Creatividad, S.A.
Tercera parte: Crear y mantener » 10. Ampliar nuestra visión
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10 Ampliar nuestra visión
A finales de los años setenta hice un viaje por carretera desde Nueva York hasta Washington D. C. con mi mujer y otra pareja. Alquilamos una de esas gigantescas autocaravanas dotadas de dos ruedas traseras a cada lado para que en caso de que reviente una la otra mantenga el vehículo en su trayectoria. Manejar esa cosa era una aventura, por llamarlo de alguna manera, agravada por el hecho de que Dick, el otro marido, nunca había conducido ninguna. En lugar de tomar la autopista de peaje de Nueva Jersey, que probablemente hubiese sido lo más prudente, elegimos una ruta alternativa porque no tenía peajes; íbamos en plan barato. El problema fue que esa ruta alternativa cada tantas millas tenía una rotonda, uno de esos sustitutos circulares de las intersecciones que exigen que los vehículos se integren, recorran una parte del círculo y salgan en la dirección deseada. Bastante sencillo para un coche. No tan sencillo para una autocaravana.
Cuando nos acercábamos a una de esas rotondas Dick se comió un bordillo y oí el reventón de un neumático.
«Dick —dijo Anne, su mujer— has reventado un neumático.»
«No, no es cierto», replicó él.
Mientras avanzábamos por la carretera Dick y Anne se enzarzaron en una larga y acalorada discusión acerca del neumático y su forma de conducir. «Debes tener más cuidado», le regañó Anne, mientras Dick echaba humo («No he reventado la rueda») y se defendía («Estas autocaravanas son difíciles de conducir»). A mi mujer y a mí nos parecía evidente que la cuestión venía de lejos, pero la pugna entre Dick y Anne, cualquiera que fuera la causa, no les estaba acercando a la conclusión obvia, y en cierto modo urgente, de que deberíamos echarnos a un lado y arreglar el reventón. Era como si la tensión acumulada acerca de otras cuestiones, no relacionadas, les cegara ante la realidad. Íbamos a toda velocidad con una rueda menos de lo que se consideró necesario al diseñar la gigantesca autocaravana. Era preciso parar y evaluar los daños.
Tras escuchar durante un rato su discusión creí necesario intervenir y decir que, de hecho, el neumático había reventado. Aunque Dick y Anne parecían creer que hablaban acerca del neumático, evidentemente no era así y a cualquiera se le ocurriría que nuestra seguridad no era prioritaria para ninguno de los dos. Forjados por años de interacción mutua, sus modelos mentales alteraban su interpretación de hechos irrefutables —que habíamos rozado un bordillo y reventado un neumático— y les cegaban ante el peligro que nos acechaba si no aparcábamos para ocuparnos del problema de inmediato.
Naturalmente que la historia —el vehículo demasiado grande, la pareja de inconscientes, el neumático destrozado y la escena de comedia a lo Honeymooners que vino a continuación— tenía su punto de humor negro, pero la cuento aquí porque pone en evidencia cuatro ideas que ilustran mi forma de pensar acerca de la gestión empresarial. La primera, que ya he expuesto en el capítulo 9, es que nuestros modelos del mundo distorsionan de tal modo nuestra percepción que pueden impedirnos ver lo que tenemos justo delante de los ojos. (Utilizo aquí modelo de forma un tanto general para referirme a las ideas preconcebidas que nosotros mismos nos formamos a lo largo del tiempo y que utilizamos para evaluar lo que vemos y oímos, así como para razonar y prevenir.) La segunda es que por lo general no vemos la frontera entre la información que llega del exterior y nuestros viejos modelos mentales ya establecidos; los percibimos ambos al unísono, como una experiencia unificada. La tercera es que cuando quedamos atrapados inadvertidamente en nuestras propias interpretaciones, nos volvemos inflexibles y menos capacitados para solventar los problemas inmediatos. Y la cuarta idea es que la gente que trabaja o vive junta, gente como Dick y Anne, por ejemplo, debido a la proximidad y la historia compartida tienen modelos del mundo que están profunda y a veces irreparablemente entrecruzados. Si mi mujer y yo hubiésemos estado viajando solo con Dick, o solo con Anne, casi seguro que él o ella hubiesen reaccionado correctamente, pero como estaban juntos su modelo combinado era más complejo, o más limitado, de lo que hubiera sido cualquiera de sus modelos por separado.
Piense ahora en lo siguiente: el incidente del neumático involucraba los modelos interconectados de solo dos personas. En el mundo de la empresa, donde docenas si no centenares de personas pueden trabajar muy próximas unas de otras, el efecto se multiplica rápidamente y antes de que te des cuenta esos modelos que compiten y muchas veces se oponen dan paso a una especie de inercia que hace difícil cambiar o dar la respuesta adecuada a los desafíos. El entrecruzamiento de muchos puntos de vista es un aspecto ineludible de cualquier cultura, y a menos que se ponga atención el conflicto resultante puede mantener a grupos de personas atrapados en sus restrictivos puntos de vista incluso si, como pasa con tanta frecuencia, cada miembro del grupo está por lo general abierto a ideas mejores. Cuando se suma más gente a un grupo cualquiera se produce una inevitable deriva hacia la inflexibilidad. Aunque podemos estar en principio de acuerdo en que una organización necesita ser flexible para resolver problemas, poner en práctica ese principio puede ser extraordinariamente difícil. De entrada puede costar reconocer la rigidez —me refiero a determinar si el punto de vista propio es el correcto—. Y así como las personas tienen prejuicios y sacan conclusiones acordes con las lentes mediante las cuales miran el mundo, las organizaciones perciben este a través de lo que ya saben hacer.
