Credo

Credo


V. Espíritu Santo: Iglesia, Comunión de los Santos y perdón de los pecados

Página 12 de 17

- V -

Espíritu Santo:

Iglesia,

Comunión de los Santos y

perdón de los pecados

No ha sido fácil hablar de Dios a los hombres de hoy, y más difícil aún hablarles del Hijo de Dios. ¿Mas cómo habrá que hablarles del Espíritu Santo de Dios, que no es posible captar, ni representar, ni, por supuesto, pintar?

1. Pintura desmaterializada

Pues bien, en la historia del arte occidental hay un pintor a quien se atribuye, en mayor medida que a otros, una fuerte tendencia a la desmaterialización. Muchos de sus cuadros están penetrados de una extática agitación. Con frecuencia, el espacio pintado por él es más insinuación simbólica que realidad; predomina la línea vertical, el movimiento ascendente. Las figuras aparecen estiradas artificialmente, alargadas de forma antinatural; el juego de luces y sombras está cargado de dramatismo; los contornos flamean. Y si hay belleza, ésta ha perdido en gran parte la materialidad, si se exceptúan los expresivos ojos de muchas de sus figuras.

Ese pintor se formó en el arte greco-bizantino, pero después, en Venecia y Roma, asimiló, a través de los grandes maestros Tiziano, Basano y Tintoretto, los logros artísticos del Renacimiento y del manierismo. Y todo eso lo unió a la religiosidad místico-popular de España, él, que sin ser español fue más español que los españoles: el cretense Doménico Teotocópulos, llamado El Greco (1541 - 1614), no sólo pintor, sino también escultor, arquitecto y teórico del arte.

En su última época, casi a la edad de setenta años y ayudado en la realización práctica cada vez más por su hijo, este artista, persona de gran cultura, acometió una empresa que, en comparación con temas como la Navidad, el Viernes Santo o la Pascua, se da infinitamente menos en la pintura occidental: realizar un cuadro sobre Pentecostés, la fiesta de la venida del Espíritu Santo. En ese cuadro —expuesto en el Museo del Prado de Madrid—, orientado verticalmente hacia las alturas, se ve, en una escena desmaterializada sobre un fondo gris verde, a un grupo de personas sobre las que ha descendido el Espíritu, un grupo formado por dos mujeres y una docena de hombres. Una apasionada agitación, que se lee en los rostros y en los movimientos, se ha apoderado de ellos: unos tienden las manos hacia lo alto, otros estiran el cuello hacia arriba, y otros alzan la mirada, en místico arrebato. Arriba hay diez figuras, casi como en un cuadro greco-bizantino, todas a la misma altura, y debajo otras, colocadas oblicuamente, que se inclinan sorprendidas hacia atrás. Sus vestiduras, en colores muy rebajados —verde, azul, amarillo, rojo y pardo— reciben la luz de lo alto. Sobre cada una de las figuras vibra en el aire una pequeña y deslumbrante lengua de fuego, que es sobre todo la que convierte a las figuras allí representadas en seres marcados, enajenados, extáticos. Un cuadro extraordinariamente dramático, de una audacia casi expresionista, y, sin embargo, concentrado, desmaterializado, todo espíritu.

¿Y el Espíritu como tal, el Espíritu Santo? En el punto más alto, con celestial resplandor que ilumina la oscuridad de la escena, aparece representado con el símbolo que tiene su origen en el bautismo de Jesús y que se utilizó ya muy pronto en las representaciones de Pentecostés: la paloma. Este símbolo fue el que predominó hasta los comienzos de la Edad Media, para reaparecer más tarde, en los siglos XVI-XVII, o sea, en la época de El Greco.

«¿Pero no se habla repetidamente en la teología —partiendo de ciertas afirmaciones del evangelio de Juan— del Espíritu Santo como de una persona (el “Consolador”)? ¿Y no aparece por eso muchas veces, al menos en el arte medieval, con figura humana?».

En efecto: el arte medieval ha representado en muchas ocasiones al Espíritu —junto con Dios y con su Hijo— como una de tres figuras humanas, iguales entre sí: tres ángeles o tres dioses, por así decir. O al revés: desde el siglo XIII hasta ya iniciado el Renacimiento italiano, la Trinidad de Padre, Hijo y Espíritu fue representada muchas veces hasta como una sola figura de tres cabezas o tres rostros (tri-cefalos): es decir, como una divinidad bajo tres modalidades. ¿Pero no son ambas cosas —triteísmo o modalismo— igual de inaceptables para el hombre de hoy?

Sin embargo, he aquí lo asombroso: ambas representaciones fueron prohibidas por los papas: ya Urbano VIII prohibió en 1628 esas imágenes de la Trinidad excesivamente humanas, y desde el papa ilustrado Benedicto XIV (1745) el Espíritu Santo sólo puede ser representado en forma de paloma, una decisión que todavía en nuestro siglo, en 1928, fue reiterada encarecidamente por el Santo Oficio, la oficina de la Inquisición romana, llamada ahora Congregación de la Fe. Esto nos apremia a plantear la siguiente pregunta:

2. ¿Qué quiere decir en realidad Espíritu Santo?

¿Cómo se imaginaban los hombres de los antiguos tiempos bíblicos el «Espíritu» y la acción invisible de Dios? Accesible y, sin embargo, inaccesible; invisible y, sin embargo, poderoso, importante para la vida, como el aire que se respira, cargado de energía como el viento, como la tormenta: eso es el Espíritu. Todas las lenguas saben de una palabra para ello, y los diferentes géneros gramaticales muestran que el Espíritu no es tan fácilmente determinable: Spiritus es masculino en latín (como también Geist en alemán), Ruaj es femenino en hebreo, y el griego conoce el neutro πνεῦμα, pneuma.

