Creatividad, S.A.
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2 Ha nacido Pixar
¿Qué significa gestionar bien una empresa?
Lógicamente, al ser un hombre joven no tenía ni idea, pero iba a empezar a entenderlo ejerciendo una serie de trabajos —al servicio de tres iconoclastas con estilos muy diferentes— que me proporcionaron un aprendizaje de choque sobre temas de liderazgo. Durante los siguientes diez años aprendí mucho acerca de lo que los directivos deben y no deben hacer, acerca de la perspicacia y las ilusiones engañosas, sobre la confianza y la arrogancia, acerca de lo que estimula la creatividad y lo que la ahoga. Según adquiría experiencia fui planteando preguntas que me intrigaban tanto como me confundían. Incluso hoy, cuarenta años más tarde, no he dejado de preguntar.
Deseo empezar con mi primer jefe, Alex Schure, el mismo cuya secretaria me llamó inesperadamente aquel día de 1974 para reservarme un billete de avión y después, al comprender su error, colgó de golpe el teléfono. Cuando el aparato volvió a sonar unos minutos más tarde, una voz desconocida —esta vez un hombre que dijo colaborar con Alex— me puso al día: Alex estaba poniendo en marcha un laboratorio de investigación en la North Shore de Long Island con el objetivo de incluir los ordenadores en el proceso de creación. No había problema de dinero, me aseguró: Alex era multimillonario. Lo que necesitaban era alguien que se ocupase del proyecto. ¿Estaría yo interesado en tener una entrevista?
En cuestión de semanas me instalaba en mi nuevo despacho del NYIT.
Alex era un antiguo decano universitario y no tenía ninguna experiencia en el campo de la ciencia informática. En aquella época eso no resultaba raro, pero el propio Alex ciertamente que lo era. Creía ingenuamente que los ordenadores iban a reemplazar pronto a las personas y lo que le emocionaba era liderar ese cambio. (Sabíamos que era una idea equivocada, aunque muy común en aquel momento, pero le estábamos agradecidos por su predisposición a financiar nuestro trabajo.) Tenía una curiosa forma de hablar en la que mezclaba bravatas, sinsentidos e incluso trozos de versos rimados en una jerga al estilo del Sombrerero Loco de Alicia, o como lo llamaba uno de mis colegas, «una ensalada de palabras». («Nuestra visión acelera el tiempo —podía decir— hasta finalmente borrarlo.») Quienes trabajábamos para él teníamos muchas veces dificultades para entender lo que trataba de decir. Alex tenía una secreta ambición, aunque tal vez no fuera tan secreta. Casi todos los días aseguraba que no quería ser el siguiente Walt Disney, lo cual nos hacía pensar que sí quería. Cuando llegué estaba en proceso de dirigir una película de dibujos animados a mano llamada Tubby la Tuba. En realidad carecía de la más mínima posibilidad porque en el instituto nadie tenía la experiencia o la sensibilidad narrativa necesarias para hacer una película, y cuando finalmente se estrenó pasó sin pena ni gloria.
Pese al desengaño que pudo llevarse respecto a sus habilidades, Alex era un visionario. Era increíblemente clarividente acerca del papel que algún día desempeñarían los ordenadores en la animación y estaba dispuesto a gastar un montón de su dinero para hacer realidad su visión. Su adhesión inquebrantable a lo que muchos consideraban un sueño imposible, la mezcla de tecnología y ese género artístico dibujado a mano, permitió llevar a cabo mucho trabajo revolucionario.
Una vez que Alex me contrató, dejó a mi cargo la creación de un equipo. Debo reconocerle esto: tenía una confianza total en la gente que fichaba. Eso es algo que admiré y, más adelante, yo mismo traté de hacer. Una de las primeras personas entrevistadas fue Alvy Ray Smith, un carismático tejano con un doctorado en ciencia informática y un brillante currículo que incluía períodos como profesor en las universidades de Nueva York y Berkeley y una temporada en el Xerox PARC, el sofisticado laboratorio de investigación y desarrollo de Palo Alto. Yo tenía sentimientos encontrados cuando me reuní con Alvy porque, francamente, parecía más cualificado que yo para dirigir el laboratorio. Todavía recuerdo las molestias en el estómago, esa punzada instintiva provocada por un peligro potencial: este, pensaba yo, puede ser el tipo que se quede un día con mi puesto. Pero lo contraté de todas formas.
Hubo quien consideró que contratar a Alvy fue un gesto de confianza. Pero lo cierto es que yo tenía veintinueve años, había pasado cuatro centrado en la investigación, no había tenido nunca un ayudante, y aún menos contratado y dirigido un equipo, y podía sentir cualquier cosa salvo confianza. Veía, sin embargo, que el Instituto Tecnológico de Nueva York era un lugar en el que podía explorar aquello que me había propuesto hacer como estudiante universitario. Para estar seguro de que lo lograría necesitaba atraer a las mentes más preclaras; y para atraer a las mentes más preclaras debía dejar de lado mis inseguridades. La lección de la ARPA había arraigado en mi cerebro: cuando te enfrentes a un reto, actúa con inteligencia.
Y eso hicimos. Alvy llegó a ser uno de mis más íntimos amigos y uno de mis colaboradores de mayor confianza. Y desde entonces he adoptado la política de contratar personas más inteligentes que yo. Los beneficios obvios de la gente excepcional es que innova, alcanza la excelencia y por lo general hace que tu empresa, y por extensión tú mismo, dé buena imagen. Pero hay otro beneficio, menos obvio y que únicamente se me ocurrió en retrospectiva. El hecho de contratar a Alvy me transformó en tanto que directivo. Al ignorar mis temores aprendí que el miedo carece de fundamento. A lo largo de los años he conocido gente que adoptaba lo que parecía el camino más seguro y salían perjudicados. Al contratar a Alvy asumí un riesgo, pero ese riesgo trajo consigo la mayor recompensa: un miembro del equipo brillante y comprometido. En la facultad me preguntaba cómo podría reproducir un día el entorno singular de la Universidad de Utah. Y de repente vi la forma. Dale siempre una oportunidad a lo mejor, aunque parezca amenazador.
