Coma

Coma


Miércoles 25 de febrero » 13:30 horas

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13:30 horas

Alrededor de la una y media de la tarde Bellows ya había pasado la mitad del día sin acontecimientos especiales. No se sentía físicamente cansado, porque estaba acostumbrado a su programa de actividades. Pero desde el punto de vista emocional estaba cansado, irritable. El comienzo del día había sido auspicioso, con Susan aún a su lado. Disfrutó mucho de esa noche, a pesar de que dudaba de la duración de esa aventura. Susan no se parecía nada al tipo de muchachas con quienes él tenía sus escapadas. Carecía de esa ingenuidad femenina de grandes ojos muy abiertos que era lo fundamental de la idea que tenía Bellows de las mujeres. Le sorprendió agradablemente que, a pesar de sus temores, el sexo con Susan se diera de una manera natural, aunque a él le faltaron los matices agresivos que había aprendido a considerar normales. Susan, y su propia respuesta hacia ella, se le presentaban como un profundo enigma.

Levantarse y dejar a Susan en su cama le proporcionaron un sentimiento reconfortante. Su rol se volvía menos tradicional. Si Susan se hubiera levantado para ir al hospital con él, la impresión de sacrificio de Bellows se habría evaporado. Y para Bellows era importante sentir que se sacrificaba; era una abundante fuente de satisfacción interna.

Pero luego el día se deterioró. Para horror de Bellows, apareció Stark en las visitas matutinas, y el jefe se encontraba en un estado de ánimo particularmente vengativo. Comenzó por preguntarle a Bellows qué le había hecho a esa atractiva alumna suya que no aparecía en las visitas a los enfermos. Bellows tembló internamente, pensando que las insinuaciones de Stark eran más acertadas de lo que el mismo Stark creía. Porque Bellows sabía que en ese mismo momento Susan dormía en su cama.

La pregunta de Stark provocó algunas risas y comentarios en voz baja entre los demás. Bellows sintió en la cara el calor de la sangre que fluía por sus capilares dilatados. Al mismo tiempo sintió que se ponía a la defensiva.

Antes de que Bellows tuviera tiempo de responder, Stark se lanzó a un discurso sobre la asistencia y el interés, el trabajo realizado, y la recompensa. En síntesis le comunicó a Bellows que cualquier futura ausencia de Susan se debitaría en el registro del propio Bellows. Era el deber personal de Bellows controlar que todos los estudiantes que se le habían asignado cumplieran sus obligaciones en forma ejemplar.

Durante las visitas mismas Stark estuvo tan insoportable como siempre, en especial con Bellows. En casi todos los casos le hizo a Bellows alguna pregunta difícil y no quedó satisfecho con la respuesta. Algunos otros residentes advirtieron que Bellows estaba sufriendo una tortura y se apresuraban a contestar, aunque era evidente que las preguntas eran para Bellows.

Al final de las visitas Stark llamó aparte a Bellows para decirle que su actuación no estaba a la altura de lo habitual. Después de una pausa algo prolongada, el jefe de cirugía preguntó directamente a Bellows qué papel había desempeñado él con respecto a las drogas encontradas en el armario 338.

Bellows negó tener conocimiento alguno de las drogas, excepto lo que sabía por Chandler. Le explicó a Stark que había usado ese armario durante una semana antes de que se desocupara su armario permanente. El único comentario de Stark fue que deseaba aclarar el asunto lo más pronto posible.

El estar aunque sólo fuese remotamente relacionado con la cuestión le causaba a Bellows una ansiedad inmoderada. Su mente terriblemente compulsiva magnificaba las cosas fuera de toda proporción. Encontraba alimento para su paranoia profesional, y a medida que avanzaba la mañana su preocupación aumentaba en lugar de disminuir.

Bellows operó él mismo dos casos esa mañana, permitiendo a los estudiantes que asistieran a las intervenciones. En el primer caso Goldberg y Fairweather lavaron al paciente, más para tener alguna participación que para hacer un trabajo real. En el segundo caso Carpin y Niles ayudaron. No hubo desvanecimientos. En efecto: Niles resultó ser el más diestro de los cuatro, y se le permitió cerrar la piel.

