Creatividad, S.A.
Segunda parte: Proteger lo nuevo » 6. Miedo y fracaso
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6 Miedo y fracaso
La producción de Toy Story 3 podría constituir una clase magistral sobre cómo hacer una película. Al comienzo del proceso, en 2007, el equipo que hizo Toy Story, la película original, se reunió durante dos días en una cabaña rústica, a cien kilómetros al norte de San Francisco, que a menudo nos hace las veces de centro de retiro oficioso. El edificio, llamado Poet's Loft, está construido en madera de sequoya y cristal y encaramado sobre pilares dominando Tomales Bay; es el lugar perfecto para pensar. El objetivo del equipo, aquel día, era esbozar una película que todos ellos estuvieran dispuestos a pagar por ver.
Sentados en sofás con una pizarra en el centro de la habitación, los participantes empezaron por plantear algunas preguntas básicas: ¿por qué hacer una tercera película? ¿Qué quedaba por decir? ¿Qué nos suscita curiosidad todavía? El equipo de Toy Story se conocía y se tenía confianza; durante años sus miembros habían cometido juntos errores estúpidos y habían resuelto juntos problemas aparentemente irresolubles. La clave era centrarse menos en el objetivo final y más en lo que todavía le intrigaba a cada uno de unos personajes que, para entonces, todos consideraban personas a las que realmente conocían. De vez en cuando alguien se levantaba y exponía lo que tenía hasta la fecha, tratando de resumir la tercera parte de una historia como si fuera la publicidad de la carátula del DVD. Se hacían comentarios y regresaban, literalmente, a la mesa de dibujo.
Entonces alguien dio la pista que hacía falta para encontrar el punto de partida. «Hemos tratado mucho durante años y de diferentes maneras el tema de que Andy se hace mayor y se desprende de sus juguetes. De modo que, ¿por qué no pasamos directamente a esa idea? ¿Cómo se sentirían los juguetes si Andy se marchara a la universidad?» Aunque nadie sabía cómo responder exactamente a esa pregunta, todo el mundo se dio cuenta de que habíamos dado con la idea —el arranque— que daría vida a Toy Story 3.
A partir de aquel momento, la película pareció cobrar sentido. Andrew Stanton escribió un tratamiento, Michael Arndt escribió un guion, Lee Unkrich y Darla Anderson, director y productora, pusieron en marcha la producción y cumplimos nuestros plazos. Incluso el equipo del Braintrust tuvo pocas cosas sobre las que discutir. Tampoco me gustaría exagerar. El proyecto tuvo sus problemas, pero desde que creamos nuestra empresa, estábamos soñando con una producción tan tranquila como esta. En un momento dado, Steve Jobs me llamó para ver cómo íbamos.
«Es realmente extraño —le dije—. No hemos tenido ni un solo problema importante con esta película.»
Mucha gente habría estado contenta con estas noticias. Pero no Steve. «Cuidado —respondió—. Puede resultar peligroso.»
«No creo que haya motivos de alarma —continué—. Es la primera vez, en once películas, que no tenemos un problema grave. Y, además, hay unos cuantos follones a la vista.»
Era la pura verdad. En los dos años siguientes, tuvimos que vérnoslas con una serie de costosas meteduras de pata. Dos de ellas —Cars 2 y Monstruos University— se resolvieron sustituyendo a los directores originales de la película. Otro film, en el que habíamos trabajado durante tres años, demostró ser tan confuso que lo desechamos por completo.
Voy a hablar más sobre nuestros fallos, pero me alegra decir que al detectarlos a medio camino, antes de que estuvieran terminados los proyectos y presentados al público, los pudimos utilizar como experiencias de aprendizaje. Sí, nos costaron dinero, pero las pérdidas no fueron tan cuantiosas como lo hubieran sido de no haber intervenido a tiempo. Y sí, fueron dolorosos, pero logramos salir más fuertes y experimentados gracias a ellos. He llegado a considerar nuestros errores una parte necesaria de nuestro trabajo, algo así como invertir en I + D, y pido a toda la gente de Pixar que los considere del mismo modo.
Para la mayoría de nosotros los fallos vienen con un equipaje, con mucho equipaje, y creo que eso se remonta a nuestra época escolar. Desde una edad muy temprana, se nos ha inculcado el siguiente mensaje: el fallo es malo; el fallo significa que no has estudiado ni te has preparado; el fallo significa que has sido vago o, peor aún, que no eres lo suficientemente inteligente. Por lo tanto, el fallo es algo de lo que hay que avergonzarse. Esta percepción se transmite a la edad adulta, incluso en personas que han aprendido a repetir como un loro los conocidos argumentos sobre la parte positiva del fallo. ¿Cuántos artículos ha leído usted sobre este tema? Y, sin embargo, aunque asientan con la cabeza, muchos lectores de esos artículos siguen teniendo la misma reacción emocional que cuando eran niños. No pueden evitarlo: esa temprana experiencia de vergüenza está demasiado arraigada para borrarla. Continuamente veo en mi trabajo a personas que se resisten y rechazan el fallo y tratan con todas sus fuerzas de evitarlo, porque, independientemente de lo que digamos, los errores te hacen sentir incómodo. Existe una reacción visceral frente al fallo porque hace daño.
Tenemos que cambiar nuestra forma de pensar en el fallo. No soy el primero en decir que los fallos, cuando se abordan de la manera adecuada, pueden ser una oportunidad para mejorar. Pero la mayoría de la gente interpreta esta afirmación pensando que los errores son malos. Los errores no son necesariamente malos. No son malos en absoluto. Son la consecuencia inevitable de hacer algo nuevo (y en cuanto tal, deberían ser vistos como algo valioso; sin ellos, no existiría la originalidad). Sin embargo, a pesar de decir que aceptar el fallo es una parte importante del aprendizaje, también sé que reconocer esta verdad no es suficiente. La razón se debe a que el fallo es doloroso, y nuestros sentimientos acerca de ese dolor nos impiden comprender su valor. Para desentrañar lo bueno y lo malo de los fallos, tenemos que reconocer tanto la realidad del dolor como el beneficio del crecimiento resultante.