En el Instituto Tecnológico de Nueva York nos centramos en un objetivo único: ampliar las fronteras de lo que los ordenadores podían hacer en la animación y los gráficos. Y en cuanto se corrió la voz acerca de nuestra misión, empezamos a atraer a lo mejor de ese campo. Y cuanto más numeroso era el personal más urgente era que yo encontrase la forma de dirigirlo. Establecí una estructura organizativa horizontal, muy similar a la que había disfrutado en la universidad, en gran parte por pensar ingenuamente que si creaba una estructura jerárquica, nombrando un puñado de directivos que estuviesen bajo mi supervisión, tendría que pasar demasiado tiempo dirigiendo sin prestar atención suficiente a mi trabajo. Esa estructura —mediante la cual cada uno de mis empleados se responsabilizaba de sacar adelante sus proyectos a su propio ritmo— tenía sus límites, pero el hecho es que otorgar ese grado de libertad a personas altamente automotivadas nos permitió realizar algunos avances tecnológicos de importancia en poco tiempo. Juntos llevamos a cabo una tarea rupturista, gran parte de la cual estuvo dirigida a averiguar cómo integrar la animación por ordenador y la animación manual.
Por ejemplo, en 1977 escribí un programa de animación en 2D llamado Tween que realizaba lo que se conoce como «interpolado automático», un proceso para generar marcos intermedios de movimiento entre imágenes, un trabajo caro y que requiere mucho esfuerzo. Otro reto técnico que nos preocupó fue lo que llamamos motion blur. En la animación en general y en la animación por ordenador en particular las imágenes creadas están perfectamente enfocadas. Esto puede parecer algo bueno, pero en realidad los seres humanos reaccionan negativamente ante ello. Cuando los objetos en movimiento están perfectamente enfocados, en las salas de cine los espectadores experimentan una sensación desagradable, casi estroboscópica, y que ellos califican de «vacilante». Al ver películas de imágenes reales no percibimos ese problema porque las cámaras de cine tradicionales captan un ligero desenfoque en la dirección en que se mueve el objeto. Ese desenfoque impide que nuestro cerebro perciba los contornos nítidos y hace que se vea como algo natural. Sin motion blur nuestro cerebro piensa que algo va mal. Por lo tanto, para nosotros la cuestión estribaba en cómo simular el desenfoque en la animación. Si el ojo humano no pudiera aceptar la animación por ordenador, ese campo carecería de futuro. Entre el puñado de empresas que estaban tratando de resolver ese problema, la mayoría adoptaba una política de secretismo estrictamente aplicado, incluso al estilo de la CIA. Después de todo, disputábamos una carrera para ser los primeros en realizar un largometraje de animación por ordenador, de manera que muchos de los que estaban inventando esa tecnología se guardaban sus hallazgos para sí mismos. Sin embargo, después de comentarlo con Alvy decidimos hacer lo contrario: compartir nuestro trabajo con el mundo exterior. Yo opinaba que todos estábamos tan lejos de lograr nuestro objetivo que guardarse las ideas únicamente dificultaba nuestra capacidad de alcanzar la meta. En lugar de ello, el NYIT se comprometió con la comunidad gráfica publicando todo lo que descubríamos, formando parte de los comités que valoraban los trabajos escritos por toda clase de investigadores y participando activamente en las conferencias académicas más importantes. El beneficio de tal transparencia no se percibió de inmediato (y, lo cual es de resaltar, cuando decidimos hacerlo ni siquiera contábamos con una recompensa; sencillamente nos parecía que era hacer lo correcto). Pero con el tiempo las relaciones y las conexiones que establecimos demostraron ser más valiosas de lo que podíamos imaginar porque estimularon nuestra innovación técnica y nuestra comprensión de la creatividad en general.
Sin embargo, pese a la gran labor que estábamos haciendo en el instituto se me planteó un dilema. Gracias a Alex teníamos la suerte de contar con dinero para comprar el equipo y contratar a la gente necesaria para innovar en el mundo de la animación por ordenador, pero no teníamos a nadie que supiera algo acerca de la producción de películas. Estábamos desarrollando nuestra capacidad para contar una historia con un ordenador, pero seguíamos sin tener un guionista y eso nos impedía hacer las cosas bien. Alvy y yo éramos tan conscientes de esa limitación que empezamos a hacer discretas aproximaciones a Disney y otros estudios tratando de incitarlos a que invirtieran en nuestras herramientas. Si encontrásemos el pretendiente adecuado, Alvy y yo estábamos dispuestos a dejar el Instituto Tecnológico de Nueva York y trasladar nuestro equipo a Los Ángeles para asociarnos con productores y guionistas solventes. Pero no iba a ocurrir. Uno tras otro pusieron objeciones. Resulta difícil imaginarlo hoy, pero en 1976 la idea de incorporar alta tecnología a la producción de películas en Hollywood no resultaba prioritaria; ni siquiera estaba en su horizonte. Pero había un hombre que cambiaría todo eso con una película llamada La guerra de las galaxias.
El 25 de mayo de 1977 se estrenó La guerra de las galaxias en los cines de toda América. La maestría de los efectos visuales de la película, y una popularidad capaz de batir todos los récords de recaudación, iban a transformar la industria para siempre. Y el director y guionista, George Lucas, de treinta y dos años de edad, no había hecho más que empezar. Su productora, Lucasfilm, y su pujante estudio, Industrial Light & Magic, ya habían tomado la delantera al desarrollar nuevas herramientas para los efectos visuales y el diseño de sonido. De pronto, mientras en la industria del cine nadie mostraba el más mínimo interés en invertir en tales cosas, en 1979 George decidió crear una división informática. Gracias a Luke Skywalker poseía los medios para hacerlo como se debe.
