Credo

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II. Jesucristo: Nacido de una Virgen e Hijo de Dios

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- II -

Jesucristo:

Nacido de una Virgen e Hijo de Dios

Evolución (de la que hemos hablado hasta ahora) y Encarnación (de la que hablaremos en lo que sigue): ¿cómo se pueden unir ambos conceptos? La evolución, como se ha ido viendo cada vez más claramente a lo largo de nuestro siglo, es un concepto universal que abarca toda la realidad de universo, vida y hombre, de cosmogénesis, biogénesis y antropogénesis. O sea, concretamente:

la

cosmogénesis

: la evolución no se refiere sólo a la historia de la evolución biológica sino a la totalidad de la evolución cósmica, a la historia del universo que comenzó con el

Big Bang

hace unos 15 000 millones de años;

la

biogénesis

: las primeras formas de vida también se han desarrollado a partir de las fases precedentes de la materia inerte, como ya consigue explicar en gran parte la microbiología;

la

antropogénesis

: ni que decir tiene que también el hombre se ha desarrollado a partir de formas inferiores de vida, y si no se destruye a sí mismo, seguirá posiblemente desarrollándose, aunque en períodos de tiempo extraordinariamente grandes, de forma que el hombre actual no debería ser entendido como meta, como cumbre de la evolución y «corona de la creación».

Pero lo que todo esto quiere decir es que no hay una cesura fundamental en el proceso evolutivo. No hay una división de este mundo en dos mitades, como si en una de ellas rigieran exclusivamente las leyes de la naturaleza y en la otra la intervención inmediata de un creador divino. De ahí la pregunta: «¿A qué viene esa encarnación divina en tal evolución cósmico-biológico-antropológica, ese evento absolutamente particular en un acontecer tan universal? ¿O sería posible imaginar una encarnación que no parte del supuesto ingenuamente religioso de una milagrosa “intervención” divina? ¿Una encarnación que no interrumpe el decurso causal, que no implica una “bajada” inmediata y “sobrenatural” al proceso que normalmente transcurre sin interrupciones y conforme a las leyes de la naturaleza?». Sin embargo, en el Símbolo de los Apóstoles aparece ya una primera y casi insuperable dificultad:

1. ¿Creer que nació de una virgen?

También en lo que concierne a este artículo de la fe, muchas personas no piensan tanto en definiciones dogmáticas como en imágenes religiosas. Imágenes de la encarnación, de la anunciación a María y de la natividad de Jesús. ¿Quién no conoce el cuadro, un clásico de la historia del arte, de la anunciación a María que, medio siglo antes que los frescos de Miguel Ángel —entre 1436 y 1445—, pintara en el muro de una celda del monasterio de San Marcos de Florencia, entonces recién construido —escena amplia pero de perfecta armonía interior— Fra Giovanni da Fiesole, llamado, después de su muerte, Fra Angélico?

«Beato Angélico»: el único artista que la Iglesia haya beatificado jamás. «Beato» no, naturalmente, porque en la transición del bello estilo, suave y refinadamente cortesano, de las estribaciones del gótico internacional al temprano Renacimiento italiano sustituyera el fondo dorado por el paisaje, y la pintura de superficies por la perspectiva, científicamente correcta, y por la plasticidad de las figuras, ni porque para él los detalles decorativos fueran menos importantes que la sencillez clásica. «Beato», antes bien, porque en la Florencia, tan amante de los placeres, de Cosme de Médicis pintó con intacto y callado recogimiento para la meditación de los frailes.

Desde la perspectiva, perfectamente lograda, de un pórtico de columnas similar al patio de San Marcos, y en una armonía de tonos claros absolutamente singular, se ven en la pared de la celda dos delicadas figuras sumidas en íntima conversación: a la izquierda, en finos pliegues rosados, con alas de espléndidos colores, el ángel; a la derecha, sentada en un escabel, con túnica rojo claro y capa azul, la Virgen María, humildemente intimidada por el saludo del ángel y por lo que ese saludo pueda significar: «Has hallado gracia delante de Dios. He aquí que concebirás y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús» (Lc 1,30 s.). A ese arte se le llamó ya muy pronto vezzoso: amable, delicado, y ornato: elegante, refinado, y de gran facilitá. En cualquier caso, ese arte combina la fe ingenua de la Edad Media con un decorado que posee la sencilla elegancia del primer Renacimiento. Un hortus conclusus, un jardín floreciente, separado de los elevados árboles del fondo por unos maderos: símbolo evidente de la encarnación de Jesús, sin obra de varón, en la Virgen María. Un cuadro en la frontera entre el día y el sueño…

«Pero», oigo decir al hombre de hoy, «eso es más sueño que día. Más imagen que sentido racional. Más mito que logos. ¡No querrá usted que contengamos la respiración, por así decir —como la naturaleza en el cuadro de Fra Angélico—, para no perturbar el solemne instante! ¡No va a querer usted, con esa escena devota —sin duda alguna de rara belleza— del Quattrocento, embaucarnos ahora, en pleno siglo XX, para que hagamos profesión de fe en “Jesucristo… que fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo (conceptus de Spiritu Sancto), y nació de santa María Virgen (natus ex Maria Virgine)!”».

Pero quizá pueda yo aquí, en mi condición de teólogo y en vista de lo dificultoso de la cuestión, recurrir, en busca de ayuda, a la psicología y sobre todo al psicoanálisis. Pero… ¿debo hacerlo?, ¿puedo hacerlo?