La tercera parte de este libro está dedicada a algunos de los métodos que utilizamos en Pixar para evitar que la disparidad de los puntos de vista dificulte la colaboración. En cada caso tratamos de obligarnos, individualmente y como organización, a poner a prueba nuestras ideas preconcebidas. En este primer capítulo expongo alguno de los mecanismos que utilizamos para acomodar nuestras mentalidades colectivas a un marco mental diferente.
Visionados diarios, o la resolución conjunta de problemas
Viajes de investigación
El poder de los límites
Integrar tecnología y arte
Experimentos cortos
Aprender a ver
Evaluaciones finales
Aprendizaje continuo
1. Visionados diarios, o la resolución conjunta de problemas
En otoño de 2011, ocho meses antes del estreno de Brave, aproximadamente una docena de animadores se dirigían sin prisas hacia el visionado diario en la sala de proyecciones, situada al fondo del patio de Pixar, y se dejaban caer pesadamente en los enormes sofás. Eran justo pasadas las nueve de la mañana y bastantes de los convocados sorbían café en un intento de parecer vivos. Mark Andrews, el director, no era ningún gandul. Cuando entró en la sala ya había pasado una hora en el césped de fuera atacando y defendiendo —es un consumado esgrimista— con una espada de un metro de largo.
Mark se había hecho cargo de la dirección de Brave a mitad de producción porque se lo pedimos John y yo, y en general se le tenía por un líder motivador. Es un orgulloso descendiente de Escocia, donde está ambientada Brave, y los viernes animaba a su gente a ir a trabajar vestida, como él, con un kilt (le gusta decir que los hombres con falda elevan la moral). Eran muchos los que le tenían por lo más parecido a una fuerza de la naturaleza. «Mark te habla como quien trata de resistir al tornado de fuerza 5 que lo persigue… y lo está logrando —decía de él un animador—. Sospecho que toma pastillas de plutonio.» Aquellas reuniones diarias no ayudaban a disipar tal sospecha.
«¡Buenos días a todo el mundo!¡Despertad!», gritó Mark dando inicio a una sesión de una hora de duración durante la cual los animadores reunidos mostrarían esbozos de las escenas que estaban creando. Mark miraba atentamente, ofrecía sugerencias detalladas acerca de cómo mejorar cada escena e instaba a todos los presentes —un supervisor del rigging, el productor de la película, el responsable del guion y otros animadores— a que hicieran lo mismo. El objetivo de esa reunión, como el de todas las reuniones diarias, era visionar todos los planos juntos, como en la realidad. Los visionados diarios son una parte crucial de la cultura de Pixar no tanto por lo que se logra con ellos —un constructivo feedback durante el proceso— sino por el cómo se logra. Quienes participan han aprendido a dejar sus egos en la entrada, pues van a mostrar su trabajo incompleto a su director y sus colegas. Eso requiere compromiso a todos los niveles, y es responsabilidad de nuestros directores fomentar y crear un espacio seguro para ello. Mark Andrews lo hizo en la reunión de Brave mostrándose arrollador: cantó canciones de los ochenta, hizo bromas con los motes de la gente (Wu-dog, Dr. K) y se mofó de su poca destreza para el dibujo mientras bosquejaba apresuradamente sus sugerencias. «¿Esta es toda la energía que me reservas hoy?», se burló de un colega adormilado. A otro, cuyo trabajo consideró impecable, le dedicó las palabras que todo animador anhela escuchar: «¡Pum! ¡Se acabó!». Con independencia de que los restantes animadores recibieran o no esa aprobación, todos podían dar por seguro lo siguiente: cuando él o ella terminaba su presentación, en la sala estallaba un aplauso.
Sin embargo, no se trataba de una sesión de motivación. Las críticas que se realizaban eran concretas y meticulosas. Cada escena era enjuiciada incansablemente y cada animador parecía recibir de buena gana los comentarios. «¿A todo el mundo le parece que este palo es suficientemente fuerte?», preguntó Mark en un momento dado refiriéndose a un tronco visiblemente endeble y que en una escena debía mantener abierta una pesada puerta. A algunas personas no se lo parecía y mientras Mark garabateaba en una tablet, en la pantalla del fondo apareció un tronco más robusto. «¿Mejor?», preguntó. Una por una, todas las escenas visionadas por el grupo suscitaron nuevas cuestiones. ¿Ese anciano que acababa de subir corriendo un tramo de escalera no debería parecer más jadeante? La expresión facial de un espía joven, ¿no debería ser más diabólica? «¡Arréglalo! —aconsejaba Mark—. ¡Arriésgate!»
Pese a los gritos y bromas la concentración era perceptible en la sala. Esas personas estaban inmersas en la clase de análisis minucioso —y de apertura a una crítica constructiva— de la que iba a depender que una animación simplemente buena pasase a ser genial. Mark se cargó diez fotogramas en los que la reina Elinor, el personaje de la madre que se ha convertido en osa, atraviesa un arroyo pisando piedras. «Parece caminar más como un gato que como un oso enorme —dijo—. En conjunto me gusta la velocidad pero no noto el peso. Se mueve como una ninja.» Todos asintieron y, tras tomar nota, siguieron adelante.
Los visionados diarios son clases magistrales acerca de cómo mirar y pensar con más amplitud, y su impacto se percibe en todo el edificio. «Algunas personas muestran sus secuencias para escuchar las críticas de los demás, otras vienen a observar y ver la clase de sugerencias que se hacen, para aprender de sus iguales y de mí, mi estilo y lo que me gusta y me disgusta —me dijo Mark—. Los visionados diarios mantienen a todo el mundo en su mejor forma. Es una sala en la que intimida estar porque el objetivo es crear la mejor animación posible. A cada fotograma le pasamos un peine muy fino una y otra vez. A veces hay debates en toda regla porque, la verdad, yo no tengo todas las respuestas. Lo resolvemos juntos.»