Espíritu es por tanto algo muy diferente de una persona humana. En el inicio del relato de la Creación, «la Ruaj» es el soplo impetuoso, la «tormenta» de Dios que se mueve sobre las aguas. Y, en el Nuevo Testamento, «el Pneuma» está contrapuesto a la «carne», a la realidad creada y pasajera, y es la fuerza y el poder vivos que provienen de Dios. El Espíritu es, pues, esa fuerza, ese poder invisible de Dios que actúa creando o también destruyendo, para dar vida o para llamar a juicio, que actúa tanto en la creación como en la historia, lo mismo en Israel que en las ulteriores comunidades cristianas. Esa fuerza puede acometer a los hombres —según la Escritura— violenta o silenciosamente, puede hacer caer en éxtasis a individuos o a grupos enteros, como en el cuadro del Greco. Ese Espíritu actúa sobre los grandes hombres y mujeres, sobre Moisés y los «jueces» de Israel, sobre guerreros, cantantes y reyes, sobre profetas y profetisas, y —como en nuestro cuadro— sobre apóstoles y discípulas. María, la madre de Jesús, que, vestida de rojo, se inclina sobre la joven María Magdalena, marca claramente el centro del cuadro.

Pero, ¿en qué sentido es ese espíritu el Espíritu Santo? El Espíritu es «santo» en cuanto que se distingue del espíritu no-santo del hombre y en cuanto que ha de ser considerado como Espíritu del único santo, de Dios. El Espíritu Santo es Espíritu de Dios. Tampoco en el Nuevo Testamento es el Espíritu Santo —como tantas veces en la historia de las religiones— un fluido mágico, una especie de sustancia misteriosa y supranatural, de naturaleza dinámica (un «algo» espiritual), ni tampoco un ser fantástico de tipo animista (espíritu o fantasma). En el Nuevo Testamento, el Espíritu Santo no es sino Dios mismo. Dios mismo, en tanto en cuanto se halla cerca de los hombres y del mundo, más aún, dentro de ellos, como la fuerza que aprehende pero no es aprehensible, como el poder que da vida, pero que también condena, como la gracia que se da ella misma pero de la que no se puede disponer.

«Pero permítame una pregunta: ese símbolo de la paloma (originariamente el ave mensajera de las diosas orientales del amor) que ha terminado por eliminar las representaciones humanas del Espíritu Santo, ¿no hace surgir asociaciones antropomórficas?». Respuesta: Ese símbolo —que posiblemente pasó a la historia del bautismo de Jesús a través de la primitiva tradición sapiencial judía (Filón)— de la maternidad y la femineidad, de lo que da vida, del amor y de la paz, ese símbolo subraya, con todo, la dimensión femenina de Dios[45], tan importante como la masculina, ya que en Dios, insistamos de nuevo en ello, está incluida y al mismo tiempo superada la diferencia de sexos. Pero hay que admitir que la mayoría de los malentendidos sobre el Espíritu Santo provienen del hecho de que éste, semejante a una figura mitológica, ha sido separado e independizado de Dios. Y sin embargo, el concilio de Constantinopla del año 381, al que debemos la inclusión del Espíritu Santo en el credo —originariamente cristológico— del concilio de Nicea (325), insiste expresamente en que «el Espíritu es de la misma esencia que el Padre y el Hijo».

Por tanto, el Espíritu Santo no puede ser considerado en modo alguno como un tercero, como algo intermedio entre Dios y los hombres. No: espíritu quiere decir proximidad personal de Dios mismo a los hombres, tan inseparable de Dios como los rayos de sol del propio sol. Si se pregunta entonces cómo ese Dios invisible e inconcebible está presente en los creyentes, en la comunidad de los creyentes, la respuesta del Nuevo Testamento es siempre la misma: Dios está cerca de nosotros, los hombres, en el Espíritu: presente en el Espíritu, por el Espíritu, más aún, como Espíritu. Y si se pregunta cómo Jesucristo, acogido y exaltado por Dios, está presente en los creyentes y en la comunidad de los creyentes, la respuesta, según Pablo, reza así: Jesús se ha hecho un «espíritu dador de vida» (1 Cor 15,45). Sí: el Señor (el Kyrios, es decir, Jesús glorificado) es el Espíritu (2 Cor 3,17). Es decir, el Espíritu de Dios es ahora, al mismo tiempo, el Espíritu de quien ha sido elevado hasta Dios, de manera que el Señor elevado a Dios está ahora en el modo de existir y de obrar del Espíritu. Por eso puede estar presente por el Espíritu, en el Espíritu, como Espíritu. El encuentro de Dios, Kyrios y Espíritu con los creyentes, es, realmente, un solo y único encuentro. Pero, mucho cuidado: Dios y su Cristo están presentes no sólo a través del recuerdo subjetivo del hombre o a través de la fe, sino que están presentes a través de la realidad espiritual que acoge al hombre, a través de la misma presencia, de la actuación de Dios y de Jesucristo.

«Pero volvamos del cielo a la tierra, y luego otra vez a Pentecostés: ¿es Pentecostés un suceso histórico?». Esta escéptica pregunta del hombre contemporáneo tiene su justificación. ¿No se refleja ya, quizás, en el propio rostro del Greco, quien —por así decir, como un decimotercer apóstol— se pintó a sí mismo en su propio cuadro de Pentecostés, pero no mirando extasiado a las alturas, sino fría y serenamente al rostro del espectador? ¿Qué estará pensando?

