Coma

Coma


Miércoles 25 de febrero » 16:30 horas

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16:30 horas

Susan entró en el despacho del decano con cierto temor, pero la actitud de Chapman la hizo sentirse cómoda de inmediato. No estaba enojado, como esperaba Susan; sólo preocupado. Era un hombre pequeño, de cabello oscuro y muy corto, y siempre tenía el mismo aspecto, con su traje con chaleco, la cadena de oro y la llave Phi Beta Kappa. El doctor Chapman hacía una pausa después de cada frase y sonreía, no por emoción, sino para que sus alumnos se sintieran cómodos. Era un hábito muy suyo, pero no desagradable.

Como representación de la esencia de la universidad, el despacho del decano en la Facultad de Medicina tenía una atmósfera más amable que los despachos del Memorial. Sobre el escritorio había una antigua lámpara de bronce. Las sillas eran todas del tipo académico, negras, con el emblema de la Facultad de Medicina en el respaldo. Una alfombra oriental daba color al piso. La pared más alejada estaba cubierta de fotos de promociones anteriores de la Facultad de Medicina.

Después de algunas cortesías preliminares, Susan se sentó frente al doctor Chapman. El decano se quitó los anteojos para leer y los colocó sobre su agenda.

—Susan, ¿por qué no vino a hablar conmigo sobre este asunto antes de que se le fuera de las manos? Al fin y al cabo, para eso estoy. Se habría ahorrado mucho pesar, para usted y para la Facultad. Es mi deber tratar de que todos estén lo más satisfechos posible. Obviamente es imposible tener contentos a todos. Yo me desempeño bastante bien en ese sentido. Pero necesito enterarme cuando hay algún problema especial. Me gusta estar al tanto cuando las cosas andan bien y cuando andan mal.

Susan asentía con la cabeza mientras escuchaba al doctor Chapman. Aún llevaba las mismas ropas que tenía puestas durante el incidente en el subterráneo. Tenía raspones muy notorios en ambas rodillas. Sobre su falda estaba el envoltorio con el uniforme de enfermera, que tenía peor aspecto aun.

—Doctor Chapman, todo el asunto comenzó de una manera muy inocente. Los primeros días de clínica son ya bastante difíciles sin que se den las desgraciadas coincidencias con que yo me encontré. Corrí a la biblioteca. Tanto para reponerme como para aprender algo, comencé a indagar en las complicaciones de la anestesia. Pensé que podría volver a mi rutina habitual en un día o dos. Pero luego me vi envuelta en lo que sucedía. Encontré cierta información que me dejó estupefacta, y pensé… que tal vez… usted se va a reír cuando se lo diga. Casi me da vergüenza…

—Veamos si a mí me sucede lo mismo.

—Pensé que podía llegar a encontrar alguna nueva enfermedad o síndrome o por lo menos una reacción a ciertas drogas.

La cara de Chapman se iluminó con una auténtica sonrisa.

—¡Una nueva enfermedad! Eso sí que habría sido un golpe para un estudiante que hace sus primeros días de clínica. Bien, sea como fuere, eso ya pasó. ¿Supongo que ya no lo piensa?

—Créame que no. Tengo un reflejo de autoconservación. Además ya estoy delirando con todo este asunto. Creo que hoy tuve una especie de reacción paranoica. Me convencí hasta tal punto de que me seguía un desconocido que sufrí un verdadero pánico. Mire mis rodillas y mis ropas… pero ya debe de haberlo notado. En pocas palabras: traté de cruzar las vías de una plataforma a otra en la estación Kendall del subterráneo. ¡Qué idiota! —Susan se dio un golpecito en la frente con el índice para dar más énfasis a sus palabras—. Después de eso me di cuenta de que me convenía volver a la normalidad lo más pronto posible. Pero sigo pensando que hay algo particular en esos incidentes de coma en el Memorial, y me gustaría continuar estudiando el problema de alguna manera. Parece que hay más casos involucrados que los que yo sospechaba originalmente, y quizás por eso el doctor Harris y el doctor McLeary se irritaron ante mi ingenua interferencia. De cualquier modo lamento haberle causado problemas a usted en el Memorial. No hace falta que le diga que no era ésa mi intención.

