Credo

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VI. Resurrección de los muertos y vida eterna

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Tinieblas, llanto, crujir de dientes, fuego: son éstas, sin duda alguna, duras imágenes sobre la amenazadora posibilidad de que el hombre malogre totalmente el sentido de su vida. Pero ya Orígenes, Gregorio de Nisa, Jerónimo y Ambrosio interpretaron el fuego metafóricamente, como una imagen de la ira de Dios contra el pecador. Y no sólo en el uso lingüístico moderno, sino también en griego y hebreo, la palabra «eterno» no se toma en un sentido estricto («esto está durando ya una eternidad», significa «esto no se sabe cuándo va a acabar»). En la «pena eterna» (Mt 25,46) del juicio final, el acento recae sobre el hecho de que esas penas son definitivas, irrevocables, decisivas para siempre, no sobre el hecho de que el sufrimiento haya de durar eternamente. E independientemente de cómo se interpreten en detalle los distintos textos de la Escritura, la «eternidad» de las penas del infierno no debe ser entendida de manera absoluta. Es una contradicción admitir el amor y la misericordia de Dios y al mismo tiempo la existencia de un lugar de eternas torturas. No: las «penas del infierno» están subordinadas, como todo lo demás, a Dios, a su voluntad y a su gracia.

Y, en todo caso, hay que tener en cuenta una cosa: hoy en día, la cuestión del infierno no debe ser reducida a la cuestión privada de la «salvación de mi alma», sino que remite al hombre a una realidad en la que él encuentra tantas veces su propio infierno. El hecho de que, desde la perspectiva del Cristo crucificado y resucitado, la condena al infierno no sea la última palabra, ha de darnos fuerzas para procurar eliminar los infiernos de este mundo, como lo expresa el teólogo protestante Jürgen Moltmann: «Si Cristo ha resucitado realmente de la muerte y del infierno, eso lleva a la conciencia a rebelarse contra los infiernos de este mundo y contra todos aquellos que los fomentan. Pues la resurrección de ese condenado está atestiguada y ya realizada en la rebelión contra la condenación del hombre por el hombre. La esperanza, cuanto más realmente crea en el infierno quebrantado, tanto más militante y política será para quebrantar los infiernos, los infiernos blancos, negros y verdes, los infiernos ruidosos y los silenciosos[64]». Pero insisten: «Si existe la posibilidad de que el hombre cargado de culpa se purifique y acrisole después de la muerte, ¿cómo sucederá eso? En la existencia del purgatorio —atestiguado en algunas religiones, pero no en la Biblia hebrea ni en los escritos neotestamentarios— no va a creer ya nadie en el siglo actual, sobre todo sabiendo que el culto medieval a las ánimas y el asunto de las indulgencias fueron una causa importante de la Reforma». Esta cuestión preocupa hoy también a los católicos.

7. El purgatorio y la culpa no expiada

Las controversias de la época de la Reforma pueden considerarse hoy, también a este respecto, definitivamente superadas: ya hay muchos teólogos católicos que han abandonado la idea de que exista un lugar o un tiempo de purificación posterior a la muerte y, menos aún, un reino intermedio o una fase intermedia pospuesta a la muerte. En la Biblia no hay, en efecto, el menor fundamento para esa creencia. Se suele admitir, además, que la expresión alemana Fegefeuer, «fuego limpiador») es una poco afortunada equivalencia de lo que en latín recibe el nombre de purgatorium, «lugar de limpieza»; incluso el concilio de Trento, que esperaba poder mantener la idea del purgatorio, dejó abierta la cuestión del lugar y el modo (¿fuego?), previniendo contra la curiosidad, la superstición y el afán de lucro.

Por otra parte, sigue en pie el hecho de la culpa no expiada en la historia universal, que no siempre es, desde luego, el juicio universal. Por eso se comprende la siguiente pregunta: ¿ha de ser la muerte hacia Dios, esa última realidad, la misma para todos?, ¿la misma para los criminales y para sus víctimas, la misma para los que han cometido múltiples asesinatos y para los múltiples asesinados, la misma para quienes se esforzaron toda su vida en cumplir la voluntad de Dios y fueron una auténtica ayuda para su prójimo, y para quienes impusieron su propia voluntad a lo largo de su vida, viviendo egoístamente y abusando de los demás?, ¿no habría que dudar de la justicia divina si todos accedieran de la misma manera a la divina bienaventuranza? No; un asesino, un delincuente, o, de un modo más general, un impuro, no iluminado, no puede en absoluto encontrar el eterno descanso en Dios si no se ha purificado y acendrado antes.