Ofrezco este relato de una sesión diaria de visionado porque compartir y analizar cada mañana el trabajo en curso de un equipo es, por definición, un esfuerzo de grupo, pero no se produce de forma natural. La gente se incorpora a la empresa con una serie de expectativas acerca de lo que consideran importante. Quieren complacer, impresionar y demostrar su valía. No quieren pasar vergüenza mostrando un trabajo inacabado o ideas mal concebidas, y no quieren decir nada estúpido delante del director. El primer paso es enseñarles que en Pixar todo el mundo muestra trabajos inacabados y que todo el mundo es libre de hacer sugerencias. Cuando lo entienden desaparece la vergüenza, y cuando desaparece la vergüenza la gente se vuelve más creativa. Al posibilitar que se puedan discutir sin peligro las pugnas por resolver los problemas, todo el mundo aprende de los demás y les inspira. Toda la actividad se hace socialmente gratificante y productiva. Participar plenamente todas las mañanas requiere empatía, claridad, generosidad y capacidad para escuchar. Las reuniones diarias están diseñadas para promover la predisposición de todos a abrirse a los demás, y para comprender que la creatividad individual queda magnificada por la gente en derredor. Como resultado, vemos con más claridad.
2. Viajes de investigación
Estaba yo una vez en una sala de conferencias de Disney en la cual dos directores procedían a presentar la última versión de una película que estaban desarrollando. En unos grandes paneles de corcho que cubrían las paredes de la sala había numerosas ilustraciones de lo que ocurría en cada escena, y también dibujos de personajes y collages de imágenes sugestivas. Para dar una idea del tono general de la película los directores habían colgado docenas de fotogramas de películas muy conocidas que ellos imaginaban en una onda visual y contextual muy similar a la suya: tomas panorámicas que esperaban imitar, paisajes que les parecían sugerentes, bocetos de personajes con los trajes que ellos pensaban utilizar. Confiaban en transmitir el carácter de su película mostrando ejemplos de otras producciones, pero además cada uno de sus bocetos estaba basado en esas referencias emblemáticas, con el efecto no deseado de que todo lo que presentaban resultaba terriblemente poco original. En cierto sentido parecía lógico pues todos los directores están en este medio porque adoran el cine; es inevitable que surjan referencias a otras producciones cuando se habla de hacer películas. (En Pixar decimos en broma que en cada reunión se permite una sola alusión a La guerra de las galaxias.) Las referencias a otras producciones, buenas o malas, forman parte del vocabulario al hablar de hacer cine. Sin embargo, si dependes excesivamente de las referencias a lo que ya está hecho condenas a tu película a ser un producto derivado.
Brad Bird advirtió un fenómeno similar cuando estudiaba en el Instituto de Artes de California. Recuerda a un grupo de estudiantes que se limitaban a copiar a los maestros de la animación, una práctica que él llamaba «frankensteinizar». «Buscaban que un personaje caminara igual que la Madame Medusa que el animador Milt Kahl dibujó en Los rescatadores —dice—. Y además le hacían mover las manos igual que Fauna en La bella durmiente de Frank Thomas, etcétera.»
Cuando los directores, los diseñadores industriales y de software o la gente de cualquier otra profesión creativa se limitan a recortar y pegar lo que ya ha sido hecho antes transmiten la sensación de creatividad, pero lo que hacen es artesanía sin arte. Se supone que debemos conocer el oficio; arte es el uso inesperado del oficio.
Incluso a pesar de que copiar lo que ya ha sido hecho es una vía segura hacia la mediocridad, parece una elección segura, y el deseo de estar a salvo —triunfar con un riesgo mínimo— puede infectar no solo a las personas sino a la empresa entera. Si tenemos la sensación de que nuestras estructuras son rígidas, inflexibles o burocráticas, debemos abrirlas sin dañarnos a nosotros mismos durante el proceso. La pregunta de cómo hacerlo debe ser planteada continuamente —no hay una única respuesta— debido a que las condiciones y las personas también cambian continuamente. Siempre que los directores le hacen a John una presentación sin originalidad, muchas veces les interrumpe y les hace ir más despacio para mirar más allá de lo que creen conocer. «Debéis salir e investigar», les recomienda.
Es imposible exagerar acerca de lo muy intensamente que cree John en el poder de la investigación. A instancia suya, cuando Pixar estaba preparando una película acerca de una rata parisina que aspira a ser un chef para gourmets, por ejemplo, algunos miembros del equipo de Ratatouille fueron a Francia y pasaron dos semanas cenando en extraordinarios restaurantes con estrellas Michelin, visitando sus cocinas y entrevistándose con sus chefs. (También recorrieron las alcantarillas de París, donde viven muchas ratas.) Cuando se decidió que la casa propulsada por globos de Carl Fredricksen viajaría hasta las montañas de América del Sur en Up, John mandó a un equipo de dibujantes a Venezuela para ver de cerca los tepuyes; y no solo eso, pues se llevó un avestruz a las instalaciones de Pixar para inspirar a los animadores que estaban moldeando el personaje del gigantesco pájaro. Y en Buscando a Nemo, cuando surgió una línea argumental que exigía a Nemo, el cual creía que todas las alcantarillas desembocaban en el océano, escapar de la consulta del dentista saltando a un lavabo, se organizó una expedición a la planta de tratamiento de las aguas residuales de San Francisco. (Y, en efecto, los cineastas aprendieron que es posible para un pez llegar vivo desde un desagüe hasta el mar.) Asimismo, muchos de los integrantes de Buscando a Nemo terminaron siendo consumados buceadores.
