Credo

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IV. Bajada a los infiernos, Resurrección, Ascensión a los cielos

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«¿Pero por qué aceptar con tan poco espíritu crítico la idea de que sólo se vive una vida?», pregunta, hoy día al menos, quien está influido por la espiritualidad india. «¿No hay en otras religiones, como en las de la India, otras ideas totalmente distintas, que se enfrentan, como gran alternativa, a la creencia judeo-cristiano-islámica? ¿No hay varias vidas para el hombre, de tal manera que podamos ir mejorando de un nivel a otro hasta entrar en la realidad última y superior, ya se la denomine nirvana o comoquiera que sea?». ¿Por qué no creemos, no en la resurrección, sino en un renacimiento en esta misma vida, en una reencarnación o transmigración del alma?

8. ¿Una o varias vidas?

Hay muchas razones que explican por qué una gran parte de la humanidad cree, desde hace siglos, en la reencarnación o transmigración de las almas. En todas las religiones de origen indio —hindús, budistas, jainas— la reencarnación es un dogma que no se demuestra, sino que se acepta a priori. No sucede lo mismo con el tercer grupo de corrientes religiosas: los chinos rechazan en general la reencarnación, y asimismo las religiones proféticas del primer grupo: judaísmo, cristianismo e islam. Pero también la hallamos entre los antiguos griegos, entre los pitagóricos (influidos quizás por los indios), en Platón y los neoplatónicos, y en Virgilio. Sí, incluso en el clasicismo y romanticismo alemán tiene sus testigos de excepción esa doctrina de la reencarnación, aunque Kant, Lessing, Lavater, Herder, Goethe y Schopenhauer quizás sólo la hayan aceptado temporalmente.

No necesito abordar la doctrina de Nietzsche del eterno retorno de lo mismo —la he expuesto y discutido a fondo en otro lugar—; se trata de un mito sobre la humanidad, antiquísimo y también extraordinariamente ambivalente, con el que Nietzsche quiso —sin éxito, por otra parte— contrarrestar la amenaza del nihilismo generado por el ateísmo, y conseguir él una estabilidad propia. Tampoco quiero explicar por qué yo, personalmente, por mucho apego que tenga a la vida, no siento la menor inclinación a volver, después de la muerte, a esta vida terrenal, independientemente de la forma en que ello pudiere suceder. Sólo quiero exponer brevemente los motivos de por qué, pese a tantos sólidos argumentos en pro de una reencarnación en esta vida, tiene su sentido el creer en una resurrección a una vida definitiva, eterna.

Para ello parto de lo siguiente: así como, en un sentido estricto, nadie ha demostrado hasta ahora la realidad de la resurrección a una vida nueva y eterna, así tampoco ha demostrado nadie el hecho de que la vida terrena se repita. Hay, naturalmente, relatos de personas que se acuerdan de su vida anterior. Pero ninguno de esos relatos —en un principio casi siempre de niños procedentes de países donde se cree en la reencarnación— sobre los recuerdos de una vida anterior se han podido comprobar de forma que convenzan a la mayoría, y lo mismo puede decirse de la historia, escrita muchos siglos después de la muerte del Buda y a todas luces legendaria, de los recuerdos del Buda sobre las 100 000 vidas vividas anteriormente. Por eso, muchos antroposofistas ven en la doctrina de la reencarnación no tanto una teoría científica comprobada como una convicción religiosa no demostrable. Tampoco existen en el campo de la parapsicología —por no hablar del espiritismo y la teosofía— hechos científicamente incontrovertidos y de aceptación general, que hablen en pro de la fe en la reencarnación. Pero una cosa es segura: los argumentos a favor de la reencarnación —argumentos de orden retrospectivo, o sea, que miran hacia atrás, y de orden prospectivo, o sea, que miran hacia delante— tienen no escasa importancia. La mayor parte de ellos giran en torno a la cuestión filosófico-religiosa del orden moral universal, o sea, la torturante cuestión de la justicia en un mundo en que el destino de los hombres se presenta tan monstruosamente desigual y tan injustamente repartido. Por eso:

Pregunta primera, en retrospectiva: un orden universal verdaderamente moral ¿no presupone necesariamente la idea de que existe una vida anterior a esta vida? ¿Es posible explicar de modo satisfactorio la desigualdad de oportunidades entre los hombres, las desconcertantes diferencias en la predisposición moral y en los destinos individuales, si no se parte de la idea de que el propio hombre es el causante, mediante sus obras buenas o malas en anteriores vidas terrenas, de su destino actual? ¿No quedaría así explicado por qué a los buenos les suceden tantas veces cosas malas (por una culpa anterior) y a los malos cosas buenas (por buenas obras anteriores)? La doctrina de la reencarnación tiene, como se ve, su razón de ser, pues se basa en el karma (sánscrito: «hecho», «obra»), o sea, en el «efecto» de las obras buenas y malas que determinan el destino de cada individuo en la vida actual y en futuras reencarnaciones.

Yo, sin embargo, pregunto a mi vez:

¿Se puede explicar mi vida actual, de forma realmente satisfactoria, con una vida anterior? Esa vida anterior también tendría que tener su explicación en otra vida anterior, y ésta, a su vez, en otra anterior, de forma que se llegaría a una cadena de reencarnaciones

ad infinitum

: lo cual, por otra parte, no es lo que creen hindús y jainas. Pero cuanto más atrás se remonta la cadena de causas, tanto más impersonal es mi destino humano. ¿Es una verdadera ayuda para mí el que mi vida tenga su explicación en oscuros tiempos remotos, con los que yo no tengo relación alguna?

Pero suponiendo que se siga manteniendo la idea de un comienzo por creación divina: ¿cómo hay que imaginarse ese primer comienzo que necesita de una segunda vida, sin hacer responsable de ello al creador de esa criatura evidentemente malograda en la primera creación?

Si nuestra predisposición moral se explica por las reencarnaciones: ¿no se cae en un individualismo ahistórico que prescinde prácticamente de lo que, concretamente, no nos ha sido dado a causa de una postulada vida anterior, sino que nos ha sido transmitido por la masa hereditaria biológica, por la formación en la primera infancia de lo consciente y lo inconsciente, por las primeras personas de nuestro entorno y, finalmente, por toda la situación social? ¿Está, pues, solucionado con la reencarnación el problema de la teodicea?

Si, por lo general, hay que partir de que se olvida radicalmente la vida anterior, ¿está garantizada la identidad de una persona, ya que son muy pocos los que tienen recuerdos? ¿Y qué ayuda es para mí el saber que ya he vivido en otra ocasión, si he olvidado totalmente esa vida?

Y esa doctrina de la reencarnación, finalmente, ¿no peca de falta de respeto al misterio del individuo humano, cuyo destino (por qué ha nacido precisamente así, aquí y ahora, y no en otro lugar y en otro tiempo) no puede ser descifrado, al fin y a la postre, por el hombre? ¿Pero no peca también de falta de respeto al secreto de la divinidad, a la que no se considera capaz de repartir y de valorar de manera justa y misericordiosa el destino y el sufrimiento humanos? ¿La dura ley de la causalidad del karma en lugar del amor de Dios, que envuelve en Justicia y misericordia las buenas y las malas obras?

Pregunta número 2, en prospectiva: Un orden universal verdaderamente moral ¿no presupone necesariamente la idea de una vida después de esta vida? Pues ¿cómo se va a conseguir lo que todos tienen derecho a esperar, que haya una expiación compensatoria de las malas obras (piénsese en los asesinos y en sus víctimas), y también que durante la vida humana se desarrolle la perfección ética necesaria, si no se le da al hombre la oportunidad de tener otra vida? ¿Reencarnación, pues, para que todas las obras, las buenas y las malas, encuentren la correspondiente retribución, y también para que el hombre se purifique moralmente?

Pero también aquí quiero preguntar a mi vez:

Cuando se postula la existencia de una compensación y una expiación en otra vida histórica, ¿no se niega la seriedad de la historia que radica en su carácter único e irrepetible, de forma que todo lo que se ha omitido una vez no puede volver jamás?

¿No hay trastornos del orden universal que nunca podrán ser enderezados por ninguna obra humana: culpa que nunca podrá ser expiada sino sólo perdonada? Y es más: ¿no corresponde al carácter humano (o, quizás, cristiano) de la idea de culpa el hecho de que la culpa no pueda ser olvidada, sino «perdonada», en lugar de que —conforme a una férrea ley sobrehumana— haya de ser totalmente expiada? ¿O sea, en lugar de la inexorable ley de la causalidad del

karma

, un Dios clemente?

