el mensaje, breve, como una profesión de fe, de la resurrección (por boca del ángel): «¡Ha resucitado!» (Mc 16,6), tal y como aparece en el documento más antiguo del Nuevo Testamento, la primera carta a los Tesalonicenses del año 51/52, y en diversos documentos posteriores: Jesús, «a quien él (Dios) ha resucitado de entre los muertos» (1 Tes 1,10). Los relatos sobre la tumba vacía no deben ser entendidos como reconocimiento de un hecho sino como la reconstrucción narrativa, surgida seguramente ya bastante pronto, y el despliegue cada vez más legendario del mensaje de la resurrección, tal y como está contenido en el anuncio del (o de los) ángeles.

¿Sigue teniendo entonces un sentido el leer, el Domingo de Resurrección, esas historias sobre la tumba? Sí, por supuesto. Lo que he dicho sobre el evangelio de Navidad es aplicable también a los evangelios de la resurrección: un relato concreto, como el de los discípulos que caminan a Emaús, un cuadro concreto como el de Grünewald, pueden calar más hondo que una frase teórica, que un principio filosófico o que un dogma teológico. Y esos relatos son, además, un signo que aclara y confirma lo siguiente: con la muerte de Jesús no ha terminado todo, Jesús no ha permanecido en la muerte y el Resucitado no es otro que el ajusticiado Nazareno. «Pero vayamos al núcleo del asunto», pregunta aquí el coetáneo formado en el método histórico-crítico, «¿no hay que admitir que la fe en la resurrección de entre los muertos aparece muy tarde en la Biblia? ¿No es incluso ajena al judaísmo esa fe en la resurrección?».

5. Resurrección de los muertos: ¿ajena al judaísmo?

Una primera respuesta: la fe en una vida después de la muerte existió en Israel desde tiempos remotos. Pero durante siglos se pensó que esa vida era una existencia de sombras, sin alegría, en un «mundo subterráneo» (sheol). En la historia judía, aparece relativamente tarde la fe en una nueva vida después de la muerte: Dios resucita a los muertos a nueva vida. El testimonio más antiguo, es más, el único testimonio incontrovertido de la Biblia hebrea sobre esa resurrección a una vida nueva y eterna, se halla en el libro de Daniel, del siglo II (hacia el 165/164 a. C.), o sea, en un libro de la literatura apocalíptica judía. Hay otros testimonios en el Antiguo Testamento griego, sobre todo en el segundo libro de los Macabeos, y en la literatura apocalíptica posterior al libro de Daniel. Esa resurrección no es nunca —como por ejemplo en el mundo griego— una mera inmortalidad del «alma» humana, sino, conforme a la concepción judía del hombre como unidad psicosomática, una nueva vida en Dios de la totalidad de la persona.

¿Así que hay que aceptar una divergencia a este respecto entre judaísmo y cristianismo? No, en modo alguno, aunque haya que admitir que en el judaísmo la historia de la fe en la resurrección tenga sus altibajos. «La fe en la resurrección de los muertos es un dogma explícito del judaísmo clásico, confirmado y desarrollado por Moses Maimónides, tratado por Hasdai Crescas como “verdadera fe” (distinta de un principio fundamental del judaísmo), puesto por Joseph Albo a un nivel más cuestionable de la deducción y casi desaparecida en tanto que doctrina central desde que terminaron los discursos medievales»: es lo que constata Arthur A. Cohen, biógrafo de Martin Buber y profesor de la Universidad de Chicago. Y sin embargo: «A pesar de la pérdida de eminencia dogmática, allí donde —entre otros dogmas de fe— fue considerada como un sine qua non de doctrina rabínica escatológica, la resurrección sigue siendo aceptada en la liturgia tradicional. Introducida como segunda bendición del “rezo de los dieciochos ruegos” (el Shemone Essre), repetida durante el Amida (literalmente: “oración fija”), confirma que Dios también es fiel a quienes yacen en el polvo, y que por su misericordia resucita a los muertos, regenera los cuerpos y les ofrece vida eterna[43]».