Durante el almuerzo Bellows tuvo oportunidad de acorralar a Chandler. El jefe de residentes reiteró lo que Bellows ya sabía: que Stark estaba realmente furioso por lo de las drogas.

—Toda esta maldita situación es ridícula —dijo Bellows—. ¿Stark ya habló con Walters para que me saque del malentendido?

—Ni siquiera he visto a Walters —respondió Chandler—. Hoy fui al pabellón de cirugía para hablar con él, pero está ausente. Nadie lo ha visto en todo el día.

—¿Walters ausente? —preguntó Bellows muy sorprendido—. No ha faltado un solo día en los últimos veinticinco años.

—¿Qué quieres que te diga? No está.

Bellows respondió a esta información yendo a la oficina de personal a conseguir el número de teléfono de Walters. Se enteró de que Walters no tenía teléfono. Bellows tuvo que conformarse con una dirección: 1833 Stewart Street, Roxbury.

A la una y media Bellows estaba muy nervioso. Otro llamado a la recepción de cirugía le informó que Walters no había aparecido aún. Bellows tomó una decisión. Buscaría el tiempo y haría el esfuerzo de visitar a Walters. Era la única forma que se le ocurría de liberarse de inmediato del asunto de las drogas. No era una decisión tan difícil, pero era muy anormal que Bellows saliera del hospital al mediodía. Pero Bellows tenía la sensación desesperante de que en las últimas cuarenta y ocho horas su cómoda y promisoria posición en el Memorial se había puesto en peligro. Según veía las cosas, ahora tenía dos problemas: el primero, el de las drogas, era simple porque sabía que no estaba implicado y que todo lo que debía hacer era demostrarlo; el segundo, Susan y su así llamado «proyecto», era otra cosa.

Bellows consiguió transferir sus alumnos al doctor Larry Beard, nieto de aquel benefactor Beard que diera nombre a un ala del edificio. Luego, con su aparato de radio-llamada en el cinturón, las operadoras notificadas y un compañero residente dispuesto a reemplazarlo durante una hora, Bellows salió del hospital a las 13:37 y paró un taxi.

—¿Stewart Street, Roxbury? ¿Está seguro? —La cara del taxista adquirió una expresión interrogativa y desdeñosa al oír la indicación de Bellows.

—Número 1833 —agregó Bellows.

—¡Usted paga!

Con los montículos de nieve sucia por todas partes, la ciudad tenía un aspecto especialmente deprimente. Llovía casi con la misma intensidad que cuando Bellows saliera de su departamento por la mañana. Se veían muy pocas personas por el camino que tomó el conductor. El aspecto peculiar, deshabitado de la ciudad recordaba las ciudades abandonadas de los mayas. Parecía que todo se había puesto tan feo que la gente había decidido cerrar las puertas y quedarse en sus casas. A medida que el taxi se internaba en Roxbury el espectáculo era cada vez peor. Tenían que pasar por una zona de depósitos semiderruidos, luego por sucios arrabales. La baja temperatura, la lluvia incesante y la nieve mugrienta hacían todo mucho más melancólico. Por fin el taxi dobló a la derecha y Bellows se inclinó hacia adelante; vio el primer cartel que indicaba Stewart Street. Al mismo tiempo la rueda derecha de adelante se metió en un pozo anegado; el conductor lanzó una maldición y movió el volante hacia la derecha para evitar que sucediera lo mismo con la rueda trasera. Pero la parte posterior del coche golpeó contra el pavimento y luego saltó hacia arriba. La cabeza de Bellows dio contra el techo lo bastante fuerte como para que le doliera.

—¡Perdón, pero usted quería venir a esta calle!

Frotándose la cabeza, Bellows miró la numeración: 1831, y luego 1833. Pagó el viaje, bajó y cerró la portezuela. El taxi salió a toda velocidad, sorteando los pozos, y dobló por la primera esquina. Bellows lo vio desaparecer, y lamentó no haberle pedido al hombre que esperara. Luego miró a su alrededor, agradecido de que hubiera parado la lluvia. Se veían varias carrocerías de automóviles a los que les habían retirado todo lo que pudiera tener algún valor. No había otros autos estacionados en la calle, ni pasaba ninguno’. Tampoco gente. Cuando Bellows miró la casa que tenía delante vio que estaba desierta, con la mayoría de las ventanas clausuradas. Observó las otras casas que la rodeaban. Lo mismo. La mayoría tenían las ventanas tapadas con maderas; las pocas que no lo estaban mostraban vidrios rotos.