Pero algunos objetarán: «Entonces, ¿por qué ha encontrado en nuestro tiempo la doctrina de la reencarnación tantos nuevos adeptos?». Esto me parece que está relacionado, en gran parte, con dos deficiencias de la doctrina tradicional cristiana:

La tradicional fe en un «purgatorio» —o sea, en una segunda vida después de nuestra vida terrena— que borre todas las culpas antes de que el hombre entre en la vida tercera, eterna, casi ha desaparecido hoy incluso en el catolicismo. Pero, en su lugar, no se ha meditado apenas sobre el hecho de que morir y entrar en la eternidad no pueden ser exactamente lo mismo para el asesino y para su víctima, si es que, por lo menos al final, existe una justicia.

La vida eterna en el «cielo» supraterrenal, la «eternidad», ha sido presentada tradicionalmente por la teología cristiana como algo tan aburrido y estático, tan alejado de toda dinámica y evolución ulterior, por así decir infinita, que no hay que extrañarse de que, en el conocido

sketch

de Ludwig Thoma, el muniqués condenado a cantar constantemente el aleluya en el cielo, sobre una nube, eche ansiosamente de menos la vida que dejó en la tierra y sólo desee volver a su querida Hofbräuhaus (La más antigua y célebre cervecería de Munich (N. de la T.)). Si hay un núcleo de verdad en la doctrina de la reencarnación, es el siguiente: que la vida eterna es vida verdadera y que no excluye, sino que incluye insospechadas posibilidades de desarrollo en el reino no de lo finito sino de lo infinito. Sobre las cuestiones objetivas, sobre el cielo y el infierno, que implican estos problemas, volveremos más tarde.

Pero comoquiera que sea: la tradición judeo-cristiano-islámica ofrece, frente a la doctrina de la reencarnación, una solución alternativa que se ve confirmada por la tradición oriental, china, cuya influencia llega hasta Corea, Japón y Vietnam: para limpiarse, purificarse, liberarse, perfeccionarse, el hombre no tiene que pasar por varias vidas terrenales. El destino del hombre se decide en esta vida terrena y, después de esta vida, por un acto irrevocable de un Dios misericordioso.

«Usted es consciente, sin duda», se me dirá, «de que, de todos modos, la mayoría de las personas ya han tomado una decisión al respecto…, o bien han sido educadas en una determinada dirección desde la más tierna infancia». Sí, soy consciente de ello. Pero muchas personas tienen dudas a veces, sobre todo en situaciones límite. Al igual que la fe en Dios, esto no es sólo decisión de la razón sino del hombre entero, que es más que sólo razón pero que tampoco puede carecer de razón. Y en este punto hay algo que me parece sumamente importante: la fe en la resurrección no es, en último término, una particularidad o especialidad de la fe, sino ni más ni menos que una radicalización de la fe en Dios.

9. Radicalización de la fe en el Dios de Israel

En efecto, todo hombre, ya sea judío, cristiano, musulmán, ya sea o no creyente, se halla aquí ante la última gran alternativa de su vida: ¿es, para el hombre, el morir un morir para entrar en la nada o en una última realidad? ¿Pasa el hombre, con la muerte, al último absurdo o a la más real realidad de Dios? Pero ¿es este «entrar en Dios a través de la muerte» una cosa tan inequívoca?

No: ese «entrar en Dios a través de la muerte» es algo muy distinto de una evidencia. No es un proceso natural, no es un desideratum, que deba realizarse absolutamente, de la naturaleza humana: muerte y resurrección deben ser vistas en su diferencia, que no es necesariamente temporal, pero sí objetiva. La muerte es propia del hombre, la vida nueva sólo puede ser propia de Dios, más exactamente: sólo puede ser regalo de Dios, gracia de Dios. El hombre es acogido, llamado, devuelto, o sea, definitivamente aceptado y salvado, por el Espíritu de Dios a su inasible, abarcadora y última realidad. En la muerte o, más exactamente, de la muerte, como hecho propio, basado en la obra y la fidelidad de Dios. Al igual que en la primera creación, la del comienzo, al final hay también un nuevo acto creador, misterioso, inimaginable, de quien llama a la existencia a lo que no existe. Y por eso —y no como «intervención» supranatural contraria a las leyes de la naturaleza— es un verdadero hecho, lo mismo que Dios es totalmente real para el que tiene fe.