Si preguntamos a la gente, vemos que la mayoría de las personas no quiere cometer errores. Pero Andrew Stanton no es igual que la mayoría. Como ya he mencionado, es conocido en Pixar por repetir las frases «comete un error pronto y rápido» y «equivócate lo antes posible». Él cree que un error es como aprender a montar en bicicleta; no es concebible que aprendas a hacerlo sin cometer fallos y sin caerte varias veces. «Consigue una bicicleta que sea lo más baja posible, ponte coderas y rodilleras para que no te dé miedo caerte y empieza», dice. Si se aplica esta forma de pensar a todo lo nuevo que intentes hacer, se puede empezar a derribar la connotación negativa asociada a cometer errores. «Tú no dirías a alguien que está aprendiendo a tocar la guitarra que piense cuidadosamente dónde va a poner los dedos antes de rasguear, porque lo único que conseguirás es que haga un rasgueo y punto. Y si no lo hace bien, mejor que lo deje. Esa no es forma de aprender, ¿verdad?», dice Andrew.
Esto no significa que Andrew disfrute cuando presenta su trabajo para que sea juzgado por otros y le encuentran errores. Pero admite la posibilidad del fallo aceptándolo de antemano, buscando mecanismos que conviertan el disgusto en progreso. Equivocarse lo antes posible es optar por una forma de aprender rápida y agresiva. Andrew lo hace sin titubear.
Aunque muchas personas de nuestra empresa han escuchado a Andrew decir esto repetidas veces, todavía no lo captan. Piensan que significa aceptar los fallos con dignidad y pasar a otra cosa. La mejor y más sutil interpretación es que el fallo es una manifestación del aprendizaje y la investigación. Si no experimentas el fracaso, estás cometiendo un error todavía peor: estás funcionando bajo el deseo de evitarlo. Y especialmente para los líderes, esta estrategia —tratar de evitar el fracaso haciendo como que no existe— conduce directamente a él. Como dice Andrew, «Hacer que las cosas avancen permite al equipo que diriges sentir que va en un barco que navega hacia tierra. Es lo opuesto de tener un líder que dice: “Todavía no estoy seguro. Voy a mirar el mapa un poco más y nos vamos a quedar flotando aquí; ustedes dejen de remar hasta que yo haya descubierto qué pasa”. Y así se van sucediendo las semanas, la moral empieza a decaer y el fallo se cumple. La gente comienza a dudar y a temer al capitán. Aunque sus dudas no estén plenamente justificadas, te conviertes en lo que ven debido a tu incapacidad para actuar».
Rechazar el fallo y evitar los errores pueden parecer metas muy encomiables, pero es una total equivocación. Tomemos por ejemplo el caso de los Golden Fleece Awards, que se crearon en 1975 para llamar la atención sobre los proyectos de financiación pública que constituían enormes derroches de dinero. (Entre los ganadores había cosas como un estudio sobre el amor de 84.000 dólares encargado por la National Science Foundation y un estudio del Departamento de Defensa de 3.000 dólares que analizó si los militares debían llevar paraguas.) Aunque ese atento examen pudo parecer una buena idea en aquel momento, tuvo un efecto escalofriante sobre la investigación. Nadie quería «ganar» un premio Golden Fleece porque, con la aparente intención de evitar el derroche, sus organizadores habían logrado que resultara peligroso y embarazoso cometer errores.
Lo cierto es que si financias miles de proyectos de investigación cada año, algunos tendrán consecuencias evidentes, mensurables y positivas, mientras que otros no servirán para nada. No somos muy buenos prediciendo el futuro —es un hecho—, y sin embargo los Golden Fleece Awards implicaban tácitamente que los investigadores deberían saber antes de hacer su estudio si los resultados del mismo tendrían o no valor. El fracaso se estaba utilizando como un arma, en lugar de como agente de aprendizaje. Y eso tuvo repercusiones: el hecho de que fracasar te podía hacer merecedor del escarnio público distorsionó la manera que tenían los investigadores de elegir proyectos. La política del fracaso impedía por lo tanto nuestro avance.
Existe una forma rápida de determinar si su empresa ha adoptado una definición negativa del fallo. Pregúntese qué pasa cuando se descubre un error. ¿La gente se calla y se repliega en sí misma o se reúne para desentrañar las causas de los problemas que han impedido avanzar? ¿Se pregunta de quién es la culpa? En ese caso, su cultura es de las que castiga el fallo. Fallar ya es lo suficientemente complicado como para encima ponerse a buscar un chivo expiatorio.
En las culturas basadas en el miedo y con aversión al fallo, la gente evitará consciente o inconscientemente el riesgo. Buscará en cambio repetir algo seguro que haya funcionado bien en el pasado. Su trabajo será poco original y nada innovador. Pero si usted puede lograr la comprensión positiva del fallo, sucederá lo contrario.
Entonces ¿cómo convertir el fallo en algo a lo que la gente se enfrente sin miedo?
Parte de la respuesta es sencilla: si nosotros, los líderes, podemos hablar de nuestros errores y de nuestra responsabilidad sobre los mismos, permitimos que otros también lo hagan. Usted no huye de ellos ni hace ver que no existen. Esa es la razón por lo que recalco la importancia de hablar abiertamente de nuestras meteduras de pata en Pixar, porque creo que nos enseñan algo importante: estar abierto a los problemas es el primer paso para aprender de ellos. Mi meta no es suprimir completamente el miedo, porque es algo inevitable en situaciones en las que uno se juega mucho. Pero lo que pretendo es que no nos atenace. Aunque no queremos cometer demasiados errores, debemos considerar su coste como una inversión de futuro.
Si usted crea una cultura sin miedo (o lo más cercano a ello que la naturaleza humana permita), la gente dudará menos a la hora de explorar nuevos ámbitos, identificar caminos desconocidos y lanzarse a recorrerlos. Comenzarán también a ver el lado positivo de su determinación: el tiempo que han ahorrado en elucubrar si están en el rumbo correcto o no les vendrá muy bien cuando lleguen a un callejón sin salida y tengan que empezar de nuevo.