Y, por eso, la respuesta de muchos teólogos no apunta hoy al tiempo posterior a la muerte sino a la propia muerte: el morir en Dios no debe entenderse como una separación de alma y cuerpo, sino como una consumación del hombre entero, por la que éste es juzgado con clemencia, purificado, salvado y, así, iluminado y llevado a la plenitud por el mismo Dios. Entonces, el hombre se convierte plenamente en hombre, o sea, se «salva», por Dios y sólo por Dios. Dicho de otra manera: el purgatorio del hombre no es un lugar ni un tiempo específicos. Es el mismo Dios en la ira de su oculta gracia: la purificatio es el encuentro con el tres veces santo, un encuentro que juzga y purifica al hombre, pero que por ello mismo también libera e ilumina, salva y lleva a la plenitud. En ello está el verdadero núcleo de esa idea tradicional, hondamente cuestionable, del purgatorio.

Y como se trata de entrar, a través de la muerte, en dimensiones en que con la eternidad han desaparecido el espacio y el tiempo, no se puede decir nada, no sólo del lugar y del tiempo, sino tampoco del modo de esa consumación purificadora-salvadora. Lo cual —dicho sea muy brevemente— significa lo siguiente, en cuanto a la oración por los difuntos: lo indicado no es ese rezar pusilánime (y pagar «misas de difuntos») durante toda una vida, por determinadas «ánimas benditas del purgatorio», ni tampoco un rezar, apenas inteligible, «con» y «a» los difuntos. Pero sí es adecuado, en primer lugar, rezar por y con los moribundos (¿extremaunción?), y después recordar con respeto y amor a los difuntos y encomendarlos a la gracia de Dios, con la viva esperanza de que los muertos estén ahora definitivamente en Dios: requiescant in pace, «descansen en paz».

«Pero si usted parte de la idea básica de que morir es llegar a Dios, ¿no se vuelve cuestionable el antiguo concepto de infierno?». A eso respondo: cierto; la idea bíblica de un universo dividido en tres partes —cielo, tierra e infierno— y las ideas mitológicas de un ascenso y un descenso cósmicos ya no son aplicables hoy. Cierto; las Iglesias (aparte de algunas sectas «milenaristas») ya no entienden literalmente ese reino milenario, anunciado en el Apocalipsis, de Cristo en la tierra, y sin embargo el concepto de infierno sigue teniendo su sentido, un sentido al que no hay que renunciar sin más, una advertencia que habría que tener presente.

8. El destino del hombre

El infierno no debe entenderse mitológicamente, como un lugar encima o debajo de la tierra, sino teológicamente, como la exclusión, descrita con muchas imágenes y sin embargo no evidente, de la comunión con el Dios vivo: una última y extrema posibilidad, que el hombre por sí solo no puede excluir sin más, de la lejanía de Dios. Porque, efectivamente, puede suceder que el hombre malogre el sentido de su vida, que se excluya de la comunión con Dios.

Como ya hemos visto, los testimonios del Nuevo Testamento acerca del infierno no pretenden informar sobre el más allá, para satisfacer la curiosidad y la imaginación. Pero sí tienen por objeto hacer evidente la absoluta seriedad, para esta vida, de la exigencia de Dios y la urgencia de la conversión, aquí y ahora, del hombre: ¡lo decisivo es esta vida! El hombre es, pues, plenamente responsable: no sólo ante su conciencia, que es la voz de la razón práctica, sino sobre todo ante la última instancia a la que ha de rendir cuentas la razón. Y sería indudablemente una osadía que el hombre quisiera anticiparse al juicio que esa última instancia fallará sobre su vida.

Pero determinados pasajes bíblicos, contrastando con otros pasajes sobre el juicio, insinúan una reconciliación de todos, una misericordia total. Como dice Pablo en la carta a los Romanos: «Dios ha incluido a todos en la desobediencia, para compadecerse de todos» (Rm 11,32). Y quien crea estar mejor informado, que escuche también las frases que siguen a continuación: «¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Qué inescrutables son sus decisiones, qué inexplorables sus caminos! Pues ¿quién conoció los pensamientos del Señor? ¿O quién fue su consejero? ¿Quién le dio algo a él, para que Dios tenga que devolverle algo? Pues de él, por él y hacia él existe toda la creación» (Rm 11,33 - 36).

¿Se salvará entonces, al final, toda la creación, todos los hombres, incluidos los grandes criminales de la historia del mundo, como Hitler o Stalin? Aquí, en primer lugar, es necesario llevar a cabo un doble deslinde:

No podemos partir del supuesto de que

todos los hombres estén destinados a la beatitud

, como afirmaba, ya en el siglo III, Orígenes, quien defendía la

apokatástasis pánton

, la «reconstitución de todos», o también la «reconciliación de todos». Un aparente universalismo, que considera salvados de antemano a todos los hombres, no corresponde a la seriedad de la vida, a la importancia de la decisión moral y al peso de la responsabilidad del individuo. Es contrario, sobre todo, a la libertad soberana de Dios, quien no está obligado a salvar a cada persona, incluso a la que no lo desea.

