Credo

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V. Espíritu Santo: Iglesia, Comunión de los Santos y perdón de los pecados

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Iglesia

a los

miembros

«pecadores», para que sólo quede la élite espiritual, los no-pecadores, los puros, los santos. Pero: ¿quién queda entonces, si somos honrados?

Hay que poner fin a la distinción, tan poco consistente, entre

Iglesia

«santa» y

miembros

pecadores, distinción que, para no comprometer la santidad «de la Iglesia», establece una diferencia, de modo totalmente abstracto, entre los miembros y la Iglesia como tal, que así queda libre de pecado. Pero la Iglesia no existe en abstracto sino en concreto.

Ninguno de esos subterfugios constituye una ayuda. La realidad se impone: la Iglesia es una Iglesia de pecadores y por tanto una Iglesia pecadora. Ahora bien, de esa evidencia resulta, inversamente, que la santidad de la Iglesia no viene dada por sus miembros ni por lo que éstos hacen o dejan de hacer desde el punto de vista religioso-moral.

Pero ¿qué quiere decir «santo»? Tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, «santo» es el hecho de «ser puesto aparte» por Dios y para Dios, por oposición a lo «profano» (= lo que está delante del fanum, del recinto sagrado). Llama la atención, sin embargo, que en el Nuevo Testamento nunca se hable de una «Iglesia santa». Pero sí se habla constantemente de comunidades que, en cuanto tales, son denominadas «santas», ya se hable de «pueblo santo» o de «templo santo» cuyas piedras vivas son los fieles. En comparación con el Israel del Antiguo Testamento, el elemento concreto, sagrado, pasa claramente a segundo plano. En el Nuevo Testamento no hay recintos ni objetos sagrados, distintos de los demás. Tampoco se califica de «santos» al bautismo y a la cena, pues no aportan santidad por sí mismos, con mágico automatismo, sino que dependen enteramente del Espíritu Santo, por un lado, y del hombre que cree, que da una respuesta, por otro. El Nuevo Testamento no habla de santidad institucional, no habla de una Iglesia que provee del atributo de «sagrado» a la mayor cantidad posible de instituciones y personas, de lugares, períodos de tiempo y utensilios. La santidad de que habla el Nuevo Testamento es, si acaso, la santidad totalmente personal, una actitud de principio «santa» en cada persona, es decir, una orientación global en la voluntad del Dios «santo».

En resumen: la comunidad concreta de fieles que se llama a sí misma Iglesia es santa y pecadora a la vez. Es el campo de batalla donde combaten el Espíritu de Dios y el espíritu del mal que hay en el mundo, y la línea que separa los frentes no pasa sin más entre la Iglesia santa y el mundo no-santo, sino por medio del corazón de los hombres.

«Pero, siendo así las cosas, ¿se puede seguir hablando, como lo hace el credo, de una communio sanctorum?», preguntará aquí mi interlocutor. «¿No ha perdido su sentido, siendo así las cosas, el concepto de “comunión de los santos”?»

9. ¿Qué significa «comunión de los santos»?

Ya hemos visto que desde la perspectiva del Nuevo Testamento, la communio sanctorum debe ser entendida simplemente como la comunidad de los fieles (communio fidehum). Se trata solamente de otra manera de definir la Iglesia. Esos «santos» son todo lo contrario de personas ideales y selectas; no son santos de pedestal sino hombres creyentes, personas llenas de faltas y de pecados, pero que, llamados por Dios a través de Cristo, han abjurado del mundo pecaminoso e intentan modestamente, en la vida cotidiana, seguir a Cristo. No son, pues, santos de confección propia sino sólo «llamados a ser santos» (1 Cor 1,2), «santos en Cristo Jesús» (Flp 1, 1), «santos y amados elegidos» (Col 3,12). La Iglesia, entonces, sólo puede recibir el nombre de «santa» en la medida en que ha sido llamada por Dios mismo a través de Cristo, en el Espíritu, para ser la comunidad de los fieles, y en la medida en que, sacada de la banalidad del decurso del mundo por la amorosa y liberadora solicitud de Dios, se ha puesto a su servicio. El mismo Dios, al apoderarse, en tanto que Espíritu Santo, del corazón de los hombres y establecer su dominación, es el fundamento de la comunión de los santos.

Sin embargo, no puede pasar inadvertido el hecho de que en el Símbolo de los Apóstoles la «comunión de los santos» no es sólo una aposición, un aditamento a la «santa Iglesia católica». Llama la atención que, como aditamento del Symbolum, esa fórmula no aparece hasta las inmediaciones del año 400 (en Nicetas de Remesiana), llegando a la confesión de fe romana, al Símbolo de los Apóstoles, en el transcurso del siglo V, a través de los símbolos de la fe galo-españoles. Pero entonces se dan, con toda evidencia, dos posibilidades de interpretación que van más allá de la «comunión de los santos», de la «comunidad de los fieles»:

Comunión de los santos puede significar

participación en lo santo

(

sancta

), en el seno de la Iglesia terrenal, o sea, participación en los sacramentos, refiriéndose entonces sobre todo a la eucaristía como centro de la vida litúrgica.