2. Fe en Cristo en la era de la psicoterapia

Como es sabido, Freud tenía un gran rival en la psicoterapia, un rival que atribuía más importancia a la religión, y que se había vuelto ateo debido al materialismo de las ciencias de la naturaleza: el suizo Carl Gustav Jung, fundador de la «psicología compleja». Jung, en muchos escritos, se ha apropiado precisamente de los símbolos de la fe cristiana con el fin de conocer las estructuras profundas psíquicas que en ellos se ponen de manifiesto. Eso vale para el «símbolo» de la virgen que concibe y da a luz un hijo. Para Jung, el «niño divino», nacido de una Virgen, es un prototipo, una de esas imágenes que han quedado almacenadas en el inconsciente y que habiéndonos sido transmitidas genéticamente desde tiempos remotísimos son comunes a todos los hombres; originariamente, un reflejo de esas reacciones instintivas y psíquicamente necesarias ante determinadas situaciones, y comparable a otros prototipos: la madre, el héroe triunfante, el espíritu maligno, el dragón, la serpiente. En la terminología de Jung: la imagen del niño divino, salvador, es un arquetipo, un modelo primigenio del alma. Ese arquetipo se pone de manifiesto en diferentes imágenes y vivencias, procesos y actitudes, especialmente en relación con experiencias muy intensas de la vida humana: nacimiento, madurez, amor, peligro, salvación y muerte.

El célebre concepto de «arquetipo» no fue inventado por Jung. Se trata, originariamente, de un concepto teológico procedente de la doctrina esotérica gnóstica del Corpus hermeticum, localizado en las postrimerías de la Edad Antigua. Jung lo tomó sobre todo de los escritos del supuesto discípulo de Pablo, Dionisio Areopagita (quien, en los siglos V-VI, transmitió al Occidente la mística oriental) y de la obra de Agustín, quien había fijado las ideas eternas de Platón, como ideae principales, en el intelecto divino. Pero mientras que los arquetipos ideales de Platón y de Agustín son de una extraordinaria y luminosa perfección, los arquetipos de Jung, quien, para sus conclusiones científicas, se basaba en el ejercicio de la psicoterapia y en el estudio de las tradiciones religiosas de antiguos pueblos, tienen una estructura bipolar, ambivalente, ya que presentan un lado luminoso y un lado oscuro.

¿Qué significa, pues, el arquetipo «niño divino, nacido de una virgen», que en todos los tiempos y en todos los pueblos, en los cuentos y en los mitos, en el arte y en la religión, ha encontrado múltiple y variada expresión? Según Jung, en nuestros sueños y mitos, el niño divino es el gran símbolo de lo «no engendrado», de lo no hecho en nuestra psique individual o colectiva. A esa figura «virginal» se opone la figura del hombre, es decir, la razón, el entendimiento. El lenguaje del inconsciente es, evidentemente, un lenguaje metafórico y condicionado por el sentimiento. Los mitos, las sagas, los cuentos, son una especie de sueños objetivados. Ése es el caso del niño divino. Se trata de un arquetipo y, como todos los demás arquetipos, una fuente inagotable de remota sabiduría acerca de las más profundas relaciones entre el hombre, el mundo y Dios.

Visto así, no es de extrañar que el símbolo del niño divino, nacido de una virgen, aparezca también en la Biblia, si bien, eso llama la atención, no en la Biblia hebrea. Pues en la célebre profecía sobre el niño Emmanuel, en el Libro de Isaías (7,14), sólo se habla de una «joven» (en hebreo, alma) que parirá un hijo al que dará el nombre de «Emmanuel»: «Dios con nosotros». Por su parte, en la versión griega de la Biblia hebrea se traduce (erróneamente) alma por parthénos, «virgen, doncella», y de esa manera el pasaje ha ido a parar al Nuevo Testamento como «prueba» de la virginidad de la madre del Mesías. Y así, la imagen del niño divino y de la virgen se halla en el extraño pórtico de acceso a los grandes evangelios de Mateo y Lucas, que son los únicos que ofrecen en el Nuevo Testamento una historia de la infancia de Jesús, con árbol genealógico, con mención expresa de los padres, con una concepción por obra del Espíritu y con el parto de una virgen.

Apenas puede entonces causar extrañeza el hecho de que no pocos teólogos y teólogas de Europa y América se sientan motivados para sacar a la superficie de lo consciente el insospechado tesoro de experiencia inconsciente humana que hay en los escritos bíblicos. Y quien ya se ocupó intensamente hace más de cuarenta años, siendo estudiante de filosofía, de su compatriota C. G. Jung, no puede sino alegrarse de esa evolución y defender tal actividad contra los inquisidores de Roma y de Alemania, quienes consideran subversiva y peligrosa para la fe una exégesis al servicio de la psicoterapia, y no les sirven de lección las innumerables resoluciones oficiales erróneas en materia de fe y costumbres. Hay, eso es indiscutible, muchos niveles de sentido en la Biblia. Y por eso tiene que haber también muchas vías de acceso a la Biblia y ningún método es el único y verdadero. ¿Por qué, entonces, dada esa pluralidad de métodos, no va a estar permitido interpretar la Biblia con arreglo a la psicología profunda?