3. Pentecostés: ¿un suceso histórico?

Jesús anunció el reino de Dios: y vino la Iglesia. Esta ingeniosa frase, tantas veces citada, parece atrevida, pero apunta a algo cierto: Jesús no fundó en vida lo que hoy llamamos «Iglesia»: una gran organización religiosa. Habla a favor de la autenticidad de la tradición —que la Iglesia primitiva no quiso, evidentemente, falsear— el hecho de que los Evangelios no contengan palabras públicas de Jesús que exhorten programáticamente a fundar una comunidad y que anuncien la organización de una comunidad de elegidos. Las parábolas de la red echada al mar por los pescadores y de la levadura, las parábolas de la simiente y del crecimiento, tampoco apuntan a la fundación de una Iglesia, sino que describen el crecimiento del futuro reino de Dios. Y ese reino de Dios tampoco es idéntico a la Iglesia, una vez fundada ésta. Ni los partidarios de Jesús ni los discípulos llamados a seguirle, ni los doce, fueron separados de Israel por Jesús, «como nuevo pueblo de Dios» o «Iglesia», ni contrapuestos a Israel, el pueblo de Dios. Esta visión de las cosas es básica para el diálogo judeo-cristiano actual: Jesús se dirigió a todo el pueblo de Israel y no quiso sustituir el pueblo antiguo de Dios por otro nuevo. ¿A qué hay que atenerse entonces? Una Iglesia que invoca el nombre de Jesús ¿tiene legitimación teológica?

Hay un hecho indiscutible: solamente después de la muerte y resurrección de Jesús habla la comunidad cristiana primitiva de «asamblea» (en hebreo, Kahal; en griego, ἐκκλησία, ekklesía; en latín, ecclesia). «Iglesia» en el sentido de una comunidad específica, distinta de Israel, es, sin lugar a dudas, un fenómeno postpascual. Ekklesía nace impulsada por el espíritu del Kyrios o «Señor» resucitado, y no es casualidad que la palabra alemana Kirche («iglesia») provenga del griego Kyrios. Ekklesía no nace, pues, por un acto formal constitutivo o fundacional. Ekklesía existe en tanto en cuanto, una y otra vez, tiene lugar el hecho concreto de reunirse, de congregarse, de congregarse especialmente para el servicio religioso en nombre de Cristo. Ésa es la legitimación teológica de Iglesia. La reunión concreta es la manifestación actual, la representación, sí, la realización de la comunidad. Y, al revés, la comunidad es la portadora constante del hecho, repetido una y otra vez, de reunirse. Decisivo para que haya Iglesia no es, pues, un «acto fundacional», históricamente comprobable: decisivo es el «suceso» concreto de Iglesia, un suceso que se hace realidad siempre y cada vez que unas personas, en seguimiento de Cristo y en conmemoración suya —dondequiera, comoquiera y cuandoquiera que sea—, se congregan, rezan y actúan.

Precisamente con el ejemplo del suceso de Pentecostés, retocado por la leyenda, es posible comprender bien esto, pues en Pentecostés no tiene lugar un «acto fundacional» de la Iglesia, legalizado ante notario, sino que la Iglesia acontece como un «suceso», un suceso bajo la influencia del Espíritu de Dios. Pero ante todo, por supuesto, hay que ver que ni Pablo, ni Marcos ni Mateo saben nada de un «Pentecostés» específicamente cristiano. Es más, para un evangelista como Juan, hasta coinciden de manera explícita Pascua y Pentecostés, Resurrección y venida del Espíritu.

Por otra parte, sólo los Hechos de los Apóstoles, relativamente tardíos, de Lucas, nos informan de la venida del Espíritu como de un acontecimiento distinto de la resurrección y que tuvo lugar un día que era para los judíos la fiesta de la recolección (Pentekoste quiere decir el día quincuagésimo). Lucas sitúa esa fecha del calendario religioso judío en el contexto salvífico de promesa (Antiguo Testamento) y cumplimiento (Nuevo Testamento). Para él, Pentecostés es, con toda evidencia, el día en que el prometido Espíritu de Dios desciende sobre los hombres. Pentecostés se convierte así en la fecha de nacimiento de la comunidad de Jerusalén, que a partir de ese día supera el miedo, comienza a dar testimonio de Jesús, como Mesías-Hijo de Dios, y tiene los primeros éxitos misionales. Pero Pentecostés también puede ser entendido como el acontecimiento que marca la constitución de la Iglesia mundial, al hallarse ésta potencialmente presente en sus diferentes naciones y lenguas.

¿Tuvo lugar, históricamente, esa asamblea de Pentecostés? Las fuentes no permiten decidirlo con absoluta claridad, pero es muy probable que sí. La primera fiesta de Pentecostés posterior a la muerte de Jesús, fecha en la que sin duda llegaron a Jerusalén muchos peregrinos, pudo ser muy bien el día en que tuvo lugar la primera «asamblea» de los seguidores de Jesús, que habían regresado a Jerusalén procedentes (sobre todo) de Galilea. En esa ocasión, según los Hechos de los Apóstoles, también están presentes la madre y los hermanos de Jesús. Y bajo la influencia del Espíritu, es muy posible que se realizara esa constitución de una «comunidad» de los últimos días, con unas circunstancias concomitantes de orden entusiástico-carismático. Posiblemente Lucas se sirvió ya de una tradición, una tradición relativa a un éxtasis colectivo, que tuvo lugar por obra del Espíritu en Jerusalén, en la primera fiesta de Pentecostés posterior a la crucifixión y a la resurrección de Jesús.

En todo caso, el relato de Pentecostés que ofrece Lucas se ha impuesto de tal manera en la conciencia de la Iglesia, que a partir del siglo V empezó a celebrarse, además de la Pascua, una festividad específica de Pentecostés, posterior en cincuenta días a la Pascua, y después otra fiesta específica de la Ascensión, cuarenta días después de Pascua. Frente a aquel primitivo período de cincuenta días, tiempo de gozo en que la resurrección, la ascensión y la venida del Espíritu se celebraban a un tiempo, se va imponiendo ahora cada vez más una nueva visión historizante, con festividades que se celebran sucesivamente. Más aún: recurriendo a los datos temporales de la Biblia surgió, finalmente, como una ampliación a todo el año de la fiesta de Pascua, el «año eclesiástico» (un término del siglo XVI): un ciclo anual litúrgico formado a partir de las fiestas de Cristo y, posteriormente, de los santos. En la Edad Media, ese ciclo anual eclesiástico tuvo comienzos diferentes: la Pascua o la Anunciación a María, o sobre todo, la fiesta de Navidad, que empezó a celebrarse en el siglo IV. Sólo en la Edad Moderna se impuso la costumbre de comenzar con el primer domingo de Adviento.