Comunión de los santos, por otra parte, puede también significar

comunión con los santos

(

sancti

) del cielo, o sea, con los

mártires

y los demás justos de todos los tiempos, de los que nos es dado suponer que han llegado a la plenitud de Dios. Ellos son como los garantes de la futura plenitud de todos los cristianos. La traducción «comunión de los santos» ha sido un claro voto a favor de este significado.

«¿Pero usted no querrá —ya estoy oyendo cómo me interrumpen— obligarnos a nosotros, hombres del siglo XX, protestantes incluidos, a aceptar, conforme al espíritu de la restauración romana, la veneración medieval de los santos y de María? ¿Hay que venerar a los santos, en especial a María, para ser cristiano?».

La respuesta a tal pregunta requiere relativamente pocas palabra: ni siquiera el católico tradicional de la Contrarreforma, posterior al concilio de Trento (siglo XVI), «tiene que» venerar a los santos. Lo que en aquel concilio se afirmó es solamente que tal veneración de los santos es «buena y provechosa[49]». En ninguna parte se habla de obligación ni, menos aún, de que esa veneración sea necesaria para la salvación. Y que entre la veneración de los santos y la adoración, reservada a Dios, hay una diferencia fundamental ya lo afirmó el concilio II de Nicea, en 787, en contra de los «iconoclastas», los destructores de imágenes de la Iglesia oriental. Esa diferencia entre veneratio (aplicada a los santos) y adoratio (que le corresponde únicamente a Dios y a su Cristo) siempre ha existido también en la Iglesia católica de Occidente.

Ahora bien, la veneración de ciertos mártires (ya desde el siglo II), pero también de destacados no-mártires, «confesores», tuvo su origen en la Iglesia «de abajo», como espontánea iniciativa de los propios fieles. Sólo al cabo del tiempo se encargaron de ello los obispos y finalmente Roma —en el contexto de la centralización que tuvo lugar en la Iglesia romana a partir de los siglos X-XI, lo que abocó en último término, conforme al uso romano, a un procedimiento jurídico, exactamente regulado, a los «procesos de canonización», en los que, hasta el día de hoy, los milagros (últimamente también los milagros «morales») desempeñan un papel preponderante y no poco problemático. Sólo aquel a quien se le ha concedido el «honor de los altares», es decir, quien puede ser expresamente mencionado, en el marco de la liturgia oficial, con el objeto de recibir la veneración y los ruegos de los fieles, puede ser calificado, legalmente, de «santo» o «beato». Es sabido que el culto a los santos llevó en la tardía Edad Media a enormes abusos (veneración de reliquias, indulgencias, negocios de la curia). Por eso es más que comprensible que los reformadores hayan sometido a dura crítica el culto a los santos, o que incluso —como Calvino y las Iglesias reformadas— lo rechacen de plano.

El hecho de que en los diez siglos pasados hayan sido canonizados el doble de hombres que de mujeres, solamente 76 laicos frente a 303 clérigos y monjas, y poquísimos casados, todo lo más viudos, no puede ponerse, sin más, de cuenta del Espíritu Santo. El papa actual ha vuelto a descubrir la canonización y la beatificación como instrumento de su política eclesiástica restauradora, de tendencia medieval; en este contexto salta a la vista, como ejemplo manifiesto de la autosuficiencia y falta de autocrítica de la jerarquía, el caso de la beatificación de Edith Stein, quien, siendo judía, sirvió de pretexto para un espectáculo autoafirmativo y triunfalista de la jerarquía católica, sin que hubiera una sola palabra de autocrítica sobre el fracaso absoluto de esa jerarquía en la época en que Edith Stein fue transportada a la cámara de gas de un campo de concentración nacionalsocialista no por ser monja católica sino por ser judía.

Pese a todo, no puede decirse que hoy en día la conmemoración de los «santos» sea simplemente absurda. Ciertos protestantes abogan por la «veneración evangélica de los santos», una veneración que, conforme a la línea moderada de Martín Lutero, exige sin embargo ciertas condiciones. Tales condiciones tienen importancia también para los católicos: si se venera a los santos, que no sea a costa de Dios o de Cristo. Es inaceptable la descentralización de la fe. La veneración de ciertos santos puede contribuir a afirmar la fe. Los ejemplos concretos de cómo seguir a Cristo pueden ayudar a encauzar la propia vida. El abarcar en su conjunto la larga historia del seguimiento de Cristo puede crear solidaridad a través de los tiempos.

El hecho de que en la Iglesia católica las indulgencias hayan desaparecido hoy en gran parte y de que se haya puesto freno a la veneración de las reliquias no sólo ayuda al diálogo ecuménico sino a la espiritualidad católica. Y, a la inversa, es innegable que figuras como Francisco de Asís y Tomás Moro, Hildegard von Bingen y Teresa de Ávila, impulsan a muchos cristianos evangélicos a vivir el cristianismo. ¿Y por qué una figura viva, sacada de la historia dos veces milenaria de la Iglesia —y esto vale también, por supuesto, para personajes auténticamente evangélicos como Dietrich Bonhoeffer o Martin Luther King— no va a significar para nosotros lo mismo que cualquiera de esos personajes bíblicos, que conocemos, si acaso, de manera muy esquemática?

