Credo

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VI. Resurrección de los muertos y vida eterna

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Resurrección de los muertos

y vida eterna

¿Se puede seguir creyendo en el cielo después de Galileo? En aquel entonces, esta pregunta fue peligrosa para muchos. Recordemos: en el año 1600 fue condenado Giordano Bruno, en 1616 Copérnico, en 1633 Galileo. Y tampoco René Descartes, el fundador de la filosofía moderna, se atrevió a publicar su obra postcopernicana —lista ya para la imprenta— Traité du monde ou de la lumière (Tratado del mundo o de la luz), pues la decisión, aprobada personalmente por el papa, debía ser impuesta con todos los medios de que disponían los inquisidores y las nunciaturas.

Pero el precio moral que pagó la Iglesia fue elevado. Y no carecen de razón quienes afirman que la condenación de Galileo —y, por ende, la pérdida para la Iglesia del mundo filosófico y científico—, junto con la segregación de las Iglesias oriental y occidental y con el cisma de la Reforma, es una de las tres mayores catástrofes de la historia de la Iglesia del segundo milenio: «Se hace uso de la sagrada Escritura con fines para los que Dios no la dio, y se abusa por tanto de ella, cuando se quiere extraer de ella el conocimiento de verdades que sólo son útiles a las ciencias humanas y no a nuestra salvación», escribía entonces, en una carta, Descartes [53].

Pero la Iglesia romana de aquella época, en el apogeo de la Contrarreforma y saturada de barroco triunfalismo, apenas se ocupó de ese desarrollo de la filosofía y la astronomía modernas, y contrapuso a éstas, sirviéndose del arte, una imagen propia del cielo. Una última vez había que mantener unida a Europa en la antigua fe —en todo caso Italia, España, Francia, los Países Bajos meridionales, Alemania del sur y Austria— mediante un estilo artístico unitario y con pretensión de totalidad: mediante el barroco. Con las cúpulas de tambor de las iglesias barrocas se mostraría una vez más palpablemente el mundo celeste, el cielo de todos los santos, para probar la verdad de la Iglesia católica. Y así se les dio a los pintores su tema favorito, como si en el cielo no hubiese cambiado absolutamente nada.

1. El cielo como ilusión artística

En la Roma de los Bernini y los Borromini, medio siglo después de la condenación de Galileo, el famoso pintor jesuita Andrea Pozzo (1642 - 1709), nacido en Trento, la ciudad del concilio, y fallecido en Viena, con perfecta técnica y aplicando una perspectiva de calculada precisión cubrió la bóveda de la inmensa nave de la iglesia jesuítica romana de San Ignacio con un único fresco, que no sólo se tiene hoy por su obra capital sino también por una de las cimas de la pintura ilusionista de bóvedas del barroco tardío: la acogida en el cielo del fundador de la orden, Ignacio, y la propagación, a través de él, del amor de Dios por los cuatro continentes. La arquitectura real de esa nave se transforma con toda naturalidad en arquitectura aparente, una especie de arco de triunfo poblado de santos y ángeles. En el centro, sobre las nubes, se abre el cielo, de forma que no sólo se ve al fundador de la orden, Ignacio, sino a la propia Trinidad —Dios Padre, Cristo con la cruz y el Espíritu en forma de paloma—, de la que sale un luminoso rayo de amor, que va directamente al corazón de Ignacio y desde allí, dividido en cuatro, a los cuatro continentes con sus representantes. En verdad: con mayor patetismo y más fuerza expresiva que aquí no es posible trasponer en imágenes el espíritu de la Contrarreforma y la pretensión de universalidad de la Propaganda fide. Una inigualable apoteosis de un santo, la glorificación sin par de una orden religiosa, un theatrum sacrum de la Iglesia única y verdadera y —50 años después de la condena de Galileo— una visión barroca de la configuración del cielo, como si no hubiese tenido lugar el cambio copernicano, como si no hubiese sido inventado el telescopio, como si en la astronomía, la física y la filosofía no hubiese habido un memorable cambio de paradigmas, de extraordinarias consecuencias.

El grandioso fresco de Andrea Pozzo y su escrito teórico sobre la perspectiva en arquitectura y pintura, la totalidad del «barroco jesuítico», han influido sobre todo en el sur de Alemania, si bien en el siglo XVIII pasó a ser más fuerte la influencia francesa, de manera que hacia 1730 también allí el barroco dio paso al rococó (Luis XV). Pues bien, un punto culminante del rococó bávaro-suabo, la —todavía hoy— más popular iglesia barroca, llamada muchas veces «la más bella iglesia de pueblo del mundo», es el santuario «in der Wies», cerca de Neugaden, en la Alta Baviera. Fue construida entre 1745 y 1754 por los hermanos Zimmermann, que fueron estucadores antes de que Dominik se hiciese arquitecto y Johann Baptist pintor. Un equipo perfecto, cuya última y más importante obra —después de Steinhausen, en la Alta Suabia— fue precisamente el santuario de Wies: realmente una obra de arte sacro total, en la que no sólo arquitectura, escultura, pintura, sino también la ornamentación, mezclado todo en imperceptible trasvase, gozan de igualdad de derechos. Una «arquitectura» al mismo tiempo pictórica y plástica. El recinto principal, oval, rítmicamente vibrante, del santuario de Wies está coronado, como en San Ignacio, por un gran fresco único. Pero, a diferencia de la pintura de Pozzo, la arquitectura aparente —salvo un gran trono vacío por el lado del coro y una puerta enorme del lado de la entrada— está muy reducida. Y por eso se puede extender, a todo lo ancho, el cielo, en un azul alegre, que todo lo domina, un cielo poblado por relativamente pocos personajes. En el centro geométrico no se halla ningún santo, ni tampoco (como en tantos santuarios, a lo largo y a lo ancho de la Alta Baviera) María, sino el propio Cristo, que llega al juicio. Ésa es también la solución más convincente teológicamente. Pero, a diferencia del fresco de Miguel Ángel, aquel fresco mural, amenazante, del juicio final, Cristo aparece aquí como transfigurado, rodeado de luz, sentado sobre el punto más alto de un arco iris, que ha sido, desde el diluvio y la salvación de Noé, signo de reconciliación, signo de la alianza de Dios con toda la creación, una alianza con todos los hombres que precede a la alianza de Abrahán y por supuesto a la de Moisés con el pueblo de Israel.