«Pero el año eclesiástico no es la cuestión decisiva», estoy oyendo ya la objeción. «La pregunta capital que muchos se plantean actualmente es otra: ¿Qué falta hace una Iglesia hoy en día? ¿Hay que permanecer hoy en la Iglesia?».

4. ¿Permanecer en la Iglesia?

Es un lugar común que la Iglesia se halla hoy en una dramática y profunda crisis de credibilidad, más aún, de legitimación. Esto, por supuesto, no sólo vale para la Iglesia católica; la Iglesia evangélica adolece muchas veces de falta de sustancia, de perfil propio, y en ella la pérdida de adeptos, de cristianos que practican, es aún mayor. Pero la Iglesia católica, debido a su renovado inmovilismo, a su despotismo jerárquico, a la incapacidad de aprender por parte de su «magisterio» y a la represión de la libertad del hombre cristiano, es, en mayor medida, blanco de las críticas de la opinión pública. Una ojeada al mercado actual de libros confirma esto en seguida. En Alemania, los libros más vendidos son los que presentan la «Historia criminal del cristianismo» (Kriminalgeschichte des Christentums, K. Deschner) o los que tienen como tema la fatal relación de la Iglesia con la sexualidad (U. Ranke-Heinemann, G. Denzler). A nivel internacional, es best-seller y long-seller un libro que culmina en la tesis del asesinato del papa Juan Pablo I y que lleva el provocador título de ¿En nombre de Dios? (Davis A. Yallop). Lo que en este libro causa asombro no es la hipótesis del asesinato que contiene; lo asombroso es que por lo visto haya en el mundo millones de personas que consideren a determinados círculos eclesiásticos capaces de realizar, «en nombre de Dios», oscuras operaciones financieras y relacionarse con organizaciones criminales (lo que desgraciadamente es cierto), pero capaces también de recurrir, si es necesario, a la violencia y al asesinato: cosa que ni está demostrada ni, en mi opinión, tampoco es probable.

Un lenguaje más claro hablan, eso sí, las estadísticas. Debido a la catastrófica falta de sacerdotes, la labor pastoral de la Iglesia católica está disminuyendo en todo el mundo. En 1990 se podía leer incluso en el órgano del Vaticano, L’Osservatore Romano, que el proceso de envejecimiento de los sacerdotes se ha acelerado en los últimos diez años en casi un 360% y que de 212 500 parroquias que hay en el mundo, 53 100 están sin ocupar [46]. Desde mediados de los años sesenta, o sea, desde que finalizó el concilio Vaticano II, también ha disminuido de modo dramático el número de sacerdotes. Se calcula que más de 100 000 se han casado desde entonces.

Esta situación se refleja de modo especial en la superrica y superorganizada Iglesia alemana. De los 27,1 millones de católicos que hay actualmente en Alemania Federal, en 1990 iban regularmente a misa no más de 6,5 millones, o sea, el 24,4%. Hasta la prensa católica oficiosa publica ahora artículos sobre la Iglesia del año 2000, con titulares como: «Parroquia sin párroco[47]». He aquí el comienzo: «La falta de sacerdotes se ha agudizado dramáticamente en la Iglesia católica. Ya hace tiempo que no pueden proveerse todos los puestos vacantes». Pero en lugar de abolir por fin la medieval ley del celibato, inhumana y carente de base bíblica, y de admitir al sacerdocio a los casados y a las mujeres, se echa mano desesperadamente de los laicos y se elaboran ilusorios planes pastorales, que son para los párrocos una carga insoportable y que ni siquiera conceden los necesarios poderes a los teólogos laicos. En su conjunto, se trata de una política pastoral bajo el signo de la catástrofe, una política de la que los responsables tendrán que justificarse ante Dios y la historia, exactamente igual que sus obstinados predecesores de la época de la Reforma.

No nos llamemos a engaño: muchos ven en la Iglesia, por lo menos en la Iglesia alemana, una máquina todavía bien engrasada por el dinero del impuesto religioso y que funciona sin contratiempos como una burocracia a gran escala, pero que, en buena parte, carece de alma porque se le ha ido el espíritu. Ese espíritu parece que hoy en día se ha posado en muchos casos fuera (o debajo) de la institución eclesiástica, en toda una red de los más diversos grupos: desde tertulias bíblicas, grupos juveniles y círculos de meditación, pasando por asociaciones pacifistas y ecológicas, hasta comunidades que se inspiran en la India o en el Lejano Oriente. Y hasta muchos que se mantienen fieles a su Iglesia se han apartado hace tiempo del curso oficial de la jerarquía en cuestiones de importancia capital. Según la encuesta «¿Crisis de confianza en la Iglesia?», realizada en 1989 por encargo de la Conferencia Episcopal Alemana, sólo se declaran a favor de la infalibilidad del papa un 16% de los católicos alemanes, sólo un 23% rechazan todo tipo de aborto, y contra el empleo de anticonceptivos se declaran sólo un 8%; el 70% harían caso omiso de las decisiones del papa [48].