Pero una cosa está clara hoy: cuando se reflexiona sobre la communio sanctorum, lo que actualmente está en el centro del interés teológico y eclesiástico no es rezar o imitar a los santos canonizados sino la ya mencionada «comunión de los santos» —entendida en el sentido del Nuevo Testamento—, en la que el creyente participa por el bautismo. Pero no es posible discutir el tema «comunión de los santos», «santidad» de la Iglesia sin preguntar antes por la relación, en cada individuo, entre «santidad» y «pecado».

Sin embargo, cuando se toca el tema de la culpa y el pecado, muchos suelen reaccionar de manera completamente alérgica: «¿No ha causado la Iglesia ya un daño inmenso con su obsesión por el pecado, sobre todo en el terreno sexual, ensombreciendo así enormemente la “buena nueva”?». Sin embargo, por lo menos el credo no pretende crear ni cimentar sentimientos y complejos de culpabilidad, sino, todo lo contrario, perdonar culpas.

10. ¿Qué quiere decir «perdón de los pecados»?

No cabe duda de que en nuestra sociedad actual existe la tendencia a negar, a reprimir, a marginar la culpa, a reducirla a lo que está jurídicamente demostrado. Y, sin embargo, no sólo los escándalos políticos y económicos —que, en tales dimensiones, eran desconocidos antes— sino sobre todo las tragedias de nuestro siglo nos han hecho ver con absoluta claridad (Urs Baumann y Karl-Josef Kuschel han reflexionado sobre ello en el terreno literario y teológico[50] la pluridimensionalidad de la culpa: no sólo se trata de la dimensión individual y psicológica, sino también de la dimensión social, histórica, estructural y ecológica). Precisamente la literatura moderna (desde Kafka y Camus hasta Max Frisch) lo ha puesto de relieve: ninguna persona (crea o no crea en Dios) deja de pasar por la experiencia de la impotencia, del fallo personal, de la culpa. Cada individuo —religioso o no— está implicado en múltiples culpas, que él, sin embargo, tiende a reprimir, a negar. Por otra parte, durante siglos, los representantes de las Iglesias han hecho surgir en los hombres sentimientos de culpabilidad limitados a un campo muy exiguo, el de la sexualidad, mientras que en otros campos se era enormemente permisivo (aceptación de la guerra, sancionamiento del colonialismo y de la explotación económica). Una teología cristiana que practique la autocrítica deberá hoy, por tanto, luchar de una parte contra el silenciamiento de la culpa en la sociedad y de otra contra la tendencia de la Iglesia a provocar sentimientos de culpa en un terreno equivocado o fijado unilateralmente. La meta no es eternizar esa culpa sino liberar al hombre de ella: «La meta de la superación cristiana de la culpa no es la condenación, sino la absolución del pecador, la “terapia” de la culpa[51]».

La profesión de fe no se detiene a elaborar una teoría general del mal, cuyo origen nadie ha podido explicar hasta hoy de manera satisfactoria, ni tampoco una antropología o sociología del pecado, que para la fe, como es evidente, no debe estar en el centro. La profesión de fe pone inmediatamente un acento positivo: partiendo de la condición pecadora del hombre, habla en seguida del carácter remisible de los pecados. ¿Mas cómo hemos de entender esto a la luz del Nuevo Testamento y con los ojos puestos en la problemática actual?

Este acento teológico remite a la predicación y a la actuación del propio Jesús. Pues es algo que llama la atención ya en Jesús: si su predicación del reino de Dios exige una decidida metanoia, un cambio de camino, de un camino falso y pecaminoso, ello jamás significa, sin embargo, que Jesús haga nacer sentimientos de culpa con los que el hombre tenga que debatirse solo, ni tampoco que agobie a los hombres obligándoles a hacer penitencia cubiertos de ceniza. Lo que Jesús quiere con ello es, por el contrario, llamar al hombre entero a realizar un cambio interior, radical y total, a volver a Dios y a una vida en pro de los demás. Y esa llamada va dirigida también a los piadosos, a los justos que creen no tener necesidad de penitencia, y va dirigida muy especialmente a aquellos que son criticados, rechazados y condenados por los justos: los hijos e hijas pródigos. Para Jesús no se trata del Dios pretendidamente ofendido ni de su ley, sino del hombre que ha contraído culpa y es desgraciado, del hombre que él no quiere condenar ni castigar, sino liberar y reintegrar a la comunidad.

Es más, en Jesús llama también la atención lo siguiente: a todos los «pecadores» les ofrece, para escándalo de los justos, su compañía y se sienta a la mesa con ellos. Y, según el testimonio de los evangelios —si bien esto no se puede comprobar históricamente—, llega incluso a impartir expresamente a los hombres el perdón de los pecados. Al hacerlo se puso, evidentemente, en contra de la ley vigente, que exigía el castigo del pecador. Más aún, al hacerlo reclama para sí lo que según la fe judía sólo le corresponde a Dios: «¿Quién puede perdonar los pecados sino Dios?» (Mc 2,7). El pueblo, sin embargo, dice también el evangelio, «alababa a Dios, que había dado tal poder a los hombres» (Mt 9,8).