Tampoco podemos partir de la solución contraria, de una positiva

predestinación a la condenación

de una parte de los hombres, como propugnaba sobre todo Calvino, con su idea de la

praedestinatio gemina

, de la «predestinación doble»: unos a la salvación, otros a la condenación. Esto es opuesto a la voluntad de salvación general de Dios, a su misericordia y amor, que quiere salvar a cada uno de los hombres, incluido el que se opone a ello. En este punto hay que tener en cuenta ante todo las palabras de Pablo, que, al menos, dejan entrever una misericordia total de Dios.

Si somos honrados, esta cuestión, dado que los pasajes del Nuevo Testamento no son completamente acordes entre sí, tiene que quedar sin resolver. Lo necesario es, más bien, tomar en serio ambas cosas: la responsabilidad personal, no delegable, que tiene cada uno de los hombres, y la gracia de Dios, que abarca a todos los hombres. Para la vida práctica, esto equivale a una doble advertencia, según la actitud y la situación de las personas a las que va dirigida:

Quien corre peligro de tomarse a la ligera la infinita seriedad de su responsabilidad personal, recibe la advertencia de que es posible un doble final: su salvación no está garantizada de antemano.

Quien, por su parte, corre peligro de perder la esperanza debido a la infinita seriedad de su responsabilidad personal, recibe ánimos al saber que cada uno de los hombres puede hallar la salvación: la gracia de Dios no tiene límites, ni siquiera en el «infierno».

O sea, bajo ningún concepto podemos dar órdenes a Dios, disponer de él. En este punto no se sabe nada, pero se espera todo: «Mi tiempo está en tus manos…» (Sal 31,16). Lo que cuenta, en último término, ante Dios no son mis méritos —esa línea se extiende de Jesús a Pablo—, pero afortunadamente tampoco mis numerosos fallos. Lo que cuenta es esa confianza ilimitada en Dios que llamamos fe. Es ése el mensaje central del Nuevo Testamento: el hombre no está «justificado» ante Dios mediante sus obras, por piadosas que éstas sean, sino únicamente mediante la «fe» que confía inquebrantablemente en Dios (Rm 3,28). «Dios, ten misericordia de mí, que soy pecador» (Lc 18,13).

Pero he hablado mucho, casi demasiado, del diablo, del infierno y del purgatorio, aunque, eso sí, debido a que, según mi experiencia, mucha gente siente hoy miedo o repugnancia ante esas cuestiones. Pero por fortuna el Símbolo de los Apóstoles no termina hablando de muerte, demonio e infierno, sino de la resurrección de los muertos y de la vida eterna. «¿Cómo es posible representarse hoy la “vida eterna”?». Ésta es la seria pregunta que se plantean muchas personas que tienen dudas, que quieren creer, pero que no pueden. Y añaden: «La “beatitud” está asociada, inevitablemente, a imágenes de santos sentados en sillas doradas, de aburridos cánticos de “alabanza”, en resumen, de un cielo que Heinrich Heine, en Alemania, Un cuento invernal, prefería ceder “a los ángeles y a los gorriones”». De ahí la siguiente pregunta:

9. ¿Sólo contemplar a Dios?

Todas las grandes religiones prometen un estado final libre de sufrimiento. Los chinos creen en un mundo superior, al que asciende el alma espiritual (hun) convertida en espíritu (shen). Y para los hindúes la más elevada meta es la definitiva «liberación» (moksha) del hombre de su dolorosa situación actual y el conocimiento o la unión con la divinidad, que recibe el nombre de Saccidananda y es descrita como un ser absoluto (sat) que, en pura conciencia (cit), exhala beatitud absoluta (ananda).

El nirvana del budismo, que significa literalmente «extinguir», equivale a un estado final sin codicia, odio ni ofuscación, o sea, sin sufrimiento. Son pocas las escuelas budistas que entienden ese estado final de manera puramente negativa, como aniquilación total del individuo. La mayoría cree que se trata, positivamente, de una conservación del individuo. Sabido es que el Buda no quiso dar respuesta a tales cuestiones metafísicas. Pero ya atestigua «un antiguo texto brahmánico de la antigua India que cuando el fuego se apaga no se destruye sino sólo que, al entrar en el éter del espacio, es inaprehensible. Y, en efecto, en algunos pasajes del antiguo canon budista se afirma —con la imagen expresa de la llama apagada— que el modo de ser de quien ha hallado la salvación es un estado insondable, inaprehensibie, y hasta se caracteriza a veces ese estado como estado de gozo[65]». Por tanto, en principio no tiene que haber necesariamente contradicción entre la opinión de la mayoría de las escuelas budistas sobre un positivo estado final (nirvana) y el concepto cristiano de un positivo estado final («vida eterna»). En ambos casos se trata de «otra orilla», de otra dimensión, algo trascendente, la realidad verdadera, última, que no se puede describir. Algunos budistas la llaman por eso también sunyata, «vacío» total, que es también, por otra parte, plenitud total.