Por tanto, ya se entienda a la manera cristiana o judía: la fe en la resurrección no es un complemento de la fe en Dios, sino una radicalización de la fe en Dios. Una fe en Dios que no se queda a medio camino, sino que, consecuentemente, recorre el camino hasta el final. Una fe en la que el hombre, sin una prueba estrictamente racional, pero con una confianza perfectamente razonable, se fía de que el Dios del comienzo es también el Dios del final, de que ese Dios, que es el creador del mundo y del hombre, es también el que lleva a éstos a su plenitud.

La fe en la resurrección puede y debe cambiar nuestra vida aquí y ahora: el compromiso incondicional en esta vida de aquí y de ahora debe y puede estar motivado y reforzado por un último sentido de la vida y de la muerte, como lo prueban innumerables ejemplos. Y, sin embargo, la fe en la resurrección no debe interpretarse solamente como una internalización existencial o como una transformación social, sino como una radicalización de la fe en el Dios creador: resurrección quiere decir real superación de la muerte por obra y gracia de Dios, de quien el creyente lo espera todo, incluido lo último, incluida la superación de la muerte. El fin que es un nuevo comienzo. Quien, por tanto, empieza el credo con la fe en «Dios creador todopoderoso», lo puede terminar tranquilamente con la fe en la «vida eterna», que es el mismo Dios. Por ser Dios el alfa es también la omega. Es decir: el creador todopoderoso, que llama del no ser al ser, tiene también el poder de llamar de la muerte a la vida.

¿Cuál es, para los cristianos, la causa de esa fe? La respuesta es aquí muy elemental: no es otra que la convicción tradicional de que Dios mismo justificó, mediante la resurrección, al Crucificado, al inocente ajusticiado. Aunque fracasó claramente ante los hombres, Dios le hizo justicia. ¡Dios se identificó con quien había sido abandonado por Dios! Dios tomó partido por quien había confiado plenamente en él, por quien había dado su vida por la causa de Dios y de los hombres. Por él se decidió Dios y no por la jerarquía de Jerusalén, que le acusó, ni tampoco por el poder militar romano, que le condenó y ejecutó. Dios dijo que sí a su predicación, a sus obras, a su destino.

Esto, por otra parte, implica algo así como una «inversión general de valores», una inversión sobre todo, como ya hemos visto, del sufrimiento. Y por lo que toca al propio Jesús: con la fe cristiana en el Mesías invierten los polos el título judío-tradicional de Mesías y el contenido de la esperanza tradicional en el Mesías. «Mesías»: ese título de quien vendría al final de los tiempos, investido de poder y portador de la salvación, podía significar muchas cosas. Su sentido más difundido, político y nacionalista, que posteriormente se unió a la interpretación apocalíptica como Hijo del hombre, era el del «Mesías de Dios», el poderoso héroe guerrero del final de los tiempos, el rey liberador del pueblo. Pero debido al destino de Jesús, el título de Mesías recibe ahora una interpretación totalmente nueva: ahora designa a un Mesías indefenso y enemigo de la violencia, a un Mesías ignorado, perseguido, traicionado, que, finalmente, sufre y muere, prefigurado ya para la temprana cristiandad en los «cánticos del siervo de Dios» del libro de Isaías. Para el tradicional modo de entender judío, esto tenía que resultar tan escandaloso como, en la Pasión, el correspondiente rótulo de la cruz «Rey de los judíos». En este sentido completamente diferente, el título de Mesías —en griego, el título de Cristo— sigue siendo hasta el día de hoy para la cristiandad, también según el Nuevo Testamento, el nombre más frecuente, incluso el nombre propio de Jesús de Nazaret. Pero no hay que soslayar la siguiente pregunta: «Este modo de comprender la mesianidad ¿no hace imposible hasta el día de hoy el mutuo entendimiento entre judíos y cristianos?». Efectivamente, en este punto se trata, profundísimamente, de una decisión de la fe.