La «resurrección» por obra de Dios es, por tanto, algo claramente judío. Y judío no es solamente el contenido de la confesión de fe cristiana: «Alabado seas, Yahvé, que das vida a los muertos» (así reza la segunda bendición, y un sentido similar tiene la liturgia del cementerio). Judía es también la forma: «Dios, que le ha resucitado de entre los muertos»; es un texto semejante a las fórmulas de fe de empleo frecuente entre los judíos: «Dios, que hizo el cielo y la tierra», o «Dios, que os sacó de Egipto». Pero ya aquí resulta claro que el sujeto de la resurrección no es Jesús, que ha muerto, sino Dios, que resucita al que ha muerto, y por eso es más inequívoco el empleo transitivo del verbo «resucitar» que el empleo intransitivo, que podría entenderse como una resurrección por propia virtud (La lengua alemana dispone aquí de dos vocablos diferentes: Auferweckung (el hecho de resucitar a otro) y Auferstehung (resurrección por propia virtud) (N. de la T.).

«Sin embargo», se podrá objetar, «¿no separa a judíos y cristianos el hecho de que la fe en el poder resucitador de Dios esté vinculado a la persona de Jesús de Nazaret? A pesar de su muerte defraudante, los cristianos pusieron su esperanza en él; a pesar de su muerte ignominiosa, lo proclamaron Mesías. ¿Cómo se puede explicar eso racionalmente?».

6. ¿Creer en la resurrección de Jesucristo?

Lo primero aquí es tomar, simplemente, nota de lo siguiente: según todos los testimonios, los primeros discípulos y discípulas de Jesús declaran que el motivo de la fe que ha nacido en ellos es el Dios de Israel y el propio Jesús. Y para explicarlo no acuden a reflexiones sobre la impresionante personalidad de Jesús, que «no podía morir, sino que vive» (como se cantaba en otro tiempo sobre Lenin), ni tampoco a determinados modelos históricos (los justos que sufren, y los mártires), sino a apariciones, a todas luces impresionantes, que les llevaban a dar testimonio público y que tuvieron lugar durante los días, semanas y meses posteriores a la muerte de Jesús, unas apariciones de las que Pablo nombra toda una serie de testigos que aún viven (1 Cor 15,5 - 8); también aducen experiencias con el Jesús vivo, cosas inesperadas que les han ocurrido. No cabe duda de que nuestros conocimientos relativos a las experiencias de orden espiritual, visiones, audiciones, dilatación de la conciencia, éxtasis, vivencias «místicas», son todavía muy limitados como para poder dilucidar lo que, en último término, había de real en todos esos relatos. Y también es seguro que los discípulos se sirvieron de los modelos interpretativos que se conocían entonces. Pero no se pueden rechazar como alucinaciones tales vivencias ni tampoco se querrá aplicar inversamente un esquema supranaturalista, y explicarlas como una intervención, desde arriba o desde fuera, de Dios. Probablemente se trató de visiones que tuvieron lugar en el interior, no en la realidad exterior. Pues la actividad «subjetiva», psíquica, de los discípulos y el obrar «objetivo» de Dios no se excluyen en absoluto mutuamente; Dios puede actuar también a través de la psique del hombre.

En cualquier caso, Jesús no apareció públicamente como el glorioso triunfador, con la bandera de la cruz en la mano, como se le representa desde la época de las Cruzadas. Esas «visiones» y «audiciones», ese «ver» y ese «oír» no implican un conocimiento neutro, histórico, sino un acto de confianza: una aceptación confiada que no excluye las dudas: se trata de experiencias de fe, cuya más adecuada comparación serían las experiencias vocacionales de los profetas de Israel. Al igual que ellos, los discípulos y discípulas empiezan ahora a sentirse llamados, a anunciar el mensaje, en calidad de «enviados (apóstoles) del Mesías Jesús», y a exponer su vida por ese mensaje, sin preocuparse de eventuales peligros.