Por eso no cabe sino aceptar lo que ha intentado —después de algunos otros— el teólogo y psicoterapeuta Eugen Drewermann: interpretar la Biblia, y por ende la historia de la infancia de Jesús, en la línea de C. G. Jung, una historia que fue excesivamente dogmatizada por la tradición cristiana y totalmente desmitologizada por la exégesis histórico-crítica. Se puede estar contento si Drewermann, sirviéndose del psicoanálisis —y sobre el trasfondo del material, elaborado desde hace tiempo desde la perspectiva histórico-crítica, de la historia comparada de las religiones—, consigue que el hombre de hoy comprenda mejor los relatos bíblicos. A esas imágenes —se trata ante todo de imágenes y no de palabras— Drewermann quiere hacerles hablar lenguaje nuevo. Tales imágenes deben ayudar al hombre de nuestro tiempo a liberarse del gueto de la angustia existencial y a encontrar la propia identidad. En los arquetipos y en los sentimientos reside, según Drewermann, lo que une, lo que unifica las culturas y religiones de todos los tiempos y de todas las zonas, mientras que el lenguaje, la razón, los códigos de categorías y valores morales, arraigados como están en una época determinada, son elementos manifiestamente disociativos. Por lo que concierne a esos relatos arquetípicos, para los que no es adecuada la distanciada investigación histórico-crítica, Drewermann exige que la exégesis bíblica pida ayuda al psicoanálisis y los interprete, con todas las técnicas y con todas las reglas, de manera que el hombre adquiera confianza y se encuentre otra vez a sí mismo.

¿Qué significa todo esto aplicado a la historia de la infancia de Jesús? En ella se trata de lo mismo: la exégesis inspirada en el método psicoanalítico quiere descubrir los símbolos bíblicos, como el parto de una virgen, con su verdad permanente y supratemporal, para que contribuyan a comprender la fe. Cuando el Nuevo Testamento describe el nacimiento y la infancia del Salvador, está presentando —son palabras de Drewermann— «con el curso arquetípico de la acción, los estadios que hay que recorrer necesariamente en la vida de todo hombre para, partiendo de Dios, volverse a encontrar a sí mismo en una verdadera vida»: «En el propio hombre (subrayo las palabras capitales) reside, con la condición de que se deje guiar por su propio ser, el milagro del parto de la Virgen; en su propia alma reside la figura, despreciada y tratada de ramera en un principio, de la “madre” que al final, sin embargo, obedeciendo al anuncio del ángel, se revela como la Señora; en él mismo está José, ese hombre obediente, soñador, valeroso, que entiende el mensaje del ángel, y también los Magos que vienen del Oriente siguiendo a una estrella; pero en él está también Herodes, quien obra contra la expresa palabra de Dios y, con la tiranía del miedo, sólo propala matanza y muerte; en él mismo está la orgullosa ciudad de Jerusalén y la humilde aldea de Belén, donde, según antiguas profecías, tiene que nacer la salvación del mundo; en toda alma humana hay lugares adonde se huye, y lugares adonde se es llamado… y todo eso toma forma al mismo tiempo, siguiendo el modelo de la historia de Jesús, para dar el relato-modelo de todo hombre que marcha hacia su encarnación y su humanidad[12]». Todo esto quiere decir que «cada individuo lleva ante Dios la vocación de ser él mismo un “implantado” (Mesías) de Dios, un “hombre de Nazaret” (Mt 2,23). Siempre es, en efecto, la imagen del sueño y la voz de la razón inconsciente de nuestra alma aquello a través de lo cual oímos la voz de Dios[13]».

No cabe duda: el método histórico-crítico —que hoy, de todos modos, es una compleja combinación de métodos diferentes, desde la lingüística hasta la sociología— necesita el complemento del psicoanálisis. Y sin embargo es necesario hacer preguntas aclaratorias: ¿es la Biblia ante todo mito y no historia?, ¿no constituye ya la Biblia hebrea un documento, único en la historia de las religiones, de crítica radical de los mitos, en nombre del único Dios?, ¿no tienen casi siempre los mitos —en la medida en que hay mitos en la Biblia— a la historia como parte integrante, de manera que, contrariamente a lo que sucede en muchas otras religiones, no se trata en este caso de la aparición de lo eterno en el tiempo? Y el mito, la saga, el cuento ¿tendrán por principio una prioridad frente al logos, frente a la palabra? ¿O sea, remitologización en lugar de desmitologización? Y por importante que sea el sueño, ¿va a ser superior a la palabra, avanzando, por así decir, a la categoría de clave metodológica de toda la exégesis bíblica?

Frente a un monopolio psicoanalítico en la interpretación de la Biblia, se abren, en cualquier caso, varios interrogantes: sí, seguro, esas historias bíblicas sobre la infancia de Jesús no constituyen hechos biográficos de carácter histórico (o fantástico), y es posible leerlas también como descripciones simbólicas que hoy nos dicen algo sobre nuestras propias posibilidades psicológicas, en la medida en que nos abrimos a lo divino. Que un psicólogo como Jung sólo pregunte por la verdad psicológica, eso se comprende, ¿pero un teólogo crítico? «Cuando la psicología habla, por ejemplo, del motivo del parto de una virgen», dice Jung, «se está ocupando solamente con el hecho de que existe tal idea, pero no se está ocupando con la cuestión de si tal idea es, en el sentido que fuere, verdadera o falsa. La idea es psicológicamente verdadera, en la medida en que existe[14]». Y sin embargo, ¿es lícito separar así la verdad psicológica de la verdad real, histórica?, ¿no tenemos que preguntar una y otra vez a los autores de los textos qué es lo que quisieron decir?, ¿puede el teólogo, por tanto, descuidar o incluso eliminar como irrelevante lo histórico de la Biblia, como si se tratase de los cuentos de Grimm, en los que carece totalmente de importancia el hecho de que «Caperucita» haya existido o no? Erich Fromm tiene razón cuando comenta críticamente la concepción de Jung de la religión: «Ni siquiera el psiquiatra profesional puede trabajar sin preocuparse de la verdad de una idea…, de lo contrario no está capacitado para hablar de autoengaño o de actitudes paranoicas[15]».