Para dirigir la división buscaba a alguien que no solo conociese los ordenadores; quería a alguien que amara el cine y que creyese que las dos cosas juntas, además de coexistir, podían estimularse mutuamente. Al final eso condujo a George hasta mí. Uno de sus principales colaboradores, Richard Edlund, un pionero de los efectos especiales, vino a verme una tarde a mi despacho del NYIT luciendo una aparatosa hebilla en la que se leía con letras enormes: «Guerra de las Galaxias». Resultaba inquietante porque yo deseaba mantener secreta su visita frente a Alex Schure. Pero por alguna razón Alex no se enteró. El emisario de Lucas quedó al parecer satisfecho con lo que le enseñé, pues unas semanas después de su partida yo iba camino de Lucasfilm, en California, para una entrevista formal. Mi primera reunión allí fue con un hombre llamado Bob Gindy, que se encargaba de los proyectos de construcción personales de George, lo cual no era exactamente la clase de cualificación que cabía esperar del tipo responsable de buscar un nuevo ejecutivo informático. Lo primero que me preguntó fue: «¿En quién más debería pensar Lucasfilm para este trabajo?». Se refería al trabajo por el que yo estaba siendo entrevistado. Recité sin vacilar los nombres de varias personas que estaban haciendo una notable labor en una serie de áreas técnicas. Mi predisposición a hacerlo reflejaba mi cosmovisión, forjada en la universidad, de que cualquier problema difícil debería tener muchas mentes sobresalientes tratando de resolverlo simultáneamente. No entenderlo así parecía tonto. Más adelante supe que la gente de Lucasfilm había entrevistado previamente a todas las personas que yo mencioné y que, a su vez, les había pedido que hicieran una recomendación similar… ¡y que ninguna de ellas había sugerido otros nombres! Obviamente, trabajar para George Lucas era una oportunidad fantástica y tenías que estar loco para no quererla. Pero al quedarse mudos, como hicieron mis rivales, cuando se les pidió que evaluasen la situación demostraron no solo una intensa competitividad, sino también falta de confianza. Muy pronto mantuve una entrevista con el propio George. Mientras iba a verle recuerdo haber sentido un nerviosismo que raras veces había tenido. Incluso antes de La guerra de las galaxias George había demostrado ser un guionista, director y productor de éxito con American Graffiti. Yo era un informático con un sueño caro. De todas formas, cuando llegué al plató de Los Ángeles en el que estaba trabajando, resultó que él y yo éramos muy similares: delgados y con barba, de treinta y pocos años, ambos llevábamos gafas, trabajábamos con una intensidad ciega y tendíamos a hablar únicamente cuando teníamos algo que decir. Pero lo que me llamó de inmediato la atención fue el inagotable sentido práctico de George. No era un aficionado tratando de introducir la tecnología en la producción cinematográfica por el capricho de hacerlo. Su interés en los ordenadores empezaba y terminaba en su potencial para añadir valor al proceso de producción cinematográfica, ya fuera mediante la impresión óptica digital, el audio digital, la edición no lineal digital o los gráficos por ordenador. Yo estaba seguro de que podían añadir ese valor y así se lo dije.
Posteriormente George ha dicho que me contrató por mi sinceridad, mi «claridad de visión» y mi fe inalterable en lo que podían hacer los ordenadores. No mucho después de nuestra entrevista, me ofreció el trabajo.
Cuando me trasladé al edificio de dos pisos de San Anselmo que iba a servir como sede temporal de la nueva división informática de Lucasfilm, me había impuesto a mí mismo una tarea: revisar mi modo de dirigir a las personas. Lo que George deseaba crear era una empresa mucho más ambiciosa que la que yo había supervisado en el NYIT, con una posición más destacada, un mayor presupuesto y, dadas sus aspiraciones en Hollywood, la promesa de un impacto mucho más grande. Yo quería asegurarme de que mi equipo podría sacar el máximo partido de la situación. En el NYIT creé una estructura horizontal muy similar a la que había visto en la Universidad de Utah, concediendo a mis colegas un espacio de maniobra amplio y con muy poco control, y había quedado relativamente satisfecho con los resultados. Pero ahora debía admitir que nuestro equipo funcionaba allí como una colección de universitarios —pensadores independientes con proyectos individuales—, más que como un equipo con un objetivo común. Un laboratorio de investigación no es una universidad y la estructura no se adapta bien. En Lucasfilm decidí contratar directores para liderar los grupos de gráficos, vídeo y sonido, que trabajarían bajo mi supervisión. Sabía que debía imponer algún tipo de jerarquía, pero temía también que esta fuese a causar problemas. De manera que la implanté lentamente, al principio con suspicacia pero sabiendo que en parte era necesaria.
En 1979 el Área de la Bahía de San Francisco no podía ofrecer un entorno más fértil para nuestro trabajo. En Silicon Valley el número de empresas informáticas crecía tan rápidamente que ningún Rolodex (sí, entonces usábamos Rolodex) estaba nunca al día. También crecía exponencialmente el número de tareas que se encargaba resolver a los ordenadores. No mucho después de mi marcha a California Bill Gates, de Microsoft, alcanzó un acuerdo para crear un sistema operativo destinado al nuevo ordenador personal de IBM, que por supuesto iba a cambiar la forma de trabajar de los norteamericanos. Un año más tarde Atari presentó la nueva consola para juegos de hogar, lo cual implicaba que sus populares juegos Arcade, como los Invasores del Espacio y Pac-Man se podrían usar en los cuartos de estar de toda Norteamérica, lo cual abría un mercado que actualmente totaliza ventas globales por valor de 65.000 millones de dólares.