Un cartel roto clavado en la puerta de entrada anunciaba que la casa había sido confiscada y pertenecía ahora a las Autoridades de Vivienda de Boston. La fecha del cartel era 1971. Otro proyecto de Boston que nunca se había realizado. Recordando el aspecto de Walters, nada de esto le resultó sorprendente a Bellows. La curiosidad lo hizo subir la escalinata para leer el cartel. Había uno más pequeño que decía: «Prohibida la entrada», y que la policía vigilaba el lugar.

Alguna vez esa puerta había sido atractiva, con un gran vidrio oval de color. Ahora el vidrio estaba roto, y la abertura cerrada con unos cuantos maderos clavados al azar. Bellows movió el picaporte, y para su sorpresa la puerta se abrió. El pasador estaba roto, y se podía entrar a pesar del candado porque faltaban tornillos.

La puerta se abría hacia adentro, haciendo chirriar unos vidrios rotos. Bellows miró hacia ambos lados de la calle desierta; luego pasó el umbral. La puerta se cerró rápidamente tras él, extinguiendo casi toda la escasa luz del día. Bellows esperó hasta que sus ojos se adaptaron a la semioscuridad.

El vestíbulo en que se encontraba estaba en ruinas. Frente a él había una escalera. El pasamanos había sido arrancado de su lugar y quedaba poco de él: seguramente lo habían usado para leña. El empapelado colgaba en tiras. Una fina capa de nieve sucia cubría a medias los escombros del suelo y se extendía hacia el fondo del edificio. A los dos o tres metros desaparecía. Pero directamente frente a él, Bellows vio huellas. Examinándolas más de cerca, comprobó que pertenecían a dos personas diferentes. Unas eran enormes, de pies bastante más grandes que los suyos. Pero lo más interesante era que no parecían muy viejas.

Bellows oyó venir un auto por la calle y se enderezó. Consciente de que estaba en propiedad privada, Bellows se acercó a una de las ventanas cerradas con tablas para ver si el auto seguía viaje. Así fue.

Luego subió las escaleras y exploró parcialmente el primer piso. Sólo contenía unos colchones despanzurrados. El aire tenía un olor mohoso, pesado. En la habitación del frente se había caído el cielo raso, cubriendo el suelo con trozos de yeso. Cada habitación tenía una chimenea, montones de basura, y telarañas empolvadas que colgaban del techo.

Bellows miró la escalera que llevaba al segundo piso, pero decidió no subir. En cambio volvió a la planta baja y estaba por salir a la calle cuando oyó un ruido. Eran unos golpes suaves que venían del fondo de la casa.

Con el pulso ligeramente acelerado, Bellows vaciló. Quería irse. Había algo en la casa que lo hacía sentirse incómodo. Pero el sonido se repitió y Bellows caminó desde el vestíbulo hasta el fondo de la casa. En el extremo del vestíbulo tuvo que doblar a la derecha para entrar en lo que había sido el comedor. En el centro del cielo raso se veía aún una lámpara de gas. Caminando por el comedor, Bellows se encontró en lo que quedaba de la cocina. Todo lo que quedaba eran unos caños al descubierto que salían del piso. Las ventanas del fondo estaban cerradas con tablas como las del frente.

Bellows dio unos pasos en la habitación y entonces oyó un movimiento repentino a su izquierda. Se quedó helado. El corazón le saltaba en el pecho; los latidos eran audibles. El movimiento venía de unas cajas de cartón.

Recobrado del susto, Bellows se aproximó cautelosamente a las cajas. Las movió con un pie. Horrorizado, vio escurrirse unas ratas que salieron de su escondite y desaparecieron en el comedor.