Todo aparece dispuesto para el juicio: ángeles, apóstoles, María, los libros de la vida: pero el juicio aún no se celebra. La mano derecha de Jesús señala hacia la cruz, ya superada y rodeada de una aureola; la izquierda muestra la llaga del costado, el corazón como símbolo del amor. Llama la atención que no estén representados quienes van a ser juzgados, como lo están en el fresco de Miguel Ángel, que contiene, literalmente, cientos de ellos. Pero todavía es tiempo de gracia, de arrepentimiento, de perdón de los pecados. Y es a los peregrinos que un día serán juzgados a quienes se dirige esta escena de las «postrimerías», que no quiere infundir miedo, como la de Miguel Ángel, sino que, con sus claros colores en medio del recinto alegre y festivo, quiere trasmitir al peregrino de este mundo una honda seguridad y confianza y al mismo tiempo hacerle anhelar la patria celestial: semejante, en su actitud básica, a una música precisa, la música de una obra creada en fecha inmediatamente anterior (1741) por un músico nacido el mismo año que Dominik Zimmermann, el Mesías de Georg Friedrich Händel. Cuando el peregrino va a salir de la iglesia, aparece ante él, pintada al final de la nave, exactamente encima de la puerta de salida, la «puerta de la eternidad», formidable, orientada hacia el cielo, pero todavía cerrada, y escrita en ella la frase del evangelio de Juan: «Tempus non erit amplius» («Ya no existirá el tiempo»), puesto que detrás de esa puerta empieza la eternidad. Y no se trata de un mensaje apocalíptico, cargado de amenaza, sino un mensaje alegre que hay que entender de modo personal, como un llamamiento a pensar en la hora en que esa puerta se le abrirá al espectador. «Pero ¿a qué viene esa ilusionista apertura de los cielos?», me interrumpe mi interlocutor, «¿a qué viene esa ilusión de un mundo celeste orientado hacia el infinito, cien años después del proceso de Galileo, cincuenta años largos después de los Philosophiae naturalis principia mathematica del fundador de la mecánica del firmamento, Isaac Newton? Hoy ya no nos dejamos engañar por ese arte —sumamente decorativo, indudablemente—, un arte que, aprovechando todos los recursos de la ilusión óptica y todos los artificios posibles, da la impresión de un mundo celeste, aparentemente real y situado encima de nosotros. Hoy le vemos el juego a ese grandioso ilusionismo barroco, que trataba de borrar las diferencias, no sólo entre arquitectura real y arquitectura aparente, sino también entre cielo físico y cielo metafísico. ¡Esas ideas sobre el cielo están superadas!».

Sí, imposible negarlo: no sólo tuvo que abdicar, a causa de las enormes deudas que contrajo con el proyecto, el hombre que mandó construir esa iglesia «celestial» de Wies, el abad Mariano II; no sólo se vio sustituido el rococó, ya en 1760/70, por la severidad del clasicismo: aún no habían transcurrido cuarenta años después de acabada la iglesia, y ya aquel mundo y su sistema religioso-eclesiástico entraron en crisis, crisis provocada por la Revolución francesa. En París y en otros lugares, Dios fue oficialmente «depuesto»; muchos sacerdotes acabaron «en la farola». Casi increíble: a comienzos del siglo XIX, en el curso de la secularización general, el santuario de Wies fue confiscado por el Estado y puesto a la venta, cayendo después en el olvido hasta entrado ya el actual siglo. Pero la pregunta de mi interlocutor apuntaba más lejos: «¿A qué viene hoy un cielo así? ¿No está definitivamente refutada la fe en el “cielo”?».

2. El cielo de la fe

No se puede pasar por alto el hecho de que las mediciones de los astrónomos, las desilusionadoras perspectivas y conocimientos que nos proporcionan los telescopios y satélites, las naves y sondas espaciales, han transformado radicalmente el concepto de cielo. La palabra «cielo» ha sufrido tal desgaste que, definitivamente, parece imposible seguir empleándola. Con esa palabra se expresa el asombro («¡cielos!»), el cariño («cielo mío») o se acude a todo tipo de clichés de mejor o peor gusto («es un cielo», «cielín», «cielito»). Y, sin embargo, hasta en ese desgaste se trasluce algo del hondo sentido arquetípico que ha conservado la palabra, desde el «T’ien» de los chinos hasta la «recompensa celestial» de los cánticos religiosos alemanes, algo que no es tan fácil de sustituir por algo distinto, por algo mejor, y, menos aún, por algo terrenal. Por todo esto yo no quiero preguntar por un cielo cualquiera, un cielo que deseamos con pasión, que anhelamos como refugio, que empleamos en nuestras fórmulas de juramento. No: yo pregunto aquí por una última (y primera) realidad en que creemos los hombres del siglo XX, y en que podemos confiar: el cielo de la fe cristiana. En este sentido, quisiera aducir tres puntos de vista que recogen y puntualizan al final lo que se dijo al principio sobre la creación.