No basta con elegir un camino: hay que recorrerlo. Al hacerlo verá cosas que posiblemente no podía ver cuando empezó; tal vez no le guste lo que ve, y parte de ello quizá sea confuso, pero al menos habrá «explorado el barrio», como nos gusta decir a nosotros. El punto clave aquí es que incluso si usted decide que se ha equivocado de lugar, todavía tiene tiempo de encaminarse hacia el sitio correcto. Y todas las ideas que le llevaron hasta allí no se desaprovecharán. Aunque la mayor parte de lo descubierto no le sirva, seguro que saca ideas que le resultan útiles. Si hay partes del barrio que le gustan pero que no le valen para el proyecto en el que está trabajando ahora, se acordará de ellas más tarde y puede que las aproveche entonces.
Permítame explicarle qué quiero decir con explorar el barrio. Años antes de que se convirtiera en el cuento divertido y conmovedor de un temible y peludo gigante (Sulley) y su insólita amistad con la niña (Boo) a la que tenía que asustar, Monstruos S. A. era una historia totalmente diferente. Como primero la imaginó Pete Docter, trataba de un hombre de treinta años que se enfrentaba a un elenco de aterradores personajes que solo él podía ver. Pete lo describía así: «Es un contable o algo parecido, y detesta su trabajo. Un día su madre le da un libro con dibujos que él hizo cuando era pequeño. No le da mucha importancia y lo pone en la estantería, pero esa noche los monstruos aparecen. Y solamente él puede verlos. Piensa que está empezando a volverse loco. Le siguen a su trabajo y le acompañan a sus citas. Resulta que esos monstruos son todos los miedos a los que nunca se enfrentó cuando era un niño. Finalmente se hace amigo de ellos y, a medida que domina sus miedos, poco a poco empiezan a desaparecer».
Todo aquel que haya visto la película sabe que no se parece en nada a esa descripción. Pero lo que nadie sabe es la cantidad de vueltas equivocadas que dio la historia durante años antes de encontrar el norte. La presión a la que Pete estaba sometido era enorme, ya que Monstruos S. A. era la primera película de Pixar no dirigida por John Lasseter, de manera que en cierta medida Pete y su equipo estaban siendo escrutados con el microscopio. Todo intento fallido de enderezar la historia no hacía sino aumentar la presión.
Afortunadamente, Pete tenía un concepto básico y lo mantuvo siempre: «Los monstruos son reales y su cometido es asustar a los niños». Pero ¿cuál es la manifestación más rotunda de esa idea? No podía saberlo hasta que probó unas cuantas opciones. Al principio, la protagonista humana era una niña de seis años llamada Mary. Luego fue cambiada por un niño. Luego volvió a ser la niña de seis años. A continuación tenía siete años, se llamaba Boo y era mandona, incluso autoritaria. Finalmente Boo fue transformada en un valiente bebé que todavía no hablaba. La idea del personaje amigo de Sulley —la bola redonda de un solo ojo a quien Billy Crystal le puso voz— no se añadió hasta más de un año después de que se escribiera el primer tratamiento. El proceso de establecer las reglas del increíblemente intrincado mundo que Pete había creado también le llevó a recorrer incontables callejones sin salida, hasta que por fin esos callejones convergieron en un camino que condujo a la historia hacia el lugar adecuado.
«El proceso de elaborar una historia es como partir hacia lo desconocido —dice Pete—. Sin embargo, siempre hay un principio rector que te conduce mientras recorres los diferentes caminos. En Monstruos S. A., todas nuestras distintas tramas compartían un sentimiento común: la agridulce nostalgia que sientes cuando has solucionado un problema; en este caso, las peripecias de Sulley por devolver a Boo a su propio mundo. Sufres mientras estás tratando de resolverlo, pero al final has desarrollado una especie de cariño que echarás en falta cuando no esté. Sabía que era eso lo que deseaba decir y finalmente logré expresarlo en la película.»
Aunque el proceso era difícil y exigía tiempo, Pete y su equipo nunca pensaron que un enfoque equivocado significara un fracaso. Al contrario, consideraban que cada idea les acercaba un poco más a la opción ideal. Y eso les permitía acudir todos los días a trabajar con ganas y compromiso, aunque las cosas no estuvieran nada claras. Esta es la clave: cuando se piensa que la experimentación es algo necesario y productivo y no una frustrante pérdida de tiempo, la gente disfrutará de su trabajo, aunque les resulte desconcertante.
El principio que estoy tratando de describir —el proceso iterativo de prueba y error— se valora desde hace mucho tiempo en ciencia. Cuando los científicos se plantean una pregunta establecen hipótesis, las someten a prueba, las analizan y sacan conclusiones, y luego vuelven a empezar. El razonamiento subyacente es sencillo: los experimentos son misiones de investigación que con el tiempo permiten a los científicos comprender mejor el problema. Eso significa que cualquier resultado es un buen resultado, porque aporta nueva información. Si tu experimento confirma que tu teoría inicial es errónea, es mejor saberlo cuanto antes. Al disponer de nuevos hechos, se puede replantear cualquier cuestión que estés intentando demostrar.
A menudo esto es más fácil de aceptar en el laboratorio que en una empresa. Crear arte o desarrollar nuevos productos en un contexto de ánimo de lucro es complicado y caro. En nuestro caso, cuando estamos tratando de contar la mejor historia, ¿cómo evaluamos los intentos y sacamos conclusiones? ¿Cómo determinamos lo que funciona mejor? Y ¿cómo logramos apartar la idea de que tenemos que dar con la solución el tiempo suficiente para identificar un hilo conductor realmente emotivo que sostenga toda la película?