Llegados a este punto se ve claramente que, desde la perspectiva de Jesús, el perdón de los pecados es una concretización de su mensaje alegre y liberador. Jesús no era un sombrío y adusto predicador a quien le hubiese gustado presentar a los hombres una lista de todos sus pecados. La metanoia, el cambio de camino, la «penitencia», es ofrecida al hombre como una nueva y positiva posibilidad, y no tiene en sí —a lo largo de todo el Nuevo Testamento— nada de sombrío ni de negativo, como lo tuvo después muchas veces en las prácticas penitenciales de la Iglesia, cuando se pensaba que había que ganarse la gracia de Dios a fuerza de actos propios de penitencia. No, lo decisivo en el Nuevo Testamento es lo siguiente: el cambio interior, ya en sí, proviene de la gracia de Dios y presupone el perdón de Dios. No es consecuencia de una ley opresiva que sólo exige y no satisface: «¡Tienes que hacerlo!». Es consecuencia del evangelio, de la buena y alegre nueva de la gracia de Dios que se ofrece ella misma y que, sin condiciones previas, ofrece el perdón a los hombres, haciendo posible el cambio interior: «¡Puedes hacerlo!». Y quién no sabe de la experiencia liberadora y feliz que puede ser el que, después de un acto claramente equivocado, quizá maligno (después de una mentira, del incumplimiento de una promesa, de un acto de infidelidad), la persona afectada nos haga saber, con una frase o un gesto: «Pese a todo lo sucedido, y aunque no pueda deshacerse lo hecho, pasemos a otra cosa, te perdono, todo vuelve a ser como antes».

Desde la perspectiva neotestamentaria, la penitencia no debe limitarse al cumplimiento de ciertos actos de penitencia. Lo fundamental es el bautismo, que en su origen era un bautismo de adultos «para el perdón de los pecados» y que permitía recomenzar de nuevo. Pero también es algo claro que el acto del bautismo no suprime mágicamente la posibilidad de pecar. La tentación, la tribulación del hombre continúan. Siempre hay que pedir que se nos libere del mal, que nos sean perdonados los pecados.

Ese perdón puede realizarse de muchas maneras. Desde la perspectiva del evangelio, las diversas formas de perdonar los pecados que han surgido en el decurso de la historia deben ser relativizadas, y el credo no canoniza definitivamente ninguna de las modalidades que se han ido formando históricamente. El perdón de los pecados es posible:

por el bautismo, como ya hemos visto, que tiene lugar «para el perdón de los pecados»;

pero también mediante la

predicación

del propio evangelio;

y, también, por la absolución general en un acto litúrgico, pero igualmente por la posible absolución individual de cada fiel;

finalmente, por la

absolución especial realizada por quien ejerce el ministerio

, que es la forma normal sobre todo en la Iglesia católica.

Con el paso del tiempo, el perdón de los pecados pasó a ser privilegio de los obispos. Cuando se cometían pecados que excluían de la Iglesia (apostasía, asesinato, adulterio público…), se hacía necesaria una «segunda penitencia» pública, posterior al bautismo, hasta que, pasado el período de penitencia, el obispo permitía de nuevo la entrada. Fue sólo en los siglos VI y VII cuando, procedente de Irlanda y Escocia, se introdujo la posibilidad de repetir la penitencia, incluso para pecados menores, naciendo así la penitencia particular, con absolución impartida por el sacerdote, o sea, la llamada confesión auricular, que —obligatoria en la alta Edad Media para los pecados «graves»— ha disminuido drásticamente, por muchos motivos, en los últimos tiempos.

Más importante que las formas de la penitencia «sacramental» que se fueron desarrollando con el tiempo es, desde la perspectiva de Jesús, otra cosa: el perdón que se ha recibido de Dios debe ser transmitido a los hombres, y, por mi parte, confieso que ha sido en el curso del diálogo cristiano-judío cuando he llegado a comprender el sentido de la parábola de Jesús sobre el rey magnánimo que perdona a su ministro una deuda elevadísima, sin que ese ministro viese en ello un motivo para perdonar él a su vez las deudas a sus deudores. En esa parábola Jesús condena con inusitada severidad la actuación del ministro, porque éste ha metido en la cárcel al propio deudor…

No nos llamemos a engaño: entre los hombres, perdonar las culpas no es algo «natural», no es en absoluto algo evidente. Cómo va a ser evidente, si se piensa por ejemplo en una calumnia pública, en un perjuicio inmenso, en el asesinato de una persona o incluso en el monstruoso genocidio que fue el Holocausto. Y una cosa está clara: los cristianos debemos hacer todo lo posible para que tal monstruosidad no caiga nunca en el olvido. Y hay que tener cuidado de que, al hablar de perdón, no se contribuya a que se olvide (o a que quede reprimido en el subconsciente). ¿Pero es que entonces nunca se va a perdonar el Holocausto? Al hablar con judíos, se oye no pocas veces: perdonar no compete al hombre, sino sólo a Dios. Sólo Dios puede perdonar esa culpa, concretamente esa culpa.