«¿Pero no se puede probar que en la Antigüedad hay testimonios de otras resurrecciones?» En efecto, se ha aducido sobre todo, muchas veces, la aparición después de su muerte de Apolonio de Tiana, tal y como nos la cuenta Filóstrato. «¿Y no pierde así la resurrección de Jesús su carácter extraordinario?». Respuesta: Nótese la diferencia con la resurrección de Jesús: De la experiencia de la resurrección de Apolonio ¿ha llegado alguna persona alguna vez a la convicción —una convicción que transforma toda su vida y que será proclamada por todas partes y por encima de todo— de que a través de ese hombre Dios ha hablado y obrado de manera decisiva? Esto es lo extraordinario de la resurrección de Jesús, no la forma del relato.

Hasta qué punto Jesús —quien posiblemente esperaba que, todavía viviendo él, sucediera un dramático cambio escatológico— había preparado a sus discípulos para tan dramático acontecimiento, es algo que no sabemos; las profecías sobre la muerte y la resurrección que nos refieren los evangelios, en la forma en que allí aparecen, probablemente fueron formuladas posteriormente. Lo único seguro es lo siguiente: los discípulos, que esperaban para dentro de poco el reino de Dios, vieron, de momento, cumplidas sus esperanzas: cumplidas con la resurrección de Jesús a una nueva vida. Esa resurrección fue considerada como el comienzo de la salvación final. También este concepto era, por lo menos en aquel entonces, «de auténtica raigambre judía»: no sólo los judíos que seguían a Jesús, sino muchos judíos esperaban entonces la resurrección de los muertos, una vez que, según hemos visto, la fe en la resurrección general de los muertos, o por lo menos de los justos, había aparecido por primera vez en el libro de Daniel y en la literatura apocalíptica. Por otra parte: lo que muchos judíos esperaban en un futuro para todos los hombres, para la joven comunidad cristiana ya había sucedido anticipadamente, a causa de sus experiencias pascuales, en la persona de Uno solo: la resurrección de Jesús fue el comienzo de la resurrección general de los muertos, el inicio del fin de los tiempos, con un último plazo de gracia hasta la aparición del esperado «Hijo del hombre» (según Dan 7,13). Esto tenía una base sólida en la fe judía de aquella época.

Dentro de tal tradición apocalíptica se encuentran los adeptos del crucificado Nazareno. Ellos nunca se imaginaron la resurrección de Jesús como el milagro de una resurrección a esta vida, semejante a los tres casos de que informa la Biblia hebrea, sino siempre como una resurrección a la vida celestial y definitivamente transfigurada. Aquella primera comunidad cristiana estaba firmísimamente convencida de que el Crucificado no había caído en la nada, sino que dejando atrás la realidad provisional, perecedera, inestable, había entrado en la verdadera y eterna vida de Dios. Dios no había abandonado a aquel justo, le había hecho justicia a través de la muerte, le había «justificado», más aún, exaltado como a Hijo.

Pues ¿dónde está ahora el Resucitado? Ya hemos oído la respuesta a esta pregunta, que en aquel entonces era de una urgencia extraordinaria: los primeros cristianos la hallaron sobre todo en el pasaje de un salmo que ha penetrado en el credo: «Está sentado a la derecha del Padre». Y en efecto: no hay frase de la Biblia hebrea que se cite, literalmente o con variaciones, tantas veces en el Nuevo Testamento como el versículo 1 del salmo 110: «Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha». Esto no implica una «comunidad de esencia», pero sí —lo más que podía decir un judío en tanto que monoteísta— una «comunidad de trono» del Jesús resucitado con Dios, su Padre, en el «trono de la gloria», en el «trono» del mismo Dios[44].. Y la imagen del «trono», tomada del mundo de la realeza, ha de ser entendida, evidentemente, como símbolo de dominación, de manera que el reino de Dios y el reino del Mesías se vuelven prácticamente idénticos. «Jesús es el Señor» (en hebreo, el maran; en griego, el κύριος, kyrios): ésta es la más antigua profesión de fe —dirigida contra todos los otros señores de este mundo— de la comunidad cristiana.