Esas experiencias son mucho más que un viaje de estudios o una diversión. Puesto que tienen lugar muy al principio del proceso de producción, impulsan el desarrollo de la película. Tomemos como ejemplo Monstruos University. En diciembre de 2009, más de tres años antes de su estreno en los cines, una docena de personas de Pixar —el director, el productor y los escritores, así como diversos integrantes de los departamentos de arte y guiones— viajaron al Este para visitar el MIT, Harvard y Princeton. «Monstruos University era uno de los centros docentes más prestigiosos para aprender a infundir miedo, de manera que quisimos visitar las universidades más prestigiosas y de mayor tradición», recuerda Nick Berry, que colaboró en la organización de esas excursiones así como de las visitas de un día a las universidades de Berkeley y Stanford. Visitaron los dormitorios, las aulas, los laboratorios de investigación y las sedes de las fraternidades; deambularon por los espacios verdes de las facultades, comieron pizzas en los locales frecuentados por los estudiantes y tomaron un montón de fotografías y notas «para documentarlo todo, incluidos los detalles de cómo desembocaban los senderos en los patios y cómo eran los grafitis garabateados en las mesas de madera», cuenta Nick. Una vez terminada, la película estaba repleta de detalles de ese tipo: desde el aspecto de las cazadoras personalizadas hasta los avisos de «Se busca compañero de habitación» (incluidas las tiras para arrancar) que los estudiantes cuelgan en los tablones de anuncios y que trasmitían al público una sensación de realidad.
En última instancia, lo que perseguimos es la autenticidad. Lo que asusta a los cineastas cuando John los envía a uno de esos viajes es que todavía no saben lo que andan buscando, por lo que no están seguros de lo que van a sacar de ellos. Pero piénselo un poco: nunca se topará con lo inesperado si se limita a lo familiar. Según mi experiencia, cuando la gente sale de viaje de investigación siempre vuelve cambiada.
En cualquier negocio es importante hacer los deberes, pero lo que trato de exponer va más allá de hacer lo correcto. Los viajes de investigación ponen a prueba nuestras nociones preconcebidas y ahuyentan los clichés. Impulsan la inspiración. Y son, me parece a mí, lo que nos hace crear en lugar de copiar.
He aquí algo curioso acerca de la investigación: la autenticidad que propicia en la película siempre se manifiesta, incluso si los espectadores no saben nada acerca de la realidad que se está reflejando. Muy pocos espectadores han estado en la cocina de un restaurante francés de categoría, por lo que se puede pensar que la especificidad obsesiva de las escenas de cocina de Ratatouille —los zuecos de los cocineros repiqueteando en el suelo de baldosas blancas y negras, la forma en que ponen los brazos mientras cortan verduras o cómo organizan sus espacios de trabajo— podría escapársele al público. Pero lo que hemos descubierto es que cuando somos minuciosos la gente lo aprecia. Sencillamente, siente que está bien.
¿Es pertinente este tipo de microdetallismo? Creo que sí. Conocer por dentro y por fuera el tema y el escenario de tu película tiene algo, la confianza, que impregna hasta el último fotograma de tu película. Es un motor oculto, un contrato no escrito con el espectador que dice: estamos luchando por decirle algo impactante y auténtico. Cuando se trata de cumplir esa promesa ningún detalle es demasiado pequeño.
3. El poder de los límites
Hay un fenómeno al que los productores de Pixar denominan «el penique bellamente sombreado». Hace referencia a que a los artistas que trabajan en nuestras películas les interesa tanto cada detalle que a veces pueden pasar semanas puliendo lo que Katherine Sarafian, una productora de Pixar, llama «el equivalente a un penique en una mesita de noche que nunca vas a ver». Katherine, que fue responsable de producción en Monstruos S. A., recuerda una escena que ilustra perfectamente la idea del penique bellamente sombreado. Tiene lugar cuando una desconcertada Boo llega por vez primera al apartamento de Mike y Sulley y, como hacen los niños, se pone a explorarlo. A pesar de que los monstruos tratan de contenerla, ella se acerca a dos imponentes pilas de CD, más de noventa en total. «¡No los toques!», grita Mike mientras ella saca uno de los discos de la base, haciendo que las pilas caigan al suelo. «¡Maldición, estaban puestas en orden alfabético!», se lamenta Mike al tiempo que ella se aleja vacilante. La escena dura unos tres segundos, y durante los mismos solo se ven unos pocos discos. Pero para cada uno de ellos los artistas de Pixar crearon no solo una cubierta sino un sombreador, un programa que calcula cómo cambia la visualización de un objeto mientras se mueve.
«¿Se ven todas esas tapas de discos? —dice Sarafian—. No. ¿Fue divertido dibujarlas todas? Sí. Quizá se trató de una broma interna, pero alguien del equipo creía que cada una de ellas iba a ser vista en primer plano y por lo tanto fueron amorosamente dibujadas.»
No quiero pensar en cuántas personas/semana costó.
Evidentemente, algo se había roto en nuestro proceso: el deseo de calidad había alcanzado la irracionalidad. Pero tal y como desarrollábamos las producciones, nuestra gente debía trabajar en escenas sin conocer el contexto de las mismas, por lo que las sobrecargaban solo para ponerse a salvo. Para empeorar las cosas, nuestros estándares de excelencia son extremadamente altos y les llevaban a la conclusión de que más es siempre más. En ese caso, ¿cómo solucionas el problema del «penique bellamente sombreado» sin decirle a la gente que se preocupe menos o que tienda menos a la excelencia? Sabía que ninguna de las personas de Monstruos S. A. pensaba que aquel detalle fuese tan importante que mereciese que se perdiera el tiempo en terminarlo. Y, como es lógico, todas ellas conocían la existencia de límites, aunque no pudieran verlos. Eso era un fallo por parte de la dirección; lo cierto es que hemos intentado sistemáticamente encontrar la forma de poner limitaciones útiles, y también la manera de hacerlas visibles.