¿Pero qué significaría tal cosa? Hago esta pregunta llevado de mi preocupación por el entendimiento judeo-cristiano, por la relación entre alemanes y judíos, judíos y palestinos. Ello no significaría otra cosa sino que no es posible la reconciliación entre hombre y hombre, entre pueblo y pueblo, que no queda más remedio que cargar con una culpa hasta el final de los tiempos. De esa manera, la culpa que Alemania contrajo con los judíos no acabaría jamás; ni en esta generación ni en la siguiente. Eso no puede ser la solución. Y, desde la perspectiva del mensaje del «perdón de los pecados», no puede ser ésa la solución.

Ahora bien, en la Biblia hebrea el que un hombre perdone a otro hombre apenas se plantea como exigencia, pero sí algunas veces en el Talmud. Y ya en el libro de Jesús Ben Sira del siglo II a. C. (que sólo existe en traducción griega y no está por eso incluido en el canon) leemos: «Piensa en el final, deja la enemistad… piensa en la alianza del Altísimo y perdona la culpa» (Sir 28,6 s.).

¿Mas cuántas veces no se han perdonado los cristianos mutuamente las culpas ni tampoco las han perdonado a los demás? Y ¿cuántas veces, entre las «naciones cristianas», no se han hecho llamamientos en el transcurso de los siglos no al perdón sino a la venganza, lo que forzosamente endurecía el corazón de los pueblos, fomentaba el odio y, finalmente, llevaba a más guerras y más derramamiento de sangre? Muestra de ello es esa irreconciliable «enemistad hereditaria» de Alemania y Francia a través de los siglos, una enemistad imbuida del espíritu de la revancha mutua, con el resultado de tres grandes guerras y un número de víctimas muy superior al de las víctimas del Holocausto.

Yo me pregunto si el mensaje de Jesús sobre el perdón de los pecados no podría ser en esta situación un reto a los judíos y, sobre todo, a los cristianos, el reto de la renovación espiritual y del cambio interior, que, además, tendría muy importantes consecuencias políticas. Pues no es secundario, accesorio, sino absolutamente central el lugar que ocupa la siguiente exigencia de Jesús: no hay reconciliación con Dios sin reconciliación en el terreno interpersonal. El perdón de Dios está vinculado al perdón recíproco de los hombres. Por eso, en el Padrenuestro, después de pedir que venga el reino de Dios y que se haga su voluntad, se pide también: «Perdónanos nuestras deudas como también perdonamos a nuestros deudores» (Mt 6,12). Y a continuación viene esta advertencia: «Pues si perdonáis a los hombres, también os perdonará vuestro Padre celestial. Pero si no perdonáis a los hombres, vuestro Padre tampoco os perdonará» (Mt 6,14 s.). El hombre no puede recibir el gran perdón de Dios y negar a su vez el pequeño perdón a su prójimo; es su deber transmitir a los demás el perdón recibido. Éste es, pues, el sentido de la parábola del rey magnánimo y el sentido de aquella frase provocadora de que el hombre no ha de perdonar siete veces, o sea, con cierta frecuencia, sino setenta y siete veces, es decir, indefinidamente.

Tal exigencia de perdón no admite, por supuesto, interpretaciones de orden jurídico. Con ella no se promulga una nueva ley acorde con el principio: hay que perdonar 77 veces, pero no 78. Así, pues, la exigencia de Jesús no puede convertirse en ley estatal; los tribunales de los hombres no quedan anulados por ella. Pero la exigencia de Jesús es un llamamiento moral a la magnanimidad y a la generosidad del hombre, al individuo humano —también, en determinadas circunstancias, a los representantes de los Estados— para que en una situación precisa hagan caso omiso de la ley: para que perdonen siempre, cada vez.

Esto podría tener la mayor relevancia no sólo para los miembros de una familia, para marido y mujer, para las relaciones entre amigos, sino también para el diálogo de las religiones. Cuántas cosas cambiarían si cristianos y judíos, cristianos y musulmanes, y, de extraordinaria importancia en la explosiva situación actual, si judíos y musulmanes se acercaran unos a otros dispuestos a perdonarse los pecados —el odio, la hostilidad, los actos de terrorismo, las guerras—, conscientes de que el Dios de Abrahán, en el que creen en común judíos, cristianos y musulmanes, tiene misericordia de todos, y que esa misericordia debe ser transmitida a los demás. El mundo presentaría un aspecto diferente si cristianos, judíos y musulmanes aprendiesen a tratarse unos a otros con el espíritu del «perdón de los pecados».

Pero queda en este capítulo sobre el Espíritu Santo una última pregunta que ya se habrá planteado más de un coetáneo dotado de espíritu crítico:

11. ¿Porqué no se menciona a la Trinidad en el Símbolo de los Apóstoles?

