Credo

Credo


II. Jesucristo: Nacido de una Virgen e Hijo de Dios

Página 7 de 17

Por tanto, si lo que se designa como «filiación divina» de Jesús se redujese a tales acontecimientos extraordinarios en torno a su nacimiento o a sucesos milagrosos durante su vida y su muerte, Jesucristo no se distinguiría esencialmente del Buda o de los fundadores de otras religiones no cristianas. «Entonces», preguntará el hombre de hoy, «¿qué es lo que distingue verdaderamente a Cristo Jesús de las otras figuras relevantes de la historia de las religiones, del Buda en especial?». Para acercarnos con mucha prudencia a esta difícil cuestión, tenemos que partir de ciertas semejanzas exteriores, pero también interiores, entre Gautama y Jesús, semejanzas que resultan sorprendentes.

7. Lo que une a Jesús y a Gautama

Por lo pronto, algunas normas éticas fundamentales son iguales en el budismo y en toda la tradición judeo-cristiano-islámica: no matar, no robar, no mentir, no fornicar… Imperativos éticos de una actitud humana que podrían servir de normas fijas para una ética común a todos los hombres, una ética universal. De lo que Jesús no habla es de una prohibición de la embriaguez, y no es casualidad, pues él no fue un asceta y sabemos que asistió a banquetes en los que, obviamente, se servía vino.

Pero cierto es que, en su comportamiento global, Jesús tiene más semejanza con Gautama que, por ejemplo, con Mahoma, profeta, caudillo militar y hombre de Estado, que disfrutó de la vida hasta el final, o con Confucio, el sabio oriental cuyo modelo era una antigüedad idealizada, que se interesaba por los viejos ritos y que abogaba por un orden social y por una armonía en la familia y en el Estado:

Como

Gautama

, Jesús fue un predicador ambulante, pobre, sin patria, sencillo, en cuya vida había tenido lugar un cambio decisivo que fue el origen de su predicación.

Como Gautama, Jesús no predicó en una lengua sagrada que ya nadie entendía (sánscrito-hebreo) sino en la lengua usual (dialecto indoario medio-dialecto arameo), y no se ocupó de que se pusiera por escrito ni, menos aún, de que se codificara su doctrina.

Como Gautama, Jesús apela a la razón y a la capacidad de conocimiento del hombre, si no con discursos ni coloquios sistemáticos y ponderados, sí con aforismos, pequeños relatos, parábolas, todo ello sencillo y de fácil comprensión, tomado directamente de la vida cotidiana que todos conocían, sin establecer fórmulas, dogmas ni misterios.

Como para Gautama, también para Jesús fueron la avidez, el poder, la ofuscación, la gran tentación que —así se deduce de las tentaciones de Jesús en el Nuevo Testamento— se oponía a su gran misión.

Como Gautama, Jesús, que no estaba legitimado por ningún cargo o función, se hallaba en oposición a la tradición religiosa y a los guardianes de ésta, la casta formalista-ritualista de escribas y sacerdotes, que mostraban tan poca sensibilidad para los sufrimientos del pueblo.

Como Gautama, Jesús pronto tuvo en torno a él amigos íntimos, un círculo de discípulos y muchos otros seguidores.

Pero no sólo en el comportamiento sino también en la predicación hay un parecido básico

Como Gautama, Jesús actuó sobre todo como maestro; la autoridad de ambos se basaba menos en una formación sistemática que en la experiencia extraordinaria de una realidad última.

Como Gautama, Jesús también traía un mensaje urgente y alegre (el

dharma

, el «evangelio») que exigía de los hombres una conversión («meterse en la corriente»,

metánoia

) y una confianza (

shraddha

, «fe»): no pedían ortodoxia sino ortopraxia.

Como Gautama, Jesús no quería dar una explicación del universo, no practicaba profundas especulaciones filosóficas ni entendía de refinadas casuísticas; sus enseñanzas no son misteriosas revelaciones sobre la naturaleza del reino de Dios, ni tienen por objeto implantar un determinado orden jurídico o práctico, en esta vida.

Como Gautama, Jesús parte del carácter transitorio y perecedero del mundo, de la inconstancia de todas las cosas y de la irredención del hombre: su ceguera e insensatez, su desordenada vinculación a este mundo y su falta de amor al prójimo.

Como Gautama, Jesús enseña un camino para liberarse del egoísmo, de la entrega al mundo, de la ceguera: una liberación que no se alcanza con especulaciones teóricas sino mediante la experiencia religiosa y la conversión interior: un camino de salvación totalmente práctico.