Muchos de los límites vienen impuestos no por nuestros procesos internos sino por las realidades exteriores: recursos finitos, fechas de entrega, economía cambiante o situación general del negocio. No podemos controlar esas cosas. Pero los límites que imponemos a nivel interno, si se aplican correctamente, pueden ser una herramienta para obligar a la gente a cambiar su forma de trabajar y, en ocasiones, inventar una nueva. El concepto mismo de límite implica que no puedes hacer todo lo que quieres, de manera que es preciso pensar en formas más inteligentes de trabajar. Seamos sinceros: muchos de nosotros no nos imponemos esta clase de ajuste hasta que no somos requeridos a ello. Los límites nos obligan a replantearnos cómo trabajamos y nos empujan a nuevas cotas de creatividad.
Otra área en la cual los límites son inestimables es la que llamamos «control del apetito».
En el caso de Pixar, cuando estamos haciendo una película la demanda de recursos es literalmente interminable. A menos que establezcas límites la gente siempre justificará el gastar más tiempo y dinero diciendo: «Solo estamos intentando hacer una película mejor». Esto ocurre no porque la gente sea ávida o derrochadora, sino porque se interesa por su parte de la película y no tiene una visión necesariamente clara de cómo encaja en el conjunto. Creen que invertir más es la única vía hacia el éxito.
En cualquier entorno creativo hay una larga lista de elementos y efectos que deseas incluir para auparla hacia el éxito, una lista realmente larga. En algún momento, sin embargo, caes en la cuenta de que es imposible hacer todo lo de la lista. De manera que pones una fecha tope, que obliga a una reordenación de la lista basada en la prioridad, seguida de la difícil discusión acerca de qué cosas de esa lista son absolutamente necesarias, o incluso si el proyecto mismo es realizable. No deseas mantener esa discusión demasiado pronto porque al principio no sabes qué estás haciendo. Sin embargo, si esperas demasiado se te acaban el tiempo y los recursos. Para complicar las cosas, muchas veces ni los líderes de la película ni los miembros de sus equipos saben el precio de cada elemento de la lista. El director puede que tenga una vaga noción, por ejemplo, del coste del trabajo extra requerido por un ligero retoque de la historia. Por la misma razón, un artista o un director técnico pueden pensar que aquello en lo que están trabajando es esencial y pueden poner su corazón en ello aun sin conocer el valor real para la película. En mi historia de la autocaravana y el neumático reventado Dick tenía dificultades para diferenciar los acontecimientos reales de lo que él deseaba que fuera cierto. En un entorno complejo, como es la realización de una película, la dificultad de separar lo que quieres de lo que puedes hacer es exponencialmente mayor. Es muy importante disponer de herramientas que nos permitan ver con más claridad.
A Brad Bird le gusta contar una anécdota que refleja con exactitud esta cuestión. Durante la realización de Los Increíbles se distrajo con los que él llama «espejismos», escenas o ideas de las que se enamora pero que en definitiva no sirven para la película. Por ejemplo, durante mucho tiempo estuvo obsesionado con la visión de unos peces que debían aparecer en el segundo plano de una escena en un acuario. Quería que se movieran y destellaran como llamas en una chimenea; de hecho, estaba obsesionado por hacer realidad la visión que él tenía en la cabeza. Los animadores estuvieron luchando duramente para hacer que pareciera real, pero después de cinco meses, y miles de horas de trabajo, de repente Brad se dio cuenta de que en realidad eso no mejoraba la película en ningún sentido. Un espejismo le había hecho extraviarse.
Afortunadamente Brad tenía un productor, John Walker, que encontró un sistema (con la ayuda de una jefa de servicio, Laura Reynolds), que ayudaría al equipo a ver lo que era posible en función de los recursos disponibles. El sistema de John consistía en pegar palos de polo a la pared con velcro. Cada palo representaba una persona/semana, que, como ya he dicho, es la cantidad de trabajo que un solo animador puede realizar en el plazo de una semana. Junto a cada personaje se alineaba un puñado de palos para tener una referencia rápidamente. Una ojeada a la pared podía decirte: si usas tantos palos con Elastigirl tienes menos para Jack-Jack. Etcétera. «Brad venía y me decía: “Tenemos que terminar esto hoy” —recuerda John—. Y yo me volvía hacia la pared y contestaba: “En ese caso necesitas otro palo. ¿A quién se lo vas a quitar? Porque solo disponemos de unos cuantos”.» Creo que es un gran ejemplo del impacto positivo de los límites sobre la creatividad.
No obstante, algunos intentos de poner límites pueden fallar. Cuando en 2006 John y yo entramos en Disney Animation nos encontramos con un interesante conflicto. Producir animaciones es complejo y costoso, por lo que los directivos anteriores pensaban que la mejor manera de mantener a la gente trabajando dentro de los límites acordados era nombrar un «grupo de supervisión» que, en definitiva, hacía de ojos y oídos de la dirección. Su única misión era garantizar que el presupuesto y los objetivos de producción se cumplían. Ese grupo vigilaba todos los informes de producción de todas las películas para asegurarse de que las cosas iban como se esperaba y después comunicaban sus hallazgos a los líderes del estudio. Gracias a ello los jefes estaban seguros de estar haciendo todo lo posible para evitar costosos pasos en falso. No obstante, y desde el punto de vista de quienes trabajaban en la producción de una determinada película, el grupo de supervisión era un obstáculo y no una ayuda. Entendían que carecía de la flexibilidad que necesitaban para dar respuesta inmediata a los problemas, porque el grupo de supervisión discutía hasta el final cualquier decisión, incluso la más nimia. Se sentían impotentes. En este caso, la forma de imponer los límites impedía el progreso. Y no solo eso, sino que planteaba problemas políticos: el grupo de supervisión y el de producción estaban cada vez más enfrentados. Como resultado la moral se resentía.