Para hacerse una idea de lo rápidamente que están cambiando las cosas hay que tener en cuenta que en 1970, cuando yo era un estudiante universitario, utilizábamos enormes ordenadores construidos por IBM y otras siete empresas del ramo (un grupo que era conocido como IBM y los siete enanitos). Imaginen una sala repleta fila tras fila de máquinas que medían un metro ochenta de altura, sesenta centímetros de ancho y setenta y cinco de profundidad. Cinco años más tarde, cuando llegué al NYIT, el miniordenador, que tenía más o menos el tamaño de un armario, estaba en alza, con la Digital Equipment, de Massachusetts, a la cabeza. En el momento de entrar en Lucasfilm, en 1979, estaban cobrando fuerza los ordenadores de alto rendimiento como los fabricados por las recién llegadas a Silicon Valley Sun Microsystems y Silicon Graphics, así como IBM, pero en aquel momento todo el mundo sabía que esos ordenadores solo eran un paso más en el camino hacia el PC y, más tarde, los ordenadores de sobremesa. La rapidez de esa evolución creó lo que parecía un sinfín de oportunidades para quienes querían y podían innovar. La fascinación por hacerse rico era un polo de atracción para la gente brillante y ambiciosa, y la subsecuente competencia era intensa, así como los riesgos. Los viejos modelos de negocio estaban experimentando un perturbador cambio continuo.
Lucasfilm tenía su sede en el condado de Marin, a una hora de coche hacia el norte de Silicon Valley y a una hora de Hollywood en avión. No era accidental. El propio George era ante todo y por encima de todo un cineasta, y Silicon Valley no estaba hecho para él. Pero tampoco deseaba estar demasiado cerca de Los Ángeles porque creía que allí había algo un tanto indecoroso y endogámico. Por ello creó su propia isla, una comunidad que se dedicaba a las películas y los ordenadores pero no mantenía un compromiso con ninguna de las culturas que entonces definían a ambos negocios. El entorno resultante se sentía tan protegido como en una institución académica, una idea que siempre conservaría y me ayudaría a moldear lo que más tarde traté de crear en Pixar. Experimentar estaba altamente valorado, pero lo que se palpaba era la presión de una empresa con ánimo de lucro. En otras palabras, sentíamos que si estábamos resolviendo problemas era por alguna razón.
Puse a Alvy al frente de nuestro grupo de gráficos, que inicialmente estaba dedicado a crear un nuevo enfoque del fondo croma, el proceso mediante el cual una imagen (pongamos que un hombre sobre una tabla de surf) puede ser insertada en una imagen separada (por ejemplo, una ola de treinta y tres metros de altura). Antes de la era digital este efecto se lograba en las películas mediante sofisticados instrumentos ópticos, y los genios de los efectos visuales de la época no tenían ningún interés en dejar de lado ese laborioso método. Nuestra tarea consistió en convencerles de lo contrario. El equipo de Alvy se dispuso a diseñar un ordenador autónomo altamente especializado que poseyese una resolución y una capacidad de procesar suficientes para escanear una película, combinar imágenes de efectos especiales con filmaciones de imágenes reales y después grabar en celuloide el resultado final. Nos costó aproximadamente cuatro años, pero nuestros ingenieros crearon un artilugio al que llamamos Pixar Image Computer.
¿Por qué «Pixar»? El nombre surgió de una pugna entre Alvy y Loren Carpenter, otro de nuestros colegas. Alvyn, que pasó gran parte de su niñez en Texas y Nuevo México, sentía un gran cariño por la lengua española y le intrigaba que algunos nombres sonasen en inglés como verbos en castellano (palabras como «laser», por ejemplo). Y Alvy hizo campaña en favor de Pixer, que a él le parecía un (falso) verbo español que significaría «hacer películas». Loren contraatacó con Radar, que le sugería algo más tecnológico. Al final los combinamos: Pixer + Radar = ¡Pixar! Y así se quedó.
En Lucasfilm los expertos en efectos especiales eran relativamente indiferentes a nuestra tecnología de gráficos por ordenador. Sus colegas montadores, sin embargo, eran decididamente diferentes. Quedó demostrado cuando, a petición de George, desarrollamos un sistema de edición de vídeo que permitía a los montadores realizar su trabajo por ordenador. George buscaba un programa que permitiese almacenar y archivar planos fácilmente y realizar montajes mucho más rápido de lo que se hacía en las películas. Ralph Guggenheim, un programador informático (y también con un doctorado en cinematografía por la Carnegie Mellon) que me traje del NYIT, se puso al frente de este proyecto, tan adelantado a su época que ni siquiera existía el hardware necesario. (Para tener algo que se le pareciera Ralph tuvo que improvisar una elaborada réplica utilizando discos de láser.) Pero aunque este problema resultó ser muy exigente, quedó empequeñecido por una reacción frente al progreso mucho más grande y eterna: la resistencia humana al cambio.
Mientras que George deseaba ver instalado su nuevo sistema de edición de vídeo, los montadores de Lucasfilm no tenían ningún interés en ello. Eran perfectamente felices con un sistema que ya dominaban y que consistía en cortar fragmentos de celuloide con cuchillas de afeitar y volverlos a unir con pegamento. No podía interesarles introducir cambios que a corto plazo les retrasarían. Se sentían cómodos con los métodos familiares, y cambiar significaba incomodidad. De manera que cuando llegó el momento de hacer una prueba con nuestro trabajo los montadores se negaron a participar. Nuestra certeza de que la edición en vídeo iba a revolucionar el proceso no tenía importancia y tampoco sirvió el apoyo de George. Puesto que las personas a las que nuestro sistema debía servir se resistían, el proceso se detuvo en seco.
¿Qué se podía hacer?
Si hubiera dependido de los montadores, nunca se habría inventado una nueva herramienta y no sería posible ningún tipo de mejora. No veían ventajas en el cambio y no podían imaginar cómo iba el ordenador a facilitar o mejorar su trabajo. Pero si diseñábamos el nuevo sistema en el vacío, yendo adelante sin la información de los montadores, terminaríamos con una herramienta que no satisfaría sus necesidades. Tener confianza en el valor de nuestra innovación no bastaba. Necesitábamos que lo aceptara la comunidad a la que intentábamos servir. Sin ella nos veríamos obligados a abandonar nuestros planes.
Es evidente que a los directivos no les basta tener buenas ideas, deben ser capaces de generar un sentimiento de aceptación de esas ideas entre las personas que se encargarán de utilizarlas. Me aprendí de memoria esa lección.