Como Gautama, para recorrer ese camino de salvación, Jesús no pone condiciones especiales de orden intelectivo, moral e ideológico: el hombre debe oír, comprender y obrar en consecuencia; a nadie se le examina sobre cuál sea la verdadera fe, sobre el credo ortodoxo.

Como el camino de Gautama, el camino de Jesús es un camino del término medio entre los extremos del placer sensual y la automortificación, entre el hedonismo permisivo y el ascetismo riguroso, un camino que hace posible una nueva y desinteresada dedicación al prójimo: no sólo se corresponden ampliamente los mandamientos morales generales del Buda y de Jesús sino también, en principio, la «ética de la convicción» y las exigencias básicas: tener bondad y compartir la alegría del prójimo, compasión amorosa (Buda) y amor compasivo (Jesús).

Pero, por grande que sea la semejanza en el comportamiento global y en los rasgos fundamentales de la predicación y de la actitud interior, también es muy grande la disparidad en la configuración detallada, en la forma concreta, en la realización práctica.

8. Lo que separa a Jesús y a Gautama

Según los testimonios del Nuevo Testamento, Jesús no pertenecía a una familia de ricos y nobles terratenientes; no se crió —como según la tradición dice el propio Gautama de sí mismo— en la opulencia y el refinamiento, en medio de fiestas y de toda clase de placeres. No, parece evidente que Jesús nació en el seno de una familia de artesanos, que no podía permitirse los lujos que impulsaron a un rico heredero como Gautama a sentir hastío de la vida y después a huir de la casa paterna.

Contrariamente a Gautama, Jesús no se dirigió ante todo a sus coetáneos ahítos de civilización que, por tedio de la vida, deseaban escapar de la sociedad de la abundancia. Jesús se dirigió —sin tener el apoyo de ningún partido ni de ninguna autoridad humana, sin reclamar títulos de soberanía ni hacer de su propia función o de su propia dignidad el tema de su mensaje— a los fatigados y agobiados, a los pobres, que él no declara bienaventurados porque la pobreza sea un ideal deseable sino porque los pobres aún están abiertos a esa otra realidad que para él era lo principal.

Jesús no era un solitario entre solitarios (= monachus, monje) que luchan por alcanzar el Uno. Era el maestro de una comunidad nueva de discípulos y discípulas, para los que él no fundó una orden, ni estipuló reglas, votos, mandamientos ascéticos, ni tampoco prescribió hábitos o tradiciones especiales.

El mundo no fue para Jesús algo desprovisto de valor, que había que abandonar y contemplar, en el acto de la concentración interior, en su plena vanidad; menos aún es identificable sin más con el absoluto, sino que es la creación, buena en sí, pero corrompida sin cesar por los hombres.

El cambio de vida de Jesús no significó su renuncia a un camino equivocado y la búsqueda de la propia salvación; Jesús nunca alude a ninguna experiencia específica de conversión o iluminación. El cambio consiste para él en el abandono de la vida oculta y el comienzo de la pública: no un giro hacia dentro sino un viraje hacia el mundo, basado en su trato, peculiar e inmediato, con el Dios de Israel, a quien llama —con escandalosa confianza— Abba, «querido Padre», lo cual expresa al mismo tiempo distancia y proximidad, fuerza y seguridad. La meta no es, pues, la salida, mediante el propio esfuerzo, del ciclo de las reencarnaciones, sino la entrada en la plenitud, en el reino definitivo de Dios.

La diferencia entre Gautama y Jesús la vemos con toda claridad si recurrimos a la distinción entre religiosidad mística y profética, tal y como fue expuesta por Friedrich Heiler y otros, y recientemente aplicada por Gustav Mensching al Buda Gautama y al Cristo Jesús. Visto así, el Buda y el Cristo tienen cada uno su propia dimensión:

El Buda Gautama es

un iluminado y un guía de espíritu místico

, que reposa armoniosamente en sí mismo: Sin haber sido enviado por nadie, exige, para llegar al nirvana y liberarse de los sufrimientos, una renuncia a la voluntad de vivir, predica la huida del mundo y el recogimiento interior, la meditación metódica en distintos grados de concentración para llegar finalmente a la iluminación. Así, con impasibilidad, sin ninguna participación personal, el Buda Gautama dispensa simpatía, clemencia y amabilidad a toda criatura sensible —hombre y animal—: una

compasión universal

y una apacible

benevolencia

.