—Susan, el Memorial es un lugar muy grande. Lo más probable es que ya nadie se preocupe por el asunto. Lo único que queda como rastro de lo sucedido es que tendré que trasladarla al V. A. Hospital. Ya está hecho el trámite; mañana deberá presentarse en el despacho del doctor Robert Piles. —El doctor Chapman hizo una pausa mirando atentamente a Susan. —Susan, tiene usted un largo camino que recorrer. Habrá tiempo de sobra para descubrir nuevas enfermedades, o síndromes, si eso es lo que desea. Pero ahora, hoy, este año, su meta principal debe ser adquirir una educación médica básica. Deje que el doctor Harris y el doctor McLeary trabajen en la incidencia del coma. Quiero que usted vuelva al trabajo porque sólo espero buenos informes de su actuación. Hasta ahora le ha ido muy bien.

Susan salió del edificio de la Administración de la Facultad de Medicina con muy buen ánimo. Era como si el doctor Chapman tuviera poderes de absolución. Se había evaporado el problema de ser expulsada de la carrera en situación vergonzosa. Obviamente la rotación quirúrgica en el V. A. no era tan buena como en el Memorial, pero en comparación con lo que podría haber sucedido, el traslado representaba, por cierto, un inconveniente menor.

Aunque sólo eran poco más de las cinco, ya era noche cerrada en la estación invernal. La lluvia había cesado y otro frente de aire frío desplazaba al apenas cálido hacia el Atlántico. La temperatura era de unos 7°. El cielo estaba tachonado de estrellas, por lo menos en el sector más alto. Hacia el horizonte las estrellas desaparecían; su luz no lograba penetrar la nociva atmósfera urbana. Susan cruzó Longwood Avenue corriendo entre los coches atascados.

En el vestíbulo del pensionado para estudiantes se encontró con varios conocidos que advirtieron de inmediato las rodillas raspadas de Susan y la mancha de grasa en su abrigo. Hubo algunos ingeniosos chistes sobre lo dura que debía ser la rotación de Cirugía en el Memorial, a juzgar por Susan, que parecía venir de una riña en un bar. A pesar de que los comentarios sólo pretendían ser graciosos, Susan estuvo a punto de contestar mal a los chistosos. En cambio cruzó el vestíbulo y el patio. La cancha de tenis en el centro tenía un aspecto de abandono invernal.

La gastada escalera describía una graciosa curva hacia arriba; Susan subió los escalones con paso lento y deliberado, saboreando de antemano el aislamiento y la seguridad que prometía su cuarto. Pensaba darse un largo baño, repasar los acontecimientos del día, y por sobre todas las cosas descansar.

Como siempre lo hacía, Susan entró en su habitación y trabó la puerta tras de sí sin encender la luz. La llave junto a la puerta encendía el tubo fluorescente en mitad del cielo raso, y Susan prefería la luz más cálida de las lámparas incandescentes; la que estaba junto a su cama o la de la lámpara de pie junto al escritorio. Con ayuda de la luz que entraba desde el estacionamiento de autos caminó hasta la cama a encender la lámpara. Mientras su mano llegaba a la perilla oyó un ruido. No fue intenso, pero lo suficiente para que Susan se diera cuenta de que no era uno de los ruidos habituales de la habitación. Era un ruido extraño. Encendió la luz, esperando que el ruido se repitiera, pero no se repitió. Decidió que debía venir de algún cuarto vecino.

Colgó su abrigo y su túnica blanca, y desenvolvió el uniforme de enfermera. Había sobrevivido notablemente bien a esa tarde. Luego se desabotonó y se quitó la blusa, y la arrojó sobre la pila de ropa para el lavadero que había sobre la butaca. El corpiño siguió a la blusa. Llevó su mano izquierda a la espalda y luchó con un botón de su falda. Al mismo tiempo se dirigió al baño a abrir la canilla.