El «cielo» del que habla la fe no es —si reflexionamos un poco—

un más allá supraterrenal

: no es un cielo en sentido físico. ¿Habrá que seguir hoy aduciendo pruebas de que esa especie de bóveda semicilíndrica que se extiende por encima del horizonte y en la que aparecen los astros ya no puede ser tenida, como en los tiempos bíblicos, por el lado exterior de la sala del trono de Dios? Como sabemos, el cielo de la fe no es el cielo de los astronautas, cosa que confirmaron los astronautas que durante el primer viaje a la luna recitaron desde el cosmos el relato bíblico de la creación. No: ya no es posible aceptar la idea ingenuamente antropomórfica de un cielo situado más allá de las nubes. Dios no habita, en su calidad de «altísimo», en un sentido local o espacial, «más arriba» del mundo, en un «supramundo»: los cristianos creen que Dios está presente en el mundo.

El cielo de la fe

tampoco es un más allá fuera del mundo

: no es un cielo en sentido metafísico. Para la manera de concebir el cielo no es factor decisivo el que el mundo —como se pensó largo tiempo en la Edad Moderna— sea infinito espacial y temporalmente o bien, como piensan hoy muchos científicos basándose en el modelo cósmico de Albert Einstein, limitado espacial y temporalmente. Ya vimos que ni tan siquiera un universo infinito podría limitar en todas las cosas al Dios infinito; la fe en Dios es compatible con ambos modelos del universo. Así que ese concepto, filosófico-deísta, de cielo también es inaceptable. Dios no habita, en sentido espiritual o metafísico, «fuera» del mundo, en un más allá extramundano, en un «trasmundo». Los cristianos creen que el

mundo

se halla, seguro y protegido,

en Dios

.

El cielo de la fe

no es

, por tanto,

un lugar sino una forma del ser

, ya que el Dios infinito no es localizable en el espacio, no es limitable en el tiempo. Ya vimos que el cielo de Dios es ese «ámbito», ese «espacio vital» de Dios «Padre», cuyo símbolo, eso sí, puede seguir siendo el cielo físico visible con su magnitud, su claridad y su luminosidad. El cielo de la fe no es otra cosa que el ámbito, escondido, invisible-inaprehensible, de Dios, un Dios que no se sustrae en modo alguno a la tierra, sino que, llevando todo a la plenitud del Bien, hace participar en la gloria y en el reino. Por tanto, Ludwig Feuerbach, en su capítulo sobre la fe en la inmortalidad, realizó una interpretación perfectamente correcta al dar a Dios el nombre de «cielo no desarrollado» y al cielo real el de «Dios desarrollado». Dios y cielo son, en efecto, idénticos: «Actualmente, Dios es el reino de los cielos, en el futuro, el cielo será Dios

[54]

».

«Pero la verdad es que Feuerbach, por su parte, y con él toda la Modernidad, se interesó muchísimo más por la tierra que por el cielo», apuntará aquí el coetáneo versado en filosofía. «Yo os conjuro, hermanos míos, permaneced fieles a la tierra y no creáis a quienes os hablen de esperanzas supraterrenales», advierte, ya en el prólogo, el Zaratustra de Nietzsche [55]. Y aun quien no es ateo sino que toma en serio el mensaje bíblico se ve confrontado con la posibilidad de que esta tierra y este cosmos lleguen a su fin. ¿No anunció ya en la Biblia el Deutero-Isaías, durante la cautividad de Babilonia, que pasarían el cielo y la cierra? «Pues los cielos se disiparán como humareda, la tierra como un vestido se gastará y sus moradores como el mosquito morirán» (Is 51,6). Y en el Tercer Isaías, posterior al exilio babilónico, se nos llega a prometer un nuevo cosmos: «He aquí que yo creo nuevos cielos y nueva tierra» (Is 65,17). Si el credo comienza con la creación y termina —según otra fórmula— con la «vida del mundo futuro», ¿qué diremos sobre el fin del mundo?

3. El fin del mundo en sentido físico: obra del hombre

Aún sigue habiendo un reducido número de cosmólogos que opina que el universo existió siempre, que se transforma y evoluciona continuamente y que es, por consiguiente, un universo sin principio ni fin. Ellos creen poder explicarlo a base de gravitación, de fuerzas eléctricas y magnéticas: excepción hecha, por supuesto, del factor básico de que exista algo y no nada, una cuestión que esa corriente de la cosmología trata de soslayar.

Sin embargo, la mayor parte de los cosmólogos acepta hoy el supuesto de que nuestro universo no es ni estable, ni inmutable, ni, menos aún, eterno: un «mundo entre el principio y el fin» (H. Fritzsch[56]). Lo más que sigue discutiéndose es la cuestión de si la expansión del universo, que comenzó con el Big Bang, continuará perpetuamente o cesará una vez, para dar paso de nuevo al período de contracción. ¿Continuará eternamente la expansión del cosmos? Ésa es la cuestión, después de haberse descubierto, en abril de 1992, las más antiguas estructuras (fluctuaciones) del universo.

La primera hipótesis parte de un universo que «vibra» u «oscila», lo que, por otra parte, no se ha podido comprobar en absoluto hasta ahora: en un momento determinado, se piensa, la expansión se hará más lenta; luego cesará del todo y empezará la contracción, de manera que el universo se irá reduciendo en un proceso que durará miles de millones de años y las galaxias, finalmente, chocarán unas contra otras hasta que, posiblemente —se habla de por lo menos 80 000 millones de años después del Big Bang—, desintegrándose los átomos y núcleos atómicos en sus elementos constitutivos, se produzca otra vez una gran explosión, el Big Crunch, la explosión final. Entonces podría surgir, quizás, con una nueva explosión, un nuevo universo.