El Cristo Jesús, por su parte, es un enviado apasionadamente comprometido y un

guía de espíritu profético

y, para muchos ya en vida, el Ungido («Mesías», «Cristo»): Para liberarse de la culpa y de todo mal en el reino de Dios, pide a los hombres que se conviertan; en lugar de apelar a una renuncia de la voluntad, apela precisamente a esa voluntad humana que él exige que sea adaptada a la voluntad de Dios, la cual tiende al bien total, a la salvación del hombre. Así, predica un amor, personal y comprometido, que abarca a todos los sufrientes, oprimidos, enfermos, a todos los que han incurrido en culpa y también a los adversarios, a los enemigos del hombre: un amor universal y una caridad activa.

¿En qué consiste entonces, en último término —si mantenemos la perspectiva histórica—, la diferencia básica entre Jesús y Gautama?

9. El Iluminado y el Crucificado

La diferencia capital sólo aparece ante nosotros si nos atrevemos a poner una al lado de otra la figura del Buda sonriente, sentado en la flor de loto, y la del Jesús sufriente, clavado en la cruz. Sólo desde esta perspectiva histórica se puede comprender bien la importancia mucho mayor que tiene el Buda para los budistas y el Cristo para los cristianos.

El Buda Gautama entró, mediante la iluminación, en el —ya accesible en esta vida— nirvana, pero siguió viviendo después varias décadas como el Iluminado, hasta que, a su muerte, que tuvo una causa banal, entró en el nirvana definitivo, en el parinirvana. Vivió, si no desprovisto de dolor y sufrimiento, sí con serenidad de espíritu, armoniosamente y con éxito, gozando al final de gran prestigio entre los poderosos; su doctrina se propagó y el número de sus discípulos llegó a ser incontable. Murió a la avanzada edad de 80 años, de una intoxicación alimentaria, pero también apaciblemente, rodeado de sus discípulos. En el mundo entero proclaman hoy las estatuas de ese Buda su serenidad, su acrisolamiento, su paz, su honda armonía, sí, su risueño espíritu.

Totalmente distinto fue el hombre de Nazaret: su vida pública no duró décadas sino a lo sumo tres años, quizá sólo unos dramáticos meses, antes de morir de muerte violenta en Jerusalén. Una historia llena de tensiones del principio al fin y determinada por un conflicto mortal con el establishment político-religioso, con la jerarquía: toda su historia es, en definitiva, la historia de su Pasión, con el prendimiento, la flagelación y finalmente la forma de ejecución más cruel y denigrante. En esa vida no se llega a ver nada acrisolado, nada consumado. No pasó de ser un fragmento, un torso. ¿Un fracaso? En cualquier caso, sin el menor atisbo de éxito en vida; ese hombre, por las noticias de que disponemos, muere denigrado, proscrito y maldito. Un final en plena soledad y entre indecibles tormentos: rehuido por su madre y su familia, abandonado por sus discípulos y seguidores, olvidado a todas luces de su Dios. Lo último que se oye de él es su grito en la cruz: desde entonces hasta hoy, la imagen inconfundible —apenas soportable para los budistas y para aquellos cristianos que aún no han perdido la sensibilidad— del sufriente por excelencia. Un sufrir, por otra parte, en el que ya las primeras comunidades cristianas no vieron la pura desesperación de un fracasado, sino un acto de máxima entrega, de extremo amor a Dios y a los hombres.

Un sufriente, en efecto, que no otorga compasión sino que pide compasión, que no descansa en sí mismo sino que se entrega totalmente a sí mismo. Por tanto, según la concepción cristiana, Jesús se distingue del Buda —el benevolente, el compasivo— en el hecho de sufrir con entrega y amor. En ello se distingue también inequívocamente de esa plétora de dioses y de deificados fundadores de religiones, se distingue de todos los gurús y genios religiosos, de héroes y césares de la historia universal: en el hecho de ser el sufriente, el ejecutado, el Crucificado.

Pero, aparte de toda esta cuestión de Buda, el hombre de hoy no podrá menos de preguntar, en relación con Jesús: «¿Cómo se explica entonces que, a pesar de esa muerte humillante, surgiera un movimiento-de-Jesús, incluso una fe en Jesús, Hijo de Dios, de tal manera que el credo diga con toda obviedad: Creo en Jesucristo, Hijo “único” de Dios, sólo en ése y en ningún otro? ¡Qué contraste: el Crucificado, Hijo de Dios!». Y sin embargo:

10. ¿Qué significa «Dios tiene un Hijo»?