En el budismo hay, pues, una resistencia a describir ese estado final, como hace, con todo el despliegue de los sentidos, no sólo la literatura apocalíptica judía sino también el Corán, que ve el paraíso de los musulmanes lleno de goces terrenales: en los «jardines de las delicias», ante la complacencia divina (de la visión de Dios se habla sólo al margen), la «gran felicidad»: una vida dichosa, en lechos ornados de piedras preciosas, exquisitos manjares, arroyos de agua que nunca se corrompe y leche con clara miel y exquisito vino, escanciada por donceles eternamente jóvenes, los bienaventurados en compañía de seductoras vírgenes del paraíso que nadie tocó hasta entonces [66].

En el cristianismo, el centro de toda esperanza en la otra vida lo constituye, desde la época de los Padres de la Iglesia, la visión beatífica de Dios. Sobre todo en el modelo neoplatónico de Agustín, con una felicidad de orden totalmente espiritual, en la que el hombre, sólo espíritu, aparece tan concentrado en Dios que la materia, el cuerpo, la comunión, el mundo, reciben, todo lo más, una mención marginal. Al final de su gran obra histórico-teológica La ciudad de Dios, se habla del gran sábado, del día del Señor, del octavo día, el día eterno que aportará el descanso eterno al espíritu y al cuerpo: «Ibi vacabimus et videbimus, videbimus et amabimus, amabimus et laudabimus. Ecce quod erit in fine sine fine. Nam quis alius noster est finis nisi pervenire ad regnum, cuius nullus est finis?»: «Allí seremos libres y veremos, veremos y amaremos, amaremos y alabaremos. He aquí lo que habrá en el fin infinito. Pues ¿qué otro fin hay para nosotros sino llegar al reino que no tiene fin?»[67].

Esa visión beatífica, por otra parte, ha sido presentada en ciertas interpretaciones posteriores con tal exaltación de lo inmaterial que no les dice nada no sólo a muchos musulmanes sino tampoco a muchos cristianos. Por ejemplo, cuando, según el Supplementum a la Summa theologiae de Tomás de Aquino [68], hasta los astros permanecen en eterno reposo, los hombres ni comen ni beben ni, por supuesto, se reproducen; las plantas y los animales no serán necesarios en ese nuevo mundo, que carecerá de flora, de fauna y hasta de minerales, pero que en cambio abundará en «aureolas» de santos, sobre lo cual el Supplementum, que es obra de un discípulo de Tomás, se explaya a continuación en varios artículos. Frente a tal tradición, más platónica que cristiana, vale la pena acudir a la herencia judía, en la que, ya en el libro de Isaías, se anuncia el final de los tiempos mediante grandes imágenes simbólicas, como pacificación de la naturaleza y de los hombres: «Entonces habita el lobo con el cordero, la pantera yace junto al cabritillo. El novillo y el león pacen juntos, un niño pequeño puede apacentarlos. La vaca y la osa se unen en amistad, sus crías yacen juntas. El león, como los bueyes, come paja. El niño de pecho juega ante la madriguera de la víbora, el niño mete la mano en el antro de la serpiente. Nadie hace daño, nadie hace mal en todo mi santo monte; pues la tierra está llena del conocimiento del Señor, como el mar está lleno de agua…» (ls 11,6 - 9).

Al final del libro de Isaías —en el Tercer Isaías, posterior a la cautividad de Babilonia— se halla también ese gran pasaje, ya citado, donde se anuncia, probablemente de modo más completo que en ningún otro pasaje, la plenitud final, que no debe entenderse en absoluto como huida del mundo, rechazo de la materia, menosprecio del cuerpo, sino como nueva creación —ya sea regeneración o recreación del antiguo mundo—, es decir, como «nueva tierra y nuevo cielo» y por tanto, como nuestra patria que nos llena de felicidad: «Pues he aquí que yo creo un nuevo cielo y una nueva tierra. Ya no se pensará en lo antiguo, nadie lo recuerda. Antes, habrá gozo y regocijo por siempre jamás por lo que estoy creando» (Is 65,17 s.). Y luego se habla de que los hombres ya no mueren siendo niños de pecho, sino que viven en edad juvenil, construyen casas, plantan viñas y saborean sus frutos… Y «nueva creación» significa, primero —según Jeremías (31,31 - 34)—, «nueva alianza» y —según Ezequiel (36,26 s.)— «nuevos corazones, nuevo espíritu».