«¿Por qué se habla en este credo de la fe en Dios Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, y sin embargo no se dice una palabra del “Dios trino y uno”, de la Santísima Trinidad, que para muchos teólogos viene a ser como el “misterio central” del cristianismo?». Aquí, al final del capítulo sobre el Espíritu Santo, hemos de afrontar abiertamente esta cuestión:

La investigación histórica aporta, en efecto, un resultado curioso: la palabra griega trias aparece por primera vez en el siglo II (en el apologista Teófilo), el término latino trinitas, en el siglo III (en el africano Tertuliano), la doctrina clásica trinitaria de «una naturaleza divina en tres personas» no antes de finales del siglo IV (formulada por los tres padres capadocios Basilio, Gregorio Nacianceno y Gregorio de Nisa). La festividad de la Trinidad —que tuvo su origen en Galia y que en un principio fue rechazada por Roma como «celebración de un dogma»— no fue declarada de obligatoriedad general hasta 1334, en la época del destierro de Aviñón, por el papa Juan XXII.

Ahora bien, nadie que lea el Nuevo Testamento puede negar que en él se habla siempre de Padre, Hijo y Espíritu; no en vano reza la fórmula litúrgica bautismal del evangelio de Mateo: «En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19). Pero la totalidad de la cuestión es saber cómo están relacionados entre sí el Padre, el Hijo y el Espíritu. Y, curiosamente, en todo el Nuevo Testamento no hay un solo pasaje donde se diga que Padre, Hijo y Espíritu son «de la misma esencia», o sea, que poseen una sola naturaleza común (Φυσις, physis, sustancia). Por tanto no hay que extrañarse de que el Símbolo de los Apóstoles no contenga ninguna afirmación en ese sentido.

Si queremos hacer comprensible al hombre de hoy esa interrelación de las «tres magnitudes», no podemos remitir sin más a definiciones dogmáticas, que presuponen un sistema de conceptos muy vinculados a una época, y que fueron dadas por concilios marcados por el espíritu helenístico. Por eso no se deben rechazar sin más las definiciones de los concilios, pero tampoco repetirlas sin más, sino que hay que interpretarlas cuidadosamente. Tenemos que hacer el esfuerzo de pasar revista al Nuevo Testamento, que aún está arraigado en el judaísmo y que, en muchos aspectos, se halla más cerca de nosotros. Entonces nos daremos cuenta en seguida de que, en el Nuevo Testamento, Padre, Hijo y Espíritu Santo son tres magnitudes muy diferentes que no aparecen meramente identificadas, de modo esquemático-ontológico, a una naturaleza divina. Y de un «misterio central» o de un «dogma fundamental», según el cual «tres personas divinas» (hipóstasis, relaciones, formas del ser…), es decir, Padre, Hijo y Espíritu, tienen en común «una naturaleza divina», Jesús no dice absolutamente nada.

Una ojeada a la iconografía cristiana contribuye a poner de manifiesto el problema. El arte occidental no ha tenido reparos en representar a la Trinidad con ayuda de tres personas, de tres cabezas o de una cabeza con tres rostros. En el arte occidental existe también una especial representación de la Trinidad (llamada en alemán Gnadenstuhl) en la que Dios Padre aparece como un anciano de cabellos blanquísimos y barba gris, que tiene en el regazo la cruz donde está clavado el Hijo, y entre ellos, o encima de ellos, el Espíritu Santo en forma de paloma. No es de extrañar, entonces, que tales imágenes dieran pábulo a la idea de que los cristianos creían más o menos en tres dioses que estaban en el cielo y que la fe en la Trinidad era un triteísmo encubierto, cosa que judíos y musulmanes siempre han reprochado y siguen reprochando hoy a los cristianos.

En cambio, la tradición oriental cristiana ha sido bastante más discreta. Ya Juan Damasceno (hacia 670 - 750), el último y más significativo representante de la ortodoxia, había dejado perfectamente claro en su doctrina de las imágenes que no estaba permitido hacer efigies del Dios invisible, incorpóreo, indefinible e inconfigurable. Sólo lo visible en Dios, es decir, su revelación en Jesucristo, podía ser representado figurativamente. Esa prohibición de las imágenes trinitarias es una línea que se ha mantenido en la historia de la Iglesia ortodoxa. El célebre icono de Andréi Rubljow (realizado entre 1422 y 1427), concebido probablemente como reacción contra las representaciones de la Trinidad de influencia occidental, sólo ofrece una imagen simbólica de la Trinidad, en forma de tres ángeles como los que se aparecieron a Abrahán (Gn 18[52]).

Los reparos de los pintores deberían darnos qué pensar, sin que por eso tengamos que adoptar sin más la teología trinitaria de la ortodoxia oriental. Somos nosotros quienes tenemos que plantearnos la pregunta: ¿Cómo hay que hablar hoy de Padre, Hijo y Espíritu?

12. ¿Cómo hablar de Padre, Hijo y Espíritu?

Lo mejor, también en este caso, es atenerse estrictamente al Nuevo Testamento. Y para formarnos una idea de la relación entre Padre, Hijo y Espíritu, no hay seguramente mejor pasaje en ese Nuevo Testamento que el discurso de defensa del proto-mártir Esteban, un discurso que nos ha trasmitido Lucas en los Hechos de los Apóstoles. Durante ese discurso, Esteban tiene una visión: «He aquí que veo los cielos abiertos y al Hijo del hombre a la derecha del Padre» (Hch 7, 55 s.). Esteban habla aquí de Dios, de Jesús, el Hijo del Hombre, y del Espíritu Santo. Pero él no ve una divinidad de tres rostros y menos aún tres hombres de igual conformación, ni tampoco el triángulo simbólico que también se empleó en el arte cristiano occidental. Sino que:

El

Espíritu Santo

está en Esteban, está dentro de él. El Espíritu, esa fuerza y ese poder invisibles que salen de Dios, le llena totalmente y le abre los ojos: «en el Espíritu» se le abre el cielo.