Y por lo que respecta a Drewermann, en cuyos dos grandes volúmenes sobre Tiefenpsychologie und Exegese («Psicología profunda y exégesis») no aparece en el índice la palabra «verdad»: las historias bíblicas sobre la infancia de Jesús no pretenden, de seguro, aclarar sino transfigurar el misterio de Jesús; no pretenden demostrar, sino mostrar; no pretenden hablar al entendimiento sino al sentimiento. ¿Pero se excluyen necesariamente la distancia histórica y la emoción existencial? Y más importante aún: ¿no se apropia uno psicológicamente, con bien poca modestia, de todos esos textos y de todas esas personas que no tienen posibilidad de decir lo que realmente quieren? María, José y el Niño, los Reyes Magos, Herodes y el ángel, la estrella, la ciudad de Jerusalén, Egipto, Belén y Nazaret: todo, sin excepción, ¿se convierte en —como dice Drewermann— «figuras y zonas de un alma, de un paisaje anímico»[16]?.

No, aquí hay que preguntar: ¿es el sueño realmente el padre de todas las cosas?, ¿no sucede algo más que un mero soñar en esos relatos, fuertemente legendarios, sobre la infancia de Jesús?, ¿son las imágenes realmente más importantes que las palabras, los sentimientos más importantes que los actos?, ¿no se nos comunica allí, con absoluta claridad, un mensaje que contiene bastante más que unas simples instrucciones psicoterapéuticas para encontrar la propia identidad, más que una ayuda para vivir mejor, una ayuda que en caso de necesidad se puede obtener sin la Biblia y directamente de C. G. Jung? Las revelaciones que Dios hace en la Biblia ¿no están, en su conjunto, más vinculadas a acontecimientos históricos que a sueños? Y esas historias de la infancia de Jesús ¿son sólo, o sólo en primer lugar, un «paisaje anímico», el paisaje de mi alma, o incluso el paisaje de mi alma que está siendo analizada por ese terapeuta con ayuda del método de Jung?, ¿tengo yo al «niño divino», a mi Redentor, realmente dentro de mí, de manera que sólo necesito tomar conciencia de él para convertirme, yo mismo, en un «hombre de Nazaret»?, ¿soy yo el «hombre de Nazaret», el «Mesías»? ¡No, de ese modo la figura histórica, singular e inconfundible, de Jesús de Nazaret se me aparece como excesivamente sumergida en mi estado anímico! En él, ese Jesús sólo puede decir siempre las mismas —desde luego, muy importantes— verdades psicoterapéuticas, todas las cuales giran en torno a la liberación del miedo y de la dependencia, a la confianza y al amor y, por tanto, a la propia realización, desde dentro, del hombre en sus diferentes estadios de vida.

Pero algunos, que seguramente no quieren detenerse demasiado en psicologías y psicoterapias, ya habrán perdido la paciencia: «¿Cuánto tiempo quiere usted seguir buscando escapatorias para evitar la verdadera cuestión, la cuestión de si el parto de una virgen, en el caso de Jesús, es histórico, si ha sucedido realmente, como se predica desde tantos púlpitos el día de la Anunciación (25 de marzo, nueve meses antes de la fiesta de la Natividad de Jesús) y, por supuesto, el día de Navidad?». Concedido: si se tiene en cuenta que los biólogos, ya sólo por la diferente información genética masculina y femenina, excluyen totalmente la posibilidad de la «partenogénesis» (reproducción por desdoblamiento de la substancia hereditaria femenina) no sólo en el hombre sino ni siquiera en los animales superiores, no puede ser que en nuestro mundo científico-industrial, en que más de un «milagro» tecnológico supera con mucho a los milagros bíblicos, se quiera zanjar la cuestión alegando simplemente, contra todas las leyes de la naturaleza, que tuvo lugar un «milagro». Pero ¿qué dice concretamente la Escritura sobre ese «milagro»?

3. Parto virginal: ¿un hecho biológico?

Después de haber procurado, en el primer artículo de la fe sobre Dios Padre, dar la importancia debida a los trescientos años de investigación experimental de la naturaleza, no voy a tomar menos en serio ahora, al referirme al artículo de la fe en Jesucristo Hijo, los más de doscientos años de estudio histórico-crítico de la Biblia. Además, aunque quisiera, no podría eludir los problemas históricos aquí evidentes. Pues hasta el simple lector de la Biblia —o sea, la persona que no sólo tiene en la memoria las representaciones plásticas de la Biblia (llamadas en la Edad Media la Biblia pauperum, la «Biblia de los pobres»), sino ante los ojos los textos bíblicos— puede comprobar con toda facilidad que en los evangelios de la infancia las cosas ocurren de manera muy diferente a como ocurren en la vida pública de Jesús: muchas cosas suceden en sueños, ángeles entran y salen sin cesar. ¿Va a ser histórico todo eso? Además, entre ambos evangelios de la infancia hay contradicciones inconciliables: mientras que Mateo parece no saber nada de Nazaret como lugar de residencia de la madre de Jesús, Lucas, por su parte, desconoce los acontecimientos públicos (no mencionados en fuentes profanas) de la visita de los Magos, de la matanza de los inocentes en Belén y de la huida a Egipto: escenas, casi todas, que Fra Angélico pintó también en San Marcos. Desde esa perspectiva, la pregunta se vuelve más precisa: ¿tienen autenticidad histórica esos relatos?