Abrió la puerta del baño y encendió la luz fluorescente, preparándose para mirarse en el espejo cuando se prendiera del todo. Con un chirriar de ganchos de plástico sobre metal se corrió la cortina de la bañera; una figura saltó dentro del cuarto de baño. Casi al mismo tiempo la luz fluorescente parpadeó y llenó el ambiente con su luz cruda. Brilló un cuchillo y la cabeza de Susan recibió un fuerte golpe. Por mero reflejo Susan extendió los brazos y las manos para evitar la caída. Todo sucedió tan rápido que no tuvo tiempo de reaccionar. Un grito se había iniciado dentro de su cabeza, pero el golpe lo descolocó.

De inmediato la mano izquierda del intruso tomó a Susan por la garganta, forzándola a pararse en toda su altura contra la pared, con los pechos desnudos tensos por el estirón. A pesar de todas sus fantasías de qué haría si la atacaban (las rodillas a las pelotas, las uñas a los ojos), lo único que Susan lograba hacer era respirar como podía y contemplar al atacante en el colmo del horror. Sus ojos estaban abiertos al máximo. Y reconocía al hombre. Lo había visto en la plataforma del subterráneo.

—Un sonido y te mato, nena —ladró el hombre, poniendo el cuchillo que llevaba en la mano derecha bajo el mentón de Susan.

En la misma forma repentina y brutal en que había tomado a Susan por la garganta, el hombre la soltó, de modo que Susan casi cayó hacia adelante. El atacante le dio un golpe brutal que la arrojó al suelo, apoyada en manos y rodillas, con el labio partido y numerosos capilares rotos en la mejilla izquierda.

El hombre puso un pie bajo una axila de Susan. Luego, con un maligno puntapié la empujó contra la pared, donde quedó sosteniéndose con un brazo en el inodoro. Un hilo de sangre bajó desde su boca hasta un pálido seno. Ahora Susan vio la cara del hombre, marcado por pasadas erupciones, expandirse en una sonrisa rastrera. Obviamente gozaba con la idea de violarla. Susan se sentía endurecida e incapaz de responder.

—Es una lástima que en esta visita sólo esté autorizado a hablarte, o, como decimos en mi profesión, a hacer un contacto preliminar. El mensaje es simple. Hay mucha gente que está muy, muy descontenta con tus últimas actuaciones. Si no vuelves a tus actividades y dejas de molestar a todo el mundo tendré que volver a verte.

El hombre hizo una pausa para que llegara su mensaje. Luego continuó:

—Para estimularte un poco más, te diré que este muchacho también me conocerá, y tendrá un accidente inesperado, serio, y probablemente fatal.

El hombre arrojó una fotografía en la falda de Susan. Ella la tomó con movimientos lentos.

—Y estoy seguro de que no quieres que tu hermano James, allá en Coopers, Maryland, se perjudique por tus travesuras. Y no necesito decirte que esta pequeña reunión es entre nosotros dos. Si vas a la policía, el castigo será el mismo.

Sin decir una palabra más, el hombre salió del baño. Susan oyó cómo la puerta externa de su cuarto se abría y se cerraba suavemente. El único sonido que oía era un ligero zumbido de la luz fluorescente sobre el espejo. No se movió durante unos minutos, porque no estaba segura de si su atacante realmente se había ido. Seguía apoyada con un brazo en el inodoro.

A medida que disminuía el terror, aumentaban la confusión y la emoción. Se le llenaron los ojos de lágrimas. Tomó la foto de su hermano menor con la bicicleta, sonriendo frente a la casa de sus padres.

—Dios —dijo Susan, sacudiendo la cabeza y cerrando los ojos fuertemente. Al cerrar los ojos le corrieron las lágrimas por las mejillas. No había duda de que la foto era auténtica.