Existe un planteamiento alternativo al de cometer errores lo antes posible. Se trata de la idea de que si piensas cuidadosamente en todo, si eres meticuloso, planificas bien y consideras todos los posibles resultados, tienes más probabilidades de crear un producto válido. Pero debo prevenirle de que si pretende diseñar todas las etapas antes de recorrerlas —si confía en la planificación lenta y deliberada esperando que así evitará los errores durante el proceso— sencillamente se está engañando a sí mismo. En primer lugar, es más fácil planificar un trabajo poco original, cosas que copian o repiten algo que ya existe. De modo que si su objetivo principal es contar con un plan férreo y totalmente elaborado, lo único que está haciendo es aumentar las posibilidades de no ser original. Además, no se puede planificar la forma de solucionar los problemas. Aunque la planificación es muy importante, y nosotros hacemos mucha planificación, no se puede controlar todo en un entorno creativo. He descubierto que, en general, la gente que dedica su energía a pensar en un planteamiento e insiste en que es demasiado pronto para pasar a la acción se equivoca con la misma frecuencia que la gente que se lanza a la piscina y empieza a actuar enseguida. Las personas que planifican en exceso, simplemente tardan más tiempo en equivocarse (y cuando las cosas se ponen difíciles, lo cual es inevitable, se sienten más frustradas por la sensación de haber fallado). Esta forma de proceder tiene un corolario: cuanto más tiempo dediques a diseñar un planteamiento, más tiempo pasarás aferrado a ello. La idea de no pasar a la acción queda incrustada en tu cerebro, como un surco en el barro. Puede ser difícil librarse de ella y encaminarse en otra dirección. Lo cual, con gran frecuencia, es exactamente lo que uno debe hacer.
Por supuesto, existen situaciones en las que es esencial un índice de fallos igual a cero. La aviación comercial tiene un impresionante récord de seguridad gracias a la enorme atención que se presta a todos los niveles para eliminar los errores, desde la fabricación de los motores y el montaje y mantenimiento de los aviones hasta el cumplimiento de los controles de seguridad y los reglamentos que rigen los espacios aéreos. Igualmente, los hospitales han elaborado medidas de seguridad para controlar que se opera al paciente debido en el lado conveniente del cuerpo, del órgano correspondiente, etcétera. Los bancos tienen protocolos para evitar los errores; las empresas de fabricación tienen como meta eliminar los errores de la cadena de producción; muchas industrias se fijan el objetivo de cero accidentes.
Pero aunque la inexistencia de fallos es crucial en algunas industrias ello no significa que deba ser la meta de todas. Cuando se trata de trabajos creativos, el concepto de «cero defectos» es más improcedente que útil. Es contraproducente.
No hay duda de que los fallos pueden ser caros. Fabricar un mal producto o sufrir un revés importante daña la reputación de su empresa y, a menudo, la moral de sus empleados. Por ello tratamos de que los fallos cuesten lo menos posible retirando parte de la responsabilidad sobre ellos. Por ejemplo, hemos establecido un sistema que permite a los directores dedicar años a la fase de desarrollo de una película, cuando los costes de repetición e investigación son relativamente bajos. (Durante este tiempo pagamos salarios al director, los guionistas y los dibujantes, pero no invertimos en producción que es donde los costes se disparan.)
Una cosa es hablar del valor de unas personas que encuentran una serie de pequeños fallos a medida que tratan de avanzar en el proyecto, pero ¿qué pasa cuando el fracaso es enorme, catastrófico? ¿Qué pasa con un proyecto en el que pierdes millones de dólares porque tienes que desecharlo después de haberle hecho publicidad? Esto nos sucedió con una película que estábamos haciendo hace unos años, basada en una idea fantástica que se formó en la mente de uno de nuestros colegas más creativos y dignos de confianza (pero, todo hay que decirlo, no había dirigido una película en su vida). Quería contar la historia de lo que sucede cuando los dos últimos tritones de pies azules, macho y hembra, del planeta, son obligados a estar juntos por la ciencia para salvar la especie, aunque no pueden soportarse el uno al otro. Cuando se puso en pie para hablar y nos lanzó la idea, nos quedamos maravillados. La historia, como la de Ratatouille, era un concepto un tanto insólito, pero veíamos que con el tratamiento adecuado sería una película fenomenal.
Es significativo que la idea también surgiera cuando Jim Morris y yo estábamos hablando sobre si el éxito de Pixar hacía que nos durmiéramos en los laureles. Algunas de las preguntas que nos planteábamos eran las siguientes: ¿habíamos creado hábitos y reglas innecesarios con el fin de dirigir las producciones y hacer que fueran eficientes? ¿Corríamos el peligro de aletargarnos y volvernos previsibles? ¿Se estaban abultando los presupuestos de las películas cada vez más sin razón alguna? Estábamos buscando una oportunidad para cambiar esas cosas, para crear nuestra propia pequeña start-up dentro de Pixar y al mismo tiempo independiente de ella, para tratar de recuperar aquella energía que impregnaba la empresa cuando éramos jóvenes y nos esforzábamos por sacar adelante nuestro pequeño negocio. Ese proyecto parecía cumplir los requisitos. Cuando entró en producción, decidimos tratarlo como un experimento: ¿qué pasaría si trajéramos gente de fuera con ideas nuevas, les permitiéramos replantear todo el proceso de producción (y poner a su servicio compañeros experimentados para ayudarles a llevar todo eso a cabo) y los instaláramos a dos manzanas de nuestro cuartel general para reducir al mínimo el contacto con quienes podrían animarles a seguir haciendo las cosas como hasta ahora? Además de hacer una película memorable, estábamos tratando de poner a prueba y mejorar nuestros procesos. Llamamos al experimento el Incubator Project.
Algunos compañeros de Pixar expresaron sus dudas acerca de este proyecto, pero el espíritu subyacente —el deseo de no dormirnos en los laureles— resultaba atractivo para todos. Andrew Stanton me dijo más tarde que le preocupó desde el principio lo aislado que estaba el equipo, aunque fuera por voluntad propia. Estábamos tan entusiasmados con las posibilidades de reinventar la rueda que subestimamos el impacto de realizar tantos cambios a la vez. Era como si hubiéramos escogido cuatro músicos con talento, les hubiéramos abandonado a su suerte y esperásemos ansiosamente que descubrieran cómo ser los Beatles.