Respuesta: también entre los exégetas católicos se admite hoy que los evangelios de la infancia —aunque no se excluya el empleo de material histórico— son en gran parte narraciones de cuño propio, no comprobadas históricamente y fuertemente legendarias, de motivación, en último término, teológica. ¿Pero cuál es esa teo-logía, cuál es el sentido de esos relatos? De seguro que no sólo lo que, según la interpretación psicoanalítica de la imagen del niño divino, constituye un «permiso general», o sea, el poder «empezar» por fin lleno de confianza y vivir auténticamente desde dentro, libre de angustias: el encuentro de la propia identidad. Lo que tenemos, antes bien, en esos evangelios de la infancia es, si no referencias históricas, sí unos relatos, no exentos de carácter político, testimoniales y homiléticos. Surgidos probablemente en las comunidades judeo-cristianas, fueron reelaborados por Mateo y Lucas y antepuestos a sus evangelios. Su mensaje es el siguiente: Jesús es el «Mesías» de Israel. No es simplemente «niño», sino el Cristo de su pueblo, es, por fin, el esperado hijo de David, el nuevo Moisés. Por eso, Mateo y Lucas se toman el trabajo de, por una parte, remontarse en el árbol genealógico de Jesús hasta David y, por otra parte, aludir claramente a la historia de Moisés. Así como el niño Moisés pudo salvarse del Faraón, así también Jesús se salvó de Herodes. Jesús estuvo, como Moisés, en Egipto, al huir allí con sus padres. Los evangelios de la infancia de Mateo y Lucas tienen, pues, modelos y paralelos en la Biblia hebrea. De esa manera, los relatos de la Antigua y de la Nueva Alianza casi pueden acoplarse los unos a los otros. Y también en la literatura egipcia se dan imágenes de ese género…

«Así es», me interrumpe aquí un coetáneo, «no se puede negar que el parto virginal es un mito que se extendía en la Antigüedad de Egipto a la India». En efecto, nadie puede negarlo, y, por lo que a mí respecta, me adhiero a la opinión de la egiptóloga de Tubinga Emma Brunner-Traut, quien en su excelente artículo sobre «Faraón y Jesús como hijos de Dios» escribe: «Está comprobado que prácticamente todos los episodios del milagro de Navidad existieron también en Egipto, como también tienen su equivalente ciertos rasgos individuales de la ulterior vida y obra del hijo de María… El ritual del nacimiento del niño divino, un ritual que fue introducido en el dogma (egipcio) monárquico, penetró también, en la época ptolomeico-helenística, en los misterios de Osiris… y desde allí se extendió por toda la zona del mediterráneo oriental; no podemos imaginar hasta qué punto fue intensa la influencia de los misterios egipcio-helenísticos en el nacimiento de las “leyendas” judeo-cristianas[17]».

Sí, el Faraón de Egipto es engendrado, en su calidad de rey-Dios, milagrosamente: mediante la unión del Dios-Espíritu Amón-Ra, en la figura del monarca reinante, y de la reina virginal. Pero también en la mitología greco-helenística los dioses contraen «matrimonios sagrados» con las hijas de los hombres, de los que pueden nacer semidioses, como Perseo y Heracles, o también figuras históricas, como Homero, Platón, Alejandro y Augusto. No es posible negar lo evidente: el parto virginal no es, en sí, exclusivamente cristiano. Por otra parte, según la exégesis actual, el topos del parto virginal es utilizado por ambos evangelistas como leyenda o saga «etiológica» que dará a posteriori un «fundamento» (en griego, αἰτία, aitía) a la filiación divina de Jesús.

Sin embargo, las diferencias entre ambos relatos neotestamentarios, por un lado, y los mitos antiguos, por otro (y Fra Angélico ha captado esto intuitivamente), son significativas:

La anunciación y la aceptación de la concepción por parte de

María

tiene lugar mediante la palabra, sin que Dios se mezcle con ningún ser humano, en un contexto totalmente espiritualizado, exento de erotismo. María no aparece como un ser celestial, que derrama su gracia, sino como un ser humano, que ha hallado gracia y que no sólo da testimonio de la verdadera humanidad de Jesús sino también del origen divino de Jesús; por eso, María, como madre de Dios, tiene importancia para la devoción cristiana, al ser ejemplo y modelo de fe cristiana, y testigo profético de las grandes obras de Dios («Magnificat»). 

El

Espíritu Santo

no está visto como procreador o como padre, sino como fuerza activa en la concepción de Jesús. Burdas personificaciones del Espíritu Santo, del poder y la fuerza divinas, se excluyen por sí solas, pues en la escena bíblica el Espíritu Santo no aparece ni siquiera en forma de paloma. Frente a la fórmula primigenia, por ejemplo la del

Symbolum Romanum

: «nacido del Espíritu Santo y de la Virgen María», se matiza, a partir del siglo IV, de la siguiente manera: «concebido por obra del Espíritu Santo» (

conceptus de

…) y «nacido de María» (

natus ex

…).

¿Es ya entonces ese parto virginal expresión de las tendencias cristianas contrarias al cuerpo, al sexo y al matrimonio? En cualquier caso, en el Nuevo Testamento la virginidad de María todavía no ha sido convertida en ese gran ideal que para muchos hombres de nuestro tiempo ha pasado a ser sintomático de la «falta de naturalidad frente al sexo» en el seno de la Iglesia… Al mismo tiempo no hay que dejar de consignar aquí un hecho, fundamental para terapeutas y teólogos, relativo al parto virginal: aparte de los dos evangelios mencionados, el resto del Nuevo Testamento no dice nada, absolutamente nada, sobre el hecho de que Jesús naciera de una virgen. Ya por ese motivo no puede consistir en eso lo genuino o central del mensaje cristiano. Las epístolas paulinas —los más tempranos documentos del Nuevo Testamento— sólo dicen lapidariamente, sin citar nombres, que Jesús nació «de la mujer» (Gál 4,4), pero no de «la virgen», y eso, para poner de relieve la humanidad de Jesús.