No es del nacimiento de Jesús, sino de la muerte de Jesús de donde hay que partir si se quiere comprender por qué los discípulos dieron en la idea de predicar que Jesús era Hijo de Dios. La exclamación de Jesús al morir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34), ya fue interpretada positivamente en el evangelio de Lucas mediante la siguiente cita del salterio: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu» (Sal 31,6; Lc 23,46). Más claramente aún en Juan: «Todo está consumado» (19,30). Sí, ésa fue desde el principio la convicción inquebrantable de la primitiva comunidad cristiana, que, al igual que el apóstol Pablo, se basaba en la experiencia: ese Crucificado no ha caído en la nada, sino que de la realidad pasajera, perecedera, inestable, ha entrado en la vida verdadera, eterna, de Dios. Está vivo: cualquiera que sea la explicación. Y también en este caso hay que decir que no se trata, como veremos, de una intervención sobrenatural de un Deus ex machina, sino que se trata, tal y como viene a decir el evangelio de Lucas con el «en tus manos» o el de Juan con la «elevación», de un morir «natural» y del paso de la muerte a la realidad verdadera y auténtica: en cualquier caso, un estado final desprovisto de sufrimiento.

Siguiendo el texto del Símbolo de los Apóstoles, trataré después expresamente de la cruz y la resurrección y también tendré en cuenta en mayor medida el contexto judío de la historia de Jesús. Aquí se trata únicamente de explicar el título «Hijo de Dios», y para ello es fundamental saber que, según la exégesis neotestamentaria actual, Jesús jamás se llamó Dios a sí mismo, antes al contrario: «¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno sino sólo Dios» (Mc 10,18). Fue después de su muerte cuando, debido a determinadas experiencias, visiones y audiciones pascuales, se llegó a la convicción de que Jesús no había permanecido en el sufrimiento y la muerte sino entrado en la vida eterna de Dios, que había sido «elevado» por Dios a Dios; sólo entonces la comunidad de los creyentes empezó a aplicar a Jesús el título de «Hijo» o «Hijo de Dios».

¿Por qué? Esto (y aquí se cierra el círculo, y volvemos a nuestro punto de partida de los evangelios) podían aceptarlo seguramente también muchos judíos de entonces:

En primer lugar: se recordaba cuán intensa e íntima había sido la experiencia de Dios, la unión con Dios y el trato con Dios a partir de los cuales había vivido, predicado y obrado el Nazareno: cómo había enseñado a considerar a Dios Padre de todos los hombres («Padre nuestro»), llamándole él también «

Padre

» («

Abba

, Padre querido»). Para los judíos que seguían a Jesús había por tanto una razón objetiva y una lógica interna en el hecho de que él, que había llamado «

Padre

» a Dios, fuese llamado expresamente «

Hijo

» por sus adeptos, por quienes creían en él. No como lo fuera antaño el rey de Israel, un rey que ya no había desde hacía tanto tiempo, sino él, el Mesías esperado y advenido, él era ahora de manera específica y propia el Hijo de Dios.

En segundo lugar: empezaron a cantarse los himnos del salterio en honor del que había sido resucitado de la muerte, en especial los salmos de la ascensión al trono. Un judío podía captar fácilmente la elevación a Dios poniéndola en analogía con la subida al trono del rey de Israel. Del mismo modo que éste —probablemente un préstamo de la ideología de la realeza del antiguo Oriente— era

declarado «Hijo de Dios» en el momento de su entronización

, así también sucedió con el Crucificado mediante su resurrección y exaltación.

Sin duda fue sobre todo el salmo 110, en que el rey David cantaba a su futuro «hijo» que era al mismo tiempo su «señor», el más cantado y citado: «Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha» (vers. 1). Pues para los judíos seguidores de Jesús, ese versículo respondía a la candente pregunta —¿dónde está ahora el Resucitado?— acerca del «lugar» y de la función del Resucitado (Martin Hengelz[20]). Ahora se podía responder: Está con el Padre, «a la derecha del Padre»; no en comunidad de esencia pero sí en «comunidad de trono» con el Padre, de forma que el reino de Dios y el reino del Mesías se vuelven prácticamente idénticos: «La entronización de Jesús, el Mesías crucificado, al lado del Padre, en calidad de Hijo suyo, “resucitado de entre los muertos”, forma parte, sin duda, del mensaje más antiguo, común a todos los evangelizadores, con que los “mensajeros del Mesías” exhortaban a su propio pueblo a convertirse y a creer en el “Mesías de Israel”, crucificado y resucitado por Dios y elevado a su derecha[21]».