Pero entonces no lo veíamos tan claro. La idea de la película era sólida, lo cual quedó confirmado cuando la desvelamos en una presentación para los medios sobre las próximas películas de Pixar y Disney. Como escribieron con admiración en la página web Ain't It Cool News, el personaje principal, que había vivido en cautividad desde que era un renacuajo, residía en la pecera de un laboratorio desde la que podía ver un gráfico en la pared que describía los rituales de apareamiento de su especie. Como estaba solo, practicaba los pasos un día sí y otro también, preparándose para cuando los científicos le capturaran una novia. Lamentablemente, no podía leer el noveno y último ritual de apareamiento porque estaba tapado por la máquina de café del laboratorio. En ello radicaba el misterio.
La presentación motivó reseñas apasionadas. Era puro Pixar, decía encantada la gente, original, ingeniosa y al mismo tiempo capaz de transmitir ideas valiosas y comunicables. Pero en el departamento de producción y, sin nosotros saberlo, la historia estaba atascada. Al principio el argumento funcionaba —nuestro héroe consigue lo que quiere cuando los científicos atrapan para él una compañera y se la llevan al laboratorio—, pero cuando la infeliz pareja se adentra en el mundo natural, la película empezaba a desmoronarse. Estaba estancada y, ni siquiera después de darle muchas vueltas al guion, no conseguía mejorar.
Al principio no fuimos conscientes del hecho de la disociación de la historia. Cuando tratamos de evaluar cómo estaban las cosas, los primeros informes parecían positivos. El director estaba firmemente convencido de la historia, y su equipo parecía animado y trabajaba duro, pero no estaban al tanto de algo importante: los dos primeros años de desarrollo de una película se deben dedicar a consolidar las secuencias de la historia sometiéndolas incesantemente a prueba, algo así como templar el acero. Y eso requería tomar decisiones, no solamente mantener debates abstractos. Aunque todos los que trabajaban en ella tenían las mejores intenciones, la película había quedado empantanada en una maraña de posibilidades e hipótesis. El resultado final era que, por emplear la analogía de Andrew, aunque en el bote todo el mundo remaba, no se avanzaba.
Cuando finalmente nos dimos cuenta de lo que pasaba —después de que unas cuantas personas experimentadas de Pixar acudieran para ayudarles e informaran de lo que habían visto— ya era demasiado tarde. El estilo Pixar es invertir en una visión singular y lo habíamos hecho, a lo grande, en este proyecto. No nos planteamos cambiar al director porque la historia era suya, y sin él como motor, no creíamos que pudiéramos terminar la película. Así que en mayo de 2010, con gran dolor, dimos por concluida la producción.
Habrá gente que piense al leer esto que el error fue empezar la producción de esa película. Un director novato, un guion sin terminar…; es fácil mirar atrás, después del cerrojazo, y decir que solo esos factores tendrían que habernos disuadido desde el principio. Pero no estoy de acuerdo. Aunque nos costó tiempo y dinero ponerla en marcha, opino que la inversión valió la pena. Aprendimos a equilibrar mejor las nuevas ideas con las viejas, y aprendimos que habíamos cometido un error al no pedir ninguna aportación explícita a todos los líderes de Pixar sobre la naturaleza de lo que estábamos tratando de hacer. Estas son lecciones que nos serían muy útiles después, cuando adoptamos nuevo software y cambiamos algunos de nuestros procesos técnicos. Aunque la experimentación amedrenta a muchos, sostengo que tendríamos que estar mucho más atemorizados por la postura opuesta. Tener demasiado miedo al riesgo hace que muchas empresas dejen de innovar y rechacen nuevas ideas, que es el primer paso hacia la irrelevancia. Probablemente muchas empresas han patinado más por esta razón que por atreverse a traspasar los límites y asumir riesgos, y también, por supuesto, a cometer fallos.
Para ser una empresa realmente creativa, hay que emprender cosas que puedan fallar.
Resumiendo todo lo dicho sobre la aceptación del fallo, si una película, o cualquier otra empresa creativa, no mejora a un ritmo razonable, es que hay un problema. Si un director plantea una serie de soluciones que no mejoran la película, uno puede llegar a la conclusión de que tal vez no sea el adecuado para el trabajo, lo cual a veces es precisamente la conclusión correcta.
Pero ¿dónde poner el límite? ¿Cuántos errores son demasiados? ¿Cuándo pasa un fallo de ser una etapa en la vía hacia la excelencia a ser una bandera roja que señala la necesidad de un cambio? Confiamos mucho en las sesiones del Braintrust como método para que nuestros directores reciban todos los comentarios y el soporte que necesitan, pero hay problemas que ese proceso no puede solucionar. ¿Qué hacer cuando la franqueza no basta?
Estas son las preguntas que nos plantearon varios de nuestros quebraderos de cabeza. El nuestro es un estudio enfocado al cineasta, lo cual significa que nuestra meta es dejar que la gente creativa oriente nuestros proyectos. Pero cuando una película se queda atascada y resulta claro no solo que no funciona sino que su director no sabe cómo arreglarla, tenemos que sustituirlo o cancelar el proyecto. Puede que usted se pregunte: si es verdad que todas las películas fallan al principio, y si el estilo de Pixar es dejar que los cineastas —no el Braintrust— tengan la última palabra para arreglar lo que se ha torcido, entonces ¿cómo saben cuándo intervenir?
El criterio que utilizamos es intervenir cuando un director pierde la confianza de su equipo. En cada película de Pixar trabajan unas trescientas personas, que están habituadas a que se realicen infinitos ajustes y cambios mientras la historia va encontrando su camino. En general, la gente de los equipos cinematográficos es comprensiva. Reconocen que siempre hay problemas, de modo que aunque pueden ser críticos, no se precipitan a emitir juicios. Su primer impulso es trabajar más duro. Cuando un director toma la palabra en una reunión y dice: «Me doy cuenta de que esta escena no funciona y todavía no sé cómo arreglarla, pero lo estoy intentando. Sigamos trabajando», el equipo le seguirá hasta el fin del mundo. Pero cuando un problema se está enconando y todos parecen mirar para otro lado, o cuando la gente se sienta y espera a que le digan lo que tiene que hacer, el equipo se inquieta. No es que no les guste el director, por lo general les gusta. Es que pierden confianza en su capacidad para llevar la película a buen puerto. Razón por la cual considero al equipo el barómetro más fiable. Si se siente confuso, su líder también lo está.