Ésas son, pues, las imágenes del reino de Dios, de la consumación de la historia de la humanidad a través del Dios fiel, del creador y recreador, imágenes aceptadas y aumentadas por el Nuevo Testamento: novia y banquete de bodas, el agua viva, el árbol de la vida, la nueva Jerusalén. Imágenes de amor, comunión, claridad, plenitud, belleza y armonía. Pero también aquí hemos de recordar una última vez que las imágenes no son sino imágenes. No hay que eliminarlas, indudablemente, pero tampoco objetivarlas, cosificarlas. Tenemos que recordar lo que dijimos claramente en cuanto a la resurrección de Jesús: la consumación del hombre y del mundo es una nueva vida en las dimensiones inaccesibles de Dios, más allá de nuestro tiempo y de nuestro espacio. Y, por tanto, al final está también ese misterio inefable, ese gran mysterium que es Dios mismo: «El único inmortal vive en una luz inaccesible, que no ha visto ni puede ver hombre alguno», se lee en el Nuevo Testamento (1 Tim 6,16). ¿Cómo vamos a identificar nuestras imágenes con la realidad de Dios?

Más allá de toda experiencia, imaginación y pensamiento humanos está la plenitud de Dios. La vida eterna, en cualquier caso, es todo lo contrario de ese eterno aburrimiento, característico del infierno, que nos presenta Huis clos (A puerta cerrada, 1945) de Sartre o el paisaje muerto de la obra tardía de Max Frisch Triptychon (Tríptico, 1981): en la escena una luz blanca, invariable, todo se mueve en círculo, sólo estancamiento, inexorable repetición. Si hay también para los cristianos un núcleo de verdad en la doctrina de la reencarnación, ese núcleo es, ya lo he dicho antes, el siguiente: que la vida eterna no excluye sino que incluye otras evoluciones inimaginables en el ámbito del infinito. La magnificencia de la vida eterna es completamente nueva, imposible de imaginar y de captar, impensable e indecible: «Lo que ningún ojo vio ni ningún oído oyó, lo que no pensó ningún hombre: eso tiene Dios preparado para quienes le aman» (1 Cor 2,9).

En eso quiero, pues, confiar, con confianza razonable, con fe esclarecida, con esperanza acendrada: en que el reino de la plenitud no es un reino de los hombres sino el reino de Dios; el reino, pues, de la justicia cumplida y de la perfecta libertad, el reino de la verdad inequívoca, de la paz universal, del amor infinito y de la alegría desbordante: de la vida eterna.

«Eso suena como demasiado bien para ser verdad», opinan aquí algunos coetáneos, «yo he visto morir, morir una muerte horrible, a demasiadas personas para que pueda creerme todo eso». Yo respondo: Quien puede creer en una «vida eterna», también puede llegar a tener otra actitud ante la muerte.

10. Otra actitud ante la muerte

Indudablemente, sobre nuestro propio comportamiento a la hora de la muerte no vamos a hacernos, pese a todo, muchas ilusiones. Quien habla, hoy y ahora, lleno de valentía, puede enmudecer de miedo cuando le toque morir a él. Quien está erguido, que se cuide de no caer: empezando por los teólogos. Cada uno de nosotros tiene que morir su muerte propia y personal, con sus angustias, con sus temores y esperanzas. Y es, realmente, una vergüenza para la humanidad de finales del siglo XX que año tras año mueran una muerte atroz, a veces lenta, a veces abrupta, millones de personas, a consecuencia del hambre o de la guerra, de la injusticia social y de violencias de todo género.

Por otra parte, en nuestra sociedad del bienestar la muerte presenta otro orden de problemas muy distinto: lo que muchas personas viven cada vez más como una carga, y no como un beneficio, es la prolongación artificial de la vida. A la vista de esta posibilidad, inimaginable en tiempos pasados, de prolongar la vida —aunque, por otra parte, muchas veces sólo se trate de una vida vegetativa— tomamos progresivamente conciencia de una dimensión totalmente nueva de la responsabilidad humana: la responsabilidad de la propia vida incluye también la responsabilidad de la propia muerte. La vida humana es, ciertamente, un regalo de Dios, pero también, conforme a la voluntad de Dios, una tarea para el hombre. La vida es, ciertamente, «creación» de Dios, pero, conforme a la misión encomendada por Dios, también responsabilidad para el hombre. El hombre tiene que perseverar, ciertamente, hasta el «final dispuesto», pero ¿qué final le ha sido dispuesto? Y la «devolución prematura» de la vida es, ciertamente, un «no» del hombre al «sí» de Dios, pero ¿qué significa, a la vista de una vida aniquilada física y/o psíquicamente, «prematura»?