A lo largo de los años en Lucasfilm pasé sin duda períodos en los que me sentí sobrepasado como director, períodos durante los cuales me cuestioné mis capacidades y me pregunté si no debería adoptar un estilo de dirección más enérgico, tipo macho alfa.
Puse en práctica mi estilo de dirección delegando en otros directivos, pero yo también formaba parte de una línea de mando dentro del amplio imperio de Lucasfilm. Recuerdo haber regresado de noche a casa exhausto, sintiendo que hacía malabarismos a lomos de una manada de caballos de los que solo unos pocos eran de pura raza, otros eran totalmente salvajes y otros más eran ponies que trataban de seguir el paso. Encontraba difícil mantenerme encima, y no digamos nada de conducirlos.
Dicho de forma sencilla, dirigir fue duro. Nadie me llevó a un rincón para darme consejos. Los libros que leí y que prometían ayudar a comprender mejor la cuestión carecían de contenido. De manera que me volví hacia George para ver cómo lo hacía. Vi que su forma de actuar reflejaba una parte de la filosofía que había asignado a Yoda. Al igual que este decía cosas como «Hazlo o no, pero no hagas pruebas», a George le gustaban las analogías populares que trataban de reflejar nítidamente el desbarajuste de la vida. Podía comparar el proceso muchas veces arduo de urbanizar su rancho Skywalker Ranch, de 20 kilómetros cuadrados (una ciudad en miniatura con residencias e instalaciones de producción) con un barco navegando por un río, que había sido cortado por la mitad, y su capitán, arrojado por la borda. «Seguimos yendo hacia allí —solía decir—. Aférrate a los remos y sigue remando.» Otra de sus comparaciones favoritas era que crear una empresa era como viajar en un vagón de ferrocarril camino del Oeste. Durante el largo viaje hacia la tierra de la abundancia los pioneros podían estar llenos de resolución y unidos por el objetivo de llegar a su destino. Una vez alcanzado este, decía, la gente se dispersaba, y así era como debía ser. Pero el proceso de dirigirse hacia algo, de no haber llegado aún, era lo que él tenía idealizado.
Ya se tratara de evocar vagones o barcos, George pensaba a largo plazo; creía en el futuro y en su capacidad para moldearlo. Se ha contado una y otra vez la historia de cómo, en tanto que joven director, tras el éxito de American Graffiti se le aconsejó que pidiese un aumento de sueldo para su próxima película, La guerra de las galaxias. Era una jugada previsible en Hollywood: subirse el caché. Pero no para George. Renunció a la subida y en su lugar pidió conservar la propiedad de los derechos de concesión de licencias y merchandising para La guerra de las galaxias. El estudio encargado de distribuir la película, 20th Century Fox, accedió de inmediato a su petición pensando que no estaba haciendo una gran concesión. George les demostró que se equivocaban y puso las bases de algunos cambios fundamentales en la industria que amaba. Apostó por sí mismo y ganó.
Después de La guerra de las galaxias Lucasfilm fue un polo de atracción para los grandes nombres. Algunos directores famosos, desde Steven Spielberg hasta Martin Scorsese, solían dejarse caer para ver en qué estábamos trabajando y qué efectos nuevos o innovaciones podrían usar en sus películas. Pero más que las ocasionales apariciones de gente importante la visita que más me impactó fue la del grupo de animadores de Disney que vino a darse una vuelta justo después del día de San Valentín de 1983. Mientras les paseaba por allí advertí que uno de ellos, un chico de vaqueros caídos llamado John, parecía particularmente entusiasmado por lo que hacíamos. En realidad, lo primero que noté fue su curiosidad. Cuando les enseñé a todos una imagen animada por ordenador de la que estábamos tan orgullosos que le habíamos puesto nombre —«El camino hacia Point Reyes»—, él se quedó inmóvil, transfigurado. Le conté que habíamos desarrollado la imagen de una carretera con suaves curvas y vistas al océano Pacífico utilizando un programa de software que habíamos creado llamado Reyes (las siglas en inglés de Representa Cualquier Cosa que Hayas Visto), y que el juego de palabras era intencionado: Point Reyes, en California, es un pueblo marinero de la carretera 1, no lejos de Lucasfilm. En aquel momento Reyes representaba la punta de lanza de los gráficos por ordenador. Y dejó atónito al joven John.
No tardé en comprender por qué. Me contó que tenía idea de hacer una película llamada La tostadora valiente con una tostadora, una manta, una lámpara, una radio y un aspirador que viajaban hasta la ciudad para encontrar a su amo tras ser abandonados por este en su cabaña en el bosque. Me dijo que esa película, que estaba a punto de presentar a sus jefes de Disney Animation, iba a ser la primera en situar personajes dibujados a mano contra fondos generados por ordenador muy en la línea de lo que yo le había mostrado. Quería saber si podíamos trabajar juntos para realizarla.
El animador era John Lasseter. Sin yo saberlo, no mucho después de nuestro encuentro en Lucasfilm, perdió su trabajo en Disney. Al parecer, su supervisor consideraba que La tostadora valiente —y también él mismo— era un poco demasiado vanguardista. Escucharon su presentación e inmediatamente después de terminada la misma lo despidieron. Pocos meses más tarde volví a encontrarme con John, contra todo pronóstico, en el Queen Mary. El histórico hotel de Long Beach, situado en un trasatlántico atracado, era la sede del Simposio Anual del Pratt Institute sobre Gráficos por Ordenador. Desconocedor de su nueva situación de parado, le pregunté si había alguna posibilidad de que viniera a Lucasfilm para ayudarnos con nuestro primer corto. Dijo que sí sin vacilar. Recuerdo haber pensado que era como si el programa de intercambio del profesor Sutherland estuviese al fin cobrando impulso. Tener a un animador de Disney en nuestro equipo, aunque fuese temporalmente, iba a ser un gran salto adelante para nosotros. Por vez primera se nos iba a unir un guionista de verdad.