Cuando esto sucede hay que actuar. Para saber cuándo hacerlo, debemos buscar atentamente señales de que una película está estancada. Esta es una: se realiza una sesión del Braintrust, se hacen comentarios y, tres meses más tarde, la película permanece sin cambios. Algo no funciona. Puede que usted diga: «¡Un momento, creí que usted decía que los directores no tenían que obedecer a los comentarios!». Y no están obligados a hacerlo. Pero los directores deben encontrar maneras de solucionar los problemas que son planteados por el grupo porque el Braintrust representa al público; cuando los miembros del Braintrust no entienden algo o no están satisfechos, hay muchas posibilidades de que los espectadores tampoco lo estén. Lo que implica que una empresa esté enfocada a los directores es que estos deben llevar la iniciativa.
Pero un fallo en una empresa creativa es el fallo de muchos, no de una sola persona. Si usted es líder de una empresa que ha tenido un fallo, cualquier problema que se produzca también es responsabilidad suya. Además, si usted y sus colegas no aprovechan los errores para aprender, habrá echado a perder una oportunidad. Un fallo se compone siempre de dos partes: está el hecho en sí, con todo lo que entraña de decepción, confusión y vergüenza, y luego está nuestra propia reacción. Esta segunda parte es la que podemos controlar. ¿Analizamos lo que ha pasado o enterramos la cabeza en la arena? ¿Dejamos que los demás puedan reconocer y aprender de los problemas, o damos por concluida la discusión buscando a quien culpar? Debemos recordar que el fallo nos permite evolucionar y si desperdiciamos la oportunidad, nosotros mismos seremos los perjudicados.
Lo dicho anteriormente suscita la pregunta siguiente: cuando se produce un fallo, ¿cómo se puede sacar el mejor partido? En el caso de nuestros propios desastres, estábamos dispuestos a analizarlos con lupa. Habíamos nombrado a personas creativas y de talento para que dirigieran los proyectos, de modo que estaba claro que algo les impedía hacer las cosas bien. Algunos pensaban que esos fallos eran un signo de que estábamos perdiendo nuestro toque personal. Yo no estaba de acuerdo. Nunca dijimos que iba a ser fácil; en lo único que insistíamos era en que nuestras películas fueran fantásticas. Si no hubiéramos intervenido y tomado medidas, dije yo, entonces habríamos renunciado a nuestros valores. Sin embargo, después de varios fallos, era esencial que dedicáramos un tiempo a reevaluarlos y a tratar de absorber las lecciones que nos estaban dando.
Así que en marzo de 2011, Jim Morris, director general de Pixar, dispuso una reunión de directores y productores del estudio, unas veinte personas en total. El orden del día solamente contenía una pregunta: ¿por qué se han producido tantos fallos seguidos? No tratábamos de señalar a nadie con el dedo. Queríamos recobrar el liderazgo creativo de la empresa para solucionar los problemas subyacentes que nos estaban llevando por el mal camino.
Jim inició la reunión agradeciendo a todo el mundo su asistencia y recordándonos por qué estábamos allí. No hay nada más importante para que nuestro estudio siga teniendo éxito, dijo, como la capacidad de desarrollar nuevos proyectos y directores y, sin embargo, es innegable que estamos haciendo algo mal. Hemos tratado de aumentar el número de películas estrenadas, pero estamos bloqueados. Nuestra meta durante los dos próximos días, añadió, será descubrir lo que nos falta y diseñar modos de crearlo y ponerlo a funcionar.
Lo que resultó evidente de inmediato fue que ninguno de los asistentes trataba de negar su implicación en esos fallos. Tampoco culpaban a nadie de los problemas existentes ni pedían a los demás que los resolvieran. El lenguaje que empleaban para hablar de esas cuestiones demostraba que las consideraban propias. «¿Hay alguna forma mejor, aparte de las notas del Braintrust, de mostrar a nuestros directores la importancia del arco emocional?», preguntó alguien. «Pienso que debo compartir mi experiencia con otras personas», dijo otro. No podía sentirme más orgulloso. Estaba claro que se juzgaban responsables del problema y de su solución. Aunque tuviéramos serios conflictos, la cultura de la empresa, la disposición a remangarnos los pantalones y meternos de lleno en el barro por el bien de todos, estaba más viva que nunca.
En tanto que equipo, analizamos los supuestos de los que habíamos partido y por qué habíamos tomado esas decisiones erróneas. ¿Existían cualidades esenciales que teníamos que buscar en nuestros candidatos a directores, de ahora en adelante, que habíamos pasado por alto en el pasado? Y lo más importante: ¿por qué habíamos fallado a la hora de preparar adecuadamente a los nuevos directores para el exigente trabajo al que se enfrentaban? ¿Cuántas veces habíamos dicho: «No vamos a dejar que fallen» y luego habíamos permitido que lo hicieran? Hablamos de cómo nos había ofuscado el hecho de que los directores de nuestras primeras películas —John, Andrew y Pete— habían aprendido el oficio sin estudios oficiales, algo que ahora considerábamos más excepcional de lo que creíamos antes. Hablamos sobre el hecho de que Andrew, Pete y Lee habían pasado años trabajando codo con codo junto a John, absorbiendo sus lecciones —la necesidad de ser resolutivo, por ejemplo— y su manera de ir sonsacando ideas en grupo. Andrew y Pete, los primeros directores de Pixar que siguieron los pasos de John, tuvieron que afrontar retos durante el proceso, pero al final habían tenido un éxito espectacular. Asumimos que otros harían lo mismo. Pero teníamos que aceptar el hecho de que, a medida que nuestra empresa crecía, nuestros nuevos directores no se beneficiaban de esa experiencia.