La cuestión de «ayudar a morir» no se plantea porque la vida del recién nacido no viable, del enfermo incurable o que ha perdido definitivamente la conciencia sea «indigna de ser vivida», o, menos aún, «inhumana», sino al revés: precisamente porque el hombre es y sigue siendo hombre en todas las circunstancias, tiene derecho a morir con dignidad humana. Y tal vez se le niegue ese derecho cuando se le tiene colgado todo el tiempo de unos aparatos o se le administran sin cesar medicamentos, o sea, cuando sólo se le da la posibilidad de vegetar, de llevar una existencia vegetativa.

Cuanto mayor va siendo la posibilidad de dirigir los procesos vitales, tanto mayor es la responsabilidad que le incumbe al hombre, y esto tiene como consecuencia un cambio, evidente en nuestra sociedad, en la conciencia de normas y valores, sobre todo en lo que se refiere al comienzo y al fin de la vida humana. Antes, muchos moralistas interpretaban y rechazaban el control activo, «artificial», de la natalidad, por considerarlo un rechazo de la soberanía de Dios sobre la vida, hasta que comprendieron que Dios también ha sometido a la responsabilidad (no a la arbitrariedad) del hombre el comienzo de la vida humana. Ahora, con los fantásticos progresos de la medicina, nos hacemos cada vez más conscientes de que también el final de la vida humana ha sido puesto bajo la responsabilidad (no arbitrariedad) del hombre por ese mismo Dios que no quiere que le hagamos tomar a él una responsabilidad que podemos y debemos asumir nosotros.

Por eso, la discusión sobre el «ayudar a morir» (eutanasia pasiva) debe ser llevada, por lo menos para el creyente, a un plano superior: quien está convencido de que el hombre, al morir, no pasa absurdamente a la nada, sino a una última y primera realidad, quien está convencido de que la muerte no es un «mutis» carente de sentido, una desaparición, sino que es entrada, regreso, asumirá su propia responsabilidad —como paciente o como médico— con menos angustia y menos nerviosismo. El Estado, sin embargo (la eutanasia practicada por los nazis es una advertencia perenne), no debe meter baza en este asunto: ningún poder de este mundo tiene el derecho de decidir si una vida humana es «digna» o «indigna de ser vivida». De lo que se trata aquí es, simplemente, de respetar una sopesada decisión de conciencia de quien está mortalmente enfermo (o, en caso de incapacidad, de los familiares o de los médicos). Y eso significa:

El médico debe hacer todo por curar al enfermo, pero no diferir la muerte artificialmente, con ayuda de la técnica —muchas veces a costa de insoportables sufrimientos—, durante horas, días, incluso años.

La terapia tiene sentido no si consigue que el enfermo subsista arrastrando una vida vegetativa, sino sólo en la medida en que tiene por objeto la rehabilitación, o sea, la restitución de las funciones corporales vitales y, de esa manera, la regeneración de toda la persona humana.

El enfermo tiene derecho a rechazar un tratamiento cuyo solo objeto sea prolongar la vida.

Por otra parte, los deberes para con un moribundo no deberían limitarse al tratamiento médico, sino que —según la situación— deberían incluir también la dedicación humana de médicos, enfermeras, capellanes, familiares y amigos.

Y con ello estamos en el punto fundamental: ¿no tendría que haber hoy de nuevo —aunque de otra manera que antes— una especie de ars moriendi, una «cultura del morir»? ¿Y no tendría que ser posible, partiendo de la fe en Dios, de la fe en la vida eterna de Dios, en nuestra vida eterna, en mi vida eterna, morir una muerte muy distinta, una muerte humana, una muerte realmente digna del hombre, digna del cristiano? Sin entender aquí lo cristiano como un aditamento, como una droga superior, como una superestructura, una mistificación; sino entendida como una profundización, como un sondeo de lo humano que también puede medir y abarcar en toda su extensión los abismos negativos, oscuros, mortales.

No: cuando el cristiano se dispone a morir, no tiene —como el estoico— que reprimir emociones, negar afectos, simular frialdad emocional, imperturbabilidad. Jesús de Nazaret no murió como un estoico, con fría serenidad, libre en lo posible de dolores, sino entre atroces sufrimientos y clamando el abandono de Dios. A la vista de esa muerte, el cristiano tampoco tiene por qué ocultar angustias y temblores, pero —sintiendo en su cuerpo la angustia mortal de Jesús, resonándole en los oídos su grito de abandono— puede confiar en que esas angustias y esos temblores son aceptados por Dios para ser transformados en libertad de los hijos de Dios. La actitud del cristiano ante la muerte pasa a ser actitud ante una muerte transformada, una muerte a la que se le ha quitado «el aguijón», la fuerza.