Y en efecto: en el salmo 2,7 —un ritual de entronización— el Rey-Mesías es tratado incluso directamente de «Hijo»: «Hijo mío eres tú; hoy te he engendrado». Pero, atención: «engendrar» es aquí sinónimo de entronización, de exaltación. De un engendramiento físico-sexual, como en el caso del dios-rey egipcio y de los hijos de dioses helenísticos, o de un engendramiento metafísico en el sentido de la ulterior doctrina helenístico-ontológica de la Trinidad, no hay la menor huella ni en la Biblia hebrea ni en el Nuevo Testamento.

Por eso, en una de las profesiones de fe más antiguas (seguramente prepaulina), en la introducción a la carta a los Romanos, puede leerse: Jesucristo fue «constituido Hijo de Dios con poder, por su resurrección de entre los muertos» (Rom 1,4). Por eso, en los Hechos de los Apóstoles se puede acudir a ese salmo 2, el de la entronización, y aplicarlo a Jesús: «Él (Dios) se dirigió a mí (según Sal 2,7, al rey, al ungido, pero según Hch 13,33, a Jesús): “Hijo mío eres tú: hoy te he engendrado”». ¿Y por qué puede suceder todo esto? Porque en el Nuevo Testamento aún se piensa a la manera judía: «engendrado» como rey, «engendrado» como ungido (= Mesías, Cristo) no significa otra cosa que constituido como vicario e hijo. Y ese «hoy» de los Hechos de los Apóstoles (en el salmo, el día de la entronización) se refiere inequívocamente no a la Natividad, sino a la Pascua, o sea, no a la fiesta del alumbramiento, de la Encarnación, sino al día de la Resurrección, de la elevación de Jesús a Dios, la Pascua, la fiesta capital de la cristiandad.

¿Qué sentido tiene entonces originariamente, desde una perspectiva judía y, por tanto, neotestamentaria, la filiación divina? Cualesquiera que hayan sido las definiciones formuladas a este respecto más tarde por los concilios helenísticos con conceptos helenísticos: en el Nuevo Testamento, sin lugar a dudas, no se trata de un linaje, sino de la constitución en una posición legal de poder, en sentido hebreo, del Antiguo Testamento. No una filiación divina física, como en los mitos helenísticos y como hoy siguen suponiendo (y rechazando con razón) muchos judíos y musulmanes, sino una elección y entrega de poderes a Jesús por parte de Dios, conforme al espíritu de la Biblia hebrea, en la que a veces el mismo pueblo de Israel puede ser llamado colectivamente «hijo de Dios». Contra tal modo de entender la filiación divina apenas había nada fundamental que objetar desde la perspectiva judía de la fe en un solo Dios; de lo contrario es seguro que la primitiva comunidad judío-cristiana no lo habría aceptado. Si se le diera hoy ese sentido originario a la filiación divina, serían seguramente pocas las objeciones fundamentales que vendrían de parte del monoteísmo judío o islámico.

No obstante, todavía habrá muchos que no están convencidos: «¿La encarnación de Dios será, entonces, una idea no judía, por no decir una idea absurda?».

11. ¿Qué significa «encarnación»?

Hay un hecho indiscutible: con el tiempo apareció, junto a la primitiva cristología —concebida desde abajo— de la elevación, otra cristología —que venía de arriba— de la encarnación. Pablo aún habla de un «envío» del Hijo de Dios, pero ya Juan, de una «encarnación» de la palabra de Dios: ambos, no obstante, no hablan del envío/la encarnación de Dios mismo, del Padre, sino del envío de su Hijo, de la encarnación de su palabra. ¿Cómo hay que entender esto? ¿Se han destruido ya con ello todos los puentes de unión con el judaísmo, como piensan muchos?