Luego examinamos el futuro. Identificamos personas que, en nuestra opinión, poseían potencial para convertirse en directores, enumerando sus puntos débiles y sus puntos fuertes y siendo específicos en cuanto a qué haríamos para formarles, proporcionarles experiencia y apoyarles. A pesar de nuestros fallos, seguíamos sin querer decantarnos únicamente por bazas «seguras»; entendíamos que asumir riesgos creativos y de liderazgo era esencial para nosotros y, a veces, eso significaba dejar el mando a alguien que podía no encajar en el concepto tradicional de director cinematográfico. Y, sin embargo, mientras tomábamos esas decisiones poco convencionales, todo el mundo estaba de acuerdo en que era preciso diseñar medios mejores y más explícitos para enseñar y preparar a aquellos que según nosotros tenían la capacidad necesaria para hacer películas. En lugar de esperar que nuestros candidatos a directores absorbieran nuestra cultura por ósmosis, decidimos crear un programa oficial de tutoría que diera a otros, en cierto sentido, lo que Pete, Andrew y Lee habían experimentado al trabajar tan estrechamente con John en los primeros días. En adelante, cada director de la casa se reuniría semanalmente con sus pupilos para darles asesoramiento tanto práctico como motivacional mientras estos desarrollaban ideas que esperaban convertir en películas.
Más adelante, cuando reflexionaba sobre esa reunión con Andrew, este expresó lo que considero un punto importante. Me dijo que él y otros directores con experiencia tenían la responsabilidad de enseñar; esa debería ser una parte fundamental de su trabajo, incluso mientras seguían haciendo sus propias películas. «La clave es encontrar la forma de enseñar a otros a hacer la mejor película posible con cualquiera que tengan en su equipo, porque lógicamente, algún día nosotros no estaremos —dijo—. Walt Disney no lo hizo. Y sin él, Disney Animation no fue capaz de sobrevivir sin experimentar casi dos décadas de hundimiento. Esa es la auténtica meta: ¿podemos enseñar la forma de que nuestros directores sigan haciendo cosas buenas cuando nosotros no estemos?»
¿Quién mejor para enseñar que los más capaces de entre nosotros? Y no estoy hablando solamente de seminarios o de clases. Para bien o para mal, nuestras acciones o conductas enseñan a quienes nos admiran o se fijan en nosotros para dirigir sus propias vidas. ¿Tenemos en cuenta cómo aprende y crece la gente? Como líderes, deberíamos considerarnos a nosotros mismos profesores y tratar de crear empresas en las que enseñar fuera visto como una forma valiosa de contribuir al éxito general. ¿Pensamos que la mayor parte de las actividades son oportunidades de enseñar y que las experiencias constituyen vías de aprendizaje? Una de las principales responsabilidades del liderazgo es crear una cultura que recompense a aquellos que hacen subir no solo el precio de nuestras acciones sino también nuestras aspiraciones.
Tratar sobre el fallo y sus efectos en cadena no es un mero ejercicio académico. Si lo abordamos es para intentar comprender mejor, para eliminar las barreras al pleno compromiso creativo. Una de las principales barreras es el miedo, y aunque el fallo es algo inherente a la acción, el miedo no debería serlo. La meta, entonces, es desconectar el miedo del fallo para crear un entorno en el que cometer errores no llene de pavor a sus empleados.
¿Cómo se logra eso exactamente? Por fuerza, los mensajes que las empresas envían a los responsables de sus departamentos son contradictorios: haga que su gente se desarrolle, ayúdeles a convertirse en eficaces colaboradores y miembros del equipo, y por supuesto asegúrese de que no haya problemas porque no contamos con suficientes recursos, y el éxito de nuestra empresa depende de que su grupo haga su trabajo puntualmente y sin salirse del presupuesto. Es fácil ser crítico con la microgestión a la que recurren muchos directores, y sin embargo debemos reconocer las situaciones difíciles a las que tienen que enfrentarse. Si se ven obligados a elegir entre cumplir una fecha límite y la orden, mucho más ambigua, de «hacer crecer» a su gente, siempre optarán por cumplir el plazo. Nos solemos decir que ya dedicaremos más tiempo a nuestros empleados cuando a nosotros nos aflojen la presión sobre el presupuesto o el plazo, pero casi siempre salen ganando las exigencias del trabajo, con el resultado de que la presión aumenta aún más y el margen de error permitido es más bajo. Teniendo en cuenta esta realidad, los gerentes suelen querer dos cosas: (1) que todo esté perfectamente controlado y (2) que parezca que son ellos quienes ejercen ese control.
Pero cuando la meta es tenerlo todo controlado, ello puede afectar negativamente a otros aspectos de la cultura empresarial. He conocido a muchos directivos que detestaban recibir sorpresas en las reuniones, es decir, que preferían ser informados con antelación de cualquier noticia inesperada y en privado. En muchos entornos laborales se considera una falta de respeto sorprender a un directivo con novedades frente a otras personas. Pero ¿qué implica eso en la práctica? Implica que existan prerreuniones antes de las reuniones, y que las reuniones comiencen a adoptar un tono muy formal. En definitiva, una pérdida de tiempo. También significa que los empleados que trabajan con estas personas tengan que andarse con muchos miramientos. Significa que se difunda el miedo.
Conseguir que los cuadros intermedios toleren (y no se sientan amenazados por) los problemas y las sorpresas es una de nuestras tareas más importantes; ya se sienten lo suficientemente presionados por creer que si cometen un fallo tendrán que pagarlo muy caro. ¿Cómo conseguir que la gente se replantee su forma de pensar en el proceso y sus riesgos?
El antídoto al miedo es la confianza, y todos queremos encontrar algo en lo que confiar en un mundo incierto. El miedo y la confianza son fuerzas poderosas, y aunque no son exactamente opuestas, la confianza es la mejor herramienta para alejar el miedo. Siempre habrá montones de cosas a las que temer, especialmente cuando se está haciendo algo nuevo. Confiar en los demás no significa que estos no cometan errores. Significa que si los cometen (o si usted los comete), usted confía en que tomarán medidas para remediarlos. El miedo se propaga rápidamente; la confianza no. Los líderes deben demostrar, a lo largo del tiempo y a través de sus acciones, que son dignos de confianza; y la mejor forma de hacerlo es respondiendo bien a los fallos. El Braintrust y otros muchos grupos dentro de Pixar han pasado tiempos difíciles y han resuelto problemas juntos, y así es como han llegado a confiar unos en otros. Tenga paciencia. Sea auténtico. Y sea coherente. La confianza llegará.