Y cuantas más personas pasan por la experiencia de que la jerarquía católica actual, cerrando los ojos a la realidad, gobierna prescindiendo de ellas, que se les imponen obispos que no son pastores de almas sino administradores adictos a Roma, que en cuestiones de moral sexual se les amordaza la conciencia y que las mujeres siguen discriminadas, tanto más se les plantea a las cristianas y a los cristianos católicos la pregunta a la que muchos protestantes ya hace tiempo que han respondido negativamente: «¿Por qué permanecer en la Iglesia? ¿Por qué no salirse de ella, como han hecho tantos otros? ¿No se puede también ser cristiano sin tener una Iglesia? ¿No es posible seguir a Jesús sin ligarse a una institución y sin contribuir uno mismo, mediante la ayuda que se le presta, al desastre actual? ¿No es esa separación oficial un acto de honradez, de valor, de protesta, o simplemente de necesidad y de hastío?».

Sólo repito aquí brevemente la respuesta que he dado infinidad de veces a esa pregunta: aun comprendiendo perfectamente los motivos que pueda tener personalmente cada individuo para abandonar la Iglesia y el ministerio eclesiástico y para dedicarse a otras tareas, yo, por mi parte, nunca he podido hacer eso. Siempre he tratado de aceptar la comunidad de los fieles, pese a todas las debilidades y pese a todos los fallos. Siempre he tenido la sensación de que el abandono del barco de la comunidad eclesiástica —para muchos un acto de honradez y de protesta— para mí sería un acto de cobardía y una capitulación. Habiendo estado en él en mejores tiempos, ¿voy a abandonar el barco en plena tormenta y dejarles a los otros, a aquellos con quienes navegué hasta ahora, la tarea de aguantar el temporal, de sacar el agua y, quizás, de luchar por la supervivencia espiritual? No, a pesar de los pesares. Ha sido mucho lo que se me ha dado en la comunidad de fieles en la que he crecido y vivido, como para que pueda dejarla sin más. Ha sido mucho lo que yo he luchado por el cambio y la renovación como para permitirme defraudar a quienes han luchado a mi lado. No quiero dar esa alegría a los adversarios de la renovación, ni ese disgusto a los amigos. Yo no defiendo un cristianismo elitista que pretende ser mejor que la mayoría, ni tampoco utopías eclesiásticas que aspiran a formar una comunidad ideal de personas animadas por unos mismos y puros principios. Pese a todas las dolorosas experiencias que he sufrido en mi Iglesia, creo que vale la pena la lealtad crítica, que tiene su sentido oponer resistencia, que hay posibilidad de renovación y que no se puede excluir el que en la historia de la Iglesia se dé otro cambio positivo. Pero esto presupone que se sepa lo que es Iglesia. Y por eso pasamos a la pregunta siguiente:

5. ¿Qué cosa es Iglesia?

De «Iglesia» sólo se puede hablar hoy adecuadamente si se deja claro, ya de entrada, que de ninguna manera hay que equiparar Iglesia con «jerarquía». Pues jerarquía significa «dominación sagrada». Precisamente eso es lo que no debía haber en la Iglesia, razón por la cual esa palabra tampoco aparece en el Nuevo Testamento. En el Nuevo Testamento lo que aparece sistemáticamente es otra palabra: «diaconía». Y «diaconía» significa «servicio». Dicho de otra manera: en todas partes se ejerce poder, en la Iglesia también, en principio no habla nada en contra de ello. Lo único es que cuando el poder se ejerce en nombre de Jesús, nunca ha de ser con intención de dominar, sino de servir. Los hombres de hoy tienen gran sensibilidad para esto y notan al punto si su párroco, su obispo o su papa quieren servir o (aunque sea «en nombre de Dios») dominar: con el fin de conservar o incluso de acrecentar el poder. Y por suerte no son pocos los pastores de almas, a todos los niveles, que merecen credibilidad como servidores de sus fieles.

Y otra cosa: según el Símbolo de los Apóstoles, los cristianos no tienen que creer «en» la Iglesia. ¿Es cierto eso? Es cierto, de lo contrario sería demasiada importancia la que darían a la Iglesia; todo lo más, podría hablarse así en un sentido muy inexacto. Llama la atención que el credo dice: «Creo en Dios, en Jesucristo, en el Espíritu Santo», pero después: «Creo la Iglesia». Esa diferencia merece ser tenida en cuenta; es más que un matiz lingüístico. Expresa teológicamente la diferencia fundamental entre Dios Padre, Hijo y Espíritu por un lado, e Iglesia por otro, una diferencia que no hay que borrar. La Iglesia se halla mencionada, prácticamente siempre, en el tercer artículo de la fe, en el contexto de la fe en el Espíritu Santo. Muy significativa es, en especial, la que fue originariamente tercera pregunta del reglamento eclesiástico más antiguo que ha llegado hasta nosotros (Traditio apostolica de Hipólito Romano, hacia el año 215, bastante más antigua, por tanto, que el Símbolo de los Apóstoles). La pregunta, muy precisa, reza así: «¿Crees también en el Espíritu Santo que está en la santa Iglesia para la resurrección de la carne?». Esto es, en efecto, fundamental: un cristiano cree en Dios y en el Espíritu Santo; la Iglesia, en cambio, es, en su calidad de comunidad humana, solamente el lugar donde actúa o donde debería actuar, a través de los hombres, el Espíritu de Dios.

¿Qué significa entonces Iglesia? Iglesia, definida brevemente y de modo completamente tradicional a partir de su sentido griego y hebreo, es «asamblea», «comunidad», es, por tanto, comunidad de quienes creen en Jesús, el Cristo. También se la puede circunscribir de otro modo: Iglesia es la comunidad de quienes se han comprometido con la causa de Jesucristo y dan testimonio de ella como esperanza para todos los hombres. Sabemos que antes de Pascua hubo solamente un movimiento colectivo escatológico iniciado por el propio Jesús. Sólo a partir de la resurrección existe una comunidad —también, ciertamente, de tendencia escatológica— que apela al nombre de Jesús. Su base no es, en principio, un culto propio, una constitución propia, una organización propia con determinados cargos y funciones, sino única y exclusivamente la confesión de fe de quienes creen que ese Jesús es el Mesías (en griego, χριστός, Christos): «Judíos en pro de Jesús» podría decirse.