Mi colega de la Universidad de Tubinga Karl-Josef Kuschel, en su gran estudio sobre la cristología de la preexistencia «¿Nacido antes de todos los tiempos?» (Geboren vor aller Zeit?), ha sabido poner convincentemente de relieve que las afirmaciones paulinas sobre el envío del Hijo de Dios no presuponen la preexistencia de Cristo como ser celestial, entendido mitológicamente, sino que deben ser vistas asimismo en el horizonte judío, o sea, en el contexto de la tradición profética: «La metáfora del “envío” (tomada de la tradición profética), dice Kuschel, expresa la convicción de que la persona y la obra de Jesús no han nacido dentro de la historia sino que son debidas totalmente a la iniciativa de Dios[22]». «Las profesiones de fe de Pablo se refieren al origen, procedencia y actualidad de Cristo en Dios y a partir de Dios, pero no a una “existencia” preterrena aislada en el tiempo… Para Pablo, Cristo es la crucificada sabiduría de Dios en persona, no la sabiduría personificada y preexistente[23]».

Algo semejante puede decirse del evangelio de Juan. También en este tardío cuarto evangelio se hace una clara distinción entre Dios y su enviado: «Ésa es la vida eterna: reconocerte a ti, el Dios único y verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú enviaste» (Jn 17,3). O también: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios» (Jn 20,17). No, ese evangelio tampoco desarrolla una cristología especulativa y metafísica —separada de las raíces judías—, sino que representa una cristología todavía muy vinculada al mundo del cristianismo judío, un mundo en que hay envío y revelación, en que también, por otra parte, las afirmaciones de la preexistencia (entendida de modo no mitológico) adquieren una marcada importancia. Pero tales afirmaciones de la preexistencia no tienen valor especulativo, ni propia importancia teológica, sino una «función» claramente delimitada: están al servicio de la revelación y de la redención que Dios realiza a través del Hijo enviado por él: «Juan no pregunta por la esencia y el ser metafísicos del Cristo preexistente; para él no es importante saber que antes de la encarnación ha habido dos personas divinas preexistentes, unidas en la única naturaleza divina[24]». ¿Qué quería, entonces, Juan, positivamente? «En primer plano está la siguiente profesión de fe: el hombre Jesús de Nazaret es el Logos de Dios en persona. Y lo es precisamente en tanto que hombre mortal; pero lo es solamente para quienes estén dispuestos a creer confiadamente que su palabra es palabra de Dios, sus actos, obras de Dios, su camino, historia de Dios, su cruz, también sufrimiento de Dios[25]».

¿Así que, en efecto, el Hijo de Dios «se hizo carne»? Indudablemente, esa categoría de la «encarnación» es ajena al pensamiento judío y al primitivo pensamiento judeocristiano, y tiene sus orígenes en el mundo helenístico. Y, sin embargo, también puede entenderse correctamente esa palabra desde un contexto judío. Pues todo se falsea si la encarnación se fija en el punctum mathematicum o mysticum de la concepción («Anunciación a María») o del nacimiento de Jesús («Natividad»). El modelo griego de «encarnación» tiene que ser conectado, por así decir, con el contexto histórico del judío Jesús. Si se hace esto, entonces —como ya se ha anticipado— la Encarnación sólo se entiende correctamente desde la perspectiva de la totalidad de la vida y muerte y de la nueva vida de Jesús.

¿Qué significa entonces Encarnación? Encarnación significa: en ese hombre han tomado forma humana la palabra, la voluntad, el amor de Dios. En todo lo que habló y predicó, en la totalidad de su quehacer, de su actitud, en la totalidad de su persona, el hombre Jesús no actuó en modo alguno como «rival» («segundo Dios») de Dios. Sino que reveló, anunció, manifestó la palabra y la voluntad del Dios único. Así, también en contexto judío se podría quizá intentar hacer la siguiente afirmación: él, en quien, según los testimonios, coinciden plenamente palabra y obra, doctrina y vida, ser y obrar, es en figura humana «palabra» de Dios, «voluntad» de Dios, «imagen» de Dios, «Hijo» de Dios. Se trata sin duda de la unidad de Jesús con Dios. Pero incluso los concilios cristológicos afirman que no se trata de una «mezcla» o «aglutinación», como temen judíos y musulmanes, sino —según el Nuevo Testamento— de una unidad del «trono», del conocimiento, de la voluntad, del trato de Jesús con Dios, de una unidad de la revelación de Dios con y por Jesús. «Quien me ve a mí», dice el evangelio de Juan, «ve al Padre» (Jn 14,9).

En ese sentido primigenio, Jesús de Nazaret es la palabra hecha carne, el Logos de Dios en persona, la sabiduría de Dios en figura humana, y, en ese sentido, también el cristiano de hoy puede afirmar al final del segundo milenio cristiano: «Creo en Jesucristo, Hijo único de Dios, nuestro Señor».

Ir a la siguiente página

Report Page