Así es: desde que, con la resurrección de Jesucristo, se le quitó a la muerte el aguijón, no ha dejado de resonar el mensaje de la vida eterna en Dios, quien, en Jesucristo, mostró su fidelidad. Desde entonces, los creyentes pueden confiar plenamente en que no hay abismos humanos, culpa, angustia, miedo a la muerte, abandono, que Dios no pueda abarcar, un Dios que siempre, incluso en la muerte, se adelanta al hombre. Desde entonces podemos estar confiadamente seguros de que al morir no pasamos a las tinieblas, al vacío, a la nada, sino a una nueva existencia, a la plenitud, al pleroma, a la luz de un día completamente distinto; y que, para ello, no tenemos que hacer nada, sólo recibir la llamada y dejarnos acompañar, dejarnos llevar.

Desde esta perspectiva teológica, la muerte tendrá para el hombre que cree, que confía, otra relevancia. La muerte dejará de ser una fuerza brutalmente destructiva, dejará de ser aniquilación, la definitiva interrupción de las posibilidades humanas. Ya no será la enemiga del hombre que acaba triunfando sobre él. No: la muerte no viene a liberarnos, Dios es el liberador que nos libera también de la muerte.

¿Puede tener todo esto consecuencias prácticas en cuanto a nuestra relación con el paso de la vida a la muerte? Más exactamente: desde esta perspectiva, ¿no sería posible morir otra muerte, sobre todo cuando se nos ofrece tiempo para morir y la muerte no nos coge desprevenidos?, ¿no puede ser posible —ayudados, claro, por el saber de los médicos, por los medicamentos necesarios, y, esperémoslo, rodeados y sostenidos por gente buena— morir no sin dolores ni aflicción, pero sin miedo a la muerte? Confiando plenamente, conforme vamos cortando poco a poco nuestros vínculos con personas y cosas, en ese vínculo, el retro-vínculo, la re-ligio: esperando, en medio de la despedida —realizada quizá conscientemente, fortalecidos por los sacramentos—, un nuevo comienzo, sabiendo que el morir fue siempre una parte de la vida cristiana. Yo sé, por haber sido testigo, que es posible morir otra muerte: es decir, morir con tranquila serenidad, con segura confianza, e incluso —después de haber puesto todo en regla— contento y agradecido por la vida —rica pese a todos los males— de este mundo. Una vida que ahora es «superada» para la eternidad en el triple sentido de Hegel. Primeramente, en un sentido negativo: destruida por la muerte. Pero también en un sentido positivo: conservada por la muerte de la muerte. Y así, finalmente, en un sentido trascendental: elevada por encima de la vida y de la muerte hasta lo infinito de la vida eterna, de una dimensión que no es espacio-temporal, sino divina. Vita mutatur, non tollitur: «La vida es transformada, no arrebatada» (prefacio de difuntos). Morir contento y agradecido: eso es lo que yo consideraría una muerte digna del hombre, digna del cristiano.

Pero hay una última pregunta que me querrán plantear quienes se hayan formado religiosamente en el catecismo clásico: la pregunta «¿para qué estamos en el mundo?». Si se tiene en cuenta la tan deplorada confusión de ideas de la juventud, su pérdida de orientación, tal pregunta es, en efecto, apremiante.

11. ¿Para qué estamos en el mundo?

Fue Calvino quien formuló la pregunta básica: «¿Cuál es el objetivo primordial de la vida humana?». Y su lapidaria respuesta, en el catecismo de Ginebra de 1547, reza: «C’est de cognoistre Dieu»: «Conocer a Dios». Yo mismo, como tantos otros, aprendí de memoria en mi juventud la siguiente respuesta que daba el conocido catecismo católico de Joseph Deharbe, S.J. (1847) a la pregunta de por qué estamos en este mundo: «Estamos en el mundo para conocer a Dios, amarle, servirle y así llegar al cielo».

Hoy en día hay tantas personas que no le ven ningún sentido a la vida; hay tanta gente con enfermedades psíquicas, con vacío existencial. Y sin embargo, ya sean calvinistas o católicas, tales respuestas no convencen hoy, por su limitación, ni siquiera a quienes tienen convicciones religiosas. Lo cual no quiere decir que haya que tirar definitivamente por la borda esas fórmulas tradicionales, sino que habría que completarlas desde otra perspectiva, deshaciéndolas y rehaciéndolas de nuevo. ¿Ir al cielo? ¿No tenemos antes que hacer frente a nuestras responsabilidades aquí en la tierra? También los cristianos están convencidos hoy de que el sentido de la vida no es sólo, en abstracto, «Dios» o «lo divino», sino el hombre como tal, lo universalmente «humano». No sólo el cielo, como lejana bienaventuranza, sino también la tierra, como bienaventuranza concreta y terrenal. No sólo «conocer a Dios», «amar a Dios», «servir a Dios», sino también realizarse, desarrollarse, amar al prójimo, al cercano y al lejano. Y también habría que incluir en todo ello, evidentemente, el trabajo diario, la vida profesional, y sobre todo, por supuesto, las relaciones humanas. ¿Y cuántas cosas no habría que añadir si se quisiera aplicar una perspectiva «holista», total, de la vida?