El más antiguo evangelio, el de Marcos, no habla en absoluto de la Natividad y comienza directamente, sin sueños de ningún género, con Juan el Bautista y con la vida pública y las enseñanzas de Jesús, de lo cual, por desgracia, no dice una sola palabra nuestro credo. ¿No tendrían los «mariólogos» que considerar más seriamente los resultados de la exégesis? En Marcos se menciona a María —aparte del pasaje en que se la nombra junto con los cuatro hermanos y con las hermanas de Jesús (Mc 6,3)— una sola vez: cuando su madre y sus hermanos querían llevarse a casa por la fuerza a Jesús, a quien tenían por loco (Mc 3,21.31 - 35). Al pie de la cruz, lo mismo que en las escenas postpascuales, no está presente María, según los tres evangelios sinópticos. Sólo el tardío evangelio de Juan, escrito hacia el año 100, da cuenta de una escena, de simbolismo evidente, al pie de la cruz (Jn 19,25 - 27), pero, al igual que todos los otros testimonios neotestamentarios, ese evangelio tampoco menciona el parto virginal.

De ello resulta una conclusión de extraordinario alcance: el parto virginal, manifiestamente, no pertenece al centro del evangelio. ¡No sólo no es exclusivamente cristiano, sino ni siquiera centralmente cristiano! Dicho de otro modo: se podía, como Marcos, Pablo o Juan, reconocer a Jesús como Mesías, Cristo o Hijo de Dios, aun no sabiendo que nació de una virgen. ¿Y qué significa esto para nuestro tiempo? Para el hombre de hoy esto significa que la fe en Cristo no implica en modo alguno que haya también que creer que nació de una virgen. Con esto creo que estamos preparados para dar una respuesta inequívoca a la pregunta acerca de la realidad histórica y del significado teológico del parto virginal: el relato del parto virginal no informa sobre un hecho biológico sino que interpreta la realidad mediante un símbolo arquetípico. Un símbolo, eso sí, preñado de sentido: con Jesús ha tenido lugar, por obra de Dios —en la historia del mundo y no sólo en mi paisaje anímico—, un comienzo verdaderamente nuevo. El origen y la importancia de la persona y el destino de Jesús se explican no sólo por el proceso intrahistórico del mundo, sino que el creyente ha de entenderlos, en último término, a partir de lo que Dios ha obrado por él y en él. Ése es el sentido cristológico y teológico de la historia del parto virginal. Ese sentido, por otra parte, puede ser proclamado, entonces y ahora, de modos diferentes, por ejemplo, haciendo que el árbol genealógico de Jesús se remonte hasta Dios o viendo en Jesús un «segundo Adán» (Pablo) o «la palabra (verbum) hecha carne» (Juan).

Sin embargo, ya estoy oyendo la objeción: «¿No destruye esa crítica histórica el mensaje de Navidad, acrecentando más aún la superficial secularización y la diligente comercialización de esa fiesta religiosa?». La pregunta está justificada. Pero conviene recordar que no sólo la crítica histórica y no sólo la secularización y la comercialización, sino también la empobrecedora perspectiva idílica y la privatización psicologizante pueden privar de su sentido al mensaje y a la fiesta de la Navidad. No sólo la clarificación racionalista, sino un romanticismo remitologizante —ya sea psicológico o mariológico pueden destruir el credo. Lo que casi siempre se pasa por alto en la interpretación psicoterapéutica y dogmática tiene que ser puesto ahora claramente de relieve:

4. La dimensión política de la Navidad

Como hemos visto, los evangelios de la infancia, aunque no sean un relato histórico, son verdaderos a su manera, proclaman una verdad que es más que la verdad de unos hechos históricos. Y eso puede suceder de modo más plástico y puede dejar una huella más honda bajo la forma de relato —el relato, legendario en sus pormenores, del niño del pesebre de Belén— que mediante una partida de nacimiento, por muy correctamente que estén consignados en ella el lugar y la fecha. Basta reconsiderar en su contexto histórico los textos bíblicos originales sobre el nacimiento de Jesús para comprender por qué en el credo se habla de Jesucristo «nuestro Señor»: Dominus noster. Si se tiene presente la constelación político-religiosa de entonces y quiénes eran los que detentaban el poder, empieza a vislumbrarse cierto germen de una teología de la liberación, que constituye el necesario contrapeso político a la psicoteología contemporánea. Basta leer atentamente esos evangelios de la Natividad para observar lo siguiente:

En ninguna parte se habla de «noche callada» ni de «dulce niño de ensortijados cabellos» («

Holder Knabe im lockigen Haar

». El verso pertenece al célebre cántico navideño alemán

Stille Nacht, heilige Nacht

(N. de la T.)); el pesebre, los pañales, son signos concretos que proceden de un mundo humilde y pobre.

El Salvador de los menesterosos nacido en un establo pone de manifiesto una clara toma de posición a favor de los desprovistos de nombre y de poder (los «pastores») y en contra de los poderosos mencionados por su nombre (el emperador Augusto, el prefecto imperial Quirino).

El «Magnificat» de María, la «esclava del Señor» plena de gracia, que habla de la humillación de los poderosos y de la exaltación de los humildes, de la saciedad de los hambrientos y de la postergación de los ricos, anuncia combativamente una inversión de la jerarquía de valores.

La noche sagrada del recién nacido no se puede separar de su actividad y de su destino tres décadas más tarde; el niño del pesebre lleva ya, por así decir, la señal de la cruz en la frente.