Unos pasos en el vestíbulo alertaron a Susan, y la hicieron ponerse de pie. Los pasos se oyeron frente a su puerta y siguieron adelante. Susan caminó con paso vacilante hasta su cuarto, y volvió a trabar la puerta. Se volvió a examinar la habitación. Todo parecía estar en orden. Entonces advirtió que estaba mojada. Se tocó y no pudo creerlo. Se había orinado de miedo.

La confusión comenzó a metamorfosearse en pensamiento analítico; pronto Susan controló sus lágrimas. Había pasado por una cantidad de episodios inexplicables en los últimos días, pero algo empezaba a tomar forma definida en su mente. Ahora estaba más segura que nunca de que había dado con algo, con algo importante y extraño.

Susan se miró en el espejo para ver el daño sufrido. Su párpado izquierdo estaba ligeramente hinchado y tal vez diera como resultado un ojo negro. En su mejilla izquierda había un área contusa del tamaño de una moneda, y la parte izquierda del labio inferior estaba hinchada y sensible. Tirando suavemente del labio para ver la parte interna, Susan descubrió una laceración de dos o tres milímetros. Se la había hecho contra los dientes inferiores a raíz del golpe. La pequeña cantidad de sangre en la comisura de su boca salió fácilmente, y eso mejoró muchísimo su aspecto.

Susan decidió tomar este último episodio con calma. También decidió que a pesar del ruego de Chapman no abandonaría el asunto por completo. Tenía un espíritu competitivo que, aunque enterrado durante años por un condicionamiento estereotipado, era muy fuerte. Susan nunca había recibido antes semejante desafío. Tampoco lo que estaba en juego había sido jamás tan importante. Pero tenía conciencia de dos realidades: debía ser extraordinariamente cuidadosa de allí en adelante, y trabajar con rapidez.

Susan se dio una ducha, haciendo correr el agua lo más fuerte posible. La dejó golpear contra su cabeza mientras giraba lentamente. Se protegía los pechos con las manos de los chorros de agua como agujas. El efecto era calmante y le daba tiempo para pensar. ¿Si llamara a Bellows? Decidió que no. La embrionaria intimidad que había entre los dos impediría a Bellows reaccionar en forma objetiva. Probablemente adoptaría alguna estúpida actitud masculina sobreprotectora. Lo que Susan necesitaba era una mente con perspectiva como para discutir sus deducciones. Entonces pensó en Stark. A Stark no lo había afectado demasiado su posición inferior de estudiante de medicina ni su sexo. Además, se percibía de inmediato su asombrosa captación de asuntos médicos y comerciales. Por sobre todas las cosas poseía madurez racional y se podía confiar en su objetividad.

Una vez fuera de la ducha, Susan se envolvió la cabeza en una toalla y se puso el salto de baño.

Se sentó junto al teléfono y llamó al Memorial. Pidió hablar con el despacho del doctor Stark.

—Perdón, pero el doctor Stark está hablando por otra línea. ¿Quiere que le diga que la llame?

—No, esperaré. Dígale que habla Susan Wheeler, y que es por algo importante.

—Lo intentaré, pero no puedo prometerle nada. Está hablando por larga distancia y la comunicación puede prolongarse.

—Esperaré de todos modos. —Susan sabía muy bien que a menudo los médicos pasan por alto responder a los llamados.

Finalmente Stark atendió su línea.

—Doctor Stark, usted me dijo que podía llamarlo si encontraba algo interesante en mi pequeña investigación.

—Por supuesto, Susan.

—Bien, he encontrado algo extraordinario. Todo este asunto es, sin duda… —Susan hizo una pausa.

—¿Sin duda qué, Susan?

—Bien, no sé cómo expresarlo. Ahora estoy segura de que hay un aspecto criminal. No sé cómo ni por qué, pero estoy totalmente segura. Creo que hay una gran organización implicada… La mafia, o algo así.

—Parece una conjetura bastante audaz, Susan. ¿Qué le ha hecho pensar eso?