La segunda hipótesis, que seguramente suscriben la mayoría de los astrofísicos, es la siguiente: la expansión progresa constantemente sin llegar a la contracción. También evolucionan las estrellas: el sol, tras un pasajero aumento de claridad, se apagará. En un último estadio de la evolución de las estrellas surgirán, según la magnitud de la masa estelar, las «enanas blancas», de escasa luminosidad, o bien, tras una explosiva expulsión de masa, «estrellas de neutrones» o posiblemente «agujeros negros» (black holes). Y si se formasen estrellas y generaciones de estrellas a partir de la materia, transformada y expulsada, del interior de las estrellas, también se realizarán en ellas otros procesos nucleares en los que, finalmente, la materia del interior de las estrellas quedará reducida por combustión a «ceniza». En el cosmos se abrirán lentamente camino el frío, la muerte, el silencio, la noche absoluta.

«¡Pero no nos meta usted miedo con una cosa que sucederá, si acaso, dentro de 80 000 millones de años!». Tengo que aceptar la objeción. El problema del hombre medio de hoy no es tanto el final de nuestro universo, cuya inmensa extensión temporal y espacial no podían ni imaginar, como es natural, las generaciones bíblicas. Sino que el problema es el fin del mundo para nosotros: el final de nuestra tierra, más exactamente, de la humanidad: fin del mundo en tanto que final de la humanidad: y por obra del hombre.

Hay muchos que, en vista de tantas catástrofes como suceden en el mundo, de las guerras, hambres, terremotos y otras catástrofes naturales, citan la terrible y angustiosa visión del Nuevo Testamento, con la que infunden temor también a otras personas: «Oiréis hablar de guerras, y los rumores de guerras os quitarán la calma. ¡Cuidado, no os alarméis! Porque eso tiene que suceder, pero todavía no es el fin. Pues se levantará nación contra nación, y reino contra reino, y habrá en diversos lugares hambre y terremotos. Pero todo ello será sólo el comienzo del alumbramiento… Inmediatamente después de los días de la gran tribulación, el sol se oscurecerá, la luna perderá su resplandor; las estrellas caerán del cielo y las fuerzas de los cielos serán sacudidas» (Mt 24,6 - 8.29).

En efecto: No hace falta hoy leer «historias apocalípticas», desde Poe hasta Dürrenmatt, ni ver películas de catástrofes para saber que somos, en lo que abarca la memoria humana, la primera generación que es capaz, por la liberación de la fuerza atómica, de poner fin a la humanidad. Y ya el fallo, relativamente insignificante, de Chernobil, hizo ver a los hombres de todo el mundo lo que puede acarrear una guerra atómica de gran estilo: la tierra dejaría de ser habitable. Hoy, sin embargo, cuando el final de la guerra fría ha reducido en gran medida el peligro de una gran guerra atómica, hay aún más gente que teme «pequeñas» guerras atómicas entre los pueblos fanatizados por las ideologías nacionalistas, y que teme sobre todo el colapso del medio ambiente que podría destruir asimismo nuestro planeta: exceso de población, catástrofe en la evacuación de desechos, agujero de ozono, aire contaminado, subsuelos envenenados, lagos insalubres por exceso de abonos, agua no potable… Visiones apocalípticas que, sin lugar a dudas, pueden convertirse en realidad. Y sin embargo diré aquí a los que tienen mentalidad apocalíptica: quien lee lo que cuenta el Nuevo Testamento sobre las calamidades postreras, sobre el oscurecimiento de la tierra y de la luna, sobre la caída de las estrellas y las sacudidas de los cuerpos celestes, y cree tener ante él unos presagios exactos del fin del mundo o, al menos, del fin de nuestro planeta, no ha comprendido esos textos. Esas visiones fantasmagóricas son, sin duda, una enérgica advertencia a la humanidad y a cada individuo humano para que se den cuenta de la seriedad de la situación. Pero si queremos evitar hacer deducciones teológicas poco meditadas acerca del fin del mundo, tenemos que considerar lo siguiente: así como la protología bíblica no puede ser un reportaje sobre lo que pasó al principio, así la escatología bíblica tampoco es un pronóstico de lo que sucederá al final. Y así como los relatos bíblicos sobre la obra creadora de Dios se extrajeron del mundo de entonces, los de la obra final de Dios proceden también de las ideas apocalípticas de aquel tiempo. Por eso, la Biblia no habla tampoco aquí un lenguaje científico, sobre hechos objetivos, sino un lenguaje figurado, metafórico: no revela determinados acontecimientos histórico-universales, sino que los interpreta. Es indudable, por tanto, que se entenderían mal las imágenes y visiones apocalípticas del fin del mundo si se viera en ellas una especie de desocultamiento (Ἀποκάλυψις, apocalipsis) cronológico, o determinadas informaciones sobre las «postrimerías» de la historia del mundo. ¡Cuántas sectas y cuántos grupos fundamentalistas creen poseer en la Biblia un manifiesto tesoro del saber! Y qué peligroso sería que otro presidente americano empezase otra vez a creer en el combate bíblico final, llamado «Armagedón», contra el «reino del mal». No: todas esas predicciones bíblicas no pueden ser para nosotros un guión del último acto de la tragedia de la humanidad, y no contienen especiales «revelaciones» divinas que puedan satisfacer nuestra curiosidad relativa al fin del mundo. En esos relatos, el hombre no se entera —por así decir, con infalible exactitud— de lo que le espera a él en particular, ni de qué sucederá en concreto. Ni los «inicios» ni «las postrimerías» son accesibles a la experiencia directa. Ni de los «tiempos primeros» ni de los «tiempos finales» existen testigos humanos. Del mismo modo que no se nos ha dado una extrapolación científica, inequívoca, así tampoco se nos ha dado un pronóstico exacto, profético, del futuro definitivo de la humanidad, de la tierra, del cosmos.