John era un soñador nato. De niño vivía fundamentalmente en su cabeza y en las casas construidas en árboles y los túneles y las naves espaciales que dibujaba en su cuaderno. Su padre era el director de recambios del concesionario de Chevrolet de Whittier, California —cosa que infundió en John una obsesión por los coches que le duró toda la vida—, y su madre era profesora de arte. Como me pasó a mí, John recordaba haber encontrado su lugar en el mundo al descubrir que había gente que se ganaba la vida haciendo animación. Para él, lo mismo que para mí, ese descubrimiento estuvo relacionado con Disney; le llegó cuando en la biblioteca de su instituto cayó en sus manos un ejemplar del conocidísimo Arte de la animación, la historia de los Estudios Disney, de Bob Thomas. Cuando conocí a John estaba tan conectado a Walt Disney como pudiera estarlo cualquier veinteañero. Era licenciado por la CalArts, la legendaria escuela fundada por Walt y en la que había estudiado con algunos de los más grandes artistas de la Edad de Oro de Disney; había trabajado de guía fluvial en el Crucero por la Jungla, en Disneylandia; y en 1979 ganó un premio de la Academia para estudiantes por su corto La dama y la lámpara, un homenaje a La dama y el vagabundo, de Disney, cuyo protagonista, una lámpara de mesa blanca, más tarde acabaría siendo nuestro logotipo en Pixar.
Sin embargo, lo que John no sabía cuando entró en Disney Animation era que el estudio estaba atravesando un período difícil e improductivo. La animación se había estancado mucho antes —no se producían avances técnicos significativos desde Los 101 dálmatas, de 1961—, y muchos de sus animadores más jóvenes y de más talento habían abandonado el estudio como reacción contra una cultura cada vez más jerárquica que no valoraba sus ideas. Cuando llegó John en 1979, Frank Thomas, Ollie Johnston y los restantes Nueve Ancianos iban cumpliendo años —el más joven tenía sesenta y cinco— y no atendían el día a día de la producción de películas, dejando el estudio en manos de unos artistas menores que habían estado esperando entre bastidores durante décadas. Sabían que les había llegado la vez, pero se sentían tan inseguros de su situación en la empresa que se aferraron a su nuevo estatus asfixiando a los jóvenes talentos en lugar de estimularlos. No solo no estaban interesados en las ideas de sus novatos animadores sino que ejercían una especie de poder punitivo. Parecían decididos a que quienes estaban por debajo no subieran de categoría más rápidamente de lo que lo habían hecho ellos. John se sintió desgraciado de inmediato en ese entorno de no cooperación, pese a lo cual fue un trauma que lo despidieran. No es de extrañar que estuviese tan dispuesto a unirse a nosotros en Lucasfilm.
El proyecto en el que involucramos a John se iba a llamar originariamente Mi desayuno con André, una especie de homenaje a una película de 1981 que nos gustaba a todos, titulada Mi cena con André. La idea era sencilla: se suponía que un androide llamado André se despertaba, bostezaba y se desperezaba cuando salía el sol mostrando un exuberante mundo realizado mediante ordenador. Alvy había realizado los primeros storyboards y se estaba encargando del proyecto, que para nosotros era una manera de poner a prueba una parte de la nueva tecnología de animación que habíamos desarrollado, y estuvo encantado de que John se uniese al proyecto. John era una presencia efusiva y tenía un don para extraer lo mejor de los demás. Su energía podía dar vida a la película.
«¿Le importa si digo un par de cosas?», le preguntó John a Alvy cuando le fueron mostrados los primeros storyboards.
«Naturalmente que no —respondió Alvy—. Para eso estás aquí.»
Según cuenta Alvy, John se puso entonces «a arreglar las cosas. Yo había pensado tontamente que podía ejercer de animador pero, la verdad, carecía de ese don. Podía hacer que las cosas se movieran con gracia, pero no que pensaran, se emocionaran o tuvieran conciencia. Eso era cosa de John». Este hizo unas sugerencias acerca del aspecto del protagonista, una figura de apariencia humana con una esfera por cabeza y otra por nariz. Pero su aportación más brillante fue añadir un segundo personaje, un abejorro llamado Wally, para que André interactuase con él. (Y que, por cierto, se llamaba así por Wallace Shawn, que había sido el protagonista de la película en la que estaba inspirada la nuestra.) La película fue rebautizada como Las aventuras de André y Wally B., y empezaba con André durmiendo boca arriba en el bosque; al despertarse encontraba a Wally B. revoloteando sobre su cara. Huía atemorizado mientras Wally B. le seguía de cerca. Ese es todo el argumento, si es que se le puede llamar así, pero la verdad es que no estábamos tan centrados en la historia como en mostrar lo que era posible hacer con un ordenador. La genialidad de John fue crear una tensión emocional incluso en el más breve de los formatos.
La película debía durar dos minutos, pero todavía estábamos luchando contra el tiempo para terminarla. No era únicamente que el proceso de animación exigiese un trabajo intensivo, aunque seguramente lo hacía: es que al mismo tiempo estábamos inventando el proceso de animación. Para mayor estrés, nos habíamos concedido muy poco tiempo para terminar. La fecha límite que nos impusimos fue julio de 1984, justo ocho meses después de la llegada de John, debido a que era entonces cuando tendría lugar en Minneapolis la conferencia anual de la SIGGRAPH. La cumbre sobre gráficos por ordenador duraba una semana y era el momento ideal para saber qué estaba haciendo cada cual en ese campo, la única ocasión en que cada año universitarios, educadores, artistas, vendedores de hardware, estudiantes graduados y programadores se reunían bajo un mismo techo. De acuerdo con la tradición, el jueves de la semana de la conferencia se reservaba para «la noche del cine», y se exhibía el trabajo visual más interesante producido en ese campo durante el año. Hasta entonces, habían sido cortes de 15 segundos de nuevos logos corporativos volando por los aires (imaginen globos flotando y banderas americanas ondeantes) y visualizaciones científicas (cualquier cosa, desde un vuelo virtual a Saturno del Voyager 2 de la NASA hasta unas cápsulas Contact anticatarrales de efecto retardado). Wally B. iba a ser el primer personaje de animación realizado con ordenador exhibido en la SIGGRAPH.