Dios

, por su parte (

ho theós

= «el» Dios por excelencia), permanece oculto, no es semejante al hombre; sólo es visible su «gloria» (en hebreo,

kabod

; en griego,

δόξα, doxa

); el resplandor y el poder de Dios, el luminoso resplandor que sale, con toda plenitud, de él.

Jesús

, finalmente, visible como Hijo del hombre, está (y ya sabemos lo que quiere decir esa fórmula) «a la derecha del Padre»: es decir, en comunidad de trono, con el mismo poder y la misma gloria.

Elevado y acogido, como Hijo de Dios, a la vida eterna de Dios, es para nosotros el vicario de Dios y, al mismo tiempo, en cuanto hombre, el vicario de los hombres ante Dios. Por eso se podría circunscribir la relación entre Padre, Hijo y Espíritu, de la siguiente manera:

Dios, el Padre invisible, por encima de nosotros,

Jesús, el Hijo del hombre, con Dios para nosotros,

el Espíritu Santo, salido de la fuerza y el amor de Dios, en nosotros.

El apóstol Pablo lo ve de manera muy similar: Dios crea la salvación a través de Jesucristo en el Espíritu. Asimismo debemos orar a Dios en el Espíritu a través de Jesucristo: las oraciones van dirigidas, per Dominum nostrum Jesum Christum, a Dios Padre. El poder, la fuerza, el Espíritu de Dios ha penetrado de tal manera en Jesús, el Señor elevado hasta Dios, que no sólo está él poseído del Espíritu y posee también al Espíritu, sino que, mediante la resurrección, llega a participar de la forma de existir y de obrar del Espíritu. Y él puede, en el Espíritu, estar presente en los fieles: presente no física y materialmente, pero tampoco de una manera irreal, sino como realidad espiritual en la vida del individuo y de la comunidad de la fe, y, dentro de ésta, sobre todo en el culto divino, en la celebración de la cena, cuando se parte el pan y se bebe del cáliz en acción de gracias y en conmemoración suya. Y por eso, en último término, el encuentro con «Dios», con el «Señor» y con el «Espíritu» es para el creyente un único encuentro, es la propia actividad de Dios, tal y como lo expresa Pablo en la siguiente fórmula de salutación: «La gracia del Señor Jesucristo y el amor de Dios y la comunidad del Espíritu Santo sea con todos vosotros» (2 Cor 13,13).

Del mismo modo podría hablarse de Padre, Hijo y Espíritu en las palabras de despedida que pronuncia Jesús en el evangelio de Juan donde el Espíritu tiene los rasgos personales de un «protector» y «auxiliador» (esto es lo que significa —y no «consolador»— «el otro Paráclito», Jn 14,16). El Espíritu es como el vicario en la tierra del Cristo glorificado. Fue enviado por el Padre en nombre de Jesús. Por eso no habla por sí mismo, sino que se limita a recordar lo que dijo Jesús.

De todo esto tiene que haber quedado claro que la cuestión clave de la doctrina trinitaria no es, según el Nuevo Testamento, la cuestión, declarada «misterio» impenetrable (mysterium stricte dictum), de cómo tres magnitudes tan distintas pueden constituir una unidad ontológica, sino la cuestión cristológica de cómo hay que expresar, en conformidad con la Escritura, la relación de Jesús (y, por consiguiente, del Espíritu) con el propio Dios. Al mismo tiempo, no hay que cuestionar en ningún momento la fe en el Dios único que el cristianismo tiene en común con el judaísmo y el islam: fuera de Dios no hay otro Dios. Pero de capital importancia para el diálogo con judíos y musulmanes es la convicción de que el principio de la unidad no es, según el Nuevo Testamento, la «naturaleza» (physis) divina, común a varias magnitudes, tal y como se piensa desde la teología neonicena del siglo IV El principio de la unidad es, terminantemente, para el Nuevo Testamento igual que para la Biblia hebrea, el Dios uno (ho theós: el Dios = el Padre), de quien todo procede y a quien todo se dirige.

Por tanto, según el Nuevo Testamento, cuando se habla de Padre, Hijo y Espíritu, no se hace una afirmación ontológico-metafísica sobre Dios ni sobre su naturaleza íntima, sobre la estática esencia interior, que descansa en sí misma, que incluso está abierta para nosotros, de un Dios trino. Se trata, antes bien, de aseveraciones soteriológico-cristológicas sobre cómo Dios se revela en este mundo a través de Jesucristo: sobre la actuación, dinámico-universal, de Dios en la historia, de su relación con el hombre y de la relación del hombre con él. Hay, pues, a pesar de los muy diversos «papeles», una unidad de Padre, Hijo y Espíritu en el hecho de la Revelación y en la unidad de la Revelación: Dios mismo se revela en el Espíritu a través de Jesucristo.