Por tanto, tampoco el teólogo tiene un saber privilegiado a este respecto. Pero lo que sí puede es interpretar las metáforas del fin del mundo. Las imágenes y los relatos poéticos del principio y del fin representan lo que no se puede averiguar por medio de la razón, lo que se espera y lo que se teme. Lo que dice la Biblia sobre el fin del mundo es un testimonio de fe sobre la consumación del quehacer de Dios en cuanto a su creación. El mensaje dirigido a la fe reza: lo mismo que al principio del mundo, al final del mundo tampoco estará la nada sino Dios. Ese final anunciado en la Biblia no debe ser considerado como una catástrofe cósmica, evidentemente, ni como un cese súbito de la historia de la humanidad. Ese final tiene, según la propia Biblia, dos aspectos: final de lo viejo, caduco, imperfecto, malo, y consumación mediante algo nuevo, eterno, perfecto; por eso habla la Biblia de una nueva tierra y de un nuevo cielo. De ello se infiere lo siguiente: los asertos bíblicos sobre el fin del mundo tienen autoridad no como asertos científicos acerca del fin del universo, sino como testimonio de fe sobre la gran meta del universo, una meta que está en Dios, una meta que la ciencia no puede ni confirmar ni refutar y que se basa en una confianza razonable. Por tanto podemos prescindir sin más de querer armonizar lo que dice la Biblia con las diferentes teorías científicas sobre el fin del mundo. «Pero, en este contexto, ¿qué sentido puede seguir teniendo hoy esa idea de un gran juicio universal al final de los tiempos? ¿No es, según la célebre fórmula de Hegel, la propia historia universal ese juicio universal? ¿O sigue siendo la fe cristiana, en lo esencial, fe en que Jesús vendrá de nuevo a hacer justicia?».

4. ¿La historia universal como juicio universal?

En un gran número de casos es posible interpretar así la historia: pueblos y Estados, así como individuos aislados, son «castigados» —muchas veces al cabo de largo tiempo, y muchas veces también durante largo tiempo— por sus malas obras. ¿Cuántas naciones han de seguir pagando hoy lo que hicieron a otros —por ejemplo, a los negros de África o de América— en la época del colonialismo y del imperialismo, o en la época del nacionalsocialismo y ahora del comunismo? Y sin embargo caeríamos en el idealismo histórico de Hegel si creyésemos que en la historia siempre salen las cuentas y que al final se impone —en el juicio o del modo que sea— el divino espíritu universal.

No es así: como demuestra la experiencia, en este mundo no existe la justicia total, ni en la historia de los pueblos ni en la vida de los individuos. La justicia total se limita a ser meta de fundadas esperanzas, de concretos anhelos. Por eso se comprende que la creencia antiquísima, ya difundida en Egipto, del juicio de los muertos, estuviera unida en el judaísmo temprano y en la religión persa a una esperanza final: o sea, un juicio no sólo para el individuo, inmediatamente después de la muerte, no: un juicio para toda la humanidad, al final de los tiempos. Jesús y sus discípulos también participaban de aquellas esperanzas apocalípticas del judaísmo temprano. También esperaban que llegase en vida de ellos la plenitud del reino de Dios. Pero la historia de la Iglesia, desde el siglo I al siglo XX, demuestra que la historia de la fe en la parusía (la venida inmediata de Jesús) es la historia de un continuo y repetido desengaño, y muy especialmente en los tiempos «apocalípticos». Esto vale también para ideas como la que ofrece la segunda carta a los Tesalonicenses (sólo de atribución a Pablo): habrá una última intensificación del mal, una gran apostasía antes del final, y las fuerzas opuestas a Dios y a Cristo estarán encarnadas en un apocalíptico «adversario de la ley». Y esto vale también para la idea, que conocemos a través de los escritos de Juan (cartas y Apocalipsis), de la existencia de uno o varios «anticristos» (¿individuo o colectivo?). Tales ideas no son, como se ha creído tantas veces, específicas revelaciones divinas sobre el fin del mundo. Son imágenes tomadas de la literatura apocalíptica judía que, en parte, emplean motivos mitológicos más antiguos, mezclándolos con experiencias históricas más modernas.

Por lo que respecta a tantos grupos de visionarios, a tantas sectas apocalípticas de nuestros días, nunca se les repetirá lo bastante que la forma literaria característica de la joven Iglesia no fueron los apocalipsis sino los evangelios. Como es sabido, junto al gran Apocalipsis de Juan hay en el Nuevo Testamento otros apocalipsis más breves, lo que muestra que los escritos apocalípticos estaban muy difundidos entre las primeras comunidades cristianas. Pero lo importante es el hecho de que fuesen incorporados a los evangelios (cf. Mc 13) y de ese modo, por así decir, domesticados. Lo que, teológicamente, tuvo como efecto un considerable desplazamiento del centro de interés: desde entonces se interpretó la literatura apocalíptica a partir del evangelio y no al revés: los apocalipsis ofrecían un encuadre para una situación precisa, un encuadre que ayudaba a comprenderla, a representársela, pero que se distinguía muy bien de la cosa en sí, del mensaje como tal.

¿Qué interés tiene todo esto para nosotros, los cristianos? Los apocalipsis de los evangelios están centrados todos ellos en la venida de Jesús, quien es ya claramente idéntico al apocalíptico Hijo del hombre, esperado para el juicio. La «cosa» es, pues, la siguiente: el juez no es otro que Jesús, y esto es, para todos los que han creído en él, el gran signo de esperanza. ¿Por qué esperanza? Porque él, que en el Sermón del Monte proclamó las nuevas medidas y los nuevos valores, también será el que al final nos pida cuentas conforme a esas mismas medidas. Al final de nosotros, pero también al final de la humanidad, ¿más o menos como en el impresionante fresco de Miguel Ángel?