Para John y para mí la solución estaba clara: nos limitamos a eliminar el grupo de supervisión. Pensábamos que el grupo de productores eran unos gestores conscientes que trataban de realizar un proceso complejo dentro del plazo y el presupuesto. En nuestra opinión, el grupo de supervisión no añadía nada al proceso salvo tensión. La microgestión que imponía no tenía valor desde el momento en que la gente de producción ya tenía un conjunto de límites —el presupuesto general y la fecha de entrega— que les determinaba cada movimiento. Dentro de ese conjunto se necesitaba la máxima flexibilidad posible. En cuanto introdujimos el cambio se acabó la guerra, y producción empezó a funcionar más fluidamente.
La solución que adoptamos puede que fuera obvia, pero hay algo que no lo era: nunca hubiera podido surgir de las personas que integraban el grupo de supervisión porque para ello habrían tenido que reconocer que su existencia era innecesaria. No estaban capacitados para cuestionar la idea preconcebida en la que se basaba su grupo. Encima, la solución tampoco podría haber sido sugerida nunca por los líderes a quienes reemplazamos porque ellos creían que ese grupo supervisor desarrollaba una función importante al crear mayor transparencia e imponer una disciplina al proceso. Pero en ello radicaba la ironía: al crear ese grupo para establecer límites, lo que hacían en realidad era volverlos más difusos y reducir su eficacia.
El grupo supervisor fue creado sin que nadie se plantease una cuestión fundamental: ¿cómo facultamos a nuestra gente para que pueda solucionar problemas? En lugar de ello, se preguntaron: ¿cómo evitamos que nuestra gente meta la pata? Un planteamiento así nunca fomenta una respuesta creativa. Por regla general, siempre que impongamos límites o procedimientos deberíamos preguntarnos hasta qué punto ayudarán a facilitar que la gente responda creativamente. Si la respuesta es que no lo harán, en ese caso las propuestas no son las adecuadas para la tarea en curso.
4. Integrar tecnología y arte
Uno de los instructores más adorados en el CalArts de los años ochenta era el legendario animador Bob McCrea, que se pasó a la enseñanza después de trabajar durante cuarenta años en Disney, donde colaboró estrechamente con el propio Walt. McCrea era querido pero también era un cascarrabias al que Andrew Stanton inmortalizaría más tarde en el personaje del capitán B. McCrea en WALL-E; él ayudó a moldear la sensibilidad creativa de mucha gente que después definiría a Pixar. Andrew recuerda que sus compañeros del CalArts y él se veían a sí mismos como «puristas de la animación» decididos a emular a maestros de los primeros años de Disney como Bob. Por esa razón tuvieron conflictos a la hora de hacer uso de nuevas tecnologías —la cinta de vídeo VHS, por ejemplo— que no existían en el apogeo de Disney. Andrew recuerda haberle dicho un día a McCrea que si los Nueve Ancianos de Walt no utilizaban el vídeo quizá tampoco debería hacerlo él.
«No seas tonto —repuso Bob—. De haber dispuesto entonces de esas herramientas las hubiésemos utilizado.»
Como observé en el capítulo 2, Walt era implacable en su determinación de incorporar lo más avanzado y entender todas las tecnologías disponibles. Él introdujo el sonido y el color en la animación. Desarrolló el fondo croma, la cámara multiplano y el uso de la fotocopiadora en la animación sobre acetato. Una de las ventajas que tuvimos en Pixar fue que tecnología, arte y negocio estaban integrados en el liderazgo, y que cada uno de los líderes de la empresa —John, Steve y yo— prestábamos una considerable atención a áreas en las que no se nos consideraba expertos. Desde entonces hemos trabajado asiduamente para mantener en equilibrio las tres patas de ese taburete. Nuestro modelo de negocio, nuestra manera de hacer películas y nuestra tecnología cambiaban continuamente, pero al integrarlas logramos que cada una estimulara a las demás. En otras palabras, el impulso para innovar venía de dentro y no de fuera.
Como John dice a menudo, «El arte desafía a la tecnología y esta inspira al arte». Esto no pretende ser un eslogan inteligente; articula nuestra filosofía de integración. Cuando todo funciona como debe ser, arte y tecnología se enfrentan y se estimulan mutuamente hacia nuevas cotas. Debido a lo muy diferentes que pueden ser esas dos formas de pensar, es posible que resulte difícil mantenerlas acompasadas y comprometidas entre sí. Pero en mi opinión el esfuerzo siempre merece la pena. Nuestra especializada destreza y nuestros modelos mentales son puestos a prueba cuando nos integramos con personas que son diferentes. Si podemos cambiar y mejorar constantemente nuestros modelos haciendo uso de la tecnología en la búsqueda de arte, nos mantenemos frescos. Toda la historia de Pixar es un testimonio de esa dinámica de interacción.
Tengo un par de ejemplos para ilustrar esta cuestión. Mientras hacíamos Los Increíbles a Brad Bird le molestaba, por su imprecisión e ineficacia, tener que comentar verbalmente con los animadores el desarrollo de la película. Si por ejemplo usted quiere hablar de cómo dibujar mejor una escena, ¿no sería lógico exponer sus pensamientos por medio de dibujos? ¿No sería eso más eficaz? Brad preguntó si existía una manera de poder dibujar sobre una imagen proyectada —una escena que estuviese en proceso de ser animada— para comunicar a los animadores los cambios que él quería introducir y hacerlo de forma más eficaz. Nuestro departamento de software se puso manos a la obra. Resultado: la herramienta Review Sketch, que ofrece a los directores un lápiz digital para dibujar directamente encima de una imagen y guarda todos esos esbozos y los hace accesibles online a cualquiera que necesite consultarlos. En los años transcurridos desde su invención se ha convertido en una herramienta esencial utilizada por todos nuestros directores. (Era la que Mark Andrews usaba durante los visionados diarios que he descrito.)