Sin embargo, según se aproximaba la fecha límite comprendimos que no lo íbamos a lograr. Habíamos trabajado mucho para crear imágenes que fuesen mejores y más claras y, para acabarlo de arreglar, habíamos situado la escena en un bosque (cuyo follaje ponía a prueba los límites de nuestros cortes de animación de aquella época). Pero no habíamos calculado la potencia que necesitaba el ordenador para realizar esas imágenes y cuánto tiempo nos iba a llevar ese proceso. Íbamos a poder terminar a tiempo una primera versión, pero algunas partes de la película estarían inacabadas y con las imágenes en wireframe —bosquejos de los personajes delineados y realizados con polígonos rígidos— en lugar de mostrar imágenes totalmente coloreadas. La noche del estreno contemplamos mortificados cómo aparecían esos fragmentos en la pantalla, pero ocurrió algo sorprendente. Pese a nuestros temores, la mayor parte de la gente con la que hablé después de la exhibición dijo que ni siquiera habían notado que la película había cambiado del color al blanco y negro en wireframe. Estaban tan absortos en la emoción de la historia que no se habían percatado de sus fallos. Ese fue mi primer encuentro con un fenómeno que iba a comprobar una y otra vez a lo largo de mi carrera: por más cuidado que pongas en lo artístico, la elegancia visual carece de importancia si estás contando la historia como debe ser.
En 1983 George y su esposa, Marcia, rompieron y el acuerdo de divorcio iba a afectar decisivamente la disponibilidad económica de Lucasfilm. George no había perdido ni un gramo de ambición, pero las nuevas realidades financieras implicaban que debía racionalizar sus negocios. Al mismo tiempo yo estaba empezando a comprender que mientras en la división de ordenadores lo que deseábamos por encima de todo era realizar un largometraje animado, George no compartía nuestro sueño. Siempre se había interesado más en lo que los ordenadores podían hacer para mejorar sus películas con actores. Durante un tiempo, y aunque dispares, nuestros objetivos se habían superpuesto y empujado mutuamente hacia delante. Pero ahora, bajo la presión de consolidar sus inversiones, George decidió vendernos. El principal activo de la división de ordenadores era el negocio que habíamos creado en torno a Pixar Image Computer. Aunque originariamente la habíamos diseñado para tratar fotogramas de películas, había demostrado poseer múltiples aplicaciones, que iban desde la imaginería médica y el diseño de prototipos hasta el procesamiento de imágenes para las numerosas agencias oficiales desperdigadas por Washington D. C.
El año siguiente iba a ser uno de los más estresantes de toda mi vida. El equipo de gestión nombrado por George para reestructurar Lucasfilm parecía interesarse únicamente por los flujos efectivos de caja, y según fue pasando el tiempo se mostró abiertamente escéptico, acerca de que nuestra división fuera a atraer a un comprador. Ese equipo estaba liderado por dos hombres con el mismo primer apellido y Alvy les puso el mote de los Zotes porque no entendían una sola palabra acerca del negocio en el que estábamos. Esa pareja te maltrataba con sus términos de asesoría (les gustaba exhibir su «intuición corporativa» y continuamente nos animaban a establecer «alianzas estratégicas»), pero no eran en absoluto lo bastante avispados para hacernos parecer atractivos a los compradores ni para saber qué compradores buscar. En un momento determinado nos convocaron en su despacho, nos hicieron tomar asiento y nos dijeron que para recortar gastos debíamos despedir a los empleados hasta que se vendiese nuestra división, en cuyo momento podríamos hablar de contratarlos de nuevo. Aparte de conocer el peaje emocional que se iba a cobrar esa medida, lo que nos molestó de la propuesta fue que nuestro verdadero punto fuerte —el aspecto que hasta entonces había atraído a pretendientes potenciales— era el talento que habíamos reunido. Sin él, no teníamos nada. De manera que cuando nuestros dos señores supremos y de mentes idénticas nos pidieron una lista de los nombres de la gente que había que despedir, Alvy y yo les dimos dos: el suyo y el mío. Eso detuvo temporalmente el plan, pero cuando se acercaba 1985 se me hizo meridianamente claro que si no nos vendían, y rápido, íbamos a ser cerrados en cualquier momento.
Lucasfilm pretendía cerrar el trato con 15 millones de dólares en mano, pero había un obstáculo: nuestra división de ordenadores implicaba un plan de negocio que requería una inyección adicional de 15 millones para pasar del prototipo al producto y ofrecernos la seguridad de que éramos capaces de mantenernos por nuestros medios. Esa estructura no les convenía a los capitalistas de riesgo que ellos confiaban en que nos comprarían, pues cuando estos adquirían empresas no solían alcanzar unos compromisos en dinero líquido tan importantes. Fuimos ofrecidos a veinte posibles compradores pero ninguno hizo una oferta. Cuando se agotó la lista apareció una ristra de fabricantes para inspeccionarnos. Pero tampoco hubo suerte.
Finalmente nuestro grupo llegó a un acuerdo con General Motors y Philips, el conglomerado holandés de electrónica e ingeniería. Philips estaba interesada porque con nuestro Pixar Image Computer habíamos desarrollado la tecnología fundamental para visualizar volúmenes de datos, similares a los que se obtienen con las tomografías computarizadas o las resonancias magnéticas. A General Motors le intrigaba que estuviésemos liderando la modelación de objetos y pensaban que podía ser utilizada en el diseño de coches. Faltaba una semana para que firmásemos el acuerdo cuando este se rompió.
Recuerdo que a esas alturas sentía una mezcla de desesperación y alivio. Sabíamos desde el principio que relacionarnos con General Motors y Philips probablemente pondría fin a nuestro sueño de realizar el primer largometraje animado, pero ese riesgo existía con independencia de con quién nos uniésemos: cada inversor tendría sus propios planes y ese era el precio de nuestra supervivencia. Hoy sigo agradeciendo que el negocio fracasase. Porque eso le allanó el camino a Steve Jobs.