Mas ¿cuáles han de ser las funciones básicas de esa Iglesia? Esas funciones existen desde el principio; su tarea primordial es la predicación del mensaje cristiano: del evangelio y no de cualquier «cosmovisión» (casi siempre conservadora). Y para ser admitido en la comunidad de los que creen en Cristo existe —después que el propio Jesús se hiciera bautizar por Juan el Bautista— el bautismo, pero ahora en nombre de Jesús, y más tarde también en el del Padre y del Espíritu. Además, en conmemoración suya, de su cena y su muerte, se celebra, una y otra vez, la cena de acción de gracias, la eucaristía. Y, en el mismo contexto del bautismo y la eucaristía, hay también, una y otra vez, el consuelo del perdón de los pecados y, finalmente, el servicio diario al prójimo y a la sociedad. Todo esto tenía desde los comienzos una sola finalidad: servir a la causa de Jesús, en cualquier caso no deformarla, sino, según las enseñanzas de Jesús, defenderla, ponerla de relieve en la sociedad actual, hacerla realidad sobre todo en el propio ambiente. ¿Hace esto hoy la Iglesia, las Iglesias? ¿Las Iglesias que ni siquiera celebran en común la eucaristía?

Cuando oyen la palabra «Iglesia», los protestantes piensan sobre todo en la Iglesia local, los católicos, en la Iglesia universal. Pero ambos grupos saben hoy que la palabra «iglesia» (ekklesía) significa tanto Iglesia local como Iglesia universal. Y sin embargo, desde una perspectiva bíblica, la Iglesia local no es solamente, como quisieran en Roma, una «sección» o «provincia» subalterna, dentro de la totalidad de la Iglesia, algo que se puede dominar desde un lugar central; la Iglesia universal no es el Imperio romano. Pero, inversamente, la Iglesia universal no es tampoco, como lo entienden determinadas comunidades protestantes, una «asamblea» o «asociación» de Iglesias locales. No se trata de eso. Cada una de las comunidades eclesiásticas de Europa, América, Asia o África —por muy pequeña, insignificante, mediocre y hasta lamentable que sea— representa y manifiesta plenamente la totalidad de la Iglesia de Jesucristo: en ella se encuentran todas las funciones esenciales que se acaban de mencionar. Por eso, las imágenes de la Iglesia que aparecen en la Biblia son aplicables tanto a la Iglesia universal como a una Iglesia particular, que ya es, desde la perspectiva bíblica, pueblo de Dios, cuerpo de Cristo, templo del Espíritu Santo.

«Pero», pregunta el hombre de nuestro tiempo, que vive en la era de la democracia, «¿no tiene la Iglesia desde el inicio una hechura totalmente antidemocrática, que ya sólo por eso no va con nuestra época?».

6. Iglesia: ¿apostólica pero antidemocrática?

Es un hecho tan evidente que no necesita demostración que las Iglesias —aferradas muchas veces, en su espiritualidad, teología y organización, a viejos paradigmas— son con harta frecuencia instituciones autoritarias, y a veces hasta totalitarias. Pero, según el Nuevo Testamento, la Iglesia ha de ser una comunidad basada en la libertad, la igualdad, la fraternidad: es decir, en lo grande como en lo pequeño, una comunidad de personas libres, iguales en lo esencial, una comunidad de hermanos y hermanas. En Cristo ya no ha de haber, según Pablo, «ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer» (Gál 3,28). Y si las hermanas tuviesen hoy en día una posición y una importancia ligeramente comparables a la que tuvieron en la comunidad de discípulos de Jesús o en las comunidades paulinas, muy otra sería la dignidad y la igualdad de derechos de la mujer en la Iglesia y en los ministerios eclesiásticos: por lo menos en lo que concierne a las Iglesias católica y ortodoxa. Pero la sensación que causó la elección, en Hamburgo, de la primera mujer obispo de la Iglesia luterana, en marzo de 1992 (antes ya hubo una mujer obispo anglicana, en los Estados Unidos), muestra con cuánta lentitud se va imponiendo, incluso en el protestantismo, la plena igualdad de derechos de la mujer.

Indudablemente hay en la Iglesia innumerables diferencias —y tiene que haberlas: no sólo entré las personas sino también entre las funciones—, hay superioridad e inferioridad muy diversa y de carácter funcional. Tampoco puede funcionar la Iglesia sin que haya una autoridad humana, sin servicios («ministerios») a nivel local, regional, nacional o universal. Pero esa autoridad —cualquiera que sea— obra con legitimación sólo cuando está basada en el servicio y no en la violencia —abierta u oculta—, en privilegios antiguos, medievales o modernos. Sería mejor no hablar de «ministerio» sino —con un lenguaje más concreto, más adecuado al espíritu de la Biblia— de «servicio» eclesiástico: de muchos y muy diferentes «servicios» o «carismas», que quiere decir vocaciones especiales. Pero no es lo más importante la terminología sino la realización práctica.

La Iglesia entonces no puede ser una aristocracia ni, menos aún, una monarquía, aunque hay en ella quienes la consideran como tal. Una Iglesia orientada en la primitiva Iglesia de los apóstoles sería, en el mejor sentido de la palabra, una comunidad democrática. Lo democrático de la Iglesia no se refiere, evidentemente, a la cuestión de la verdad, como se temen sobre todo los tradicionalistas católicos que combaten y rechazan vehementemente la concepción de Iglesia en tanto que comunidad democrática. Como si en una Iglesia constituida democráticamente hubiera que decidir por mayoría de votos lo que hay que considerar verdadero o falso, como Revelación o producto humano, como palabra de Dios o voz del pueblo. Ni que decir tiene que todos los miembros y gremios de la Iglesia están sometidos a la palabra de Dios. En un sentido estricto, en la Iglesia tampoco ha de imperar el pueblo, sino la palabra de Dios, Cristo, el Señor. Y el «pueblo» no puede —como tampoco puede la jerarquía— ser el sustituto de la Revelación. No es eso: cuando se habla de «comunidad democrática» en relación con la Iglesia sólo se alude a cómo ha de organizar y estructurar esa comunidad, en el espíritu de Jesús, su servicio a la palabra de Dios. «Democracia» no significa, pues, abandonar a la Iglesia al espíritu del siglo, y la verdad al principio del voto mayoritario, sino que corresponde a la constitución neotestamentaria de la Iglesia, según la cual en la Iglesia todos están llamados en la misma medida a servir, si bien con diferentes funciones.