© DISNEY · PIXAR

© DISNEY · PIXAR
Otra innovación se ensayó después de que un día de 2002 se presentase en mi oficina un exasperado Pete Docter. Lo que de verdad necesitaba, dijo, era la posibilidad de poder montar los borradores de los storyboards de una escena, minutarlos exactamente y después comentarlos en una reunión del Braintrust; eso le permitiría expresar el mismo entusiasmo y apasionamiento que puso en su presentación inicial en directo y una mejor aproximación al resultado final deseado: una película. Fui a hablar con Michael Johnson, uno de nuestros responsables de software, para ver si podía hacer algo por Pete. Dos semanas después Michael vino con un prototipo que más tarde sería conocido como Pitch Docter en honor de Pete.
Ya he mencionado antes cuál fue el principal problema que el Pitch Docter trataba de resolver: que la primera vez que un director presenta una película actúa básicamente como si ejecutara una performance. Una presentación es dinámica. El director puede mirar al público a los ojos, ver qué efecto causan los diferentes elementos y arreglarlos sobre la marcha. Esa performance sin embargo no es la película, y cuando la historia pasa a las bobinas y se muestra tal y como es muchas veces no tiene gracia. Dicho de otra manera: la presentación convencional era teatro del bueno pero no terminaba de parecerse a la película. El Pitch Docter logró que sí se pareciese.
El Pitch Docter permitía al artista recibir críticas más temprano, lo cual es siempre mejor. Permitía a quienes ofrecían feedback evaluar el material simulando su presentación en película. Al principio ignorábamos si los artistas aceptarían esa forma de proceder: habían pasado toda su carrera trabajando sobre papel, y si iban a adoptar esa tecnología necesitaban descubrirla y aceptarla por sí mismos. Sin embargo, no tardaron en ver sus ventajas. Puesto que muchas veces los storyboards son modificados, tenerlos en el ordenador simplifica el proceso; pasar las nuevas versiones al equipo era tan fácil como apretar un botón. A medida que más artistas iban aceptando la herramienta, peticiones de nuevas posibilidades mejoraron la propia herramienta. Los desarrolladores de software y los artistas trabajaron juntos para hacer evolucionar las herramientas, y el modelo de trabajo de estos últimos cambió a medida que el software evolucionó para satisfacer sus necesidades. El proceso se vio impulsado tanto por las peticiones de los artistas como por las sugerencias de los programadores, un ir de aquí para allá provocado por la integración de la tecnología y el arte. Mientras tanto el equipo de Michael, conocido como el Moving Pictures Group, había pasado a ser un ejemplo de la mentalidad que valoramos, la de quien no teme el cambio. Aplicamos ese concepto a todo el estudio: gente de software entrando y saliendo rotativamente de producción. Esta manera de hacer las cosas es entusiasta y ágil, y nos hace mejores.
5. Experimentos cortos
En la mayoría de las empresas tienes que justificar mucho lo que haces: preparar el informe trimestral de ganancias si la empresa cotiza en bolsa o, si no, buscar apoyo para tus decisiones. Creo sin embargo que no debería requerirse que se justifique todo. Debemos dejar siempre la puerta abierta a lo inesperado. La investigación científica funciona de ese modo y cuando te embarcas en un experimento no sabes si vas a lograr un avance importante. Hay muchas probabilidades de que no sea así. Sin embargo, en el camino puedes dar con una pieza del rompecabezas, un vislumbre, si quiere, de lo desconocido.
Los cortos son la forma que tenemos en Pixar de experimentar, y los producimos con la esperanza de lograr justamente esa clase de vislumbres. Con el tiempo Pixar ha venido a ser conocida por ofrecer cortos junto con sus largometrajes. Esas películas de tres a seis minutos, que pueden costar cada una hasta dos millones de dólares, no aportan ningún beneficio a la empresa; por lo tanto son difíciles de justificar a corto plazo. Lo que las salva es la intuición de que producir cortos es algo positivo.
Nuestros cortos empezaron a principios de los años ochenta, cuando John Lasseter se unió a nosotros en Lucasfilm para trabajar en Las aventuras de André y Wally B. Nuestra primera oleada de cortos Pixar —Luxo Jr., Red's Dream y Tin Toy, ganadora de un Oscar— fue una forma de intercambiar innovaciones tecnológicas con nuestros colegas de la comunidad científica. Pero en 1989 dejamos de producirlos. Durante los siete años siguientes nos centramos en ganar dinero produciendo anuncios y nuestro primer largometraje. Y en 1996, un año después del estreno de Toy Story, John y yo decidimos que era importante revitalizar nuestro programa de cortos. Esperábamos que su producción estimularía la experimentación y, más importante aún, sería un campo de pruebas para los directores novatos que nosotros esperábamos que algún día dirigirían películas. Justificamos la inversión como Investigación y Desarrollo. Si lográbamos pulir innovaciones técnicas con nuestros cortos, pensábamos, ello solo justificaba el dinero del programa. Finalmente los beneficios fueron muchos, pero no siempre los que esperábamos.
Geri's Game, que se exhibió antes de Bichos: una aventura en miniatura en 1998, fue el primero de lo que dimos en llamar segunda generación de cortos. Mostraba a un anciano sentado al aire libre en un parque otoñal y jugando una encarnizada partida de ajedrez contra sí mismo. Durante los casi cinco minutos de la película —escrita y dirigida por Jan Pinkava y que acabaría ganando un Oscar— no se dice una sola palabra salvo los ocasionales «¡Ja!» que murmura el anciano cada vez que derriba, regocijado, una pieza. El humor reside en cómo cambia la personalidad del octogenario al pasar de un lado a otro del tablero. Cuando su personaje apacible vence a su presuntuoso álter ego dando la vuelta (literalmente) al tablero no te queda más remedio que reír.