Por lo que toca a ese monumental «Juicio final» de Miguel Ángel, hay que decir que incluso el arte más genial no es más que arte. Es decir: la imagen bíblica de la concentración de la humanidad entera (piénsese solamente en concentrar en Jerusalén a los 5000 millones de personas que viven hoy) no es ni más ni menos que una imagen. ¿Qué quiere decir esa imagen? Quiere decir que al final, definitivamente, se reunirán todos los hombres, incluidos los más pobres, los más despreciados, los maltratados, los asesinados, en Dios, para que, por fin, se haga justicia. O sea, una reunión de toda la humanidad con su creador, juez, consumador: dónde, cuándo y del modo que fuere. Ya el encuentro del individuo con Dios, en la muerte —así lo he expuesto anteriormente— tiene un carácter crítico, de desglosamiento, de ordenamiento, de purificación, de juzgamiento y, solamente así, de consumación.

«Si lo entiendo bien», observa aquí un coetáneo, «podemos dejar definitivamente arrumbada esa idea del juicio final. ¿Pero no pierde también su validez, consecuentemente, lo que dice el credo sobre la venida de Cristo?».

¡No, justamente! La idea bíblica en sí del juicio, que aparece a lo largo del Nuevo Testamento, es irrenunciable. La imagen bíblica del juicio final no pierde su valor de mensaje. En alegórica intensificación se ven claramente en ella muchas cosas relativas al sentido y a la meta de la vida del individuo humano y también del conjunto de la historia de la humanidad, cosas que también son relevantes para el hombre de hoy:

Todas las instituciones, tradiciones y autoridades políticas y religiosas están sometidas al juicio de Dios y no escaparán a él, independientemente de cómo continúe la historia. Todo lo que existe tiene, por tanto, carácter provisional.

Mi propia existencia, oscura y ambivalente, exige también, como la hondamente contradictoria historia de la humanidad, una definitiva clarificación, una vez que salga a la luz un sentido definitivo; por mi parte, yo no puedo, en último término, juzgar ni mi vida ni la historia, ni tampoco tengo que encargar de ello a ningún otro tribunal humano. El juicio es cosa de Dios.

Pero verdadera plenitud y verdadera dicha de toda la humanidad sólo está dada si no solamente yo y la generación actual, sino también las generaciones anteriores y la generación siguiente, la siguiente a la siguiente, y la última, o sea, si todos los hombres tienen parte en esa dicha.

La última plenitud de sentido de mi vida y la feliz consumación de la historia de la humanidad sólo tendrá lugar en el encuentro con la realidad revelada de Dios; lo ambivalente de la vida y todo lo negativo son definitivamente superados no por la historia universal, sino por el mismo Dios.

Para la realización de la verdadera humanidad del individuo y de la sociedad, durante el camino hacia la plenitud, Jesucristo, con su mensaje, su actuación y su destino, es para la fe cristiana la medida fiable, duradera, definitiva: el Crucificado y Resucitado es, en este sentido, el último juez.

«Pero bueno, dejemos todas esas cuestiones de principio. Una pregunta directa: ¿Cree o no cree usted en el diablo, en el infierno, en el purgatorio?».

5. ¿Creer en el diablo?

Nada sería más ingenuo que negar o tan siquiera quitar importancia al poder del mal en la historia del mundo y en la vida del individuo. Existe ese poder en mayor y en menor extensión, y ¡ay de quien se exponga a él, donde fuere y del modo que fuere! El poder del mal se puede bagatelizar de dos maneras:

privatizándolo

en los individuos aislados, según el principio: no existe «el mal», como principio supraindividual, sino solamente lo malo

en

el hombre, solamente hay hombres malos. Como si se pudiese explicar así la atrocidad que fueron, por ejemplo, el nacionalsocialismo y el estalinismo. No: la experiencia muestra que el mal es un

poder

supraindividual, y por eso habla el Nuevo Testamento de «fuerzas y poderes», del mismo modo que la sociología moderna habla de «fuerzas y sistemas anónimos» que pueden encarnar la maldad. Dicho de otro modo: el mal es bastante más que la suma de las maldades de los individuos;

personificándolo

en una multitud de seres espirituales, individuales y racionales, que se apoderan supuestamente del hombre: como si la monstruosa maldad del nacionalsocialismo o del estalinismo pudiese explicarse por la posesión diabólica de Hitler, Stalin y de sus esbirros. Eso equivaldría a solucionar con demasiada comodidad el problema de la culpa: Hitler y Stalin, simples «víctimas» de Satán. No: hoy no tenemos por qué aceptar esas mitologías sobre Satán y sus legiones de demonios, ideas que penetraron en la Biblia hebrea en la época de la soberanía persa (539 - 331).La fe en los demonios es, en la fe judía, un factor tardío, secundario, que, lógicamente, apenas tiene importancia en el judaísmo actual.

¿Y Jesús? Aunque él vivió en tiempos de intensa fe en los demonios, llama la atención el hecho de que en él no se trasluzca ningún dualismo de proveniencia persa, un dualismo en que Dios y el diablo luchen a un mismo nivel por poseer al hombre y al mundo. Él no predica el mensaje amenazador del reino de Satán sino el mensaje alegre del reino de Dios. Son precisamente sus curaciones y expulsiones de demonios —toda enfermedad, especialmente la enfermedad del alma (epilepsia) se atribuía en aquellos tiempos a un demonio— lo que demuestra qué era importante para él y dónde estaba el centro de su predicación: en la dominación curadora, liberadora, santificadora, de Dios. Lo que quiere decir, a la inversa, que la dominación de los demonios ha llegado a su fin. Satán ha caído, como un rayo, del cielo, se lee en el evangelio de Lucas. La expulsión de los demonios no es, por consiguiente, en Jesús una confirmación del poder de los demonios, sino un avance en cuanto a la des-demonización y des-mitologización del hombre y del mundo, y la liberación hacia una verdadera humanidad y salud psíquica. El reino de Dios es una creación buena. Jesús quiere liberar a los posesos de las servidumbres psíquicas, rompiendo así el círculo vicioso de trastorno psíquico, fe en el demonio y marginación social.