Bellows se sorprendía de su propio nerviosismo. Siempre se había tenido por una persona tranquila, difícil de alterar. Su reacción ante las ratas fue un miedo paralizante; le llevó varios minutos calmarse. Dio un puntapié a las cajas para asegurarse de que tenía control de sí mismo, y estaba a punto de regresar al comedor cuando vio otra huella entre el polvo y los escombros junto a las cajas. Comparando sus propias huellas con la que acababa de encontrar, Bellows decidió que debía ser bastante reciente. Más allá de las cajas había una puerta apenas entreabierta. La huella apuntaba en esa dirección. Bellows se acercó a la puerta y la abrió lentamente. Más allá de la puerta estaba oscuro y había unos escalones que probablemente conducían a un subsuelo. Bellows tomó una linternita del bolsillo de su guardapolvo. Al encenderla comprobó que su pequeño haz de luz sólo llegaba a alrededor de un metro y medio hacia abajo.

La razón le indicaba sin ninguna duda salir del lugar. En cambio se puso a bajar los escalones, como para probarse a sí mismo que no tenía miedo de lo que pudiera encontrar en el sótano. Pero tenía miedo. Su imaginación trabajaba rápidamente para recordarle con cuanta facilidad lo afectaban las películas de horror. Recordó una escena de una de ellas en que había un descenso a un sótano.

Mientras avanzaba paso a paso, el haz de luz de la linterna lo precedía hasta que chocó con una puerta cerrada. Bellows la examinó, luego probó el picaporte. La puerta se abrió fácilmente.

Bellows esperaba encontrar ventanitas que dejaran pasar un poco de luz, pero sólo había oscuridad. Llegó a ver, a la escasa luz de la linternita, algo que parecía una habitación bastante grande. No veía más allá de un metro y medio. Dando una vuelta por el cuarto en sentido inverso al de las agujas del reloj, Bellows encontró algunos muebles rotos pero utilizables, incluso una cama cubierta de diarios y dos frazadas comidas por la polilla. Unas cucarachas dispararon al recibir la luz de la linterna de Bellows. Había una chimenea cargada de leña. Las cenizas sugerían un fuego reciente. Bellows se agachó a recoger un trozo de periódico para ver la fecha: 3 de febrero de 1976.

Bellows dejó caer el periódico al suelo y advirtió otra puerta entreabierta. Hizo un movimiento en esa dirección pero la luz de la linternita disminuyó bruscamente: pilas agotadas por el uso continuado. Bellows la apagó un instante para que se recargaran. Se encontró en una oscuridad tan densa que no veía ni su propia mano ante su cara. Y si él se mantenía inmóvil, el silencio era total.

La deprivación sensorial le produjo claustrofobia, y Bellows encendió la luz antes de lo que planeaba hacerlo. La iluminación era notoriamente más intensa y Bellows distinguió mosaicos blancos en el piso de la habitación que se veía por la puerta entreabierta. Un baño.

Bellows abrió la puerta. Se movió pesadamente en sus bisagras, como si fuera de plomo. La escasa luz parpadeante reveló un inodoro sin asiento frente a la puerta. Cuando ésta estuvo abierta a medias Bellows asomó la cabeza. El lavatorio estaba en la pared a la derecha de la puerta. La luz se movió sobre el lavatorio, luego subió a la pared y reveló un botiquín con espejo.

El grito de Bellows fue totalmente involuntario. No fue agudo, pero llegó desde las profundidades de su cerebro, como una respuesta primaria. La linternita se le cayó de las manos al piso de mosaicos y se hizo pedazos. Enseguida Bellows se sumergió en las sombras. Giró y corrió en dirección a la escalera, chocando con los muebles. Era presa de un pánico total, y se dio contra la pared en lugar de encontrar las escaleras. Pasando la mano por la pared, encontró un ángulo y se dio cuenta de que había avanzado demasiado. Se volvió y desando el camino. Sólo al llegar frente a las escaleras vio luz que llegaba de arriba.

Subió los escalones tropezando, recorrió toda la casa y salió a la calle. Sólo entonces se detuvo, con el pecho jadeante por el esfuerzo, y una herida en la mano derecha de una de sus caídas. Contempló la casa, permitiendo que su mente reconstruyera la imagen que había visto.

Había encontrado a Walters. En el espejo del baño, había visto a Walters colgado con una soga al cuello de un gancho de la puerta. Estaba terriblemente distorsionado y manchado con sangre coagulada. Sus ojos estaban muy abiertos y parecían a punto de saltar de la cabeza. Bellows había visto muchas cosas macabras en la sala de guardia durante su carrera, pero jamás en su vida algo tan siniestro como el cadáver de Walters.

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