© DISNEY · PIXAR
Pero lo importante era esto: aparte de ser una película deliciosa, Geri's Game nos ayudó a mejorar técnicamente. Lo único que le pedimos a Jan antes de que la realizara era que debía incluir un personaje humano. ¿Por qué? Porque necesitábamos mejorar esa faceta. Necesitábamos trabajar no solo en la renderización de las superficies suavemente irregulares de rostros y manos, sino también la ropa que viste la gente. Recuerdo que en aquel momento, y debido a nuestra incapacidad para representar a nuestra satisfacción la piel, el cabello y determinadas superficies curvas, los seres humanos únicamente habían sido personajes secundarios en nuestras películas. Había que cambiar eso, y Geri's Game era una oportunidad para resolverlo.
Aunque inicialmente habíamos utilizado la I + D para justificar el programa, no tardamos en caer en la cuenta de que los máximos impulsores de la innovación tecnológica eran nuestros largometrajes y no los cortos. De hecho, desde la época de Geri's Game y hasta Blue Umbrella, de 2013, ningún corto había contribuido decisivamente a nuestra innovación tecnológica. Aunque de entrada pensábamos que dirigir un corto sería una excelente preparación para realizar un largometraje —una forma de desarrollar talento—, hemos comprendido que en ese frente también estábamos equivocados. Dirigir un corto es una formación magnífica y algo de lo que aprendas te será útil si alguna vez diriges un largometraje. Pero la diferencia entre hacer un corto de cinco minutos y un largometraje de ochenta y cinco minutos son muchas. Hacer el primero es solo un pequeño paso en el camino hacia el segundo, y no el paso intermedio que nosotros imaginábamos.
Y, sin embargo, pese a nuestras falsas hipótesis, los cortos aportaron otras cosas a Pixar. La gente que trabaja en ellos, por ejemplo, adquiere un radio de experiencia mayor del que alcanzaría en un largometraje, en el que la amplitud de escala y la complejidad del proyecto exigen una mayor especialización dentro del equipo. Debido a que los cortos necesitan menos personal, cada empleado ha de hacer más cosas y desarrollar una serie de habilidades que le serán útiles más adelante. Además, trabajar en grupos pequeños crea una relación más profunda que se puede transferir a los futuros proyectos de la empresa, que a largo plazo los beneficiará. Nuestros cortos crean asimismo más valor en dos áreas clave. Externamente nos ayudan a crear un vínculo con unos espectadores que han terminado por considerarlos una especie de bonificación, algo añadido únicamente para que lo disfruten. Internamente, y porque todo el mundo sabe que los cortos carecen de valor comercial, el hecho de que continuemos haciéndolos lanza el mensaje de que en Pixar nos importa el arte; lo cual refuerza y reafirma nuestros valores. Y crea un valor añadido que nosotros, consciente o inconscientemente, explotamos de continuo.
Finalmente hemos aprendido que los cortos son una forma relativamente barata de cometer errores. (Y si opino que estos no solo son inevitables sino valiosos, creo que deben ser bienvenidos.) Por ejemplo, hace muchos años conocimos a un autor de libros para niños que deseaba dirigir un largometraje para nosotros. Nos gustaban su obra y su sensibilidad, pero entendíamos que sería prudente ponerlo primero a prueba con un corto para saber no solo si tenía destreza cinematográfica, sino también si podía trabajar con otras personas. ¿Dónde empezaron los problemas? La película que nos mandó duraba doce minutos, más que un «corto», un mediometraje. Pero la duración es flexible; el verdadero problema era que si bien el director demostraba ser extraordinariamente creativo, en cambio no sabía vertebrar una historia. La narración divagaba, carecía de foco y por lo tanto no tenía impacto emocional. No iba a ser la primera vez que conociésemos a una persona capaz de inventar elementos altamente creativos pero negada para resolver problemas de narración, que es el principal y más importante reto creativo. De manera que cortamos por lo sano.
Muchos hubieran perdido el sueño a costa de los dos millones de dólares que gastamos en este experimento. Nosotros dimos por bien gastado ese dinero. Como dijo Joe Ranft entonces: «Es mejor sufrir accidentes con trenes en miniatura que con los reales».
6. Aprender a ver
Durante el año que siguió al estreno de Toy Story inauguramos un programa de diez semanas para enseñar a cada nuevo empleado el uso de nuestro propio software. Lo llamábamos Universidad Pixar y fiché a un preparador técnico de primera fila para que se encargase del asunto. Sin embargo, en aquel momento el nombre de universidad resultaba un tanto engañoso porque era más bien un seminario de formación y no se parecía en nada a una institución de estudios superiores. Resulta fácil justificar un programa de formación, pero yo tenía otros objetivos y al tratar de conseguirlos nos encontramos con unas sorprendentes bonificaciones.
Aunque algunas personas de Pixar sabían dibujar —y muy bien—, la mayoría de nuestros empleados no eran artistas. Pero hay un importante principio que sustenta el proceso de aprender a dibujar y deseábamos que todo el mundo lo comprendiera. De manera que contraté a Elyse Klaidman, que había dirigido talleres de dibujo inspirados en Aprender a dibujar con el lado derecho del cerebro, el libro de Betty Edwards publicado en 1979, para que viniese a enseñarnos a reforzar nuestros poderes de observación. En aquella época se oía hablar a menudo de los conceptos de pensamiento elaborados por el lado derecho e izquierdo del cerebro, más tarde llamados «modo D» y «modo I». El modo I era verbal-analítico y el modo D era visual-perceptivo. Elyse nos enseñó que mientras muchas actividades usaban ambos modos, el dibujo exigía clausurar el modo I. Ello implicaba suprimir la parte del cerebro que extrae conclusiones para ver una imagen solo como una imagen y no como un objeto.