«Pero ¿qué pasa entonces con el fundamento apostólico de la Iglesia?», preguntará aquí alguno. «El que la Iglesia invoque un origen apostólico ¿no ha tenido como consecuencia que haya en ella una separación entre clérigos y laicos, entre los sucesores de los apóstoles y la masa de quienes siguen a los sucesores?». Respuesta: la sucesión apostólica en el seno de la Iglesia no es un privilegio especial de unos pocos elegidos, sino una misión encomendada a la Iglesia entera. «Apostólica» es un atributo aplicable sólo a la Iglesia, que vive, de una manera general, en la sucesión de los apóstoles; es decir, de acuerdo con el testimonio apostólico, tal y como nos lo trasmite el Nuevo Testamento. Y ese testimonio se hace concreto mediante la constante realización del servicio apostólico. Ese servicio apostólico no es una actividad introvertida y narcisista de las comunidades eclesiásticas, sino predicación y presencia de los cristianos en el mundo. Y sólo en la medida en que esos servicios —y no sólo el de los obispos sino también el de los párrocos y de los pastores de almas en general—, en conformidad con el testimonio apostólico, son una prolongación de la misión de fundar y dirigir la Iglesia, puede hablarse de una especial «sucesión apostólica», entendida funcionalmente, o sea, de una continuación de esos servicios. Se accede a ellos normalmente —pero no exclusivamente— por vocación y por imposición de manos de quien dirige la Iglesia (y con la participación de los fieles). Si nos atenemos a los documentos ecuménicos de consenso general, el reconocimiento recíproco de los ministerios eclesiásticos de las Iglesias separadas no sólo es justificable teológicamente sino, desde el punto de vista pastoral, una imperiosa exigencia.

La «sucesión apostólica» no es, por tanto, un privilegio especial, fuente de ensoberbecimiento jerárquico y de escisión, sino que es una exhortación a todos los cristianos de la Iglesia a «hacerse» más católicos, es decir, a esforzarse en ser fieles a los orígenes de la Iglesia. Esto vale sobre todo para aquellos a los que les han sido encomendados específicos servicios superiores.

«¡Pero el Símbolo de los Apóstoles no sólo habla de la Iglesia apostólica, sino también de la Iglesia católica! ¿Quiere decir eso entonces que solamente la Iglesia católica es la Iglesia verdadera en el sentido del credo?». Respuesta: Éste es el único punto en que, en la nueva versión alemana, el credo evangélico difiere del católico: Creo la «Iglesia cristiana» o «la Iglesia general cristiana». Pero:

7. ¿Qué significa hoy «católico» y «evangélico»?

Para la mayoría de los católicos y de los protestantes, las tradicionales diferencias doctrinales del siglo XVI —Escritura y tradición, pecado y gracia, fe y obras, eucaristía y sacerdocio, Iglesia y papado— ya no son tales que puedan separar a las Iglesias. Esas diferencias fueron estudiadas hace ya tiempo por una teología ecuménica de proveniencia católica o evangélica. No se está de acuerdo, teológicamente, en todas las cuestiones, pero sí se está conforme en que las diferencias que aún quedan ya no justifican el cisma. Y por eso muchos católicos y muchos protestantes esperan que quienes dirigen la Iglesia, en Roma y en otros lugares, acepten por fin los resultados a que han llegado tantas comisiones oficiales ecuménicas, que desde hace tiempo están de acuerdo, teológicamente, en cuanto a esos puntos, y los lleven a la práctica. Realmente es inadmisible que, en plena transición de la modernidad a la postmodernidad, la Iglesia permanezca aferrada a planteamientos de la Edad Media (autocracia del papa, dogmas marianos, veneración de los santos) o las Iglesias protestantes a los de la época de la Reforma (resentimientos contra la autoridad, la tradición, los sacramentos, especialmente la eucaristía). La diferencia fundamental entre «católico» y «evangélico» radica en las diferentes posiciones de principio, posiciones que se han ido desarrollando a partir de la Reforma, pero que hoy pueden ser superadas en su unilateralidad e integradas en un verdadero ecumenismo. ¿Qué quiere decir esto? ¿Qué quiere decir, visto desde los orígenes, Iglesia «evangélica» e Iglesia «católica»?

«Iglesia católica» significa originariamente, de manera totalmente apolémica, Iglesia completa, toda la Iglesia, por contraposición a las Iglesias locales. La Ecclesia catholica del credo tampoco quiere decir hoy Iglesia de confesión católica; y la misma Iglesia católico-romana delata su calidad de Iglesia particular, confesional —a pesar de su magnitud—, al añadir el atributo «romana», que no se ha vuelto usual hasta la época moderna. Iglesia católica quiere decir realmente Iglesia total, general, amplia, universal. En un sentido estricto, católico-romana es, lo mismo que anglo-católica, una contradicción: particular-universal = hierro de madera.