Pero, a la inversa, y precisamente desde una perspectiva total, hay que preguntarse si el sentido de la vida, la felicidad, una vida plena, se encuentran solamente en el trabajo, en los bienes materiales, el lucro, el triunfo profesional, el prestigio, el deporte y el placer. El ansia de dominio, el deseo de placer, la obsesión del consumo ¿pueden dar la felicidad a una vida humana, con todas sus tensiones, rupturas, conflictos? No nos llamemos a engaño: el ser humano es algo más, eso lo sabe todo aquel que ha llegado a los límites de todas sus actividades. Esa persona se ve confrontada entonces con la siguiente pregunta: ¿qué soy yo cuando ya no puedo rendir, cuando soy incapaz de realizar ninguna actividad? Debemos, en efecto, estar alerta para que las constricciones de la técnica y la economía, para que los medios de comunicación, que dominan de forma creciente nuestra vida diaria, no nos hagan perder nuestra «alma», nuestra existencia como sujeto personal y responsable. Debemos estar alerta para no convertirnos en puro instinto, en puro placer, en puro poder, en hombres-masa, y tal vez en pura inhumanidad. La meta irrenunciable será conseguir ser auténticamente hombre, auténticamente humano. Auténticamente humano: tal podría ser la descripción elemental, lapidaria, del sentido de la vida que podrían compartir hoy hombres de la más diversa procedencia, nacionalidad, cultura y religión.

¿Y el cristiano? ¿La existencia cristiana no es algo más que la existencia humana? Pero los cristianos no ponen hoy en duda que un cristiano haya de ser auténticamente hombre y luchar por un mundo humano, por la libertad, la justicia, la paz y la conservación de la creación. Lo cristiano nunca ha de implicar menoscabo de lo humano. Ser cristiano no es «más» que ser hombre, en sentido cuantitativo; los cristianos no son superhombres. Pero lo cristiano sí puede implicar la ampliación, profundización, arraigamiento, más aún, radicalización de lo humano, al basar esa calidad humana en la fe en Dios y al tener como modelo de vida a Jesucristo.

Visto así, el cristianismo puede ser entendido como un humanismo perfectamente radical que, en esta tan contradictoria vida humana, en esta sociedad tan conflictiva, no sólo da su asentimiento a todo lo verdadero, bueno, bello y humano, como se decía antes, sino que también abarca inevitablemente valores no menos reales: lo no-verdadero, no-bueno, no-bello, incluso lo no-humano. El cristiano no puede eliminar todos esos valores negativos (sería una funesta ilusión que, haciendo caso omiso del hombre como tal, implicaría la forzosa obligación de ser feliz), pero sí puede combatirlos, conllevarlos, transformarlos. En resumen, ser cristiano significa practicar un humanismo que consigue asimilar no sólo todo lo positivo sino también todo lo negativo: sufrimiento, culpa, carencia de sentido, muerte, y eso debido a una última e inquebrantable confianza en Dios, una confianza que se basa no en los propios méritos, sino en la misericordia divina.

¿No será esto también una ilusión ajena a la realidad? No: esto ya lo vivió quien ha de ser guía de los cristianos, «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6), y que lo vivió con esa fundamental radicalidad de lo humano. Sobre esa base religiosa debe ser posible alcanzar la propia identidad psíquica, liberándonos de la angustia, pero también la solidaridad social, liberándonos de la resignación causada por las servidumbres objetivas. Más aún: con esa fe que confía debería ser posible hallar un sentido a la vida incluso allí donde tiene que capitular la razón pura, en vista del sufrimiento absurdo, de la miseria inconmensurable, de la culpa imperdonable. En otra ocasión he resumido lo esencial del cristianismo en una breve fórmula que desde entonces me ha ayudado a caminar por una vida de penas y alegrías, de éxito y dolor:

Siguiendo a Jesucristo

el hombre puede, en el mundo de hoy,

vivir, obrar, sufrir, morir,

de modo auténticamente humano,

en la dicha y la desdicha, en la vida y en la muerte,

sostenido por Dios y ayudando a los hombres [69].

El credo también apunta, en último término, a un nuevo sentido de la vida y a una nueva manera de obrar, a un camino alimentado por la esperanza, basado en la fe y consumado en la caridad. Fe, esperanza, caridad: esta fórmula puede resumir, para un cristiano, el sentido de la vida, «pero la mayor de todas es la caridad» (1 Cor 13,13).

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