Ha sido, sobre todo, el teólogo católico Herbert Haag quien ha tenido el mérito de «despedir» con toda claridad —sin negar, por supuesto, el poder del mal en el mundo— a ese género de mal personificado, de fe en el demonio, una fe que ha causado un daño incalculable [57]. Y sería, en efecto, insensato ese esquematismo dualista que presupone sin más lo siguiente: como creemos en un Dios personal, hay que creer también en un diablo personal; como hay cielo, tiene que haber también infierno, como hay vida eterna tiene que haber también sufrimiento eterno. Como si, porque exista una cosa, tuviese que haber siempre la cosa contraria; como hay amor, tiene que haber siempre odio. No: Dios, para ser Dios, no necesita un antidiós. Con justa razón, por tanto, no se menciona en el credo al diablo.

«Pero en la Biblia se afirma claramente que existe un infierno eterno», seguirán insistiendo algunos. «¿O es que hay que despedirse, consecuentemente, del infierno, una vez que se ha dicho también adiós a la idea del “diablo”?».

6. ¿Un infierno eterno?

Muchos teólogos, cuando se les pregunta directamente por el infierno, suelen responder con rodeos, con evasivas, diciendo que «de ese tema ya no se habla». No se atreven a repetir las antiguas ideas mitológicas, pero evitan dar una nueva y clara respuesta: se atraería uno no pocas enemistades en la propia Iglesia. Esto vale no sólo para la Iglesia católica, en la que, hasta el concilio Vaticano II, se defendía la doctrina, supuestamente infalible, del concilio de Florencia de 1442, según la cual todo el que estuviere «fuera de la Iglesia católica… caerá en el fuego eterno, que está preparado para el demonio y sus ángeles[58]», sino que vale también para la Iglesia luterana, en la que la creencia de Lutero en el demonio y su miedo al infierno han tenido un papel preponderante basta bien avanzado el siglo XX, como lo demostró, por ejemplo, la discusión —de amplia resonancia— acerca del infierno que tuvo lugar en la Iglesia noruega en los años cincuenta.

Yo quisiera dar aquí una respuesta clara, pero matizada. El «miedo infernal» se ha convertido en expresión proverbial, y para mí, si quisiera infundir miedo al infierno, sería bien fácil buscar otra representación del juicio, en lugar de la esperanzadora escena del santuario de Wies: por ejemplo, la Caída de los condenados, de Signorelli, en la catedral de Orvieto, o los cuadros del Bosco, o también —en la literatura— las drásticas descripciones en el Infierno de Dante. Pero cuando pienso en cuánto complejo sexual y de culpabilidad, en cuánto miedo al pecado y a la confesión han contribuido a formar esas imágenes del infierno, y hasta qué punto, a través de los siglos, se cimentó el poder de la Iglesia sobre las almas mediante el miedo a la eterna condenación, no puedo, por mucho que quiera, pronunciar un sermón sobre el infierno, al estilo de Juan Crisóstomo o de Agustín, de Abraham de Santa Clara o del dogmatista noruego O. Hallesby, quien declaró por radio a su nación: «Hablo seguramente esta noche a muchos que saben que no se han convertido. Tú sabes que, si cayeses muerto al suelo, te precipitarías directamente en el infierno[59]». El resultado de ese miedo al infierno han sido, con harta frecuencia, cristianos intimidados, angustiados, que al tener ellos miedo, propagaban también ese miedo. Lo que muchas veces angustiaba a los mismos piadosos expertos en dogmática y moral —sexualidad reprimida, agresividad, dudas de fe— lo combatían, para compensar, en los demás. Para salvarse a sí mismos y a los demás —especialmente a judíos, herejes, incrédulos, brujas—, todos los recursos les parecían buenos. Con la espada, con la tortura y, una y otra vez, con el fuego, se combatía a quienes merecían la eterna condenación, a quienes estaban destinados al fuego del infierno. Sin embargo, dando muerte al cuerpo en esta vida, se podía quizá salvar el alma para la otra vida. Conversiones forzosas, quemas de herejes, persecuciones de judíos, cruzadas, caza de brujas, guerras de religión en nombre de una «religión del amor» han costado millones de vidas humanas. En verdad: el último día, el día del juicio conjurado por la secuencia dies irae, dies illa, que introdujo en la misa de difuntos, en 1570, el papa Pío V, antiguo Gran Inquisidor romano, ese día del juicio la Iglesia lo ha hecho implacablemente realidad, con harta frecuencia, ya antes de la aparición del juez del universo. Y, desgraciadamente, tampoco los reformadores —torturados y obsesionados ellos mismos por el miedo al diablo y al infierno— han vacilado en perseguir violentamente a incrédulos, judíos, brujas e «iluminados». Se comprende quizá ahora qué importante es lo que afirma la Escritura: que no serán prelados ni teólogos quienes hagan justicia el día postrero, sino Jesucristo mismo.

No: si hoy ya no muere nadie en la hoguera, ello no hay que agradecérselo a las Iglesias oficiales sino a la Ilustración, que también se encargó de que la escena del juicio del santuario de Wies fuese más optimista. Y en lo que toca al momento actual: si el empleo de anticonceptivos fuese gravemente pecaminoso, como afirma la doctrina ortodoxa del Vaticano, ello bastaría —según esa misma doctrina ortodoxa— para condenar a innumerables personas al «suplicio de las penas eternas»[60]….