Ya en las escenas de la Anunciación (a María y a los pastores), que constituyen sin duda alguna el centro del evangelio de la Natividad, se pone de manifiesto (de manera similar al ulterior proceso ante al tribunal judío), con la acumulación de títulos de soberanía —Hijo de Dios, Salvador, Mesías, Rey, Señor—, la completa profesión de fe de la comunidad cristiana, de manera que la dominación le corresponda no al emperador Augusto sino a aquel niño.

Y, finalmente, en lugar de la falaz

Pax Romana

, pagada con la subida de impuestos, la escalada del armamento, la presión sobre las minorías y el pesimismo propio del bienestar, se anuncia aquí con «gran júbilo» la verdadera

Pax Christi

, basada en un nuevo orden de las relaciones humanas, bajo el signo de la benevolencia de Dios para con los hombres y de la paz entre los hombres.

Así, pues, al salvador político y a la teología política del Imperio romano, una teología que respaldaba ideológicamente la política pacificadora del emperador, el evangelio de la Navidad contrapone la verdadera paz. Esa paz no puede esperarse cuando se dan honores divinos a un hombre, sea autócrata o teócrata, sino cuando sólo se rinde honor a Dios «en las alturas» y su complacencia descansa sobre los hombres. No de los prepotentes emperadores romanos, sino de ese niño indefenso, carente de poder, se espera a partir de ahora (terapéuticamente) la paz de espíritu y (políticamente) el final de las guerras, se espera la liberación del miedo y unas condiciones de vida que la hagan digna de ser vivida, se espera la dicha común, en resumen, el bienestar de todos, es decir, la «salvación» de los hombres y del mundo.

Esto también es comprensible para el hombre de hoy: el evangelio de la Navidad, entendido bien, es todo lo contrario de una historia edificante o sutilmente psicológica sobre el niño Jesús. Todos esos relatos bíblicos son narraciones cristológicas de muy honda reflexión teológica, al servicio de una predicación perfectamente concreta, que quiere poner de relieve de manera plástica, artística y con una radical crítica de la sociedad la verdadera importancia de Jesús como el Mesías que ha de salvar a todos los pueblos de la tierra. Esos evangelios de la Navidad no son, pues, una especie de primera fase de una biografía de Jesús o de una deliciosa historia de familia, ni son tampoco unas instrucciones terapéuticas apenas diferentes del mito egipcio. Son, antes bien, una poderosa obertura de los grandes evangelios de Mateo y Lucas, la cual (como muchas buenas oberturas) contiene, como en una semilla, el mensaje que después se desarrollará narrativamente. Son la puerta de entrada al evangelio: en Jesús, el elegido de Dios, se han cumplido las promesas a los «Patriarcas» de la primera Alianza.

Con ello queda claro: el centro del evangelio no está constituido por los acontecimientos en torno al nacimiento de Jesús. El centro es él, Jesucristo, con sus palabras completamente personales, sus obras y su Pasión. Él, como persona viva, que vive y gobierna en espíritu aún después de la muerte, él es el centro. Con su mensaje, con su conducta, con su destino, ofrece la norma, muy concreta, por la que pueden regirse los hombres. Y ese Jesús no ha obrado a través de sueños o en sueños, sino a la clara luz de la historia. Y aunque él no haya dejado escrita una sola palabra, aunque sobre él sólo poseamos textos de carácter homilético y, por tanto, sólo indirectamente históricos, no cabe discusión: Jesús de Nazaret es una figura de la historia, y, como tal, se distingue no sólo de todas las figuras de los mitos, sagas, cuentos y leyendas, sino también de otras importantes figuras de la historia de las religiones, muy en especial —y muchos muestran hoy más interés por ella que por la religión egipcia— de la religión india, plena de vida y rica en mitos. Esto es importante si dirigimos nuestra atención a la cuestión de la filiación divina, a la cuestión de cómo se puede entender a ese Jesús en cuanto revelación de Dios. A este respecto puede ser instructiva una breve comparación de Jesucristo con el divino Krishna.

5. Fe en Cristo o en Krishna: ¿una misma cosa?

Krishna, el gran héroe de la mitología india en el poema épico nacional Mahabarata, es la más conocida de todas las divinidades. Se le tiene por la encarnación (en sánscrito, el avatara, la «bajada») del Dios único (= Visnú). Krishna es quien trajo la Bhagavad-Gita (el «canto del sublime»), un poema filosófico-didáctico que se considera una especie de «evangelio» del hinduismo. En Occidente no suele tenerse en cuenta algo que es obvio para todo creyente hindú: Krishna es también un personaje histórico a cuyos centros de actividad se va en peregrinación, es —si se me permite aplicar aquí conceptos del dogma cristológico clásico— un hombre auténtico (vere homo), pero es al mismo tiempo la revelación del Dios único (vere Deus).

Es decir: también para los hindúes se ha revelado el Dios único en un momento preciso en un lugar preciso. También para los hindúes hay, dentro de un acontecer cíclico del cosmos, una intervención decisiva de Dios, la cual, como en el caso de Krishna, tiene, por así decir, carácter escatológico para este tiempo cósmico. La revelación fundamental de ese hinduismo es, por tanto, el avatara, la «bajada» de Dios en la persona de Krishna, quien trajo la buena nueva de la Bhagavad Gita. Desde esta perspectiva, se comprende la siguiente frase, muy usual entre los hindúes tolerantes: «Vosotros creéis en Cristo, nosotros en Krishna: ¡es lo mismo!». Es innegable, en efecto, un paralelismo entre Cristo-niño y Krishna-niño, entre fe en Cristo y fe en Krishna. ¿Pero son ambos realmente lo mismo bajo nombres diferentes? Ésa es la cuestión.