—He tenido una tarde particular, sin broma. —Susan contempló atentamente sus rodillas magulladas.

—¿Y?

—Esta tarde me amenazaron.

—¿La amenazaron con qué? —La voz de Stark cambió del interés a la preocupación.

—Creo que con mi vida. —Susan miró la foto de su hermano.

—Susan, si eso es cierto, esto se convierte en un asunto muy serio, por decir algo. Pero ¿está segura de que ésta no es alguna travesura de sus compañeros? Las travesuras de los estudiantes se pasan de tono, a veces.

—Le diré que no lo había pensado. —Susan se tocó cuidadosamente el labio lacerado con la lengua—. Pero creo que esto es algo auténtico.

—En este punto no se trata de hacer conjeturas. Informaré personalmente sobre esto al comité del hospital. Pero, Susan, éste es el momento de que usted abandone definitivamente el asunto. Ya se lo aconsejé antes, pero sólo porque temía que se perjudicara desde el punto de vista académico. Ahora las cosas toman un cariz diferente. Creo que los que deben hacerse cargo de la situación son los profesionales. ¿Ha hecho la denuncia a la policía?

—No. La amenaza incluía a mi hermano menor, y me hicieron una clara advertencia de no acudir a la policía. Por eso lo llamé a usted. Además, si fuera a la policía, sencillamente lo tomarían como un intento de violación, más bien que como una amenaza específica.

—Lo dudo mucho.

—La mayoría de los hombres lo dudaría.

—Pero si la amenaza incluye a su familia, es verdad que tendrá que tener cuidado con quiénes habla. Pero intuitivamente me parece que tendría que hacer la denuncia a la policía.

—Lo pensaré un poco. Además, ¿sabe que me expulsaron de mi rotación quirúrgica en el Memorial? Tendré que ir al V. A., a hacer cirugía.

—No, no me lo habían dicho. ¿Cuándo fue?

—Esta tarde. Obviamente yo habría preferido quedarme en el Memorial. Creo que puedo dar pruebas de que soy una buena estudiante si me dan la oportunidad. Como usted es jefe de Cirugía y sabe que no estoy perdiendo el tiempo, pensé que tal vez quisiera modificar esa decisión.

—Como jefe de Cirugía debieron comunicarme su expulsión. Me pondré en contacto con el doctor Bellows.

—No creo que esté enterado de esto, a decir verdad. Fue el señor Oren.

—¿Oren? Ah, qué interesante. Susan, no puedo prometerle nada, pero me ocuparé de esto. Debo aclararle que no se ha hecho usted muy querida en Anestesia ni en Medicina Clínica.

—Le agradeceré cualquier cosa que pueda hacer. Otra pregunta. ¿Podría usted autorizar una visita mía al instituto Jefferson? Me gustaría mucho visitar al paciente, a Berman. Creo que si lo veo otra vez podré olvidarme de toda esta cuestión.

—Realmente usted hace muchos pedidos difíciles de complacer, señorita. Pero veré qué puedo hacer. El Jefferson no está controlado por la universidad. Fue construido con fondos del gobierno a través del HEW, pero opera bajo la dirección de una empresa médica privada. De manera que no tengo mucha influencia allí. Sin embargo, llámeme mañana después de las nueve, y le daré una respuesta.

Susan colgó el receptor. Sumida en sus pensamientos, se mordió el labio inferior, como solía hacer en esos casos. El resultado fue doloroso. Miró sin verlo uno de los posters de la pared. Repasaba velozmente todos los acontecimientos de esos días, buscando las posibles asociaciones que podían habérsele escapado.

Impulsivamente se levantó y tomó el uniforme de enfermera que había comprado. Luego se puso a secarse el cabello. Quince minutos más tarde se miró en el espejo. El uniforme le quedaba bastante bien.

Tomó por segunda vez la fotografía de su hermano. Por lo menos confiaba en que no había peligro inminente para su familia. Estaban en vacaciones de invierno en las escuelas, y su familia pasaba esa semana esquiando en Aspen.

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