«¿Podrían quizás judíos y musulmanes, siendo así las cosas», puede preguntar el hombre de hoy, «comprender más fácilmente a los cristianos cuando éstos hablan de Padre, Hijo y Espíritu? Pues el diálogo con el judaísmo y el islam será importante piedra de toque para comprobar si los cristianos afirman en serio que son monoteístas». Voy a tratar de resumir en tres tesis lo que, desde una perspectiva neotestamentaria y con la mira puesta en el mundo actual, considero el núcleo bíblico de la doctrina tradicional sobre la Trinidad:

Creer en Dios

Padre

significa creer en el Dios uno, creador, conservador y consumador del mundo y de los hombres: esa fe en el Dios uno la tienen en común el judaísmo, el cristianismo y el islam.

Creer en el

Espíritu Santo

significa creer en el poder y la fuerza de Dios que obran en el mundo y en el hombre: esa fe en el Espíritu de Dios también puede ser común a cristianos, judíos y musulmanes.

Creer en el

Hijo

de Dios significa creer en la revelación de Dios en la persona de Jesús de Nazaret, quien es así la palabra, la imagen y el Hijo de Dios. Sobre esta diferencia capital tendrían que seguir dialogando las tres religiones proféticas.

Llegados a este punto, es posible que alguien plantee una pregunta crítica: «¿Tienen para usted estas declaraciones tan teológicas una importancia claramente existencial o son simplemente “verdades de la fe”, “dogmas” y, todo lo más, “liturgia”, “doxología”, alabanzas de la “gloria” de Dios?».

13. Espíritu de libertad

Creer en el Espíritu Santo, en el Espíritu de Dios, significa para mí aceptar con confianza que Dios puede estar presente dentro de mí, que Dios, como fuerza y poder misericordiosos, puede llegar a enseñorearse de mi espíritu ambivalente, de mi corazón tantas veces cerrado. Y aquí hay algo para mí muy importante: el Espíritu de Dios no es un espíritu que esclaviza. Pues es el espíritu de Jesucristo, que es espíritu de libertad. Ese espíritu de libertad ya se traslucía en las palabras y obras del Nazareno. Su espíritu es ahora, definitivamente, Espíritu de Dios, desde que el Crucificado fue glorificado por Dios y vive y reina en la forma del ser de Dios, en el Espíritu de Dios. Por eso puede decir Pablo con toda razón: «Donde está el Espíritu de Dios, allí está la libertad» (2 Cor 3,17). Y con ello no alude sólo a una libertad de culpa, de ley y de muerte, sino también a una libertad para obrar, para vivir llenos de gratitud, de esperanza y alegría. Y eso, pese a la resistencia y a las constricciones de la sociedad y de la Iglesia, pese a los defectos de las estructuras y a los fallos personales del individuo. Ese espíritu de libertad señala, como espíritu del porvenir, hacia delante: pero no me muestra un más allá donde buscar consuelo sino un presente donde he de esforzarme y acrisolarme.

Y como yo sé que el Espíritu Santo es el espíritu de Jesucristo, también tengo una medida concreta para examinar y discernir los espíritus. Ya no se puede interpretar equivocadamente el Espíritu de Dios y tomarlo por una oscura fuerza divina, desprovista de nombre y susceptible de desfiguración. No: el Espíritu de Dios es, inequívocamente, el espíritu de Jesucristo. Y eso significa, de una manera concreta y práctica: ninguna jerarquía, ninguna teología, ninguna corriente entusiástica de las que apelan, prescindiendo de Jesucristo, al «Espíritu Santo», pueden reclamar para sí el espíritu de Jesucristo. Ahí están los límites de todo ministerio eclesiástico, de toda obediencia, de toda colaboración en teología, Iglesia y sociedad.

Creer en el Espíritu Santo, en el espíritu de Jesucristo, significa para mí —precisamente a la vista de tantas corrientes neumáticas y carismáticas— que el Espíritu no es nunca mi propia posibilidad, sino siempre fuerza, poder, don de Dios, que hay que recibir con fe y confianza. No es, pues, un espíritu del mundo, de la Iglesia, de la jerarquía o de la exaltación entusiástica; es siempre el Santo Espíritu de Dios, que sopla donde quiere y cuando quiere y que no es en modo alguno apto para una cosa: para justificar poderes absolutos de gobiernos y de doctrinas, dogmáticas prescripciones de fe carentes de fundamento e incluso el piadoso fanatismo y la falsa seguridad en la fe. Nadie —obispo o catedrático, clérigo o laico— «posee» el Espíritu, pero todos y cada uno pueden rezar una y otra vez: «Ven, Espíritu Santo».

Pero al poner toda mi esperanza en ese Espíritu, tengo motivos para creer no en la Iglesia, pero sí en el Espíritu de Dios y de Jesucristo, que están también en esa Iglesia, la cual consta de hombres que fallan, como yo. Y al poner mi esperanza en ese Espíritu, estoy preservado del peligro de despedirme, con resignación o cinismo, de la Iglesia. Al poner mi esperanza en ese Espíritu, puedo decir en conciencia, pese a todo: creo la santa Iglesia, credo sanctam Ecclesiam.

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