Entonces, ¿quién puede llamarse católico? Católico, en principio, es solamente quien considera primordial el que, pese a todos los fraccionamientos, la continuidad de fe y de comunidad de fieles se mantenga en el tiempo (en la tradición dos veces milenaria), y, en segundo lugar, quien considera primordial que exista en el espacio una universalidad de fe y de comunidad de fieles, una universalidad que abarque todos los grupos, naciones, razas y clases sociales. Lo contrario de tal catolicidad sería particularismo y radicalismo «protestante», del que se diferencia claramente la radicalidad y la vinculación a la comunidad auténticamente evangélica.

¿Y qué significa entonces «Iglesia evangélica»? Respuesta: Iglesia evangélica significa Iglesia orientada ante todo en el evangelio de Jesucristo. Esto no excluye por principio la tradición, pero la subordina resueltamente al evangelio, que es para todas las autoridades de la Iglesia, indiscutiblemente, la autoridad normativa (norma normans).

¿Quién se puede llamar entonces evangélico? Evangélico, en principio, es solamente quien, en todas las tradiciones, doctrinas y usos eclesiásticos, considera primordial, primero, el recurrir constantemente y con espíritu crítico al evangelio (depositado originariamente en la sagrada Escritura) y, segundo, el llevar a cabo constantes reformas prácticas acordes con las normas de ese evangelio (Ecclesia semper reformanda). Tal actitud evangélica está en contraposición con el tradicionalismo y sincretismo «romano-católico», que no tiene nada que ver con la tradición y la universalidad auténticamente católicas.

Si, dicho esto, se ponen en mutua relación ambas actitudes básicas —la verdaderamente católica y la verdaderamente evangélica—, resulta que, bien entendidas, la posición católica y la evangélica no se excluyen en absoluto mutuamente. En concreto:

Hoy, el católico bautizado puede tener un espíritu verdaderamente evangélico.

A la inversa, el protestante bautizado puede mostrar una universalidad verdaderamente católica.

Hay hoy en día, repartidos por todo el mundo, innumerables cristianos y cristianas, pastores y pastoras, y muchas veces hasta parroquias enteras, que viven de hecho (pese a la resistencia de los aparatos eclesiásticos y a la mentalidad de poder de sus funcionarios) una «

catolicidad evangélica

», centrada en el evangelio y corregida continuamente, o también —a la inversa, pero lo mismo— una «

evangelicidad católica

» que busca en todo momento la universalidad católica. ¡Y qué posibilidad histórica ha dejado escapar Roma —después de la gran brecha ecuménica abierta por el concilio Vaticano II en los años sesenta y tras la elaboración de tantos documentos consensuales en los años setenta— al paralizar completamente en los años ochenta y noventa, bajo el papa polaco, el movimiento ecuménico, paralización apenas velada por un lenguaje y unos gestos ecuménicos! Las causas no radican sólo en la persona, sino sobre todo en la institución; y eso sólo muestra que el papado, medieval y absolutista, necesita una radical reforma según el espíritu del evangelio.

Y pese a todo ello, hay un sinnúmero de católicos, de protestantes y ortodoxos, y no pocas parroquias católicas, protestantes y seguramente también ortodoxas, que practican un auténtico ecumenismo. De esa manera, hoy un cristiano puede ser cristiano en pleno sentido, sin negar su propio pasado confesional, pero sin cerrar el camino a un mejor porvenir ecuménico. No es posible dejar de verlo: para un número creciente de coetáneos, ser verdaderamente cristiano significa ser ecuménicamente cristiano.

«Con eso aún se podría estar de acuerdo», dirán algunos a esto, «pero el atributo de la Iglesia menos digno de crédito es, de seguro, la santidad. Credo sanctam ecclesiam: ¿la santa Iglesia? ¡Eso es más ilusión que realidad!». De ahí la siguiente pregunta:

8. ¿Una Iglesia «santa»?

Visto de modo realista, hay que consignar de entrada, sin ningún tipo de reservas, que la Iglesia real es una Iglesia pecadora, porque consta de personas que fallan, que se equivocan. Este hecho es hoy tan evidente que al hombre contemporáneo no hace falta en absoluto que le hablen de tantas decisiones equivocadas, de tantos desaciertos, fallos personales, culpa personal de quienes desempeñan el ministerio, de tantas imperfecciones, defectos, deformaciones. Así es: ya se trate de la discriminación de las mujeres y de la quema de brujas, de las persecuciones de teólogos y herejes, del antijudaísmo y la persecución de judíos, de los papas renacentistas o del caso de Juan Hus, de Lutero, Descartes, Giordano Bruno, Galileo, Kant, Loisy, Teilhard de Chardin. y de tantos otros: ningún cristiano debería tener reparos en hablar de la ceguera, increíble muchas veces, de los terribles pecados, de los vicios tan diversos que hay en la Iglesia: en su Iglesia.

A ello contribuye no sólo el fallo del individuo humano como tal, sino también lo inhumano de muchas estructuras eclesiásticas, y hasta una maldad que va más allá del fallo individual, con una fuerza que sólo puede tenerse por demoníaca y que lleva, por ende, a la perversión de lo cristiano. Para ello no haría falta reescribir, repetidas veces, la «historia criminal del cristianismo». ¡Quién no ha pasado, en su propia biografía, por suficientes experiencias como para poder decir: La historia de la Iglesia es, en su conjunto, no sólo una historia perfectamente humana, sino también una historia hondamente pecaminosa! Y lo fue desde los inicios. Sólo hay que leer las cartas del Nuevo Testamento para verse confrontado con la triste realidad de la culpa y el pecado. Por eso:

Hay que poner fin a esos subterfugios a que suelen recurrir los teólogos ante el hecho escandaloso, penoso, vergonzante, de una Iglesia pecadora.

Hay que poner fin a esa hipócrita

segregación

de los miembros «santos», como lo intentan diversos grupos sectarios de la Iglesia antigua, medieval y moderna, y en los últimos tiempos también el «Opus Dei», de origen fascista-clerical. Todos ellos quieren «excluir» de la

Ir a la siguiente página

Report Page