Como hemos visto, el mensaje de la resurrección del Crucificado no ha sido trasmitido sin imágenes ni adornos legendarios, propios de su época, no ha sido trasmitido sin amplificaciones y configuraciones condicionadas por la situación. Y, sin embargo, lo que ese mensaje contiene es, en el fondo, sencillo, es algo que, a través de todas las discrepancias, o incluso contradicciones, de la tradición, aparece de modo inequívoco, desde un principio, en todos los testigos: El Crucificado vive y reina para siempre en Dios, una exigencia y una esperanza para nosotros. Los cristianos —ya procedan del judaísmo o, más tarde, del paganismo— de las comunidades del Nuevo Testamento están sostenidos, es más, fascinados y entusiasmados por la seguridad de que Aquel a quien se había dado muerte no había permanecido en la muerte sino que vivía, y de que quien le siguiera y le fuese fiel también viviría. La muerte no es la última palabra de Dios relativa al hombre. La vida nueva y eterna de Jesús es desafío y esperanza real para todos.

Con ello queda claro lo siguiente: ya desde el principio no fue un hecho histórico comprobado sino siempre una convicción basada en la fe la afirmación de que con la muerte de Jesús no había acabado todo, y de que Jesús no había permanecido en la muerte sino entrado en la vida eterna de Dios. Pero esa fe no le pide hoy en día a nadie que crea en una intervención «sobrenatural» de un Deus ex machina, contraria a las leyes de la naturaleza. Esa fe descansa en la convicción de una muerte «natural» y de una acogida en la verdadera, auténtica, divina realidad: entendida como el estado final del hombre, libre de todo sufrimiento. Del mismo modo que la exclamación de Jesús al morir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34), ya ha tomado un giro positivo en el evangelio de Lucas con la cita del salmo: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Sal 31,6; Lc 23,46), y después en Juan: «Todo está consumado» (19,30).

Pero ya tenemos la objeción: «¿No quiere usted entonces entender literalmente el dogma relativo a Dios que da vida a los muertos? ¿No tiene que creer el cristiano en el regreso de un muerto a la vida, en una resurrección corporal en sentido fisiológico?». La pregunta del hombre de hoy está plenamente justificada, y tenemos que explicar directamente:

7. Lo que significa y lo que no significa «resurrección»

Ya ha quedado claro que los testimonios más antiguos del Nuevo Testamento, que son pocos, no entienden la resurrección de Jesús como una vuelta a la vida terrenal, o sea, que no la entienden analógicamente a las revivificaciones que tienen lugar en el Antiguo Testamento por obra de los profetas. No, si se tiene en cuenta el trasfondo judío de las expectativas apocalípticas, se trataba de la exaltación del ajusticiado y enterrado Nazareno por Dios y a Dios, a un Dios, a quien él mismo llamó Abba, Padre.

¿Qué significa entonces «resurrección»? Ahora puedo dar una respuesta abreviada a esa pregunta:

Resurrección

no

significa

regreso a esta vida espacial y temporal

: la muerte no es anulada (no es la revivificación de un cadáver) sino definitivamente superada: es la entrada en una vida totalmente distinta, imperecedera, eterna, «celestial». La resurrección no es un «hecho público».

Resurrección

no

significa

continuación de esta vida espacio-temporal

: ya la expresión «después de» la muerte induce a error: la eternidad no está determinada por un «antes» ni por un «después» en el tiempo. Lo que quiere decir es, por el contrario, una vida nueva, que rompe las dimensiones de espacio y tiempo, en el invisible, inconcebible reino de Dios, llamado simbólicamente «cielo».