10. Una decisión de la fe

Sobre cuestiones como la doctrina y la obra de Jesús, lo que pensaba de sí mismo, el perfil de su judaísmo, la fe de la primitiva comunidad cristiana, puede discutirse desde un punto de vista histórico, ya que todo ello está aún en el marco de la investigación histórica, en la que hay un más y un menos, un más probable o más improbable. Pero llegados a este punto entra en juego otra dimensión: la dimensión real, pero no controlable históricamente, del propio Dios. En este punto, el cristiano tiene que aportar su propia confianza razonable, su decisión de fe, una decisión a la que él no puede forzar a nadie y en la que no hay un más o un menos, un más probable o un más improbable, sino solamente un sí o un no. Una decisión de fe, a la que nada obliga pero a la que muchas cosas invitan: el hecho de que el Dios único, el Dios de la creación y del éxodo, el Dios de los profetas y de los sabios de Israel, no sólo habló y obró por los patriarcas, por los profetas y los sabios, sino finalmente, y de modo definitivo, por el profeta de Nazaret; Dios se reveló de modo singular a través de él, el «Mesías» de Dios, el «Cristo», el «Señor» e «Hijo».

No obstante —y aquí coinciden en principio otra vez judíos y cristianos—: la resurrección de Uno todavía no es la plenitud de todo. En este punto, los cristianos no deberían contradecir a los judíos, que siempre han opinado que después de Jesús, del Cristo, el mundo aún no ha cambiado: sus miserias son demasiado patentes. También para los cristianos está aún por venir la redención y la plenitud final; la «parusía» aún no ha tenido lugar, ni para judíos ni para cristianos. El reino de Dios, que todo lo abarca y todo lo determina, todavía tiene que llegar. Por eso todavía está en el «Padre nuestro» el ruego de Jesús: ¡«Venga» a nosotros tu reino! Y el ruego dirigido a Jesús: Maran-atha, «Señor, ven», ven pronto.

Por otra parte, aquellos judíos que seguían a Jesús tenían ya entonces esta convicción, basada en la fe: No tenemos que poner nuestra esperanza exclusivamente en ese reino que está por venir. ¿Por qué? En el propio Jesús, en sus palabras, que liberaban, en sus obras, que sanaban, y sobre todo en su resurrección, ya ha brillado ahora un fulgor del reino futuro, ya ha sido dado el gran signo de la salvación futura del mundo, ya ha tenido lugar el comienzo de la redención, una «incipiente redención». Aunque los primeros seguidores de Jesús se «equivocaran» en cuanto a la fecha de la plenitud final, ese hecho de la «escatología presente» que ya da ahora plenitud, abre también una perspectiva para el futuro, un futuro cuya consumación esperan en común judíos y cristianos. Pero para los cristianos, el que ya ha venido no es sólo un mensajero sino también, de palabra y obra, el garante del reino de Dios. Para los cristianos, él es el Mesías, el Cristo: la razón fundamental por la que, ya entonces, también los judíos que seguían a Jesús pudieron recibir el nombre griego de «cristianos».

¿Pueden por eso los cristianos entender la resurrección de Jesús de modo triunfalista, como victoria sobre el judaísmo? Desgraciadamente, eso es lo que ha sucedido con harta frecuencia. La fe en la resurrección ha servido de base a los cristianos para explicar todo tipo de cosas: la «superación» del judaísmo, y también la triunfante actitud de la Iglesia frente al pueblo judío. Así se le ha abierto el camino al antijudaísmo: invocando la resurrección, precisamente, del crucificado judío de Nazaret.

A esto hay que decir lo siguiente: la resurrección de Jesús pertenece, indudablemente, a la sustancia básica, irrenunciable, de la fe cristiana. Pero no debe ser interpretada equivocadamente, en un sentido fundamentalista-antijudío. El propio Pablo recuerda a todos los triunfalistas cristianos de Corinto que el Resucitado es y seguirá siendo el Crucificado, y que por tanto nadie tiene motivos para celebrar triunfos ni para vanagloriarse. Si la resurrección se entiende con arreglo a la Escritura, no podrá entenderse jamás como un mensaje contra los judíos. No se trata de una verdad no-judía, que quiere anonadar, sino de una verdad procedente del judaísmo, que quiere dar esperanza a todos. No es superación, sino conservación, de una verdad judía. El Señor resucitado invita a una gran decisión contra la muerte y por la vida, y esa decisión cada individuo debe tomarla a su manera.

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