Está fuera de duda que Krishna es un personaje histórico, aunque difusamente localizado, en torno a la batalla del Campo de Kuru, en la época postvédica, y con muy diversos materiales de la tradición depositados en torno a su figura. Pero aunque los poemas que lo describen fuesen más amplios y mejor el estado de la investigación histórica, no es posible dejar de ver las diferencias entre Krishna y Cristo:

En primer lugar, Jesucristo no es, como Krishna,

una amalgama de diferentes figuras míticas e históricas

: Krishna ya está mencionado en un Upanishad (¿siglo VIII?), pero no gana en importancia hasta muchos siglos después, cuando se le identifica con Krishna Vasudeva, el fundador de la religión de los Bhagavatas monoteístas, que ya predicaban en el siglo II antes de Cristo la entrega amorosa a Dios (

bhakti

) como camino de salvación.

En segundo lugar, Jesucristo no es, como lo es Krishna, una

revelación o encarnación de Dios entre muchas otras

: Krishna es considerado como la revelación del dios Visnú, más exactamente, como su octava revelación, a la que seguirán la novena (= Buda) y la última de todas (= Kalkin).

Es incontestable: en la fe de Krishna se manifiesta esa menos marcada conciencia histórica propia del pensar cíclico indio. Al ser la figura de Krishna el resultado de la confluencia de varias tradiciones, fue imposible evitar lo que, en relación con la figura de Jesucristo, claramente datada y localizada, supo impedir la comunidad cristiana al fijar, con los testimonios dignos de crédito, el canon del Nuevo Testamento: que una multitud de mitos bastante dudosos (en todo caso, si se comparan con el nivel ético de la Bhagavad-Gita) pudiesen vincularse a la figura de Krishna; basta comparar, simplemente, algunos de los relatos sobre las picardías y los trucos, las aventuras amorosas y los adulterios de Krishna, con los evangelios, que, con la conjunción de historia y kerigma —de hechos reales y predicación—, constituyen no sólo un género literario propio sino también unos documentos de extraordinario rigor ético.

Perfectamente comparable con la figura histórica de Jesús de Nazaret es, sin embargo, aquella otra gran figura de la historia india que, en los siglos V-IV a. C., puso allí en movimiento «la rueda de la doctrina»: el Buda Gautama. Él es entre los «fundadores de religiones» la gran figura de contraste y —en mucha mayor medida que Moisés, Mahoma o Confucio— la gran alternativa a Jesús de Nazaret, alternativa que representa un continuo reto a nuestro pensamiento.

6. El reto del Buda

Romano Guardini ya vio esto muy pronto, expresándolo de la siguiente manera: «Sólo hay uno que podría hacer pensar en ponerlo en las proximidades de Jesús de Nazaret: Buda. Ese hombre constituye un gran misterio. Posee una pasmosa y casi sobrehumana libertad; al mismo tiempo tiene una bondad poderosa como una fuerza universal. Quizá sea Buda el último con quien tenga que entendérselas el cristianismo. Nadie ha dicho aún lo que él significa desde una perspectiva cristiana. Quizá Cristo no haya tenido sólo un precursor, situado en el ámbito del Antiguo Testamento, Juan, el último profeta, sino también otro proveniente del mismo centro de la antigüedad clásica, Sócrates, y un tercero que ha dicho la última palabra de la sabiduría y de la superación religioso-oriental, Buda[18]».

Vale, pues, la pena afrontar la cuestión: ¿Qué une, qué separa, a Cristo y a Buda?

Al igual que «el Cristo», «el Ungido», así también «el Buda», «el Iluminado» (literalmente: «el despertado», «el que ha llegado al conocimiento»), designa una dignidad, es un título de honor. «Dios», en cambio, es un nombre que Buda, al igual que el Cristo Jesús, jamás se dio a sí mismo. Eso no obsta para que posteriores generaciones hayan visto en Buda no sólo el «sabio» sino una suerte de redentor a quien se acude en busca de auxilio, a quien —por ser superior a todos los dioses— se rinde veneración (puja), lo cual se expresaba mediante actos simbólicos, por ejemplo, poniendo ofrendas ante el altar. Es decir: del mismo modo que el Jesús de la historia no es meramente idéntico a la imagen de Cristo de la posterior teología cristiana, así el Gautama de la historia tampoco es meramente idéntico a las representaciones de Buda de las posteriores escuelas budistas.

Contrariamente a la religión mitológica hindú y a Krishna, sin duda su figura más célebre, en el budismo al inicio no está el mito sino la historia que conduce al mito: la historia del príncipe y ulterior asceta Siddharta Gautama, quien, tras prolongados ejercicios de honda meditación, se convirtió en el «despierto», en el «Buda», el guía que saca de este mundo de dolor y conduce a un estado de definitivo reposo, más allá de la inconstancia y del sufrimiento.

Con todo, la devoción budista también aderezó muy pronto esta historia con una serie de acontecimientos milagrosos. Lo mismo que el Cristo, el Buda no fue concebido a la manera normal de los humanos, sino que el celestial vidente y Bodhisatva «entró… como un elefante joven y blanco, en el lado derecho del vientre de su madre», y al nacer «salió por el lado derecho de su madre. Estaba plenamente consciente y en él no había huella de suciedad del cuerpo de la madre[19]». De Gautama, como de Jesús, se relatan numerosos milagros, y, ningún historiador serio pone en duda el hecho de las curaciones carismáticas de Jesús. Pero que haya habido milagros en el riguroso sentido moderno de una eliminación «sobrenatural» de las leyes de la naturaleza, de eso no hay pruebas históricas ni en cuanto a Gautama ni en cuanto a Jesús.

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