Me entrevisté por vez primera con Steve en febrero de 1985, cuando era director de Apple Computer, Inc. La entrevista la acordó Alan Kay, el jefe científico de Apple, que sabía que Alvy y yo estábamos buscando inversores para quitarle de encima a George nuestra división de gráficos. Alan había trabajado conmigo en la Universidad de Utah y con Alvy en Xerox PARC, y le dijo a Steve que debía venir a visitarnos si quería ver lo último en gráficos por ordenador. Nos reunimos en una sala de conferencias con una pizarra blanca y una gran mesa rodeada de sillas, aunque Steve no pasó mucho rato sentado. En cuestión de minutos ya estaba ante la pizarra dibujándonos una gráfica con las ganancias de Apple. Recuerdo su asertividad. No hizo digresiones. Pero sí preguntas. Montones de preguntas. ¿Qué pretendíamos?, quiso saber Steve. ¿Hacia dónde íbamos? ¿Cuáles eran nuestros objetivos a largo plazo? Para explicarnos en lo que creía él utilizó la expresión «productos disparatadamente grandes». Evidentemente era de esas personas que no se amedrentaban con las presentaciones y le gustaba llevar la voz cantante, y no tardó mucho en hacernos una oferta.
Para ser sincero, Steve me hacía sentir incómodo. Poseía una personalidad enérgica, mientras que yo no, y me sentía amenazado por él. A pesar de mi discurso acerca de la importancia de rodearse de personas más inteligentes que uno, su intensidad era de un nivel tan diferente que no sabía cómo interpretarla. Me trajo a la mente el anuncio que en aquellos días estaba lanzando la empresa de casetes Maxell con una imagen que llegaría a ser emblemática: un tipo sentado en un sillón Le Corbusier de cuero y acero con su larga melena literalmente propulsada hacia atrás por el sonido estereofónico del altavoz situado frente a él. Era lo más parecido a estar con Steve. Él era el altavoz. Los demás, el tipo. Después de aquella reunión inicial pasaron casi dos meses sin que supiéramos nada más. Silencio absoluto. Estábamos perplejos debido a lo resuelto que se había mostrado Steve en la primera reunión. Supimos finalmente la razón cuando leímos en los periódicos la ruptura de Steve con John Sculley, el director general de Apple. Sculley había persuadido a la junta directiva para que desposeyera a Steve de sus funciones como jefe de la división Macintosh cuando surgieron los rumores de que estaba tratando de dar un golpe de Estado corporativo.
Cuando se tranquilizaron las cosas, Steve volvió a llamarnos. Buscaba un nuevo reto y pensaba que nosotros podíamos serlo.
Se presentó una tarde en Lucasfilm para que le mostrásemos nuestro laboratorio de hardware. De nuevo fustigó, aguijoneó y pinchó. ¿Qué puede hacer Pixar Image Computer que otras máquinas del mercado no puedan hacer? ¿Según ustedes, quién la puede usar? ¿Cuál es su plan a largo plazo? Aparentemente su objetivo no era tanto la absorción de nuestra compleja tecnología como afinar su propia polémica y templarla utilizándonos como sparrings. El carácter dominador de Steve podía dejarte sin aliento. En un momento determinado se volvió hacia mí y me explicó tranquilamente que deseaba mi puesto. Una vez que ocupase mi lugar en el timón, dijo, yo podría aprender tanto de él que en solo dos años estaría en condiciones de poder dirigir la empresa por mí mismo. Naturalmente yo estaba dirigiendo ya la empresa y me quedé asombrado de su caradura. No solo se proponía desplazarme de la gestión del día a día de la empresa, sino que esperaba de mí que lo encontrase una gran idea.
Steve poseía un gran empuje, incluso inagotable, pero una conversación te llevaba a extremos con los que no contabas. Te obligaba a defenderte y además a comprometerte. Y llegué a creer que eso por sí solo tenía valor.
Al día siguiente algunos de nosotros fuimos a casa de Steve, en Woodside, un bonito barrio cercano al Menlo Park. La casa estaba prácticamente vacía salvo por una moto, un gran piano y dos chefs personales que habían trabajado en Chez Panisse. Sentados sobre un césped que dominaba su propiedad, de 25.000 metros cuadrados, nos propuso formalmente comprar el grupo de gráficos a Lucasfilm y nos mostró un organigrama de la nueva empresa. Mientras hablaba comprendimos que su objetivo no era crear un estudio de animación: lo que se proponía era crear la nueva generación de ordenadores personales para competir con Apple.
Lo cual no era una mera desviación de nuestra visión sino el abandono absoluto de la misma, de manera que educadamente la rechazamos. Volvimos a la tarea de encontrar comprador. El tiempo se estaba terminando.
Pasaron los meses. Cuando nos aproximábamos al aniversario de nuestro estreno de Las aventuras de André y Wally B., la ansiedad —esa que se produce cuando la supervivencia está en juego y escasean los salvadores— empezaba a notársenos en la cara. Sin embargo, tuvimos a la fortuna de nuestra parte, o al menos la geografía. La conferencia de la SIGGRAPH de 1985 iba a celebrarse en San Francisco, justo junto a la autopista 101 de Silicon Valley. Disponíamos de un estand en la planta de expositores, en el que presentábamos nuestro Pixar Image Computer. Steve Jobs se dejó caer por allí la primera tarde. De inmediato detecté un cambio. Desde la última vez que le vi había fundado NeXT, una empresa de ordenadores personales. Creo que eso le dio a Steve la capacidad de aproximarse a nosotros con una mentalidad diferente. Le echó un vistazo a nuestro estand y proclamó que nuestra máquina era lo más interesante de la conferencia. «Vamos a dar un paseo», dijo, y salimos a dar una vuelta por el vestíbulo. «¿Cómo van las cosas?»