«Pero, entonces, ¿cómo va a asimilar usted hoy, en tanto que cristiano, todas esas horribles historias?», dirán algunos. «¿Es posible siquiera superar esas historias del infierno?». Sólo es posible dar una respuesta si volvemos, también en esta cuestión, a nuestros orígenes y tomamos como medida crítica a aquel en cuyo nombre se montó todo ese escenario: a Jesús de Nazaret. Quien mira hacia él, comprueba que Jesús de Nazaret no predicó sobre el infierno, por mucho que hablara del infierno y compartiese las ideas apocalípticas de sus coetáneos: en ningún momento se interesa Jesús directamente por el infierno. Habla de él sólo al margen y con expresiones fijas tradicionales; algunas cosas pueden incluso haber sido añadidas posteriormente. Su mensaje es, sin duda alguna, evangelion, evangelio, o sea, un mensaje alegre, y no amenazador. El hombre tiene que aceptar ese mensaje, tiene que aceptar al mismo Dios, con esa confianza que no vacila y que se llama fe: «Creed en la buena nueva» (Mc 1,14). La fe tiene para Jesús, entonces, un sentido totalmente positivo. El cristiano cree por tanto «en» el Dios misericordioso, tal y como se mostró a través de Jesucristo y como obró a través del Espíritu Santo. Pero él no cree «en» —no confía en— el infierno. Con razón no se menciona el infierno en el credo.

¿Pero queda así resuelto lo que quiere decir ese símbolo de «infierno»? Aquí tenemos que buscar una respuesta más compleja. Ya en la Antigüedad hubo relevantes Doctores y Padres de la Iglesia —Orígenes, Gregorio de Nisa, Dídimo, Diodoro, Teodoro de Mopsuestia y también Jerónimo— que pensaban que la pena del infierno era sólo temporal. Pero un sínodo que iba dirigido contra Orígenes y que se celebró en Constantinopla definió, medio milenio después de Jesucristo (año 543), que la pena del infierno no tenía límite temporal, que su duración era eterna [61]. Esa definición, como es natural, no acabó con el problema. Pensémoslo bien: ¿a causa de —tal vez— un solo pecado mortal ha de ser condenado eternamente una persona, o sea, ha de sufrir, ha de ser eternamente desgraciado?, ¿sin la menor perspectiva de salvación, ni siquiera pasados miles de años?

«Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate» («Dejad toda esperanza los que entráis»): esa frase, que Dante escribió en su Divina comedia [62] a las puertas del infierno, sólo la pronuncia con toda tranquilidad quien, a priori, no se incluye en el número de quienes pertenecen a esa categoría. Pero desde la Ilustración, y sobre todo desde los tiempos en que, en el terreno pedagógico y penal, se empezó a prescindir del concepto de castigo como pura represalia sin posibilidad de regeneración, muchas personas consideran inaceptable, ya sólo por razones humanitarias, el tener que creer en un castigo de alma y cuerpo que dure toda la vida y, menos aún, toda la eternidad. En 1990, en los Estados Unidos creían en el infierno, pese a todo, un 65%; en Irlanda, el 50%, y en Irlanda del Norte, incluso un 78%; en Canadá, sólo un 38%, en Italia, un 36%; en España, un 27%, y en Gran Bretaña, un 25%. Aún más abajo en la escala se hallan Noruega (18%), Francia (16%), Bélgica (15%), Holanda (14%) y Alemania occidental (13%); al final de la lista se encuentran Dinamarca, con un 8%, y Suecia, con un 7%. No es un gran consuelo saber que hay mucha más gente que cree en el cielo (incluso en Suecia, cuatro veces más[63]). Por supuesto que, en asuntos de fe, no ha de tener razón, por principio, la mayoría. Pero tampoco tiene que estar equivocada por principio, sobre todo cuando, en otros casos en que la teología y la jerarquía católicas creen verse confirmadas, se acude al «pueblo creyente», al sensus fidelium, al «instinto de los creyentes en cosas de fe».

Pero lo que a mí me mueve, como a muchos otros teólogos, no es solamente la idea humanitaria, sino algo más profundo: ¿He de creer yo, como cristiano, en un Dios así? ¿En un Dios que puede contemplar eternamente esa tortura física y psíquica, una tortura sin esperanza, despiadada, horrible y cruel, de sus criaturas? ¿Y posiblemente teniendo a su lado, en el cielo, a los eternamente bienaventurados? Quienes defienden a un Dios así opinan que el Dios infinito, que ha recibido una ofensa supuestamente infinita, necesita, para restablecer su «honor», aplicar una pena también infinita; ¿pero es realmente el pecado, en tanto que acto humano, algo más que un acto finito? ¿Y realmente presenta a Dios el Nuevo Testamento como un acreedor tan duro de corazón? ¿Un Dios misericordioso, de cuya misericordia estarían excluidos los difuntos? ¿Un Dios de paz que convierte en eterna la falta de paz y de reconciliación? ¿Un Dios de clemencia, de amor al enemigo, que, inclemente, se venga de sus enemigos por toda la eternidad? Me pregunto qué se pensaría de un ser humano que satisficiese tan implacable e insaciablemente su sed de venganza, aunque ésta fuese justificada.

Pero perspicaces teólogos apuntan que no es Dios quien condena al hombre mediante un veredicto exterior, sino que es el hombre mismo quien —desde el interior de su libertad— se condena a sí mismo por su propio pecado. De modo que la responsabilidad no está en Dios sino en el hombre. Y cuando el hombre muere, su autocondenación y su alejamiento (no un lugar, sino un estado) de Dios se convierten, inevitablemente, en definitivos.

Pero yo pregunto: ¿Qué significa aquí «definitivo»? ¿No reina Dios, ya en los Salmos, sobre el reino de los muertos? ¿Qué va a ser definitivo aquí, contra la voluntad de un Dios omnimisericordioso y omnipotente? ¿Por qué un Dios infinitamente bueno, en lugar de suprimir la enemistad, va a querer eternizarla, compartiendo de hecho eternamente su reino con cualquier antidiós? ¿Por qué no va a poder hacer nada a este respecto e imposibilitar así por toda la eternidad una purificación y un acrisolamiento del hombre culpable?

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