Resurrección significa, positivamente

: Jesús no entró en la nada al morir, sino que, en la muerte y desde la muerte, entró al morir en esa última y primera realidad inabarcable y abarcadora, fue acogido por la realidad más real, a la que damos el nombre de Dios. Cuando el hombre alcanza su

Ésjaton

, lo último de toda su vida, ¿qué le espera allí? No le espera la nada, sino ese todo que es Dios. El creyente sabe desde entonces que la muerte es tránsito a Dios, es entrada en el recogimiento de Dios, en ese ámbito que supera a toda imaginación, que jamás fue contemplado por el ojo humano, que escapa por tanto a nuestros sentidos, a nuestra inteligencia, reflexión y fantasía. Si alguna vez la palabra

mysterium

—de la que tanto abusa la teología tiene un empleo adecuado, por tratarse del dominio absolutamente primigenio de Dios, es en la resurrección a nueva vida.

Dicho de otro modo: sólo la fe de los discípulos es —al igual que la muerte de Jesús— un hecho histórico (que se puede captar con medios históricos); la resurrección, por obra de Dios, a la vida eterna no es un hecho histórico, concreto e imaginable, menos aún biológico, y sin embargo se trata de un suceso real en la esfera de Dios. ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué significa en este caso «vida»? La mirada al cuadro de la Resurrección de Grünewald es una advertencia: el Resucitado no es un ser diferente, puramente celestial, sino que sigue siendo, todavía cuerpo pero al mismo tiempo espíritu, aquel hombre, Jesús de Nazaret, que fue crucificado. Y ese hombre no se convierte, por la resurrección, en un fluido impreciso, fundido con Dios y el universo, sino que, estando en la vida de Dios, continúa siendo ese Él, determinado e inconfundible, que ya fuera: aunque, por otra parte, sin la limitación espacio-temporal de la forma terrenal. Por eso en Grünewald el rostro se va transformando en pura luz. Según los testimonios de la Escritura, la muerte y la resurrección no borran la identidad de la persona, sino que la conservan en una forma irrepresentable, transfigurada, en una dimensión totalmente distinta.

¿Qué resulta de todo ello? Nosotros, hombres de hoy, formados en las ciencias de la naturaleza, necesitamos que se nos hable un lenguaje claro: para que se conserve la identidad personal, Dios no necesita los restos mortales de la existencia terrena de Jesús. Se trata de una resurrección a una forma de existencia completamente distinta. Quizá pueda compararse ésta con la de la mariposa que levanta las alas y deja atrás lo que fue el capullo de la oruga. Así como el mismo ser vivo abandona la antigua forma de existencia (oruga) y toma una forma inconcebiblemente nueva, totalmente liberada, ligera y aérea (mariposa), así podemos imaginarnos nuestro propio proceso de transformación por obra de Dios. Es una imagen. No tenemos por qué vincular la resurrección a ningún hecho fisiológico.

¿Pero a qué queda vinculada entonces la resurrección? Ni al substrato, que cambia desde un principio constantemente, ni a los elementos de ese cuerpo determinado, pero sí a la identidad de esa persona inconfundible. La corporeidad de la resurrección no exige —ni entonces ni ahora— que el cuerpo muerto vuelva a la vida. Pues Dios resucita a una forma nueva, ya no concebible, como dice paradójicamente Pablo, como soma pneumatikón, como «cuerpo neumático», como «corporeidad espiritual». Con esa expresión, realmente paradójica, Pablo quería decir las dos cosas a la vez: continuidad, pues «corporeidad» quiere decir identidad de la misma persona que existió hasta ahora y que no se deshace sin más, como si la historia vivida y sufrida hasta ahora hubiese perdido toda relevancia. Y también discontinuidad: pues «espiritualidad» no quiere decir que el antiguo cuerpo continúe existiendo o vuelva a la vida, sino que hay una nueva dimensión, la dimensión «infinito», que se impone al transformar después de la muerte todo lo finito.

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