Cuando digo autenticidad, me estoy refiriendo a que los gerentes hablen con franqueza con sus empleados. En muchas organizaciones los gerentes tienden a pecar de reservados, ocultando cosas a sus empleados. Creo que es una manera de actuar equivocada. La forma de proceder habitual de un gerente no debería estar basada en el secreto. Lo que hay que valorar cuidadosamente es el coste del secreto con relación a sus riesgos. Cuando se recurre por norma al secreto, lo que se está diciendo a la gente es que no es digna de confianza. Cuando se es franco, lo que se está diciendo a la gente es que usted confía en ella y que no hay nada que temer. Confiar en los empleados es concederles cierta propiedad sobre la información. El resultado, algo que he presenciado infinidad de veces, es que se sentirán mucho menos inclinados a revelar lo que usted les haya confiado.
La gente de Pixar ha sabido guardar muy bien los secretos, lo cual es crucial en un negocio cuyos beneficios dependen del lanzamiento estratégico de ideas o productos cuando están listos, pero no antes. Dado que hacer películas es un proceso complicado, tenemos que poder hablar francamente, entre nosotros, de todos los problemas sin que eso salga de la empresa. Al compartir problemas y cuestiones delicadas con los empleados les hacemos partícipes y propietarios de nuestra cultura y, por lo tanto, no quieren fallar a los demás.
Sus empleados son inteligentes, por eso les contrató. Así que trátelos en consecuencia. Ellos saben percibir cuándo un mensaje ha sido muy maquillado. Cuando los gerentes explican cuál es su plan sin dar las razones, los empleados se preguntarán qué estarán tramando en realidad. Puede que no haya intenciones ocultas, pero usted ha dado a entender que las hay. Explicar los motivos de las soluciones adoptadas hace centrar la atención en las soluciones y no en tratar de adivinar las intenciones ocultas. Cuando somos sinceros, la gente lo sabe.
El director de desarrollo ejecutivo de Pixar, Jamie Woolf, concibió un programa de orientación en el que empareja a los gerentes nuevos con otros experimentados. Una faceta clave de este programa es que mentores y pupilos trabajen juntos durante un período de tiempo de ocho meses. Se reúnen para tratar de todos los aspectos del liderazgo, desde el desarrollo profesional y el refuerzo de la confianza hasta la gestión de los desafíos personales y la creación de entornos saludables de trabajo en equipo. Su objeto es cultivar relaciones profundas y contar con un lugar en el que compartir miedos y problemas, analizando las competencias necesarias para gestionar al personal enfrentándose juntos a problemas reales, ya sean externos (un supervisor impredecible) o internos (un crítico de la casa demasiado activo). En otras palabras, desarrollar la sensación de confianza.
Además de trabajar con una pareja de pupilos, también hablo cada año a todo el grupo. En esta charla cuento la historia de cuando fui gerente en New York Tech para lo que no me sentía en absoluto capacitado. Aunque me gustaba la idea de mandar, acudía cada día a trabajar convencido de que era un fraude. Durante los primeros años de Pixar, cuando era el presidente, ese sentimiento seguía sin desaparecer. Conocía a muchos presidentes de otras empresas y me había hecho una idea clara de los rasgos de su personalidad. Eran agresivos y tenían una gran confianza en sí mismos. Al saber que yo no compartía muchos de esos rasgos, volví a pensar que yo era un fraude. En realidad tenía miedo de fracasar.
El sentimiento de impostura, les digo, no se esfumó hasta hace ocho o nueve años. Tengo varias cosas a las que agradecer esa evolución: la experiencia de haber sabido capear nuestros fallos y presenciar el éxito de nuestras películas; mi decisión, después de Toy Story, de volver a comprometerme con Pixar y su cultura; y disfrutar de una relación más plena con Steve y John. Entonces, después de confesarme, pregunto al grupo: «¿Cuántos de vosotros os sentís como un fraude?». Invariablemente, todas las manos de la sala se alzan.
Tras ser nombrados gerentes, todos empezamos con cierto grado de temor. Cuando somos nuevos en el cargo imaginamos lo que implica el trabajo para poder hacernos con él, y luego nos comparamos a nosotros mismos con el modelo que tenemos en nuestra mente. Sin embargo, el trabajo no responde nunca a lo imaginado. El truco consiste en olvidar todas las ideas preconcebidas sobre cómo «deberíamos» ser. Una forma mejor de medir nuestro éxito es examinar a las personas de nuestro equipo y fijarnos en cómo trabajan juntas. ¿Se unirán para resolver problemas importantes? Si la respuesta es sí, la gestión que está haciendo es buena. No percibir correctamente en qué consiste su trabajo es frecuente entre los nuevos directores. Aunque una persona trabaje con un director experimentado como ayudante, y haya demostrado repetidas veces que está capacitada para tomar las riendas de su propia película, cuando finalmente pone manos a la obra nunca resulta como lo había imaginado. Suele dar verdadero miedo descubrir que se tienen responsabilidades que no formaban parte del modelo mental. En el caso de los directores primerizos, el peso de esas responsabilidades no solo es nuevo sino que se intensifica por el historial de nuestras películas anteriores. A todo director de Pixar le preocupa que sea su película la que fracase, la que no sea otro número uno. «Esa presión está ahí: tú no debes ser el primer fracaso —dice Bob Peterson, un veterano guionista y actor de voz de Pixar—. Lo que quieres es que esa presión te sirva como estímulo para decir: “Yo lo voy a hacer mejor”. Pero existe el miedo de no saber si encontrarás la respuesta adecuada. Los directores de la casa que han triunfado son capaces de relajarse y dejar que surjan las ideas sin sentir esa presión.»
Bob bromea diciendo que, para aliviar esa presión, Pixar debería hacer de forma intencionada una mala película «simplemente para corregir el mercado». Es evidente que nunca nos pondremos a hacer algo terrible, pero la idea de Bob hace pensar: ¿existen formas de demostrar a tus empleados que la empresa no castiga el fallo?